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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (106 page)

Aquí se detuvo y mordió con toda su alma la mazorca de maíz que ahora comía. Scarlett se estremeció. La rabia asesina de los Fontaine se había hecho legendaria en el Condado, mucho antes de empezar aquel nuevo capítulo.

—No tuve más remedio que liquidarlo de una cuchillada. Lo encontré en el café. Le hice retroceder hasta un rincón, en tanto que Ashley mantenía a los otros en actitud prudente, y antes de agujerearle el pellejo tuve tiempo de explicarle el porqué de querer suprimirle. La cosa acabó antes de que pudiera darme cuenta —declaró Tony con aire pensativo—. Después, no me acuerdo de mucho, si no es de que Ashley me hizo subir de nuevo a caballo y me dijo que viniese a casa de ustedes. Para estas ocasiones, Ashley vale un mundo. Sabe conservar toda su sangre fría.

Volvió Frank, con el capote al brazo, y se lo tendió a Tony. Era su único abrigo, un abrigo bueno y caliente, pero Scarlett no protestó. El sentido y alcance de este asunto, estrictamente masculino, parecía serle inasequible.

—Pero, Tony..., es que le necesitan a usted en casa. Sin duda, si volviera y explicase...

—Se ha casado usted con una loca, Frank —lanzó Tony con una sonrisa, esforzándose al mismo tiempo en encajarse el capotón—. Scarlett imagina que los yanquis le van a dar confites a uno por haber defendido a uno de sus parientes contra un negro. La recompensa sería unos palmos de cuerda. Abráceme, Scarlett. Frank no se enfadará. Es muy posible que no nos volvamos a ver nunca. Texas está lejos y no me arriesgaré a escribir. Luego que haya partido, hagan decir a mi familia que toda iba bien cuando salí.

Scarlett permitió a Tony que la abrazase. Los dos hombres salieron y quedaron charlando un momento en la terraza trasera. En seguida se oyó el ruido de un caballo que partía al galope. Tony se había marchado. Scarlett entreabrió la puerta y distinguió a Frank, que llevaba a la cuadra un caballo jadeante. Volvió a cerrar la puerta y se sentó, temblándole las rodillas.

Por lo demás, ella sabía muy bien bajo qué aspecto se presentaba la Reconstrucción; lo sabía tan bien como si la casa se hubiera visto atacada por una banda de salvajes medio desnudos. Ahora, una multitud de recuerdos la asaltaba. Veníanle a la mente muchas cosas en que apenas había parado atención estos últimos tiempos, conversaciones que había oído, pero no seguido con atención, discusiones de hombres, interrumpidas por su presencia, pequeños incidentes a los cuales no había concedido ninguna significación en su tiempo, advertencias que Frank le prodigaba vanamente para ponerla en guardia contra los peligros de ir al aserradero bajo la sola protección de tío Peter. Ahora, todos estos recuerdos concordaban y se fundían en una imagen terrorífica.

Los negros sostenidos por las bayonetas yanquis, eran los amos de la situación. «Me pueden matar, me pueden violar. Y ¿quién castigaría a los culpables?» Cualquiera que intentase una venganza estaría perdido, sin formalidades siquiera de juicio. Los oficiales yanquis se cuidarían tan poco de respetar la ley como de conocer las circunstancias del crimen, y ello no sería obstáculo para ahorcar a un sudista, sin otra forma de proceso.

«¿Qué podemos hacer? —se dijo, retorciéndose las manos, desesperada—. ¿Cuál será nuestra suerte con esos demonios, que no dudarían en colgar a un buen muchacho como Tony Fontaine, por haber defendido a las mujeres de su familia contra un borracho y un crapuloso?»

«No se puede tolerar esto, ha dicho Tony, y tiene razón. Pero ¿qué habrán de hacer los sudistas, reducidos a la impotencia, sino doblar el espinazo?» Y Scarlett empezó a temblar de miedo y, por primera vez en su vida, comprendió que las gentes y los acontecimientos tenían existencia real fuera de ella misma y que Scarlett O'Hara no era la única cosa que tenía valor en el mundo. Había, sí, en todo el Sur, miles de mujeres en el mismo caso que ella, miles de mujeres desarraigadas y sin defensa. Y había también miles de hombres que, habiendo depuesto las armas en Appomatox, las habían cogido de nuevo y estaban prestos a jugarse la vida de un minuto a otro por volar en socorro de estas mujeres.

En la cara de Tony había sorprendido ella algo, algo reflejado después en la de Frank, una expresión que había notado recientemente en el rostro de otros hombres de Atlanta, pero que hasta ahora no se había preocupado en analizar. Era una expresión muy distinta de aquel aire lúgubre y profundamente desanimado que se veía en los hombres que volvían a sus casas tras de la rendición. Entonces no pensaban sino en volver a sus hogares; pero ahora, ahora tenían de nuevo un objetivo, sus nervios se desentumecían, se reanimaba la antigua llama. Pensaban como Tony, con fría resolución: «¡Esto no puede tolerarse!».

Scarlett había visto a esos hombres del Sur, encantadores y peligrosos antes de la guerra, rudos e intrépidos en los últimos días de la lucha desesperada. Sin embargo, en el rostro de aquellos hombres, en las miradas que habían cambiado al vacilante resplandor de la bujía, había habido algo diferente, algo que la había reconfortado y horrorizado al mismo tiempo: un furor indescriptible con palabras, una voluntad que nada podía detener.

Por primera vez sintió como un lazo de parentesco con las gentes que la rodeaban, sintió que compartía sus temores y su amargura y que tenía la misma voluntad. ¡No, eso no podía tolerarse! Era demasiado hermoso el Sur para dejarlo desaparecer sin combate, para permitir a los yanquis que lo aplastaran bajo sus botas. El Sur era una patria demasiado querida para abandonarla a aquellos zotes de negros, ebrios de whisky y de libertad.

Pensando en la brusca llegada de Tony y en su precipitada marcha, Scarlett se sintió emparentada también con él. Recordaba cómo su padre había huido de Irlanda, de noche, a consecuencia de un crimen que ni él ni su familia consideraban como tal. La sangre hirviente de Gerald corría por sus venas. Se acordó de la alegría que había experimentado matando al desertor yanqui. La misma sangre hirviente corría por las venas de todos esos hombres cuya cortés apariencia disimulaba la violencia a flor de piel. Todos los hombres que la conocía se parecían, hasta Ashley el soñador, hasta el timorato Frank, hasta Rhett, que, a pesar de ser un canana sin escrúpulos, había matado a un negro porque «había faltado al respeto a una mujer».

Cuando Frank, chorreante de lluvia, entró tosiendo, Scarlett se levantó de un salto.

—¡Oh, Frank! ¿Cuánto va a durar esto?

—Tanto como nos odien los yanquis, queridita. —¿No puede hacerse nada, entonces?

Frank se pasó la mano por la barba empapada.

—Sí, nos ocupamos de ello.

—¿Sí?

—¿Para qué hablar? Aún no hemos logrado nada. Tal vez nos lleve unos cuantos años. Tal vez... el Sur seguirá siempre así.

—No, eso no.

—Vamos a acostarnos, queridita. Debes de tener frío, estás tiritando.

—¡Cuándo podremos ver el fin de todo esto!

—Cuando se nos conceda de nuevo derecho a votar, pequeña. Cuando todos los que se han batido por el Sur puedan meter en la urna una papeleta de voto con el nombre de un sudista y de un demócrata.

—¡Una papeleta de voto! —exclamó Scarlett—. ¿Para qué sirve todo eso, si los negros se han vuelto locos y los yanquis los han levantado contra nosotros?

Frank empezó a darle explicaciones con su acostumbrada lentitud, pero la idea de que esas papeletas de voto podían acabar con todos aquellos males era demasiado complicada para ella. Además, ella no hacía otra cosa que pensar en Jonnas Wilkerson, que ya no sería una amenaza para Tara, y en Tony.

—¡Oh, pobres Fontaine! —exclamó—. ¡No queda más que Alex, y hay tanto trabajo en Mimosa! ¿Por qué no se le habrá ocurrido a Tony la buena idea de... de hacerlo por la noche, cuando nadie habría podido saber quién era? Sería más útil en su casa durante las labores de primavera que en Texas.

Frank le pasó el brazo por la cintura. Generalmente temblaba al hacerlo así, con una emoción anticipada; pero esta noche su brazo se mantenía firme y sus ojos tenían una mirada ausente.

—En estos momentos hay cosas más importantes que las labores, nena. Se trata, para empezar, de inspirar a los negros un saludable terror y de dar una lección a los yanquis. Mientras queden muchachos del temple de Tony no tendremos que alarmarnos demasiado por el Sur. Vamos a acostarnos.

—Pero, Frank...

—A condición de marchar codo con codo y de no dar ocasión alguna a los yanquis, creo que el día que menos te imagines habremos ganado. No te devanes los sesos, pequeña. Ten confianza en los hombres que te rodean. Los yanquis acabarán por cansarse de perseguirnos cuando vean que no llegan a quebrantar nuestra resistencia. Todo acabará por quedar como antes y podremos vivir y educar a nuestros hijos honorablemente.

Scarlett pensó en Wade y en el secreto que guardaba hacía varios días. No, ella no quería educar a sus hijos en ese infierno de violencia, de pobreza, de odio y de inseguridad. Por nada del mundo quería que sus hijos conociesen lo que ella había conocido. Ella deseaba vivir en un mundo bien ordenado en que pudiese mirar el porvenir con confianza, cierta de que sus hijos tendrían siempre afecto y amparo, buena comida y excelentes ropas. ¿Y se figuraba Frank que el derecho de voto arreglaría todo eso? ¿El derecho de voto? ¿Para qué servía? Sólo había una cosa que permitiría resistir en cierta medida los golpes del destino: el dinero.

Bruscamente, comunicó a su marido que iba a tener un hijo.

Durante las semanas que siguieron a la fuga de Tony, destacamentos de soldados yanquis vinieron en diversas ocasiones a registrar la casa de tía Pittypat. Se presentaban sin prevenirla y a cualquier hora, recorrían todas las habitaciones, le hacían mil preguntas, abrían los armarios, miraban bajo las camas. Las autoridades militares habían oído decir que Tony había debido refugiarse en casa de la señorita Pittypat y estaban persuadidos de que allí seguía todavía o que se escondía por alguna parte de la vecindad.

No sabiendo nunca cuándo iba a irrumpir en su casa un oficial con un pelotón de hombres, tía Pittypat estaba continuamente «en un estado» tal, según la expresión de tío Peter, que ni Frank ni Scarlett le contaron la corta visita de Tony. Así que hablaba de buena fe cuando decía para disculparse que no había visto a Tony Fontaine más que una vez en su vida, el año 1862 por Navidad.

—Y, ¿sabe usted? —añadía con voz entrecortada por la emoción—, estaba completamente borracho.

Scarlett, que soportaba mal su embarazo, vivía entre un odio feroz hacia los uniformes azules y el miedo de que Tony se dejara coger y revelara el papel jugado por sus amigos. Las prisiones estaban llenas de gente que había sido detenida con menos motivo. Sabía que si acababan por descubrir la más mínima cosa, ella y Frank serían encarcelados, lo mismo que la inocente Pittypat.

Durante cierto tiempo se había hablado mucho en Washington de confiscar todos «los bienes de los rebeldes» para pagar las deudas de guerra de los Estados Unidos, y Scarlett se angustiaba pensando que el proyecto pudiera pasar a estudio nuevo. Por otra parte, por Atlanta corría el rumor de que iban a embargar los bienes de todos los que habían violado la ley marcial, y Scarlett temblaba ante la idea de que no solamente ella y Frank corrían el peligro de perder la libertad, sino el de que les quitaran su casa, el almacén y el aserradero. Y aun suponiendo que no se incautaran del negocio, ¿qué sería de éste, desatendido, si Frank y ella perdían la libertad? Odiaba a muerte a Tony por haberle ocasionado todas estas preocupaciones. ¿Cómo había hecho esto a unos amigos? ¿Cómo había podido Ashley darle el consejo de acogerse en su casa? Lo que es ella no ayudaría a nadie más, bien seguro. No le hacía ninguna gracia pensar que los yanquis pudieran de nuevo caer sobre ella como un enjambre de zánganos. No, atrancaría su puerta y no la abriría a nadie, quitando a Ashley, naturalmente. Durante algunas semanas, después de la breve visita de Tony, no se atrevió a pegar ojo. Al menor ruido en la calle ya estaba temiendo que fuera Ashley que se escapaba también a Texas, perseguido por haber ayudado a Fontaine. No sabía a qué atenerse en este punto, porque no osaba hablar en sus cartas de la visita nocturna de Tony. Los yanquis podían interceptarlas y echar la culpa también a los de Tara. Sin embargo, pasaron las semanas sin tener malas noticias y Scarlett adivinó que Ashley había salido del lío. Después, cansados, los yanquis acabaron por dejar tranquila la casa.

Esta vuelta a la normalidad no libró a Scarlett de la angustia en que vivía desde que Tony había llamado a la puerta, angustia peor que los bombardeos durante el asedio, peor que el terror que le inspiraban los hombres de Sherman en los últimos días de la guerra. Parecía que la llegada de Tony en plena noche, mientras rugía la tempestad, la había despabilado, obligándola a constatar lo precario de su existencia.

Aquella fría primavera de 1865, Scarlett no tenía más que echar una ojeada a su alrededor para comprender los peligros que la amenazaban, igual que a todo el Sur. Por más que formara proyectos y combinara planes, por más que trabajara más duramente que sus esclavos lo habían hecho nunca, por más que triunfara de todos los obstáculos y resolviera, gracias a su energía, laboriosidad y sacrificios, problemas a los que su educación no la había acostumbrado, estaba expuesta a verse despojada de un momento a otro del fruto de sus esfuerzos. Y, si ocurría esto, no tendría derecho a ninguna compensación ni indemnización, a menos que los tribunales militares, cuyos poderes eran tan arbitrarios, quisieran oírla. En aquel tiempo sólo los negros gozaban de sus derechos. Los yanquis mantenían el Sur en un estado de postración del que no daban muestras de querer levantarlo. El Sur parecía gemir bajo la mano de un gigante maléfico y los que antes habían tenido influencia estaban ahora más inermes que lo habían estado nunca sus esclavos.

Importantes fuerzas militares permanecían acantonadas en Georgia y en particular en Atlanta. Los comandantes de las tropas yanquis en las diversas ciudades ejercían un poder absoluto sobre la población civil y hacían uso de aquel poder que les confería el derecho de vida y de muerte. Podían encarcelar a los ciudadanos con cualquier pretexto, o hasta sin él. Podían confiscarles los bienes, ahorCharles, hacerles la vida imposible con órdenes contradictorias sobre las operaciones comerciales, los sueldos de los criados, lo que se tenía derecho a decir en público o en privado, lo que se tenía derecho a escribir en los periódicos. Ordenaban la hora y el lugar para vaciar los cubos de la basura y decidían el tipo de canciones que las mujeres y las hijas de los ex confederados podían cantar. El primero que tarareaba «Dixie» o «Bella bandera azul» se hacía culpable de un crimen poco menos grave que el de alta traición. Algunos jefes militares llegaban hasta a negar el permiso de matrimonio a los futuros esposos que no habían prestado el odiado juramento.

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