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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (109 page)

—¿Morirme de vergüenza? No sé ya lo que es la vergüenza s —contestó Rene, sonriendo—. Ya puede hablarme usted de dignidad; me quedo tan fresco. Mientras la guerra no me hizo tan libre como los negros, llevaba una vida llena de dignidad. Ahora, esto se ha acabado. No voy a sofocarme por tan poca cosa. Me gusta el carrito. Me gusta mi mula. Yo quiero mucho a esos yanquis que me compran los pasteles de mi suegra. No, querida Scarlett, ¡me voy a convertir en el Rey de los pasteles! ¡Es mi sino! Y sigo mi estrella, como Napoleón.

Con el extremo de su fusta dibujó un arabesco dramático. —Pero usted no ha nacido para vender pasteles, lo mismo que Tommy no lo ha hecho para discutir con una retahila de albañiles irlandeses. Lo que yo hago es más...

—Así que usted sí que había nacido para dirigir una serrería, ¿eh? —la interrumpió Tommy, con un marcado pliegue de amargura en las comisuras de los labios—. Sí, estoy viendo desde aquí a la pequeña Scarlett aprendiéndose la lección en las rodillas de su madre: «No vendas nunca madera buena si puedes vender la mala a mejor precio». Rene se desternillaba de risa oyendo aquello. Sus ojillos de mono chispearon de malicia. Dio a Totnmy un codazo de asentimiento.

—¿No sabe usted ser más educado? —replicó Scarlett en un tono seco, porque no veía por ninguna parte la gracia de la broma de Tommy—. Naturalmente que yo no había nacido para dirigir una serrería.

—Conste que no he querido ofenderla. De todos modos, es un hecho que se encuentra usted al frente de una serrería y no lo hace del todo mal. En todo caso, por lo que veo a mi alrededor, nadie hace de momento aquello a que estaba destinado, y hay que abrirse camino como sea. ¿Por qué no pone usted a uno de esos
carpetbaggers
que son tan listos, Scarlett? Ya sabe usted que hay de sobra.

—No quiero un
carpetbagger.
Los
carpetbaggers
no trabajan y arramblan con todo lo que tienen a mano. Si fuera verdad que valen nada más que un poquito, se estarían guapamente en su casa y no vendrían aquí a despojarnos a nosotros. Lo que yo quiero es un hombre dispuesto, que pertenezca a un medio conveniente, alguien inteligente, honrado, enérgico y...

—No exige usted mucho, pero no creo que encuentre a ese pájaro tan raro, con el sueldo que ofrece. Mire, aparte de los mutilados, todos los tipos que le convendrían se han colocado. Sin duda no han nacido para los puestos que ocupan, pero esto no tiene demasiada importancia. Se han creado una situación y preferirán conservarla seguramente a trabajar con una señora.

—No será tan difícil encontrarlos cuando están a dos velas.

—Tal vez, pero siempre tienen su orgullo, no crea...

—¡Orgullo! Es gracioso; eso del orgullo, sobre todo —contestó Scarlett con malicia.

Los dos hombres emitieron una risa un poco forzada y Scarlett tuvo la impresión de que se acercaban uno al otro para manifestar su común desaprobación. Lo que Tommy acababa de decir era cierto, pensó, pasando revista a todos los hombres a los que había ofrecido o se proponía ofrecer la dirección de la serrería. Todos tenían un empleo. Todos lo pasaban muy mal, mucho peor que lo habían pasado nunca antes de la guerra. Sin duda no hacían lo que les gustaba o lo que era menos desagradable, pero hacían algo. Eran demasiado duros los tiempos para permitirse el lujo de elegir la profesión. Y si lloraban sus esperanzas perdidas, si echaban de menos la vida fácil de otros tiempos, nadie se daba cuenta. Estaban de nuevo en guerra, una guerra más ruda que la otra. Tenían sed de vivir, estaban animados del mismo ardor que durante la guerra, cuando su vida no había sida aún partida en dos.

—Scarlett —dijo Tommy con aire forzado—, me es muy desagradable pedirle un favor, sobre todo después de haberle dicho algunas cosas poco galantes, pero me arriesgo de todos modos. Además, puede que le sea de utilidad. A mi cuñado, Hugh Elsing, no le va demasiado bien su negocio de combustibles. Fuera de los yanquis, todo el mundo se proporciona por sí mismo la pequeña cantidad de combustible que necesita. Me consta, además, que no andan bien en casa de los Elsing. Yo... les ayudo en lo que puedo, pero, ya comprenderá usted, tengo a mi mujer y además he de sostener a mi madre y a mis dos hermanas que viven en Sparta. Hugh puede ser el hombre que usted busca. Ya sabe usted que pertenece a una buena familia y que es honrado a carta cabal.

—Pero Hugh no debe de ser muy listo. Si no, ya habría sabido arreglárselas.

Tommy se encogió de hombros.

—¡Tiene usted un modo de considerar las cosas, Scarlett! —respondió—. Usted imagina que Hugh es un hombre acabado y, sin embargo, podría usted hacer peor elección. Me da la impresión de que su honradez y sus buenos deseos compensarían sobradamente su ! falta de sentido práctico.

Scarlett no contestó por miedo a parecer grosera. Ella no conocía casi ninguna, por no decir ninguna, cualidad que pudiera compararse al sentido práctico.

Después de haber corrido toda la ciudad y rechazado las demandas de muchos
carpetbaggers
deseosos de obtener la dirección de la serrería, acabó por dar la razón a Tommy y se dirigió a Hugh Elsing. Durante la guerra se había mostrado como un oficial lleno de valor y de recursos, pero dos graves heridas y cuatro años de campaña parecían haberle desposeído de toda energía. Tenía precisamente el aspecto de hombre alicaído que tanto desagradaba a Scarlett, y en modo alguno era el sujeto que había esperado encontrar.

«Es idiota —se decía—. No entiende nada de negocios y apostaría a que ni sabe sumar. Pero, en fin, es honrado y por lo menos no me robará.»

En aquel tiempo, Scarlett se preocupaba poco, sin embargo, de la honradez; pero cuanto menos importancia le daba en sí misma, más la deseaba en el prójimo.

«¡Qué lástima que Johnnie Gallegher esté ligado por un contrato a Tommy Wellburn! —pensaba—. Es exactamente el tipo de hombre que me haría falta. Duro con la gente, astuto como un zorro, estoy segura de que si le pagara bien no trataría de robarme. Nos entendemos muy bien los dos y podríamos hacer buenos negocios juntos. Cuando el hotel esté terminado, tal vez venga a mi casa. Mientras tanto, no tendré otro remedio que contentarme con Hugh y con Johnson. Si confío la nueva serrería a Hugh y dejo la vieja a Johnson, podré ocuparme de la venta en la ciudad. Hasta que me haga con Johnnie, habré de tolerar a Johnson. ¡Si al menos no fuera un ladrón! Me parece que voy a construir un almacén de maderas en la mitad del terreno que me dejó Charles. ¡Si Frank no fuera tan quisquilloso podría yo también construir un café en la otra mitad! No importa, que diga lo que quiera, tan pronto tenga bastante dinero, construiré el café. Pero ¡qué puntilloso es este Frank! Señor, ¡por qué habré elegido este momento para tener un hijo! Dentro de poco no podré ni salir. ¡Ay, Dios mío; si al menos no estuviese encinta! ¡Si siquiera estos yanquis quisiesen seguir dejándome tranquila! Si...»

¡Si! ¡Si! ¡Si! Había tantos «síes» en la vida... Nunca se estaba seguro de nada. Siempre vivía uno como el pájaro en la rama, con miedo a perder lo que se tenía, con miedo a conocer el frío y el hambre. La verdad es que Frank ganaba más ahora, pero siempre estaba acatarrado y muchas veces se veía obligado a guardar cama varios días. ¿Y si se volvía un inútil? No, no podía contar con él. No podía contar con nada ni con nadie fuera de ella. ¡Y lo que ella ganaba resultaba tan poca cosa! ¿Qué haría si los yanquis la despojaban de todo lo que tenía? ¡Si! ¡Si! ¡Si!

Cada mes, Scarlett enviaba la mitad de sus ganancias a Tara. Con la otra mitad amortizaba su deuda con Rhett y ahorraba el resto. Ningún avaro contó su oro más veces que ella, ninguno temió tanto perderlo. No quería guardar el dinero en el banco, por miedo a que quebrara o a que los yanquis confiscaran los bienes allí depositados. Siempre llevaba sobre sí, en el corsé, la mayor cantidad posible. Guardaba pequeños fajos de billetes por todos los rincones de la casa, bajo un ladrillo suelto, en su costurero, entre las páginas de una Biblia. A medida que pasaban las semanas se hacía más irascible, porque cada dólar que ahorraba sería un dólar más que podría perder, si se producía la catástrofe.

Frank, Pitty y los criados soportaban sus accesos dé ira con una paciencia evangélica y, no adivinando la verdadera causa, lo atribuían al embarazo. Frank sabía que no conviene contradecir a las mujeres encinta y, reprimiendo todo su orgullo, dejaba de reprochar a su mujer que siguiera ocupándose de las serrerías y que anduviera por la calle en su estado. Su conducta le sumía en un continuo aprieto, pero tomaba su mal con paciencia. Sabía que, cuando naciera su hijo, Scarlett volvería a ser la joven encantadora y dulce que le había enamorado. Pero, por mucho que hiciera por suavizar su humor, seguía ella comportándose de manera tan dura, que a veces Frank pensaba si no estaría endemoniada.

Nadie parecía saber lo que la llevaba a conducirse de esta forma. Quería poner a toda costa sus negocios en orden antes de confinarse entre cuatro paredes. Quería edificar un sólido dique entre ella y el creciente odio de los yanquis. Necesitaba dinero, cada vez más dinero, para el caso en que el diluvio se abatiera sobre ella. El dinero la obsesionaba. Cuando pensaba en el hijo que iba a tener, no podía refrenar un sentimiento de cólera.

«¡La muerte, los impuestos y los hijos! ¡Todo ello siempre viene cuando menos falta hace!»

Atlanta entera se había escandalizado cuando Scarlett, una mujer, se había puesto a dirigir una serrería; pero ahora todo el mundo estimaba que la cosa pasaba de raya. Su falta de escrúpulos en los negocios era sorprendente, sobre todo teniendo en cuenta que su pobre mamá era una Robillard; pero su manera de exhibir su embarazo en plena calle era positivamente indecorosa. Desde el momento en que podía suponerse que estaba encinta, ninguna mujer blanca que se respetase salía de casa, y hasta las negras que lo hacían eran excepción. La señora Merriwetter declaraba llena de indignación que si Scarlett seguía así acabaría por dar a luz un día en medio de la calle.

Sin embargo, todas las críticas que le había valido su conducta anterior no eran nada en comparación con los rumores que circulaban ahora sobre ella. No solamente Scarlett hacía negocios con los yanquis, sino que daba la impresión de que esto la alegraba.

La señora Merriwether y muchos otros sudistas hacían también negocios con los recién llegados del Norte, pero con la sencilla diferencia de que en ellos se veía que lo hacían por verdadera necesidad y a disgusto. ¡Con decir que Scarlett había ido a tomar el té a casa de las esposas de unos oficiales yanquis! Sólo le faltaba recibir a esta gente en su casa, y todos opinaban que, de no ser por tía Pitty y por Frank, ya lo habría hecho.

Scarlett sabía muy bien que la ciudad comadreaba, pero se le daba un comino de ello. No podía pensar en esas tonterías. Seguía sintiendo por los yanquis el mismo odio feroz que el día en que habían tratado de incendiar Tara, pero sabía disimular ese odio. Sabía que, para ganar dinero, tenía que ponerse del lado de los yanquis y había aprendido que el mejor medio para hacerse con una clientela era halagarlos con sonrisas y frases amables.

El día de mañana, cuando fuera rica y su dinero se hallara seguro, fuera del alcance de los yanquis, ya les diría exactamente lo que pensaba de ellos, ya les enseñaría lo que los execraba y despreciaba. ¡Qué alegría para ella! Pero, entretanto, el sentido común la obligaba a pactar con ellos. Si esto era hipocresía, tanto se le daba. Que los demás de Atlanta imitaran su ejemplo.

Scarlett descubrió que crearse relaciones entre los oficiales yanquis era de una facilidad extraordinaria. Desterrados en un país hostil, sentíanse solos, y muchos de ellos estaban ávidos de conocer a mujeres de la buena sociedad. Cuando pasaban por la calle, las señoras respetables se recogían la falda y los miraban como si fueran a escupirles en el rostro. Solamente las prostitutas y las negras les hablaban cortésmente. Ahora bien: Scarlett, aunque ejerciera una ocupación de hombre, era, sin duda alguna, una mujer de mundo, y los oficiales yanquis no cabían en sí de gozo cuando les dedicaba alguna amable sonrisa o cuando una llama agradable brillaba en sus ojos verdes.

Con frecuencia, Scarlett paraba su carruaje para charlar con ellos; pero, al mismo tiempo que en sus mejillas se marcaban unos graciosos hoyuelos, la acometía tal frenesí de asco, que le costaba mucho no colmarlos de injurias. Sabía, a pesar de ello, dominarse y dábase cuenta de que manejaba a los yanquis a su antojo, como había manejado antaño a los jóvenes del Sur, por coquetería. Pero ahora no se trataba de coquetería. El papel que representaba era el de una mujer encantadora y elegante, llena de aflicción. Gracias a su aire digno y reservado, siempre conservaba a sus víctimas a respetuosa distancia; pero no conservaba por ello menos en sus modales una gracia que encendía el corazón de los oficiales yanquis cuando pensaban en la señora Kennedy.

Scarlett contaba con esta favorable predisposición de ánimo. Buen número de oficiales de la guarnición, no sabiendo cuánto tiempo permanecería aún en Atlanta, habían hecho venir a sus mujeres y a sus hijos, y como todos los hoteles y las pensiones rebosaban de gente, se hacían construir hotelitos para su familia. Así que estaban encantados de poder comprar la madera a la simpática señora Kennedy, que tan amable estaba con ellos. Los
carpetbaggers
y los
scallatugs,
que edificaban tan bellas casas, y hoteles, todos preferían tratar con Scarlett que con los ex soldados confederados, que, a pesar de su corrección les manifestaban una frialdad peor que una enemistad declarada.

Así, como era joven y encantadora y sabía fingir tan bien un aire afligido o desesperado, los yanquis estimaban que debían ayudar a una mujercita tan valerosa, que valía bastante más que su marido, y así se convertían en clientes de Scarlett y, de rechazo, de Frank. Y Scarlett, viendo que sus negocios iban viento en popa, pensaba que no solamente aseguraría el presente, gracias al dinero de los yanquis, sino que aseguraría también el porvenir, gracias a sus nuevas amistades.

Scarlett constataba que era más fácil de lo que había pensado mantener sus relaciones con los yanquis conforme a sus deseos, ya que ellos parecían tener un santo terror a las damas sudistas; pero sus relociones con sus esposas no tardaron en plantear un problema que ella no había previsto.

Ella no quería tratar con las mujeres yanquis. Le hubiera encantado evitar su trato, pero le era imposible. Las mujeres de los oficiales estaban bien decididas a visitarla. Ardían en deseos de entrar en un conocimiento más amplio con el Sur y las mujeres del Sur, y por primera vez Scarlett les ofrecía un medio de satisfacer su deseo. Las demás damas de Atlanta no sentían en modo alguno el deseo de verlas y hasta les negaban el saludo en la iglesia; así que cuando Scarlett iba por sus casas se la acogía como al Mesías. Cuando detenía su carruaje ante una casa yanqui y pregonaba al dueño, desde su asiento, las excelencias de su madera de construcción, la señora de la casa salía muchas veces a su encuentro para unirse a la conversación o para invitar a Scarlett a tomar una taza de té. Por mucho trabajo que le costara, Scarlett rara vez declinaba esta invitación, ya que con ello esperaba aumentar la clientela de Frank. Sin embargo, las preguntas demasiado personales de estas señoras, su parcialidad y su actitud condescendiente respecto a todo lo del Sur, ponían a prueba su paciencia.

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