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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (44 page)

—Sí, cuídate de ella, presta atención a lo que haga. Es delicada y no se da cuenta. Se destroza cosiendo y haciendo de enfermera. ¡Es tan buena y tan tímida! Con excepción de tía Pitty, tío Henry y tú, no tiene parientes cercanos; sólo los Burr, de Macón, que son primos suyos en tercer grado. Tía Pitty es como una niña, ya lo sabes; Melanie te quiere mucho, y no porque seas la mujer de Charles, sino porque... sí, porque eres tú. Ella te quiere como a una hermana. Scarlett, es un tormento para mí pensar que, si yo muriese, Melanie no tendría a nadie a quien acudir. ¿Me prometes...?

Ella no oyó su ruego, aterrorizada como estaba por las palabras «si yo muriese...». Había leído todos los días las listas de los muertos y de los heridos, con el corazón oprimido, porque sabía que, si a Ashley le ocurriese algo, el mundo se habría acabado para ella. Pero siempre había tenido el presentimiento de que, aunque el ejército confederado fuese destrozado, Ashley se salvaría. Y ahora..., ahora sentía que el corazón le latía violentamente y se sentía presa de un terror supersticioso que no conseguía vencer con razonamientos. Como buena irlandesa, creía en la intuición, especialmente cuando se trataba de la muerte, y vio en los ojos grises de Ashley una tristeza infinita, que interpretó como la de un hombre que siente en su espalda el contacto de la mano helada y oye el gemido del hada Banshee
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.

—¡No debes decir eso! ¡Ni siquiera pensarlo! ¡Trae desgracia hablar de la muerte! ¡Di una oración, pronto!

—Dila tú por mí y agrégale algo más —respondió él, sonriendo ante el terror que había en la voz de ella.

Pero Scarlett no pudo replicar: ante sus ojos pasaban los cuadros más espantosos: Ashley muerto en las nieves de Virginia, lejos de ella. El continuó hablando y en su voz había una melancolía y una resignación que aumentaron el terror y la desilusión de la joven.

—No sé qué será de mí, Scarlett, o de nosotros. Pero cuando llegue el final, yo estaré muy lejos de aquí, aunque esté vivo, y no podré cuidar de Melanie.

—¿El... el final?

—El final de la guerra y el final del mundo.

—Pero ¿no pensarás, Ashley, que los yanquis vayan a derrotarnos? En estas semanas no has hablado de otra cosa más que de la fuerza y la habilidad del general Lee...

—He mentido como todos los que venimos con permiso. ¿Para qué asustar a Melanie y a tía Pitty sin necesidad? Sí, Scarlett, creo que los yanquis nos vencerán. Gettysburg ha sido el principio del fin. Muchos lo ignoran... ¡Pero son tantos los hombres descalzos, Scarlett; hay tanta nieve ahora en Virginia! Y cuando veo aquellos pies congelados envueltos en viejos trapos o en pedazos de saco, y veo las huellas ensangrentadas que dejan en la nieve... y sé que yo tengo botas..., me parece que debería tirarlas y andar también descalzo.

—¡Oh, Ashley, prométeme que no las tirarás!

—Cuando veo estas cosas... veo el final de todo. ¡Los yanquis están reclutando soldados en Europa a millares! La mayor parte de los prisioneros que hemos cogido últimamente no saben ni una palabra de inglés. Son alemanes, polacos o irlandeses. Cuando nosotros perdemos un hombre, no se puede sustituir. Y, cuando nuestras botas se gastan, ya no hay otras. Estamos atrapados, Scarlett. Y no podemos luchar contra todo el mundo.

Ella pensó: «¡Que se hunda la Confederación o que termine el mundo pero que tú no mueras! ¡No podría vivir si murieses!»

—Espero que no repetirás lo que te he dicho, Scarlett. No quiero alarmar a los demás. No hubiera querido tampoco asustarte, pero he tenido que explicarte por qué te pedía que cuidases de Melanie. Ella es débil, mientras que tú eres fuerte, Scarlett. Sería un gran consuelo para mí pensar que, si alguna cosa me sucediera, vosotras dos estaríais juntas. ¿Me lo prometes?

—¡Oh, sí! —exclamó, porque en aquel momento, viendo la muerte junto a él, habría prometido cualquier cosa—. ¡Ashley, Ashley, no puedo dejarte marchar! ¡No puedo tener tanto valor!

—Debes tenerlo —replicó él; y su voz cambió. Era más sonora, más profunda, y sus palabras salían rápidas de su garganta—. Debes ser valiente. De otro modo, ¿cómo podría yo resistir...?

Los ojos de él buscaron su rostro y ella creyó comprender que su separación le partía el alma. El semblante de él estaba triste como cuando bajó de la habitación de Melanie, pero en sus ojos no consiguió ella descifrar nada. Él se inclinó un poco, le cogió la cara entre las manos y la besó levemente en la frente.

—¡Scarlett, Scarlett! ¡Eres tan bella, tan fuerte y buena! Bella, no por tu carita tan dulce, sino por toda tú, por tu espíritu y tu alma.

—¡Oh, Ashley! —susurró Scarlett, feliz al oír sus palabras y conmovida al sentir sus manos en la cara—. Jamás ningún otro hombre me ha...

—Me agrada creer que quizá te conozco mejor que los demás. Yo veo las cosas bellas escondidas dentro de ti y que los otros, observadores superficiales, no saben apreciar.

Se interrumpió dejando caer las manos, pero siguió mirándola. Ella permaneció un instante con la respiración anhelosa, esperando las dos palabras mágicas. Pero éstas no llegaron.

Aquel segundo quebranto de sus esperanzas era más de lo que su corazón podía soportar. Se sentó, con un «¡oh!» de desesperación infantil, sintiendo las lágrimas agolparse en sus ojos. Entonces oyó en el camino de acceso un ruido que la llenó de temor. Era el coche que tío Peter conducía hasta la puerta para acompañar a Ashley al tren.

—Adiós —murmuró Ashley. Cogió de la mesa el fieltro de anchas alas que Scarlett se había procurado halagando a Rhett y se encaminó al vestíbulo semioscuro. Con la mano en el picaporte, se volvió, y la contempló con una mirada larga, desesperada, como si hubiera querido llevarse consigo todos los detalles de su rostro y de su figura. A través de un velo de lágrimas ella vio su expresión y, con la garganta atenazada por el dolor, sintió que él se marchaba lejos de allí, lejos del refugio seguro de su casa, fuera de su vida, quizá para siempre, sin haber dicho las palabras que ella anhelaba oír. El tiempo había pasado y era muy tarde. Scarlett corrió a través del saloncito y le cogió por los extremos de la faja.

—Bésame —le dijo en un murmullo—. Bésame para decirme adiós.

Los brazos de Ashley la rodearon suavemente. Inclinó la cabeza sobre el rostro de Scarlett y cuando tocó con sus labios los de ella, los brazos de la joven se aferraron frenéticos a su cuello. Durante un infinito momento, Ashley oprimió contra su cuerpo el de Scarlett. Pero en seguida ésta sintió que se tensaban todos los músculos del hombre y, con un movimiento brusco, Ashley dejó caer el sombrero al suelo. Luego, enderezándose, desprendió de su cuello los brazos de Scarlett.

—No, Scarlett, no —dijo en voz baja, apretándole las muñecas tan fuertemente que le hizo daño.

—Te amo —susurró ella, sofocada—. Te he amado siempre. Nunca he amado a nadie más. Me casé con Charles para... vengarme de ti... ¡Oh, Ashley, te amo tanto que iría a Virginia... a limpiarte las botas, a cocinar para ti y cuidar de tu caballo...! ¡Ashley, di que me amas! ¡Viviré recordando esas palabras hasta el último día de mi vida!

Él se inclinó rápidamente para recoger su sombrero, y ella vislumbró en un relámpago el rostro de Ashley. En aquel rostro se pintaba tanto dolor como ella no viera jamás en otro. Su expresión revelaba su amor por ella y su alegría de que ella también le amase, pero todo esto se combinaba con una mezcla de vergüenza y desesperación.

—Adiós —dijo Ashley con voz ronca.

La puerta se abrió y una bocanada de viento frío entró en la casa, agitando las cortinas. Scarlett se estremeció viendo correr a Ashley hacia el coche, con el sable brillando al pálido sol invernal y la faja aleteando alegremente en su costado.

16

Enero y febrero de 1864 pasaron entre impetuosos vientos y frías lluvias. El desaliento invadía los ánimos y el ambiente moral no era menos sombrío que el aspecto del cielo anubarrado. A las derrotas de Gettysburg y Vicksburg se añadió el derrumbamiento del centro de las líneas sudistas. Después de duras luchas, casi todo Tennessee fue ocupado por las tropas de la Unión. Pero ni aun estas pérdidas, unidas a las anteriores, lograron quebrantar el espíritu del Sur. Una torva resolución de enfrentarse cara a cara con la realidad había sucedido a las entusiastas esperanzas anteriores. Además, entre las nubes amenazadoras surgía también un argentado destello de luz, a los ojos de la gente. Y era la recién energía con que los yanquis habían sido rechazados en septiembre cuando trataron, tras sus victorias en Tennessee, de avanzar hacia Georgia.

En Chickamauga, extremo noroeste del Estado, se habían desarrollado serios combates, los primeros que tenían lugar en suelo geormano desde el principio de la guerra. Los yanquis tomaron Chattanooga y marcharon hacia Georgia a través de los desfiladeros, pero fueron rechazados con graves pérdidas.

Atlanta y sus ferrocarriles contribuyeron en gran parte a convertir la acción de Chickamauga en una gran victoria para el Sur. Utilizando las vías que conducen de Virginia a Atlanta hacia el norte de Tennessee, el cuerpo mandado por el general Longstreet había sido trasladado a toda prisa al teatro de operaciones. A lo largo de varios centenares de kilómetros se dejaron libres las líneas férreas y fue acumulado todo el material rodante para organizar el movimiento de tropas.

Hora tras hora, Atlanta vio pasar por la vía que cruzaba sus calles convoyes y convoyes de carruajes de pasajeros, de vagones de mercancías abiertos o cerrados, cargados todos de hombres vociferantes. Llegaban sin comer ni dormir, sin caballos, ambulancias ni intendencia, y, sin descansar un instante, descendían de los trenes para precipitarse en la batalla. Y los yanquis, arrojados de Georgia, hubieron de replegarse a Tennessee.

Aquél era el mayor éxito de la guerra y Atlanta se sintió orgullosa y satisfecha del papel que sus ferrocarriles habían jugado en la victoria.

Bien necesitaba el Sur el triunfo de Chickamauga para sostener su moral durante el invierno. Ahora nadie negaba ya que los yanquis eran buenos soldados y que, además, tenían buenos generales. Grant podría ser un carnicero que no se preocupaba de cuántos hombres iba a costarle cada victoria, pero lo cierto es que conseguía esas victorias. El nombre de Sheridan ponía espanto en los corazones del Sur. Y existía, además, un tal Sherman, al que cada vez se mencionaba más a menudo. Se había acreditado en las campañas de Tennessee y del Oeste, y su reputación de combatiente resuelto e implacable crecía de día en día.

Desde luego, ninguno de ellos podía compararse con el general Lee. La fe en el general y en el ejército era muy fuerte aún. La confianza en la victoria final no disminuía. Pero la guerra amenazaba prolongarse mucho. Ya había muchos muertos, muchos heridos y mutilados, muchos huérfanos y muchas viudas. Y, no obstante, faltaba por realizar un esfuerzo aún mayor y más duro, que significaría más muertos, más heridos, más huérfanos y más viudas.

Lo que empeoraba las cosas era la vaga desconfianza que la población civil comenzaba a experimentar respecto a los que ocupaban altos cargos. Muchos periódicos hablaban abiertamente contra el presidente Davis y su modo de llevar la guerra. En el Gobierno confederado había disensiones, surgían desacuerdos entre el presidente y sus generales. La moneda se desvalorizaba de un modo alarmante. Escaseaban vestuarios y calzado para el Ejército, y los repuestos militares y medicamentos escaseaban todavía más. Los ferrocarriles necesitaban nuevos vagones para sustituir los viejos, y nuevos raíles para reemplazar los levantados por los yanquis. Los generales en campaña solicitaban apremiantemente tropas de refresco y cada vez eran menores las reservas que cabía enviarles. Lo más lamentable era que algunos gobernadores, entre ellos Brown, que lo era de Georgia, rehusaban enviar armas y tropas de la milicia del Estado fuera de los límites de éste. En aquellas fuerzas estatales había miles de hombres de excelentes condiciones físicas que urgían en el Ejército, pero el Gobierno central no lograba que fuesen enviados al frente.

La nueva depreciación de la moneda hizo subir más los precios. La carne de cerdo o de vaca y la manteca costaban treinta y cinco dólares la libra, la harina mil cuatrocientos dólares el barril, la sosa cien dólares la libra. Las ropas de abrigo, cuando cabía procurárselas, alcanzaban precios tan prohibitivos que las señoras de Atlanta se veían forzadas a forrar sus vestidos viejos con trapos y retales, almohadillándolos con papeles para protegerse contra el frío. Los zapatos costaban de doscientos a ochocientos dólares el par, según fuesen de cartón o de cuero auténtico. Las damas usaban polainas hechas de chales antiguos o de alfombras cortadas. Las suelas que se utilizaban eran de madera.

En realidad, el Norte mantenía al Sur en un verdadero estado de sitio, aunque muchos no hubiesen reparado aún en ello. Los barcos de guerra yanquis cerraban el acceso a los puertos y muy pocas naves sudistas lograban burlar el bloqueo.

El Sur había vivido siempre de vender algodón y comprar todo lo que no producía; pero ahora no podía vender ni comprar nada. Gerald O'Hara almacenaba en sus depósitos de Tara la cosecha de algodón de tres años, pero de nada le servía. En Liverpool hubieran pagado por ella ciento cincuenta mil dólares, pero no había posibilidad de mandarlo a Liverpool. Gerald, antes hombre adinerado, se había convertido en un hombre que se preguntaba de qué modo iba a dar de comer a su familia y a sus negros durante el invierno.

La mayoría de los plantadores de algodón de todo el Sur se encontraban en la misma situación. Con el bloqueo estrechándose cada vez más, no había modo de convertir el algodón sureño en el dinero que por él pagaban los mercados ingleses, ni era posible pagar con el importe del algodón los suministros que se importaban años atrás. Y el Sur agrícola, en lucha con el Norte industrial, necesita ahora muchas cosas que no había creído precisas en los años de paz.

La situación era ideal para especuladores y ventajistas, y no faltaban gentes que procurasen Henrycerse a costa de tal estado de cosas. Cuanto más escaseaban víveres y ropas y más fabulosamente subían los precios, más energía y virulencia adquiría el clamor público contra los especuladores. En aquellos días iniciales de 1864 no se podía abrir un periódico sin que saltase a la vista un artículo de fondo acusando a los especuladores de ser buitres y sanguijuelas que succionaban la sangre del país y estimulando al Gobierno a reprimirlos con mano dura. El Gobierno hacía lo posible, pero ello no servía de nada porque había demasiados problemas que requerían la atención de los dirigentes del Sur.

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