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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (33 page)

Scarlett, sombrada, recogió la carta y leyó estas líneas escritas por una mano firme y viril:

—«La Confederación puede tener necesidad de la sangre de sus hombres; pero no pide aún la del corazón de sus mujeres. Acepte, apreciada señora, esta muestra de respeto por su sacrificio y no crea que su acción ha sido inútil, porque este anillo ha sido rescatado por diez veces su valor. Capitán Rhett Butler.»

Melanie se puso el anillo y lo miró con ternura.

—¿No te dije que era un caballero? —añadió, volviéndose a Pittypat, con una sonrisa que brillaba en su rostro inundado en lágrimas—. Sólo un hombre lleno de delicadeza y de sensibilidad podía comprender que se me había destrozado el corazón... Mandaré en su lugar mi cadena. Tía Pitty, debes escribirle invitándole a cenar el domingo, para que yo pueda darle las gracias.

En la excitación del momento, nadie pensó que el capitán no había restituido también el anillo nupcial de Scarlett. Pero ella lo notó con despecho. Sabía que el gesto del capitán no fue dictado por su delicadeza. Quería ser invitado a casa de Pittypat y había encontrado, hábilmente, el medio.

«Me he disgustado mucho al conocer tu reciente conducta», escribía Ellen. Scarlett, que leía apoyada en la mesa, arrugó la frente. Las malas noticias corrían rápidamente. En Savannah y en Charleston siempre había oído decir que la gente de Atlanta era muy chismosa y que se ocupaba de los asuntos ajenos más que la de cualquier otra ciudad del Sur; ahora estaba convencida de ello. La rifa se había realizado la noche del lunes y hoy era jueves. ¿Cuál de las viejas brujas se había tomado la molestia de escribir a Ellen? Por un momento sospechó de Pittypat, pero abandonó inmediatamente este pensamiento. La pobre Pittypat tenía demasiado temor a ser reprendida por haber permitido aquella locura de Scarlett, y sería la última en notificar a Ellen el resultado de su escasa vigilancia. Más bien sería la señora Merriwether.

«Me resisto a creer que hayas podido comprometer tu dignidad y educación. Pasaré por alto la incorrección de aparecer en público estando de luto, realizando así tu deseo de ayudar al hospital. ¡Pero bailar, y con un hombre como el capitán Butler! He oído hablar mucho de él (¿y quién no ha oído otro tanto?) y también la semana pasada me escribió Pauline, diciendo que es un individuo de pésima reputación, despreciado hasta por su familia de Charleston, excepción hecha, naturalmente, de su desgraciada madre. Es un truhán que se ha aprovechado de tu inocencia para ponerte en ridículo y deshonrarte públicamente, a ti y a tu familia. ¿Cómo ha podido la tía Pittypat descuidar así su deber hacia ti?»

Scarlett miró a su tía a través de la mesa. La pobre señora había reconocido la letra de Ellen y su boquita estaba apretada con una expresión de miedo, igual a la de un niño que teme una regañina y espera alejarla con las lágrimas.

«Tengo el corazón destrozado pensando que has olvidado tu buena educación. Pensé reclamarte inmediatamente a casa; pero dejaré esta decisión a tu padre. Él estará en Atlanta el viernes para hablar con el capitán Butler y para acompañarte aquí. Temo que sea muy severo contigo, a pesar de mis súplicas. Espero y ruego que haya sido sólo la juventud y tu falta de juicio lo que haya permitido una actitud tan descarada. Nadie desea más que yo servir a nuestra Causa y estoy contenta de que mis hijas tengan los mismos pensamientos, pero una conducta tal...»

Continuaba en el mismo tono, pero Scarlett no terminó la lectura. Esta vez estaba verdaderamente asustada. No se sentía ya audaz y temeraria. Se sentía acobardada y culpable como cuando tenía diez años y echó a Suellen una tostada untada de manteca por encima de la mesa. Las ásperas amonestaciones de su madre, siempre tan dulce, y el pensar que su padre venía expresamente a hablar con el capitán Butler, la angustiaban grandemente. Ahora comprendía la gravedad de su acción. Gerald sería severo. Antes sabía evitar los castigos sentándose en sus rodillas, haciéndose la gatita y acariciándole.

—¿No... no son malas noticias? —balbuceó Pittypat.

—Papá llega mañana para castigarme —dijo Scarlett apenada.

—Prissy, búscame las sales —susurró Pittypat, retirando la silla de la mesa donde estaba su plato medio vacío—. Siento..., me parece que me voy a desmayar.

—Están dentro del bolsillo de sus enaguas —dijo Prissy, que giraba alrededor de Scarlett previendo un drama sensacional que la habría llenado de alegría.

Ver a Gerald enfadado era siempre una cosa divertida, siempre que su ira no recayese sobre ella. Pitty rebuscó en su falda y se llevó el frasquito a la nariz.

—Vosotras debéis permanecer junto a mí y no dejarme sola ni un minuto —exclamó Scarlett—. Papá os quiere tanto que si estáis conmigo no me dirá tantas historias.

—No podré —dijo Pitty débilmente y poniéndose en pie—. Me... me siento mal. Debo ir a acostarme. Estaré acostada mañana, todo el día. Presentadle mis excusas.

«¡Bellaca!», pensó Scarlett, mirándola irritada.

Melanie vino en su socorro, aunque pálida y asustada ante la perspectiva de encontrarse ante el furibundo señor O'Hara.

—Yo... te ayudaré a explicarle lo que has hecho por el hospital. Ciertamente lo comprenderá.

—No, no comprenderá —se lamentó Scarlett—. ¡Me moriré si tengo que volver a Tara en desgracia, como amenaza mamá!

—¡No, no puedes volver a casa! —exclamó Pittypat, prorrumpiendo en llanto—. Si tú te vas, me veré obligada..., sí, obligada a rogar a Henry que resida con nosotras, y tú sabes que con Henry yo no puedo vivir. Además, ¡me pone nerviosa el estar de noche en casa, sola con Melanie, con tantos extranjeros en la ciudad! ¡Tú eres tan valiente que contigo no me importa que no haya un hombre en casa!

—¡No, no puedes irte a Tara! —dijo Melanie, que parecía a punto de llorar—. Ésta es ahora tu casa. ¿Qué haremos sin tí?

«Te alegrarías de que me fuera si supieras lo que verdaderamente pienso de ti», dijo para sí Scarlett, descontenta, deseando que fuera otra persona en lugar de Melanie la que le ayudara a hacer frente a las amenazas de Gerald. Era fastidioso ser defendida por una persona que le resultaba tan antipática.

—Quizá debamos aplazar la invitación del capitán Butler —propuso Pitty.

—¡Imposible! ¡Sería el colmo de la descortesía! —exclamó Melanie desolada.

—Acompáñame a mi habitación. Me siento mal —gimió Pitty—.

¡Oh, Scarlett! ¿Cómo has podido dar lugar a esto?

Pittypat estaba en cama cuando llegó Gerald la tarde del siguiente día. Pitty le repitió muchas veces, a través de la puerta cerrada, lo mucho que sentía estar indispuesta, y dejó a las dos muchachas asustadas presidir la mesa durante la cena.

Gerald observaba un silencio amenazador, a pesar de haber besado a Scarlett y pellizcado las mejillas de Melanie afectuosamente, llamándola «primita». Scarlett hubiera preferido imprecaciones, gritos y acusaciones. Fiel a su promesa, Melanie permaneció adherida a las faldas de Scarlett, como una sombra; Gerald era demasiado hidalgo para reñir a su hija delante de ella. Scarlett se vio obligada a reconocer que Melanie se portaba muy bien, mostrándose como si no hubiese ocurrido nada, y hasta consiguiendo que Gerald conversara de otras cosas después de la cena.

—Quiero saber qué pasa por la comarca —dijo Melanie, mirándole con una alegre sonrisa—. India y Honey escriben raramente, y sé que usted está al corriente de todo lo que allí sucede. Háblenos del casamiento de Joe Fontaine.

Gerald se pavoneó ante el halago y dijo que la boda se había celebrado sin festejos, «no como las vuestras», porque Joe disponía de pocos días de permiso. Sally, la pequeña Munroe, estaba bellísima. No, no recordaba cómo iba vestida. Pero oyó decir que no tenía un vestido «para el segundo día».

—¿De veras? —dijeron las muchachas escandalizadas.

—Es natural, desde el momento en que ella no disfrutó de una segunda vez —explicó Gerald con una gran risotada que interrumpió al pensar que estas observaciones no eran aptas para oídos femeninos.

Esta risa levantó el espíritu de Scarlett e hirió la delicadeza de Melanie.

—Porque Joe volvió a Virginia a la mañana siguiente —añadió enseguida Gerald—. No hubo ni visitas ni bailes. Los gemelos Tarleton están en casa.

—Lo sabíamos. ¿Se han curado?

—No han sido heridos gravemente. A Stuart le dieron un tiro en la rodilla, y otro a Brent en la espalda. ¿Os habéis enterado de que han sido citados en la orden del día por su valor? —No; ¡cuéntenos!

—Son unos calaveras... los dos. Creo que en ellos debe haber sangre irlandesa —prosiguió Gerald, satisfecho—. No recuerdo qué es lo que han hecho, pero Brent ahora es teniente.

Scarlett estaba contenta de saber sus hazañas; contenta como una propietaria en cierto modo. Una vez que un hombre había sido su admirador, estaba convencida de que seguía perteneciéndole, y todas las buenas acciones de él la honraban.

—También he oído decir que os están olvidando a las dos. Parece que Stuart empezó a cortejar en Doce Robles.

—¿Honey o India? —preguntó Melanie excitada, mientras Scarlett abría mucho los ojos, casi indignada.

—India, naturalmente. ¿No le hacía ya la corte antes de que esta coqueta niña mía le guiñase el ojo?

—¡Oh! —exclamó Melanie, turbada por la expresión de Gerald. —Además de esto, el joven Brent ha empezado a rondar Tara. Scarlett no encontró palabras que decir. Las acciones de sus admiradores le parecieron casi un insulto. Se acordaba especialmente de cómo se habían enfurecido los dos gemelos cuando ella les dijo que se iba a casar con Charles. Stuart hasta amenazó con matar a Charles, a Scarlett, a él mismo, o a los tres. Fue una cosa divertidísima.

—¿Suellen? —dijo Melanie con una leve sonrisa—. Creía que el señor Kennedy...

—¿Aquél? —dijo Gerald—. Frank Kennedy sigue siendo muy cauteloso. Tiene miedo de su sombra. Si no se decide a hablar, le preguntaré cuáles son sus intenciones. No, se trata de mi pequeña. —¿Carreen?

—¡Pero si es una niña! —exclamó ásperamente Scarlett, recobrando la palabra.

—Tiene casi un año más que tú cuando te casaste —dijo Gerald—. ¿Envidias quizás a tu hermana tu antiguo pretendiente?

Melanie enrojeció; no estaba habituada a aquella franqueza. Hizo señas a Peter para que trajese la torta de batatas. Buscó frenéticamente otro tema de conversación que fuese un poco menos personal y que apartase al señor O'Hara del motivo de su viaje. No consiguió encontrar nada; pero Gerald, una vez que empezaba a hablar, no tenía necesidad de otro estímulo, sino de auditorio. Habló de los latrocinios del comisariado comarcal, que todos los meses aumentaba sus peticiones; de la estúpida actitud de Jefferson Davis y de la bajeza de los irlandeses que se habían enrolado en el ejército yanqui por el vil dinero.

Cuando llevaron el vino a la mesa y las dos muchachas se levantaron para dejarle beber solo, Gerald echó una mirada severa a su hija y le ordenó que se quedara unos minutos. Scarlett dirigió una mirada desesperada a Melanie, la cual volvió la carita, impotente, y salió cerrando suavemente la puerta.

—¡Conque sí, señorita! —mugió Gerald sirviéndose una copa de oporto—. ¡Tienes un magnífico modo de obrar! ¿Buscas ya otro maridó, siendo una viuda tan reciente?

—No grites tanto, papá. Los criados...

—Están ya al corriente, y todos conocen nuestra desgracia; tu pobre madre se ha tenido que meter en cama, y a mí me falta valor para mantener la frente alta. Es una vergüenza. No, gatita, es inútil que trates de venir esta vez con lagrimitas —añadió rápidamente y con cierto pánico en la voz, viendo que Scarlett empezaba a hacer pucheros—. Te conozco, has coqueteado hasta en el funeral de tu marido. No llores. Esta noche no diré más porque tengo que ver a ese valiente capitán Butler, que tan poco respeta la reputación de mi hija. Pero mañana por la mañana... Vamos, no llores. No sirve de nada. Puedes estar segura de que te llevaré mañana a Tara, antes que nos deshonres otra vez. No llores, tesoro. Mira lo que te he traído. ¿No es un regalo bonito? ¡Mira, te digo! ¿Cómo has podido armar todo este enredo, obligándome a venir aquí, con todo lo que tengo que hacer? ¡Vamos..., no llores!

Melanie y Pittypat hacía rato que se habían ido a dormir; pero Scarlett estaba despierta en la templada oscuridad, con el corazón angustiado y lleno de temor. ¡Dejar Atlanta precisamente ahora que la vida empezaba, y encontrarse frente a Ellen! Preferiría morir antes que mirar a la cara a su madre. Sí, morir en este momento; así todos se arrepentirían de ser tan malos con ella. Estuvo dando vueltas en la cama y hundiendo la cabeza en las almohadas, hasta que del camino silencioso llegó un rumor a sus oídos. Era un ruido extrañamente familiar, aunque indistinto. Saltó afuera del lecho y se acercó a la ventana. El camino, con sus árboles frondosos, estaba oscuro bajo un cielo estrellado. El rumor se acercó: crujir de ruedas, pisar de caballos y voces. De pronto sonrió al oír una voz en la que se mezclaban dialecto y whisky, que ella conocía y que cantaba
Peg en un coche descubierto.
No era día de audiencia en Jonesboro, pero Gerald volvía a casa en las mismas condiciones que allí. Vio la sombra oscura de una calesa detenerse delante de la casa y que de ella descendían dos figuras confusas. Venía alguien con él. Dos sombras se detuvieron delante de la cancela; oyó el girar de la cerradura y, después, la voz de Gerald.

—Ahora oirá
El lamento de Roberto Emmet;
es una canción que debería conocer; se la enseñaré.

—Tendré mucho gusto en aprenderla —respondió su acompañante, en cuya voz melosa se sintió una risa sofocada—. Pero no ahora, señor O'Hara.

«¡Oh, Dios mío, es ese horrible Butler!», pensó Scarlett, muy irritada en el primer momento. En seguida se repuso. Por lo menos no se habían batido en duelo. Y debían estar en relaciones muy amistosas cuando volvían juntos a casa y en aquellas condiciones.

—La quiero cantar, y usted me escuchará; de lo contrario, le disparo un tiro, porque le tengo por un orangista.

—No soy orangista, soy charlestoniano.

—Tanto peor. Tengo dos cuñadas en Charleston, y sé qué clase de gente son ustedes.

«¿Querrá ahora despertar a todos los vecinos?», pensó Scarlett, aterrorizada, buscando su bata. Pero ¿qué podía hacer? No podía bajar a aquellas horas y arrastrar a su padre adentro.

Gerald, que se había agarrado a la cancela, echó la cabeza hacia atrás y entonó el
Lamento
con voz de bajo profundo. Scarlett apoyó los codos en el alféizar y escuchó sonriendo involuntariamente. La canción era bonita... si su padre no hubiese desentonado... Era una de sus favoritas, y por un momento siguió la sutil melancolía de los versos que decían:

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