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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (43 page)

—Y este egoistazo no ha querido dárnoslas a uno de nosotros —dijo Tony—. ¡Con lo bien que hubieran sentado a nuestros aristocráticos pies! Me avergüenzo de presentarme ante mamá con estos zapatos viejos. ¡Antes de la guerra, ella no hubiera permitido ni a uno de nuestros esclavos que los llevase!

—No te preocupes —exclamó Alex mirando las botas de Cade—. Se las quitaremos cuando estemos en el tren. Por mamá, no me importa, pero... ¡no quiero que Dimity Munroe me vea con los dedos fuera!

—¡Vamos, son mías! —replicó Tony, refunfuñándole a su hermano—. He sido yo el primero en reclamarlas.

Pero Melanie, previendo una de las famosas peleas de los Fontaine, intervino para poner paz.

—Yo tenía una magnífica barba —dijo Ashley—. Una de las más bellas del ejército. Apuesto a que ni Jeb Stuart, ni Nathan Forrest las tuvieron nunca parecidas. Cuando llegamos a Richmond, estos dos canallas —e indicó a los Fontaine— decidieron que, como ellos se afeitaban, yo debía hacer otro tanto. Me arrojaron al suelo y me afeitaron a la fuerza, y es cosa de milagro que no se me llevaran la cabeza junto con las barbas. Únicamente, gracias a la intervención de Evan y de Cade, pude salvar el bigote.

—¡No le haga usted caso, señora Wilkes! Debiera estarnos agradecido. Si no lo hubiésemos hecho, usted no le habría reconocido ni dejado entrar —dijo Alex—. Lo hicimos para demostrarle nuestro agradecimiento por haber impedido a los gendarmes que nos metieran en la cárcel. En cuanto a ti —añadió, dirigiéndose a Ashley—, una palabra más y te quitamos el bigote sin más cumplidos.

—¡Oh, no, gracias! —se apresuró a decir Melanie, cogiéndose con espanto del brazo de Ashley, pues los dos hombrecitos de tostada piel parecían muy capaces de realizar cualquier violencia—. Yo lo encuentro muy bien tal como está.

—Cosas del amor —afirmaron los Fontaine meneando la cabeza.

Cuando Ashley salió a la calle para acompañar a los dos jóvenes a la estación en el coche de tía Pittypat, Melanie tomó del brazo a Scarlett.

—Su uniforme está en un estado deplorable, ¿no es verdad? ¿No crees que mi casaca será para él una sorpresa? ¡Oh, si por lo menos yo tuviera bastante paño para hacerle unos pantalones!

La casaca destinada a Ashley era un tema doloroso para Scarlett, ya que hubiera deseado ser ella misma y no Melanie quien le hiciese este regalo de Navidad. El paño de lana gris para uniformes había llegado a ser literalmente más caro que los rubíes, y Ashley, como todos sus camaradas, vestía una grosera tela doméstica. Incluso esta clase de tela no era corriente y muchos soldados vestían uniformes yanquis teñidos con pulpa de nogal. Pero Melanie había tenido la suerte de obtener una pieza de paño gris suficiente para cortar una casaca... más bien cortita, pero al fin una casaca. Había cuidado en el hospital a un mozo de Charleston y cuando éste murió ella envió a su madre un mechón de su cabellos acompañado del pobre contenido de sus bolsillos y de un emocionante relato de sus últimas horas, si bien se abstuvo, como es natural, de narrar los sufrimientos que el pobre muchacho había soportado. Se había establecido así una correspondencia entre ambas mujeres, y, sabiendo que Melanie tenía el marido en el frente, la madre del mozo le envió el paño gris y los botones de latón que había adquirido para su hijo. Era una tela magnífica, gruesa y de abrigo; seguramente procedía del bloqueo y era indudablemente muy costosa. Melanie había confiado su confección a un sastre, a quien atosigaba sin tregua a fin de que la casaca estuviera lista para la mañana de Navidad. Scarlett hubiera dado cualquier cosa por completar el uniforme, pero le era completamente imposible proporcionarse en Atlanta el tejido necesario.

Scarlett también había preparado para Ashley un regalo de Navidad; por desgracia era muy insignificante al lado de la espléndida casaca gris de Melanie. Era un pequeño costurero de franela que contenía el precioso paquete de agujas que Rhett le trajera de Nassau, tres pañuelos de batista del mismo origen, dos carretes de hilo y un par de tijeritas. Pero ella anhelaba ofrecerle algo más personal, algo que una esposa hubiese podido ofrecer a su marido, por ejemplo, una camisa, un par de guantes o un sombrero. Sí, a cualquier precio, un sombrero. Este pequeño quepis de Ashley era ridículo. Scarlett había detestado siempre esos quepis. Nada le importaba que Stonewall Jackson los prefiriese a los fieltros. No por ello eran más bonitos. Desgraciadamente, los únicos sombreros que era posible procurarse en Atlanta eran de lana, toscamente elaborados y aún más feos que los quepis de campaña.

Este problema del sombrero llevó a Scarlett a pensar en Rhett Butler. Éste tenía anchos panamàs para el verano, chisteras para las ceremonias, sombreros de caza, fieltros marrón, negros o azules. ¿Para qué necesitaba tantos sombreros, cuando su Ashley adorado tenía que cabalgar bajo la lluvia, calado y chorreando?

«Yo me las compondré para que Rhett me dé su sombrero nuevo de fieltro negro. Lo ribetearé con una cinta gris y le coseré encima las insignias de Ashley. Será maravilloso.»

Se calmó y reflexionó en seguida que le sería difícil obtener el sombrero sin dar una explicación. No obstante, ella no podía decirle a Rhett que quería su sombrero para dárselo a Ashley. Era indudable que él la contemplaría alzando las cejas con aquel gesto odioso que adoptaba cada vez que Scarlett pronunciaba el nombre de Ashley, y al fin rehusaría entregárselo. ¡Tanto peor! Inventaría una historia emocionante de un soldado del hospital que necesitaba un sombrero, y Rhett no sabría nunca la verdad.

Toda aquella tarde procuró encontrarse a solas con Ashley, aunque fuera sólo unos instantes, pero Melanie no lo dejó ni un momento e India y Honey lo seguían a través de la casa con sus ojos claros y sin pestañas. El mismo John Wilkes, visiblemente orgulloso de su hijo, no pudo, con todo, tener con él una breve sentada.

Lo mismo sucedió a la hora de la cena, cuando todos lo asediaron a preguntas sobre la guerra. ¡La guerra! ¿Quién se preocupaba de la guerra?

Scarlett se imaginaba que el mismo Ashley no tenía extraordinario interés en abordar este tema. Y, en efecto, aunque Ashley no cesó de hablar, rió a menudo y llevó la conversación con mayor brío que nunca, dijo pocas cosas de importancia. Contó anécdotas divertidas, bromas de soldado, describió humorísticamente las trapacerías con que se entretenían sus camaradas, evitó referirse a los duros sufrimientos debidos al hambre y a las interminables marchas bajo la lluvia, y trazó un detallado retrato del general Lee durante la retirada de Gettysburg mientras gritaba a sus soldados: «Caballeros, ¿forman ustedes parte de las tropas de Georgia? Pues bien, no podemos prescindir de ustedes los georgianos.»

A Scarlett le pareció que él hablaba febrilmente para impedir que le volviesen a hacer preguntas que no quería contestar. Vio cómo bajaba los ojos ante la larga mirada turbada de su padre; y, entonces, un poco perpleja, se preguntó qué podía esconderse en el corazón de Ashley. Pero este pensamiento desapareció en seguida, porque en su mente no cabía otra cosa más que un sentimiento de delirante felicidad y un ferviente anhelo de estar a solas con él.

Aquellas felicidad duró hasta que empezaron a bostezar todos los que estaban alrededor de la chimenea, y el señor Wilkes y sus hijas se dispusieron a marcharse al hotel. Entonces, cuando Ashley, Melanie, Pittypat y Scarlett subieron las escaleras mientras tío Peter los alumbraba, una fría punzada le atravesó a esta última el corazón. Hasta aquel momento Ashley había sido suyo, sólo suyo, aunque en toda la tarde no había podido cambiar una sola palabra con él. Pero ahora, al dar las buenas noches, vio que las mejillas de Melanie se volvían de púrpura y que la joven temblaba. Vio también que su expresión era tímida pero feliz y que, cuando Ashley abrió la puerta de su dormitorio, ella entró sin levantar los ojos. Ashley dijo «Buenas noches» bruscamente y cerró la puerta sin mirar a Scarlett.

Ésta permaneció con la boca abierta, repentinamente desconsolada. Él era de Melanie. Y, mientras Melanie viviese, ésta podía entrar en el dormitorio con su marido y cerrar la puerta... dejando fuera al resto del mundo.

Ashley estaba a punto de irse; volvía a Virginia, volvía a las largas marchas bajo la lluvia, a las acampadas sin alimentos en la nieve, a las incomodidades y a los riesgos en los que tenía que exponer su cabeza rubia y su cuerpo arrogante, con el peligro de ser abatido de un momento a otro como una hormiga bajo un pie descuidado. La semana, con su agitación febril y luminosa, había transcurrido.

Fueron ocho días veloces como un sueño, un sueño fragante de perfume de ramas de pino y de árboles de Navidad, brillantes de velas y de adornos relucientes; un sueño en el que los minutos huían rápidos como los latidos del corazón. Una semana afanosa que Scarlett había tratado, con una mezcla de dolor y alegría, de proveer de pequeños incidentes que recordar después de su partida; acontecimientos que ella repasaría después con toda calma y que le aportarían leves consuelos: bailar, cantar, reír, correr a buscar lo que Ashley deseaba, sonreír cuando él sonreía, callar cuando él hablaba, seguirle con los ojos en cada gesto, espiar cada movimiento de sus cejas y de su boca... Todo esto quedaba impreso indeleblemente en su imaginación; porque una semana pasa pronto y la guerra continúa siempre...

Estaba sentada en el diván del saloncito, sosteniendo en su regazo el regalo de despedida, esperando a que él hubiese dicho adiós a Melanie y rogando a Dios que bajase solo, que el cielo le concediese estar algún minuto con él.

Tenía el oído atento, escuchando los ruidos del piso superior, pero la casa estaba extrañamente silenciosa y hasta su respiración le parecía demasiado perceptible. Tía Pittypat lloraba entre las almohadas, en su habitación. Del dormitorio de Melanie no llegaban murmullo de voces ni sonido de llanto. A Scarlett le parecía que Ashley llevaba allí dentro un siglo; calculó amargamente que el joven comandante prolongaba la despedida de su mujer. Los momentos pasaban y quedaba muy poco tiempo.

Recordó todo lo que hubiera querido decirle durante aquella semana. Pero no había tenido la oportunidad de decírselo; y ahora pensaba que quizá no la tendría tampoco.

¡Tantas cosas, y ya no había tiempo! También los pocos minutos que restaban le serían robados por Melanie, si ésta acompañaba a su marido abajo y después a la cancela. ¿Por qué no había conseguido hablarle en toda la semana? Melanie estaba siempre junto a él, como adorándole; después los vecinos, amigos y parientes, desde la mañana a la noche. Luego, la puerta del dormitorio se cerraba y él quedaba solo con Melanie. Ni una vez su mirada dijo a Scarlett algo que fuera más allá de un afecto fraterno. Y ella no podía dejarlo partir sin saber si la amaba aún. En este caso, si él muriese, le quedaría el secreto de su amor hasta el final de sus días. Después de una eternidad, oyó el crujir de sus botas y luego la puerta que se abría y se volvía a cerrar. Le oyó bajar. ¡Solo! ¡Dios fuera alabado!

Ashley bajó lentamente haciendo tintinear las espuelas; el sable le golpeaba en las polainas a cada escalón. Al entrar en el saloncito, tenía los ojos tristes y el rostro pálido, como si su sangre hubiese afluido a una herida interna. Ella se levantó al verle, y pensó con orgullo de propietaria que era el soldado más apuesto que pudiera ver. El cinturón y las botas estaban lustrosos; las espuelas plateadas y la vaina del sable brillaban después de la laboriosa limpieza realizada por Peter. El uniforme nuevo, regalo de Melanie, no le caía a la perfección, porque su confección fue hecha con muchas prisas; pero, aunque hubiese llevado una armadura, Ashley no le hubiera parecido a Scarlett un caballero tan legendario como le parecía ahora.

—Ashley —empezó ella bruscamente—, ¿puedo acompañarte al tren?

—No, te lo ruego. Allí estarán papá y mis hermanas. Prefiero despedirme aquí mejor que en la estación.

Scarlett renunció inmediatamente a su proyecto. La presencia de India y Honey, que sentían tanta antipatía por ella, habría hecho imposible cruzar una sola palabra con él.

—Entonces no voy —añadió en seguida—. Mira, Ashley, tengo un regalito para ti.

Un poco intimidada, ahora que había llegado el momento de dárselo, abrió el paquetíto. Era una larga faja amarilla de seda china con un fleco. Rhett Butler le había traído de La Habana un chai amarillo, con alegres bordados de flores y pajaritos en tonos azules y rojos. Durante una semana, ella había deshecho pacientemente el bordado y había cortado una tira para hacer la faja.

—¡Qué bonita es, Scarlett! ¿La has hecho tú? Entonces la aprecio mucho más. Pónmela. ¡Mis camaradas palidecerán de envidia cuando me vean en toda la gloria de mi uniforme nuevo con esta faja!

Ella se la ciñó alrededor de su fina cintura y anudó las dos extremidades en un lazo. Melanie le había regalado el traje nuevo; pero esta faja era su regalo, el secreto galardón que él llevaría a la batalla, algo que le obligaría a acordarse de ella cada vez que lo viese. Dio un paso atrás y lo miró con orgullo, pensando que ni el general Stuart
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con su faja ondeante y la pluma en el sombrero era tan apuesto como su caballero.

—Es preciosa —repitió Ashley, jugueteando con el fleco—. Pero sé que para hacerla has tenido que cortar un vestido o un chai. No debías haberlo hecho, Scarlett. Es demasiado difícil, en estos tiempos, tener cosas bellas.

—¡Oh, Ashley, yo...!

Iba a decir: «hubiera cortado mi corazón para dártelo»; pero, en lugar de ello, terminó la frase así: —Haría cualquier cosa por ti.

—¿De veras? —Y, al decir esto, los ojos de él se iluminaron—. Entonces hay una cosa que puedes hacer por mí, Scarlett, y que me permitirá sentirme más tranquilo cuando esté lejos.

—¿Qué es? —preguntó ella feliz, dispuesta a prometer prodigios. —Scarlett, ¿quieres cuidar de Melanie por mí? —¿Cuidar de Melanie?

Sintió llenársele el ánimo de amarga desilusión. Ésta era, pues, su última petición, ¡cuando ella estaba pronta a prometer algo espectacular, grandioso! Fue presa de la ira. Aquel momento era su momento con Ashley, suyo sólo. Y he aquí que, aunque Melanie estuviese ausente, su sombra pálida permanecía entre ellos. ¿Por qué nombrarla en aquel momento de su despedida? ¿Cómo podía pedirle aquello en semejante momento?

Él no observó la desilusión expresada en el rostro de la joven. Como en otro tiempo, sus ojos miraban a través de ella, más allá, hacia otra cosa, como si no la viese.

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