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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (40 page)

—¿De veras?

—¿No lo cree? Desde que la vi en la jifa de beneficencia, su conducta ha sido verdaderamente escandalosa, y en la mayor parte por culpa mía. ¿Quién la ha animado a bailar? ¿Quién la ha obligado a admitir que pensaba que nuestra Causa no es ni gloriosa ni sagrada? ¿Quién la ha ayudado a dar a las viejas señoras tal cantidad de temas de murmuración? ¿Quién consigue que se quite el luto mucho tiempo antes del que requieren las conveniencias? ¿Y quién, en fin, la obliga a aceptar un regalo que ninguna señora aceptaría?

—Se equivoca, capitán Butler. No he hecho nada que sea escandaloso; y, si he hecho algo de lo que dice, ha sido sin su ayuda.

—Lo dudo. —Y su cara se puso de repente taciturna—. Sin mí, sería aún la viuda de Charles Hamilton, famosa por el bien que hace a los heridos. A menos que...

Pero ella no le escuchaba; se estaba mirando de nuevo en el espejo, complacida y pensando que aquel mismo día se pondría el sombrero para ir al hospital a llevar flores a los oficiales convalecientes.

No prestó atención a la verdad que encerraban las últimas palabras de él. No se daba cuenta de que había sido Rhett quien le abrió las puertas de la prisión de la viudez, ni de que las enseñanzas de Ellen estaban desde hacía tiempo muy olvidadas. El cambio había sido tan gradual que el abandono de una pequeña convención parecía no tener relación con el abandono de otra y ninguna de las dos cosas con Rhett. Animada por él, ella había olvidado las severas órdenes de su madre respecto al decoro, y también las lecciones relativas al comportamiento de una señora.

Al siguiente día, Scarlett estaba delante del espejo con el peine en la mano y la boca llena de horquillas tratando de peinarse de una manera nueva que Maybelle, de vuelta de una visita hecha a su marido en Richmond, había referido que hacía furor en la capital. Se llamaba «Gato, ratón y ratoncito». Los cabellos estaban divididos por una raya central y dispuestos a los lados en tres bucles diferentes. El primero, el «gato», y el segundo, el «ratón», se cogían con cierta facilidad; pero el «ratoncito» huía de las horquillas de un modo irritante. Estaba decidida a conseguirlo, porque Rhett iba a venir a cenar; él notaba y comentaba siempre cualquier innovación en su tocado.

Mientras luchaba con sus rizos rebeldes, oyó un paso precipitado en el vestíbulo y reconoció que era el de Melanie, que volvía del hospital. La oyó subir las escaleras de dos en dos y se detuvo, pensando que debía haber sucedido algo, porque Melanie se movía siempre con decoro, como una verdadera señora. Fue a abrir la puerta; Melanie entró precipitada, roja y afanosa, como una niña culpable.

Tenía lágrimas en los ojos y el sombrero en la nuca, suspendido al cuello por las cintas. Los aros de su miriñaque se agitaban violentamente. Apretaba algo en la mano y un perfume violento y vulgar invadió la habitación.

—¡Oh, Scarlett! —exclamó, cerrando la puerta y tirándose sobre el lecho—. ¿Ha vuelto la tía? ¿No? ¡Menos mal! ¡Estoy tan avergonzada, Scarlett, que quisiera morir! ¡Por poco me desmayo, y tío Peter amenaza con decírselo a tía Pitty!

—¿Decir qué?

—Que he hablado con aquélla... —Melaníe se abanicó la cara sudorosa con el pañolito—. ¡Aquella mujer de los cabellos rojos, aquella Belle Watling!

—¿Pero cómo, Melanie? —exclamó Scarlett, tan escandalizada que no supo decir otra cosa.

Belle Watling era la mujer pelirroja que ella vio en la calle el primer día de su llegada; y se había convertido en la meretriz más famosa de Atlanta. Muchas prostitutas habían afluido a la ciudad, siguiendo a los soldados; pero Belle permanecía muy por encima de las demás, fuera por sus cabellos rojos o porque vestía siempre muy bien. Se la veía raramente en la calle Peachtree u otras calles elegantes, pero, si por casualidad aparecía, las señoras se apresuraban a cruzar la calle para evitar aquel contacto. ¡Y Melanie le había hablado! No era de extrañar que tío Peter estuviese indignado.

—¡Moriré si tía Pitty se entera! Se lo diría a todos y yo quedaría deshonrada... —sollozó Melanie—. Y no ha sido culpa mía. No he podido..., no he podido plantarla en mitad de la calle; ¡no puedo ser tan descortés! ¡Me daba tanta pena! ¿Crees que hago mal en pensar así?

Pero Scarlett no se preocupaba de la moral de la acción. Como muchas mujeres inocentes y bien nacidas, sentía una curiosidad devoradora acerca de las rameras.

—¿Pero qué quería? ¿Cómo habla?

—Oh, no es culta, pero he visto que la pobrecilla trataba de hablar lo mejor posible. Salí del hospital y, como no vi a tío Peter con el coche, pensé volver a pie. Cuando llegué ante el jardín de Emerson, ella estaba escondida detrás de unas plantas. ¡Gracias a Dios, los Emerson están aún en Macón! Y me dijo: «Perdón, señora Wilkes, quisiera hablar con usted, por favor.» No sé cómo sabía mi nombre. Sé que debí haber apresurado el paso, pero... ¡oh, Scarlett, tenía un aspecto tan triste... como si suplicase! Iba vestida de negro y nada llamativa. Si no hubiese sido por los cabellos rojos, habría parecido una mujer corriente. Antes de que yo pudiera responderle, continuó: «Sé que no debiera dirigirle la palabra, pero he tratado de hablar con ese pavo real de la señora Elsing y me ha puesto en la puerta del hospital.»

—¿La ha llamado así, «pavo real»? —dijo Scarlett, riéndose contenta.

—¡Oh, no te rías! No es cosa divertida. Parece que..., en resumen, esa mujer quiere servir al hospital, ¿comprendes? Se ha ofrecido a cuidar enfermos por las mañanas y la Elsing ha debido sentirse morir sólo ante esa idea, y la ha despedido. Después me dijo: «Yo también quiero hacer algo. ¿No soy tan confederada como usted?» Y te aseguro que este deseo suyo de ser útil me ha conmovido. No puede ser tan mala. ¿Crees que yo soy mala por pensar así?

—Por caridad, Melanie, a nadie le importa que una sea mala. ¿Qué más ha dicho?

—Ha dicho que estaba observando a las señoras que iban al hospital y le ha parecido... que yo tenía una cara dulce y por eso me ha hablado. Tenía un poco de dinero y ha querido dármelo para que yo lo emplease en el hospital sin decir su procedencia. También me ha dicho que la señora Elsing no lo admitiría si supiera qué clase de dinero era. ¡Qué clase de dinero! Entonces creí que iba a desmayarme. Estaba tan molesta y deseosa de irme, que le dije: «Sí, sí, es usted muy amable», o cualquier otra bobada por el estilo; entonces ella sonrió diciéndome: «Tiene usted sentimientos verdaderamente cristianos», y me puso en la mano este pañuelo. ¡Puah! ¿Hueles este perfume?

Alargó a Scarlett un pañuelo de hombre usado y fuertemente perfumado: había unas monedas encerradas en un nudo.

—¡Me estaba dando las gracias y diciendo que me traerá dinero todas las semanas, cuando llegó tío Peter con el coche y me vio! —Melanie prorrumpió en lágrimas y escondió la cabeza en las almohadas—. Y cuando vio con quién estaba parada..., figúrate, Scarlett, me dijo a gritos: «¡Suba usted pronto en el coche!» Naturalmente, obedecí, y durante todo el camino tío Peter ha venido sermoneándome, sin dejarme hablar, amenazándome con decírselo a tía Pitty. Ve a verle, Scarlett, y ruégale que calle. Quizá te haga caso. Tía Pitty moriría si supiese que he mirado la cara a esa mujer. ¿Me haces este favor?

—Sí, iré. ¡Pero cuánto dinero hay aquí dentro! Parece que pesa.

Desataron el nudo y una porción de monedas de oro cayeron al suelo.

—¡Cincuenta dólares! —exclamó Melanie después de haberlas contado—. ¡Y en oro! ¿Crees, Scarlett, que se puede emplear esta clase..., quiero decir, el dinero ganado... de este modo, en nuestros soldados? ¿No crees que Dios comprenderá su deseo de hacer bien y no dará importancia a que este dinero sea sucio? Piensa en las muchas necesidades que tiene el hospital...

Scarlett no la escuchaba. Estaba mirando el pañuelo y se sentía invadir por la cólera y la humillación. En una esquina tenía bordado el monograma: «R. K. B.» En su cajita ella tenía uno idéntico a aquél; un pañuelo que Rhett Butler le prestó el día anterior para envolver los tallos de las flores que habían recogido en el campo. Pensaba devolvérselo esta misma noche cuando viniese a cenar.

Conque Rhett tenía relaciones con aquella abyecta criatura y le daba dinero. De ahí venía el dinero para el hospital. ¡Y Rhett tenía la desvergüenza de mirar a la cara a las mujeres honradas, después de haber estado con aquella mujer! ¡Y ella había creído que estaba enamorado de ella! Esto probaba que era imposible.

Las mujeres de mal vivir y todo lo que las concernía eran para Scarlett un tema misterioso y repugnante. Sabía que los hombres protegían a aquellas mujeres por motivos que una señora no puede ni nombrar..., y, si los mencionaba, tenía que ser en voz baja, indirectamente o con eufemismos. Ella creyó siempre que sólo hombres vulgares visitaban a aquellas mujeres. Jamás pensó que hombres elegantes (sí, hombres como aquellos con los que bailaba y trataba) hiciesen cosas semejantes. Era un nuevo horizonte que se le abría; ¡y qué horrible resultaba! ¡Quizá todos los hombres fueran así! ¡No les bastaba con obligar a sus esposas a hacer cosas indecentes; iban también con mujeres de ese género y les pagaban por aquello! ¡Oh, los hombres eran abyectos y vulgares y Rhett Butler era el peor de todos!

Le arrojaría a la cara aquel pañuelo y después le pondría en la puerta de la calle y no le dirigiría más la palabra. Pero no; no podía. No podía darle a entender que ella conocía la existencia de mujeres de mal vivir y que sabía que los hombres iban a buscarlas. Una dama no podía hacer aquello.

«¡Oh —pensó furibunda—, si no fuese una dama, qué cosas le diría a ese reptil!»

Haciendo una pelota con el pañuelo, fue hacia la cocina en busca de tío Peter. Al pasar delante del horno, tiró el pañuelo a las llamas y con impotente ira lo vio arder.

14

En el Sur, todos los corazones estaban llenos de esperanza al iniciarse el verano de 1863. A pesar de las privaciones, las molestias, los especuladores, la penuria de alimento, las enfermedades y los sufrimientos que habían padecido casi todas las familias, los Estados del Sur empezaron nuevamente a decir: «Una victoria más y la guerra habrá terminado»; y lo decían con mayor seguridad que el año precedente. Los yanquis eran un hueso duro de roer, pero finalmente los sudistas lo roerían.

La Navidad de 1862 fue alegre para Atlanta y para todos los Estados del Sur. La Confederación obtuvo una brillante victoria en Fredericksburg y los muertos y heridos yanquis se contaron por millares. Las fiestas fueron, pues, alegres para todos; el pueblo estaba lleno de gratitud por el cambio de los acontecimientos. El Ejército confederado fue ahora llamado «de los vencedores»; los generales habían probado su habilidad y todos estaban convencidos de que, al comenzar las hostilidades en la primavera, los yanquis serían vencidos definitivamente.

La primavera llegó y la lucha volvió a empezar. En el mes de marzo, la Confederación obtuvo otra victoria en Chancellorsville, y el país vibró de entusiasmo.

Una incursión de la caballería de la Unión fue transformada en un triunfo de los georgianos. Las gentes reían y se daban golpes en la espalda diciendo: «¡Sí, señor! En cuanto el viejo Nathan Bedford Forrest se lanzó tras ellos, los fastidió de lo lindo.» Más tarde, en abril, se produjo una nueva sorpresa: la caballería yanqui, compuesta de mil ochocientos hombres mandados por el coronel Streight, llegó a Roma, situada a unos cien kilómetros al norte de Atlanta. Tenía por objetivo cortar el ferrocarril principal entre Atlanta y Tennessee y luego marchar hacia el Sur a fin de destruir las fábricas y aprovisionamientos concentrados en Atlanta.

Era un golpe atrevido y hubiera resultado bastante duro para el Sur, si no hubiese sido por el general Forrest. Con una fuerza numérica tres veces inferior (¡pero qué hombres y qué jinetes eran!) fue a su encuentro, empeñándoles en una batalla, no dándoles tregua ni de día ni de noche y capturando finalmente a todas las fuerzas atacantes.

La noticia llegó a Atlanta casi al mismo tiempo que la de la victoria de Chancellorsville y la ciudad se llenó aún más de gozo y alegría.

La victoria de Chancellorsville podía ser más importante que la captura de la caballería de Streight, pero ésta dejaba a los yanquis absolutamente en ridículo.

—Los yanquis no deberían bromear con el viejo Forrest —decían todos alegremente.

El destino de la Confederación parecía haber tomado nuevo rumbo. No obstante, los yanquis, guiados por Grant, asediaron Vicksburg a mediados de mayo. El Sur sufrió una gran pérdida cuando Stonewall Jackson fue gravemente herido en Chancellorsville, y Georgia perdió uno de sus más valientes y brillantes jefes cuando el general Cobb fue muerto en Fredericksburg. Pero era evidente que los yanquis no podían soportar otras derrotas como estas dos últimas. Debían ceder y entonces la guerra cruel terminaría.

En los primeros días de julio llegaron rumores, más tarde confirmados por telegramas, de que Lee marchaba por territorio de Pennsylvania. ¡Lee en territorio enemigo! ¡Ésta era verdaderamente la última batalla de la guerra! Atlanta estaba llena de excitación, de alegría y de ardiente sed de venganza. ¡Ahora verían los yanquis lo que significaba tener la guerra en el propio país! ¡Sabrían lo que era ver los campos arrasados, las bestias robadas, las casas ardiendo, los hombres arrastrados a las prisiones, las mujeres y los niños hambrientos!

Todos sabían lo que los yanquis habían hecho en Missouri, en Kentucky, en Tennessee y en Virginia. Hasta los niños podían narrar con odio y con miedo los horrores llevados a cabo por los yanquis en el territorio conquistado; Atlanta estaba llena de refugiados de Tennessee, los cuales habían contado sus padecimientos. Estos clamaban por que Pennsylvania fuese sometida a hierro y fuego: hasta las mujeres más buenas y afables tenían expresiones de feroz violencia.

Pero cuando llegó la noticia de que Lee había dado orden de que ninguna propiedad privada de Pennsylvania fuese tocada bajo pena de muerte y de que el Ejército pagara todo lo que requisaba..., ¡oh, entonces sólo el respeto que se sentía hacia él pudo conservarle la popularidad! ¿No había necesidad de tocar nada en los ricos almacenes de aquel Estado? ¿Qué pensaba el general Lee? ¿Y los soldados del Sur, que tenían tanta hambre y que necesitaban botas, trajes y caballos?

Una carta urgente de Darcy Meade al doctor, la primera información recibida en Atlanta en aquel principio de julio, pasó de mano en mano provocando una indignación siempre creciente.

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