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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (42 page)

No pudo leer más. No quería descubrir si alguno más de aquellos muchachos con los que había crecido, bailado, coqueteado y hasta cambiado algún beso, estaba en la lista. Hubiera querido llorar, liberarse de los dedos de acero que le apretaban la garganta.

—Lo siento, Scarlett. —Era la voz de Rhett. Ella alzó los ojos. Había olvidado su presencia—. ¿Muchos de sus amigos?

Ella afirmó con la cabeza e intentó hablar.

—Casi todas las familias del condado y... los tres muchachos Tarleton.

La cara de él estaba serena, algo taciturna, y en sus ojos no había trazas de burla.

—Y aún no ha terminado —dijo—. Estas son las primeras listas y no están completas. Mañana saldrá otra más larga. —Bajó la voz para no ser oído en los coches de al lado—. Scarlett, el general Lee debe de haber perdido la batalla. He oído decir en el cuartel general que se ha retirado a Maryland.

Ella levantó los ojos angustiada; pero su temor no dependía de la noticia de la derrota de Lee. ¡Otra lista, mañana! Mañana. No había pensado en esto, tanta fue su felicidad al ver que el nombre de Ashley no figuraba en la lista que tenía ante sus ojos. Quizás en este momento estuviera muerto y ella no lo sabría hasta mañana. O quizá dentro de una semana.

—Pero ¿por qué tiene que haber guerras, Rhett? ¡Habría sido mejor que los yanquis hubieran pagado por los negros..., o que nosotros se los hubiéramos regalado, antes que consentir esto!

—No se trata de los negros, Scarlett. Eso no es más que un pretexto. Las guerras se hacen siempre porque hay hombres que aman la guerra. Las mujeres no, pero los hombres... sí, y ese amor es más fuerte que el amor a las mujeres.

Su boca adquirió su sonrisa habitual y levantó su ancho sombrero Panamá.

—Hasta la vista. Voy a buscar al doctor Meade. Es una ironía de la suerte que sea yo quien tenga que darle la noticia de la muerte de su hijo, pero quizá no se dé cuenta de momento. Más tarde, quizás encontrará horroroso el pensar que un especulador le haya comunicado la noticia de la muerte de un héroe.

Scarlett acostó a tía Pittypat y, después de haberle dado una bebida a base de alcohol, azúcar y agua, la dejó bajo la custodia de Prissy y de la cocinera y bajó la escalera dirigiéndose a toda prisa a casa de los Meade. La señora estaba en su habitación, en el primer piso, junto con Phil, esperando la llegada de su marido; Melanie, en el saloncito de la planta baja, hablaba en voz queda con un grupo de vecinos, al tiempo que trabajaba con agujas y tijeras modificando un vestido de luto que la señora Elsing había prestado a su desgraciada amiga. Toda la casa estaba llena del olor agrio de la tintura negra que hervía en una enorme caldera, donde la cocinera metía, sollozando, todos los vestidos de su ama.

—¿Cómo está? —preguntó dulcemente Scarlett. —Ni una lágrima —respondió Melanie—. Es terrible cuando una mujer no puede llorar. Yo me pregunto cómo hacen los hombres para soportar el dolor sin llorar. Quizá porque serán más fuertes y más valientes que las mujeres. Dice que irá a Pennsylvania para traer el cadáver. El doctor no puede dejar el hospital.

—¡Pero será horrible! ¿Por qué no mandan a Phil? —Porque temen que vaya a alistarse. Sabe que está alto para su edad, y ahora los aceptan a los dieciséis años.

Uno a uno fueron saliendo los vecinos; ninguno quería estar presente cuando llegara el doctor. Melanie y Scarlett permanecieron solas cosiendo en el saloncito. Melanie estaba triste, pero tranquila; de vez en cuando, una lágrima caía en la tela que tenía entre las manos... Evidentemente, no había pensado que quizá la batalla podía continuar y que Ashley podía resultar muerto también. Scarlett, con el corazón angustiado, no sabía qué era mejor, si comunicar a Melanie las pala— bras de Rhett para tener el alivio de compartir su nuevo temor, o conservarlo para sí. Finalmente optó por esto último. No sería prudente que Melanie se diese cuenta de cuánto la preocupaba la suerte de Ashley. Y dio gracias a Dios de que todos, incluso Melanie y Pittypat, estuviesen aquella mañana demasiado preocupadas para advertir su angustia.

Después de un intervalo de silencio, oyeron ruido en la calle y, mirando por la ventana, vieron al doctor que se apeaba del caballo. Tenía la espalda encorvada y la cabeza baja. Entró lentamente y, después de haber dejado el sombrero y la bolsa, besó las manos a las jóvenes sin hablar. Luego subió las escaleras con paso cansado. Un momento después vieron bajar a Phil. Le hicieron señas para que se sentase junto a ellas, pero el muchacho fue a sentarse en la escalinata de la puerta, y escondió la cabeza entre sus manos.

Melanie suspiró.

—Está furioso porque no quieren dejarle ir a combatir. ¡Tiene quince años! ¡Qué alegría debe ser, Scarlett, la de tener un hijo así!

—¿Y mandarlo al matadero? —replicó Scarlett brevemente, pensando en Darcy.

—Mejor es tener un hijo, aunque hubiese de morir, que no tenerlo —rebatió Melanie, lanzando un suspiro—. Tú no puedes comprenderlo, porque tienes al pequeño Wade, pero yo... ¡Oh, Scarlett, cómo deseo un niño! Quizá no sea delicado decirlo tan francamente, pero esto es lo que toda mujer desea... Y nadie..., nadie lo sabe mejor que tú. Scarlett hizo un esfuerzo para no sonreír.

—Si Dios permitiese que Ashley..., creo que no podría soportarlo, si él muriese, moriría yo también. SÍ al menos tuviese un hijo suyo para consolarme de su pérdida... ¡Oh, Scarlett, qué suerte tienes! A ti te ha quedado un hijo de Charles... ¡Y a mí, si Ashley muriese... no me quedaría nada, nada! Perdóname, Scarlett, pero a veces tengo celos de ti. —¿Celos... de mí? —exclamó Scarlett, asombrada. —Sí, porque tú tienes un niño y yo no. ¡A veces imagino que Wade es mío, porque es terrible no tener ninguno!

«¡Cuántas historias!», pensó Scarlett con alivio. Echó una mirada rápida a la figurita endeble que inclinaba sobre la costura el rostro lleno de rubor. Melanie podía desear un niño, pero ciertamente no tenía la figura apropiada para la maternidad. Era poco más alta que una chica de doce años; tenía las caderas estrechas y el pecho liso. El solo pensamiento de que ella pudiese tener alguna vez un niño de Ashley era insoportable para Scarlett; le parecería haber sido despojada de algo suyo.

—Perdóname lo que he dicho de Wade. ¡Sabes que lo quiero tanto...! ¿No estás enfadada conmigo?

—No seas tonta —replicó Scarlett secamente—. Anda, ve a la puerta y dile algo a Phil. Está llorando.

15

El ejército, rechazado en Virginia, se retiró a los cuarteles de invierno en el Rapidan; un ejército cansado y desmoralizado después de la derrota de Gettysburg. Como la Navidad se aproximaba, Ashley vino a casa con permiso. Scarlett, que lo veía por primera vez después de dos años, se asustó de la violencia de sus propios sentimientos. Dos años atrás, cuando en el saloncito de Doce Robles Scarlett presenció la ceremonia que le convertía en esposo de Melanie, creyó que no podría amarlo nunca con más intensidad; pero ahora se daba cuenta de que los sentimientos de aquella tarde lejana se parecían a los de una niña a la que le quitan un juguete, mientras que actualmente su emoción estaba agudizada por el mucho pensar y soñar y por el silencio que había tenido que imponerse.

Este Ashley Wilkes, con su uniforme descolorido, con los cabellos rubios tostados por el sol de los veranos, era muy diferente del jovencito distraído y soñador que ella había amado desesperadamente antes de la guerra. Estaba flaco y bronceado, mientras que antes era blanco de carnes y esbelto; los largos bigotes rubios que le caían sobre la boca eran la última pincelada necesaria para componer el retrato de un perfecto soldado.

Se mantenía militarmente erguido en su uniforme, con la pistola en su funda y la vaina del sable curvo golpeando gallardamente las botas altas con espuelas mates: era el comandante Ashley Wilkes C. S. A. (Confedérate States of America). En él se descubría ahora la costumbre del mando y un aire de autoridad y de seguridad en sí mismo. A los lados de su boca empezaban a dibujarse algunas arrugas. Había un no sé qué de extraño en el porte resuelto de sus hombros y en el frío brillo de sus ojos.

Mientras en otro tiempo parecía perezoso e indolente, ahora era ágil como un gato, con la continua tensión de quien tiene los nervios siempre tirantes como cuerda de violin. Sus ojos tenían una expresión de cansancio, y su piel, quemada por el sol, estaba demacrada y adherida sobre los huesos de la cara. Era siempre su guapo Ashley, pero tan diferente...

Scarlett había proyectado pasar las Navidades en Tara; pero, después del telegrama de Ashley, ninguna fuerza del mundo, ni siquiera una orden de Ellen, habría podido arrancarla de Atlanta. Si Ashley hubiera pensado ir a Doce Robles, ella se habría apresurado a correr a Tara para estar a su lado; pero él escribió a los suyos que se reuniesen con él en Atlanta; y el señor Wilkes, con India y Honey, habían llegado ya. ¿Ir a Tara y privarse de verlo después de dos años? ¿Privarse del sonido de su voz, privarse de leer en sus ojos que él no la había olvidado? ¡Nunca! ¡Por nada del mundo!

Ashley llegó cuatro días antes de Navidad, con un grupo de jóvenes de la comarca, también de permiso; un grupo dolorosamente disminuido después de lo de Gettysburg. Entre ellos estaba Cade Calven, un Cade desconocido que tosía continuamente; dos de los Munroe, excitadísimos porque aquél era su primer permiso desde el 1861, y Alex y Tony Fontaine, los dos magníficamente embriagados, impetuosos e insultantes. El grupo fue llevado por Ashley a casa de la tía Pittypat.

—Como si no bastase lo que han peleado en Virginia —observó amargamente Calvert, mirándolos cómo disputaban ya, como dos gallitos, sobre quién había de ser el primero en besar a tía Pittypat, conmovida y lisonjeada—. Pero si no han hecho otra cosa que beber y preguntar que cuándo llegábamos a Richmond. Se han pasado varios meses arrestados y habrían pasado también las Navidades en la prisión si no hubiera intervenido Ashley.

Pero Scarlett ni siquiera lo escuchaba, sintiéndose demasiado feliz sólo por hallarse en la misma habitación donde se encontraba Ashley. ¿Cómo podía haber pensado durante aquellos dos años que otros hombres eran guapos y simpáticos? ¿Cómo había soportado que le hicieran la corte si estaba Ashley en el mundo? Helo ahí nuevamente en casa, separado de ella sólo por unos centímetros. Scarlett necesitaba todas sus fuerzas para no derramar lágrimas de felicidad cada vez que lo miraba, sentado en el diván con Melanie a un lado, India al otro y Honey apoyada en el respaldo. ¡Si tuviese ella también el derecho de sentarse a su lado y cogerle del brazo! Si pudiese, al menos, acariciarle a cada momento la manga para estar bien segura de su presencia..., o cogerle una mano entre las suyas o utilizar su pañuelo para enjugar sus propias lágrimas de alegría. Melanie hacía todas estas cosas sin avergonzarse. Demasiado feliz para mostrarse, tímida y reservada, permanecía agarrada al brazo de su marido, adorándole con la sonrisa, con las lágrimas. Y Scarlett era demasiado dichosa para estar celosa.

De vez en cuando se pasaba la mano por la mejilla que él le había besado y volvía a sentir la emoción de aquel momento. Ashley, desde luego, no la había saludado en seguida. Melanie se echó en sus brazos, gritando incoherentemente, estrechándole como si no quisiera separarse más de él. Y después, India y Honey le abrazaron, arrancándoselo dulcemente a su mujer. Entonces Ashley abrazó a su padre; un abrazo digno, que demostraba la serenidad del profundo sentimiento que le profesaba. Después, a tía Pittypat, que iba de acá para allá completamente excitada. Y finalmente se volvió hacia Scarlett, que estaba rodeada por los jóvenes que reclamaban un beso, y exclamó:

—¡Oh, Scarlett! ¡Tú siempre tan encantadora! —Y la besó en la mejilla.

Aquel beso hizo olvidar a Scarlett todas las frases de bienvenida que había pensado decirle. Después de muchas horas, recordó que no la había besado en los labios. Entonces pensó cómo habría sido su encuentro si hubiesen estado solos. El habría inclinado su alta estatura y ella se habría alzado sobre la punta de los pies para sentirse abrazada largo tiempo. Estos pensamientos la hacían sumamente feliz y se convencía de que esto podría ocurrir. Había tiempo para todo: ¡una semana entera! Sin duda, ella conseguiría encontrarse a solas con él y le diría: «¿Te acuerdas de nuestras cabalgatas por los senderos solitarios? ¿Te acuerdas de cómo brillaba la luna aquella noche que te sentaste en la escalinata de Tara y recitaste una poesía? (¡Dios mío! ¿Qué poesía era?) ¿Te acuerdas de aquel día que me hice daño en el tobillo y me llevaste a Tara en brazos?»

¡Cuántas cosas podría decir a Ashley empezando por las palabras «te acuerdas»! ¡Tantos episodios que los transportarían a los bellos días en que iban de gira por la comarca como muchachos despreocupados; la época en que Melanie Hamilton aún no había entrado en escena! Y quizás ella leería en sus ojos una rápida emoción que la haría comprender que, no obstante el afecto conyugal por Melanie, él aún la quería como aquel día del banquete, cuando la verdad le brotó de la boca a pesar suyo. No se paraba a pensar en lo que haría si Ashley le revelase su amor con palabras inequívocas... Le bastaría saber que aún la quería... No le importaba que de momento Melanie lo acariciara; ella sabría esperar. Después de todo, ¿qué sabía de amor aquella candida criatura?

—Amor mío, pareces un pordiosero —dijo Melanie, calmada ya la primera excitación—. ¿Quién te ha remendado el uniforme y por qué le han puesto piezas de otro color?

—No se trataba de ser elegante —respondió Ashley—. Compara mi traje con el de los demás y sabrás apreciar lo acertado de estos remiendos. Ha sido Mose quien los ha hecho, y piensa que antes de la guerra jamás tuvo una aguja en la mano. En cuanto a los parches de color azul..., es preciso escoger entre tener agujeros o taparlos con pedazos de uniformes de prisioneros yanquis... No se podía hacer otra cosa. Y respecto a lo de parecer un mendigo, da gracias a Dios de que tu marido no haya vuelto descalzo. La semana pasada tuve que decir adiós a mis botas, y habría vuelto con los pies liados en trapos si no hubiese tenido la suerte de dar caza a dos «exploradores» yanquis. Las botas de uno de ellos me sentaban de maravilla.

Extendió las piernas para hacer admirar el calzado.

—Por el contrario, a mí no me están bien las del otro —dijo Calvert—. ¡Son demasiado pequeñas; me están haciendo sufrir un martirio! ¡Pero gracias a ellas llegaré a casa con perfecta elegancia!

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