Lo que el viento se llevó (39 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Como siempre, sus palabras, que a los demás le sonaban a traición y perfidia, aparecían al oído de Scarlett llenas de buen sentido y de verdad. No obstante sabía que debería enfadarse y escandalizarse. Por lo menos fingiría hacerlo: sería una actitud más digna de una señora.

—Creo que todo lo que ha escrito de usted el doctor Meade es justo, capitán Butler. El único modo que tiene usted de redimirse es alistándose cuando haya vendido sus barcos. Procede usted de West Point y...

—Habla usted como un predicador bautista que pronuncia un discurso para reclutar adeptos. ¿Y si yo no tengo ningún deseo de redimirme? ¿Por qué debo combatir para defender un sistema que no me ha aceptado? Me sentiré, por el contrario, muy contento de verlo destruido.

—No sé de qué sistema habla —replicó ella.

—¿No? También usted forma parte de él, como yo antes; y estoy seguro de que no lo ama usted más que yo. ¿Por qué soy el garbanzo negro de la familia Butler? Porque no me he podido adaptar a los usos de Charleston. Y Charleston no es otra cosa que el Sur algo más exagerado. Me pregunto si usted se imagina lo que esto significa. Tantas cosas que es necesario hacer, sólo porque han sido siempre hechas... Cosas inocentes que no conviene hacer por la misma razón... Cosas que fastidian porque están exentas de sentido común. El no haberme casado con una señorita de la que habrá oído hablar no ha sido otra cosa para mí que la última gota que ha hecho rebosar el cáliz. ¿Y por qué había de casarme con una fastidiosa idiota, por la única razón de que un incidente me impidió llevarla a su casa antes de que anocheciese? ¿Es por eso por lo que debía permitir que aquel salvaje de su hermano me asesinase, cuando yo disparaba mejor que él? Quizá, si hubiese sido un caballero, me habría dejado matar y esto habría cancelado la mancha en el blasón de los Butler. Pero... la vida me agrada. Así, he permanecido vivo y me he divertido... Cuando pienso en mi hermano, que vive entre las vacas sagradas de Charleston y las respeta tantísimo, me acuerdo de aquella mujer indigesta que es su esposa y de sus insoportables bailes provinciales... ¡Bah; le aseguro que haber roto las relaciones con el sistema tiene sus compensaciones! Nuestro modo de vivir en los Estados del Sur, querida Scarlett, es tan anticuado como el sistema feudal de la Edad Media. El milagro consiste en que haya durado tanto. Tenía que terminar; y estamos de acuerdo en esto. ¿Y quiere usted que me ponga a escuchar a predicadores como el doctor Meade y me excite el redoble de los tambores y coja un mosquetón para ir a derramar mi sangre por Marse Robert? Pero ¿por qué imbécil me toma? Besar la mano que me ha golpeado no es de mi estilo. Entre el Sur y yo, la partida está empatada. El Sur me condenó a morir de hambre; no he muerto, sino que, por el contrario, he ganado tanto dinero gracias a la muerte del Sur que eso me compensa los derechos de primogenitura que he perdido.

—Es usted abyecto y venal —repitió Scarlett; pero pronunciaba estas palabras automáticamente. La mayor parte de lo que él decía le entraba por un oído y le salía por el otro, como la mayoría de las conversaciones que no tenían un tema personal. Pero algunas cosas eran justas. ¡Cuántas tonterías implica la vida entre personas de bien! Fingir haber sepultado el propio corazón cuando no era verdad... Y ver a todos escandalizados aquella vez que bailó en la fiesta de beneficencia. Y el modo en que la miraban cada vez que decía o hacía algo diferente de las demás... No obstante, le molestó oírlo atacar todas las tradiciones que más la fastidiaban. Había vivido demasiado tiempo entre personas que disimulaban educadamente para no sentirse desorientada al oír manifestar en palabras los propios pensamientos.

—¿Venal? No; simplemente soy previsor. Puede ser que esto sea simplemente sinónimo de venal. Al menos, así dice quien no es precavido. Cualquier leal confederado que hubiese tenido en casa mil dólares en el año 1861 podría haber hecho lo que he hecho yo; pero pocos han sido tan perspicaces como para aprovechar la ocasión. Por ejemplo, inmediatamente después de la caída de Fort Sumter, y antes de que se estableciese el bloqueo, yo compré algunos millares de balas de algodón a bajísimo precio y las llevé a Inglaterra, donde siguen aún en los almacenes de Liverpool. No las he vendido todavía ni las venderé hasta que las fábricas inglesas tengan necesidad de él y me paguen el precio que quiera. No me sorprenderá obtener una libra por cada dólar.

—¡Obtendrá una libra por dólar cuando yo cante misa!

—Muy al contrario; estoy persuadido de que la obtendré. El algodón ha llegado ya a setenta y dos centavos la libra. Cuando la guerra termine seré rico, porque he sido previsor...; perdón, venal. Le he dicho ya una vez que los momentos buenos para ganar dinero son dos: cuando se contruye un país y cuando se destruye. Lentamente en el primer caso, deprisa en el segundo. Recuerde mis palabras. Quizás algún día le podrán servir.

—Agradezco mucho los buenos consejos —respondió Scarlett con todo el sarcasmo de que fue capaz—. Pero no tengo necesidad de ellos. ¿Cree usted que papá es pobre? Tiene más de lo que yo pueda necesitar; además, cuento con la herencia de Charles. —Creo que los aristócratas franceses pensaban aproximadamente lo mismo hasta el momento de subir al carro que los llevaba a la guillotina.

A menudo Rhett hacía observar a Scarlett la inoportunidad de vestir de luto mientras participaba en actividades sociales. A él le gustaban los colores llamativos; y los vestidos fúnebres de Scarlett y el velo de crespón que le llegaba casi a los talones le divertían y le extrañaban al mismo tiempo. Pero ella los soportaba, porque sabía que, si se hubiera puesto vestidos de color antes de que pasasen unos años, las flechas de la murmuración habrían apuntado contra ella más de lo que ya apuntaban. Y, además, ¿cómo se lo habría explicado a su madre?

Rhett le dijo francamente que el velo de crespón le daba aspecto de corneja y que el negro la envejecía diez años. Estas afirmaciones poco galantes la hicieron apresurarse a ir al espejo para ver si realmente aparentaba veintiocho años en lugar de dieciocho.

—Daría prueba de mejor gusto quitándose lo que demuestra un dolor que jamás ha experimentado. Hagamos una apuesta. Dentro de dos meses se habrá quitado ese vestido y ese velo y en su lugar se habrá puesto una elegantísima creación de París.

—Ni soñarlo; y no hablemos más de ello —rebatió Scarlett, un poco enfadada por la alusión a Charles. Rhett, que se disponía a partir a Wilmington para efectuar un nuevo viaje, se despidió con un cariñoso guiño.

Unas semanas más tarde, en una magnífica mañana de verano, apareció llevando en la mano una sombrerera y, después de asegurarse que Scarlett estaba sola en casa, la abrió. Envuelta en un papel finísimo había una cofia que a Scarlett le hizo exclamar: «¡Oh, qué belleza!» Privada durante algún tiempo de vestidos bonitos, le parecía la cofia más bonita que jamás hubiese visto. Era de tafetán verde oscuro, forrado de fina seda verdosa. Las cintas que se anudaban bajo la barbilla también eran de color verde claro. En el ala había un copete de plumas de avestruz.

—Pruébesela —sonrió Rhett.

Ella corrió hacia el espejo y se puso la cofia, metiéndose los cabellos bajo el ala para lucir los pendientes, y se anudó las cintas bajo la barbilla.

—¿Cómo estoy? —dijo, haciendo una pirueta y moviendo la cabeza para agitar las plumas. Sabía que le sentaba bien, aun antes de leer la confirmación en los ojos de él. El verde del forro daba un reflejo esmeralda a sus ojos y los hacía brillar—. ¡Oh, Rhett!, ¿para quién es? Siento deseos de comprarla. A cualquier precio. —Es suya. ¿Quién sino usted podría llevar este matiz de verde? ¿Cree que no me he acordado bien del color de sus ojos?

—¿De verdad, la ha mandado hacer para mí?

—Sin duda, y en la caja está escrito Rué de la Paix.

Ella continuaba mirándose; era el sombrero más bonito que se había puesto desde hacía más de dos años. Pero de repente su sonrisa desapareció.

—¿No le gusta?

—¡Oh, es un sueño! ¡Pero... qué rabia tener que cubrir este verde con el crespón negro y tener que teñir las plumas!

En un momento, él estuvo junto a ella, desató las cintas del sombrero y volvió a meterlo en la caja.

—¿Qué hace? ¿No ha dicho que era para mí?

—Sí, pero no para transformarlo en un sombrero de luto. Ya encontraré otra hermosa señora con los ojos verdes que aprecie mi gusto.

—¡Oh, no! ¡No hará eso! ¡Me enfadaría! ¡Sea bueno, Rehtt! ¡Démelo!

—¿Para convertirlo en una birria como los otros sombreros? ¡No, no!

Ella agarró la caja. ¿Aquel delicioso sombrerito que la hacía tan joven, dárselo a otra? Jamás! Por un momento pensó en lo horrorizadas que se sentirían Pittypat y Melanie. Pensó en Ellen y tembló. Pero la vanidad fue más fuerte.

—No lo teñiré. Se lo prometo. Ahora, démelo.

Él le dio la caja con una sonrisa sardónica y la contempló mientras se volvía a poner el sombrero y se admiraba.

—¿Cuánto cuesta? —preguntó Scarlett de repente poniéndose seria—. Ahora tengo sólo cincuenta dólares; pero el mes próximo...

—Costaría cerca de dos mil dólares en dinero de la Confederación —respondió él, sonriendo ante su expresión desolada.

—¡Dios mío! Bah, puedo darle ahora cincuenta, y después...

—No quiero nada. Es un regalo.

Scarlett abrió la boca. Las normas, por lo que concernía a recibir regalos de los hombres, eran muy claras.

«Dulces y flores, querida —había dicho muchas veces Ellen—, quizás un libro de versos, un álbum o un frasco de agua de Florida son las únicas cosas que una dama puede aceptar de un caballero. Nunca un regalo caro ni aun del mismo prometido. Ni una alhaja o prenda de vestir, guantes o pañuelos. Aceptar regalos de esta clase autoriza a un hombre a creer que no tiene ante sí a una señora y a tomarse libertades.»

«Dios mío —pensó, mirándose en el espejo, y después volviendo la mirada hacia el rostro impasible de Rhett—, no puedo decirle que no lo acepto. Es demasiado bonito. Preferiría que se tomase alguna libertad... si se tratase de una cosa de poca importancia.» Se asustó de haber tenido semejante pensamiento y enrojeció.

—Le daré..., le daré cincuenta dólares.

—Si lo hace, los tiraré a la basura. O, mejor, haré decir algunas misas por su alma. Estoy seguro de que tiene necesidad de ellas.

Ella rió involuntariamente y su sonrisa bajo aquellos reflejos verdes la decidió instantáneamente.

—Pero ¿qué intenciones tiene usted?

—Tentarla con bellos regalos a fin de destruir sus ideales infantiles y dejarla a mi merced. —Y añadió con aire sentencioso—: ¡Sólo hay que aceptar dulces y flores de los hombres, querida!

Scarlett soltó una carcajada.

—Es usted un pillo de marca, Rhett Butler, y sabe que este sombrero es demasiado bonito para que yo pueda rehusarlo.

Los ojos de él sonreían burlonamente.

—Puede decir a la señorita Pitty que me ha dado una muestra de tafetán verde, que me ha hecho un diseño del sombrero y que me ha pagado cincuenta dólares.

—No. Diré cien dólares y ella lo contará a toda la ciudad y se pondrán verdes de envidia y hablarán de mi despilfarro. Pero no debe traerme más objetos costosos, Rhett. Es usted infinitamente amable, pero no puedo aceptar ningún otro.

—¿De veras? Pues le aseguro que le traeré todos los regalos que quiera y siempre que vea algo que pueda realzar su belleza. Le traeré seda verde para hacer un vestido que armonice con su cabello. Y le advierto que no se trata de amabilidad. Recuerde que no haga nunca nada sin motivo ni doy una cosa sin calcular que me será devuelta. Y siempre soy bien pagado.

Sus ojos negros la miraron fijamente y después se posaron en sus labios. Scarlett bajó la vista, llena de excitación. Ea, ahora él estaba a punto de tomarse alguna libertad, como había predicho Ellen. La besaría o trataría de besarla; y ella no sabía qué hacer. Si rehusaba, él le quitaría el sombrero y se lo daría a otra. Por otra parte, si le permitía un casto besito, con la esperanza de obtener otros, él le traería otro bonito regalo. ¿Por qué tantas historias por un beso? Con frecuencia los hombres después de un beso se enamoraban ciegamente y hacían cosas absurdas, siempre que la muchacha tuviese la habilidad de resistirse después del primer beso. Sería agradabilísimo ver a Rhett Butler enamorado e implorando un beso o una sonrisa. Sí, se dejaría besar.

Pero él no hizo el menor gesto. Ella le echó una mirada oblicua por debajo de las pestañas y murmuró:

—¿Ah, sí? ¿Es usted siempre bien pagado? ¿Y qué pide? —Eso lo pediré en su día.

—Si cree que a cambio del sombrero yo estoy dispuesta a casarme con usted, se equivoca —replicó ella audazmente; y movió la
cabeza.
para agitar las plumas.

Los dientes blancos de él brillaron bajo su bigote.

—Se engaña usted, señora. Yo no deseo casarme con usted ni con ninguna otra. No soy un tipo de esos que se casan.

—¿De veras? —exclamó Scarlett, aturdida. Y, convencida ahora de que él se tomaría alguna libertad, replicó—: Pues no estoy dispuesta ni a darle un beso tan sólo.

—Entonces, ¿por qué frunce la boca de ese modo tan gracioso?

—¡Oh! —Lanzó una mirada al espejo y comprobó que, verdaderamente, su roja boquita estaba fruncida como para un beso—. ¡Es usted el hombre más detestable que jamás he conocido y no quiero volver a verle más!

—Si eso fuese verdad, usted misma, pisotearía en seguida el sombrero. ¡Pero qué furiosa está y qué bien le sienta esta expresión! ¡Vamos, Scarlett, pisotee ese sombrero para mostrarme lo que piensa de mí y de mis regalos.

—¡No lo toque! —exclamó la joven cogiendo el sombrero por las alas y retirándose.

El la siguió, riendo dulcemente, y estrechó las manos de ella entre las suyas.

—Es usted tan niña, Scarlett, que siento que se me oprime el corazón. Y ya que, según parece, esperaba ser besada, no la desilusionaré. —Se inclinó indolentemente y le rozó la mejilla con el bigotito—. Ya está. Y ahora, ¿no le parece que, para salvar las conveniencias, debería darme una bofetada?

Ella le miró con aire de enfado y vio en sus ojos tal expresión risueña que no pudo contener una carcajada. ¡Qué tormento era aquel hombre, y qué exasperante! Pero si él no pensaba casarse ni quería besarla, ¿qué quería? Y, si no estaba enamorado de ella, ¿por qué venía tan frecuentemente y le hacía regalos?

—Así es mejor —replicó Butler—. Pero yo ejerzo una pésima influencia sobre usted, Scarlett; y si usted tuviese una pizca de buen sentido se desharía de mí... siempre que fuese capaz de ello. Es difícil librarse de mí. Soy un peligro para usted.

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