Lo que el viento se llevó (112 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

—No se haga la tonta —dijo Rhett tranquilamente—. Es demasiado necio llorar de vergüenza. Vamos, Scarlett, ya no es usted una niña. ¿Cree usted acaso que estoy ciego? Ya sé que está usted encinta.

—¡Oh! —exclamó Scarlett, horrorizada, apretando las manos contra su rostro y poniéndose colorada. Esta palabra la aterrorizaba. Frank evitaba siempre hablarle de «su estado». Gerald había encontrado una fórmula llena de tacto para definir aquello, y de una mujer encinta decía que estaba «en familia». Y, en general, todas las señoras llamaban a esto «tener dificultades».

—Es un poco simplista imaginarse que basta con taparse con el abrigo para que uno no se dé cuenta de nada. Pero Scarlett, ¡si lo sabía perfectamente!... ¿Por qué, entonces...? Rhett calló bruscamente, después tomó las riendas y con un chasquido, puso en marcha el caballo. Por último, se puso ha hablar con voz monótona, que no era desagradable al oído de Scarlett, y, poco a poco, el terroso rostro de la joven recuperó su color.

—No creía que fuera capaz de molestarse hasta ese punto, Scarlett. Creía que era una persona razonable y me he engañado. No sabía que era usted tan tímida. Bien, temo no haber estado muy galante. Ya sé que no soy galante, puesto que la vista de una mujer embarazada no me molesta lo más mínimo. Creo que no hay razón para no tratarlas como a seres normales y no veo por qué mis ojos pueden mirar al cielo, o la tierra, o lo que sea y no podrían detenerse en un vientre. Tampoco veo por qué tengo que lanzarles esas miradas furtivas, de reojo, que siempre me han parecido el colmo de la indecencia. Sí, ¿por qué todas esas gazmoñerías? Es un estado perfectamente normal. En ese aspecto, los europeos son mucho más inteligentes que nosotros. Ellos felicitan a las futuras madres. No recomendaría a nadie llegar a este extremo, tal vez; pero, en fin, es una actitud más sensata que fingir ignorar la cosa. Le repito que se trata de un estado normal y que las mujeres deberían estar orgullosas, en vez de encerrarse tras de sus puertas, como si hubieran cometido un crimen.

—¡Orgullosas! —exclamó Scarlett, con voz ahogada—. ¡Orgullosas!

—¿Así que no está usted orgullosa de tener un hijo?

—¡Oh, no, por Dios! Me dan horror los niños.

—¿Quiere usted decir los niños... de Frank?

—No..., los niños de cualquiera.

Durante un instante Scarlett se indignó contra sí misma por este nuevo error de expresión, pero Rhett siguió hablando tranquilamente como si nada hubiera notado.

—En esto no nos parecemos. Me gustan mucho los niños.

—¿Le gustan a usted? —exclamó Scarlett, tan sorprendida por esta confesión que olvidó su disgusto—. ¡Qué gran mentiroso!

—Pues sí: me gustan los niños, hasta que empiezan a crecer y se ponen a pensar y a mentir como los mayores; en fin, hasta que se mancha su alma. No es nada nuevo para usted. Ya sabe usted cuánto quiero a Wade Hampton, a pesar de que no es lo que debiera.

«Es verdad —pensó Scarlett con aire ensimismado—. Diríase que le gusta jugar con Wade; le hace muchos regalos.»

—Y ahora que hemos aclarado esta espinosa cuestión y que admite usted que va a ser madre en un porvenir no tan lejano, voy a decirle algo que quería comunicarle hace varias semanas. Se trata de dos cosas. La primera es que hace usted mal en ir por ahí sola. Es peligroso. Y usted lo sabe; no es menester que se lo diga. Se lo han dicho mil veces. Si personalmente le es a usted igual ser violada, debe al menos considerar las consecuencias que ello le traería. Su obstinación la expone a ponerse en una situación tal, que sus heroicos conciudadanos se vean en el caso de vengarla, colgando a algunos negros. Y, naturalmente, los yanquis tomarán cartas en el asunto y acabarán por colgar a su vez a alguno de sus buenos amigos. ¿Nunca se le ha ocurrido pensar que una de las razones por las que las señoras de Atlanta no la estiman es porque su conducta constituye una amenaza para sus hijos y sus maridos? Además, si el Ku Klux Klan sigue ocupándose de los negros, los yanquis van a apretarle las tuercas a Atlanta tan bonitamente que Sherman dará la impresión de haber sido un angelito a su lado. Sé bien lo que me digo, porque conozco pe a pa a los yanquis. Por triste que resulte, me consideran como uno de los suyos y no tienen pelos en la lengua para hablar en mi presencia. Están decididos a hacer desaparecer el Ku Klux Klan aunque necesiten prender fuego a la ciudad de arriba abajo y colgar a un hombre de cada diez. No le convendría eso. Saldría usted perdiendo en todos los órdenes; le costaría su dinero. Y luego, que no se sabe nunca cuándo terminan las cosas que empiezan. Confiscaciones, aumento de los impuestos, multas a las mujeres sospechosas... Les he oído sugerir todas estas medidas. El Ku Klux Klan...

—¿Conoce usted a la gente que forma parte de él? ¿Es que Tommy Wellburn, o Hugh, o...

Rhett se encogió de hombros con impaciencia.

—¿Cómo voy a saberlo? Yo soy un renegado, un cualquier cosa..., un
scallawag...
¿Soy acaso alguien para saber esas cosas? Pero conozco gentes que son sospechosas a los yanquis. A la menor bromita, les va la piel en ello, ya lo sabe. Ya sé que puede que le tenga sin cuidado ver al vecino ir a la horca, pero creo que no le haría gracia perder sus dos serrerías. Ya, ya veo en su aire obstinado que no da crédito a mis palabras y que me oye como quien oye llover. Me contentaré, pues, con decirle esto: tome usted esta pistola y téngala siempre a mano..., y cuando esté en Atlanta ya sabré yo arreglármelas para acompañarla en sus caminatas.

—Entonces, Rhett, ¿es que usted... para protegerme...?

—Sí, querida, sí, para protegerla. Ya conoce usted de sobra mi espíritu caballeresco. —La llamita burlona se puso a chispear en sus ojos y su rostro perdió toda su gravedad—. ¿Y por qué esto? A causa del profundo amor que le profeso, señora Kennedy. Sí, la adoro, no como ni bebo por su causa; pero, como soy una persona decente, igual que el señor Wilkes, no le he dicho nada. ¡Ay! Es usted la mujer de Frank, y el honor me ha impedido hablarle. Pero, lo mismo que el honor del señor Wilkes vacila a veces, también el mío vacila en este momento y le revelo mi secreta pasión y mi...

—Por el amor de Dios, cállese —le interrumpió, irritada, Scarlett, que lo que menos deseaba era que la conversación recayera sobre Ashley y sobre su honor—. ¿Qué tenía que decirme?

—¡Cómo! ¿Cambia usted de conversación en el momento en que le abro mi destrozado corazón, desbordante de amor? Perfectamente: he aquí de qué se trata.

Se apagó su maliciosa mirada y su rostro volvió a adquirir su aspecto serio.

—Debería tener cuidado con su caballo. Es muy indómito y tiene una boca de hierro. Le cansa conducirlo, ¿eh? Vea, si le da por desbocarse, no podría usted sujetarlo. Si la tira a la cuneta, puede matar a su bebé y a usted para colmo. Debería pasarle el bocado lo más fuerte posible, a menos que permita usted que se lo cambie por un caballo más manso.

Scarlett le miró y, ante su aspecto sereno y dulce, su irritación desvanecióse, como se había desvanecido su confusión después de que le había hablado de su embarazo. Rhett había encontrado el medio de tranquilizarla, en un momento en que hubiera deseado morir, y ahora volvía a dar una nueva prueba de gentileza. Sintió un impulso de gratitud hacia Rhett y se preguntó por qué no sería siempre así.

—Sí, es duro de conducir este caballo —afirmó con dulzura—. A veces me duelen los brazos toda la noche a fuerza de haber tirado de las riendas. Bien, haga usted lò que quiera, Rhett, y muchas gracias.

Los ojos de Butler relampaguearon, maliciosos.

—¡Caramba, caramba, qué encantador y femenino! ¡Qué pronto han cambiado sus aires autoritarios! Basta con conocerla para volverla suave como un guante —declaró Rhett.

Scarlett frunció las cejas y volvió a encolerizarse.

—Esta vez va a hacerme el favor de bajarse si no quiere que le dé un latigazo. No sé por qué le soporto..., por qué trato de ser cortés con usted. Es usted un hombre sin educación y sin moral. Es usted un... Bien, ya se está usted bajando. No tengo gana de broma...

Mas cuando él puso pie en tierra y desató su caballo de la trasera del coche, cuando permaneció quieto en medio de la carretera iluminada por el sol poniente y ensayó su más fina sonrisa, Scarlett perdió su aire serio y le devolvió la sonrisa, mientras el coche se alejaba.

Sí, Rhett era un grosero. Pero era también hábil y valía más no tener con él ningún roce. No se sabe nunca si el arma inofensiva que se le ponía en la mano, en un momento de descuido iría a transformarse en una espada del filo más fino. Pero, después de todo, era interesante. Su conversación producía el efecto de una copa de coñac bebida a escondidas.

Los últimos meses, Scarlett había tomado gusto al coñac. Cuando regresaba a casa, por la tarde, mojada por la lluvia, derrengada por una larga caminata en carruaje, sólo la idea de su botella encerrada en el cajón de su buró le daba ánimos. El doctor Meade no había pensado en decirle que una mujer encinta no debía beber, porque nunca podía haberle pasado por la cabeza la idea de que una mujer de su clase pudiera beber otra cosa que vino de moras. Las mujeres tenían derecho a tomar una copa de champaña en una boda o un
toddy
bien calentito cuando estaban en cama con un catarro. Evidentemente había desdichadas que bebían, lo mismo que había locas que se divorciaban o que pensaban, como la señorita Susana B. Anthony, que las mujeres debían votar. Sin embargo, a pesar de la idea que de Scarlett pudiera tener el doctor Meade, jamás había pensado que pudiera entregarse a la bebida.

Scarlett se había dado cuenta de que un buen vaso de coñac antes de comer le procuraba un gran bienestar y siempre le quedaba el recurso de masticar unos granos de café o de hacer gárgaras con colonia para que le desapareciera el mal aliento. ¿Por qué la gente andaba con tanto cuento a propósito de las mujeres que bebían, mientras los hombres podían embriagarse tranquilamente si les venía en gana? A veces, cuando Frank roncaba a su lado y el sueño le huía y daba vueltas en el lecho pensando en Ashley, en Tara, viendo levantarse ante ella el espectro de los yanquis o de la pobreza, se decía que sin la botella de coñac se habría ya vuelto loca hacía tiempo. Y cuando el calor bienhechor y familiar corría por sus venas, todas sus penas se disipaban poco a poco. A las tres copas, siempre le quedaba el recurso de decirse: «Ya pensaré en estas cosas mañana, cuando tengo fuerza para soportarlas».

Pero ciertas noches ni siquiera el coñac conseguía calmar el dolor que le oprimía el corazón, dolor más fuerte aún que el temor de perder sus serrerías: el pesar de no ver Tara más. Atlanta, con su animación, sus edificios modernos, sus rostros extraños, sus calles estrechas atestadas de caballos, coches y una multitud atareada, parecía a veces hacerle olvidar el mal que la devoraba. Le gustaba Atlanta, pero... ¡Oh, volver a la paz exquisita, a la paz pastoral de Tara, a los campos rojizos bordeados de pinos oscuros! ¡Volver a Tara y vivir allí como fuera! ¡Estar cerca de Ashley, volver a verlo, oírle hablar, estar sostenida por la conciencia de su amor! Cada carta de Melanie diciéndole que todos seguían bien, la menor palabra de Will dándole cuenta de la marcha de la labor y de la siembra o del estado del algodón, reavivaba su deseo de volver allí.

«Iré a Tara en junio. Después de esta fecha ya no podré vivir aquí. Iré a pasar dos meses en mi casa.» Y a este pensamiento su corazón latía de contento.

Y, en efecto, volvió a su casa en junio, pero no de la manera que había pensado, sino porque, a comienzos de aquel mes, un breve mensaje de Will le hizo saber la muerte de Gerald.

39

El tren llevaba mucho retraso y el largo crepúsculo de junio envolvía ya la campiña con sus tonalidades azules cuando Scarlett se apeó en la estación de Jonesboro. Aquí y allí brillaban luces amarillas en las ventanas de las tiendas y de las casas que la guerra no había destruido. Había pocas así en el pueblo. A cada lado de la calle principal, espacios vacíos indicaban el lugar de los edificios aniquilados por el fuego y los obuses. Las casas, silenciosas y sombrías, con sus techos agujereados, parecían mirar a la viajera. Algunos caballos de silla, algunas muías uncidas a las carretas, estaban atados ¡ante el Almacén Bullard. La calle, roja y polvorienta, estaba desierta. A veces, de un café situado en el otro extremo del pueblo llegaba un grito, o la risa de algún beodo, únicos ruidos que turbaban la paz del crepúsculo.

No habían reconstruido la estación desde que se incendió en el curso de la batalla y, en su lugar, se habían contentado con elevar una especie de refugio de madera, abierto a todos los vientos. Scarlett se metió allí y se sentó en un tonel, destinado por lo visto a ese uso. Había recorrido la calle varias veces con la mirada, con la esperanza de descubrir a Will Benteen. Debería haber venido a esperarla. Debería haber adivinado que, después de haberle anunciado en su mensaje la muerte de Gerald, ella cogería el primer tren.

Había salido de Atlanta con tal precipitación que su saco de viaje no contenía más que una camisa de noche y un cepillo de dientes, sin la menor muda. Se sentía poco a gusto dentro del vestido negro que le había dejado la señora Meade, pues no había tenido tiempo de encargarse ropa de luto. La señora Meade había adelgazado mucho y, como el embarazo de Scarlett estaba muy adelantado, el traje le resultaba doblemente incómodo. A pesar del dolor que le causaba la muerte de Gerald, Scarlett no podía desinteresarse del efecto que producía en ella y se estudió con asco. Había perdido por completo la línea y su rostro y sus tobillos estaban hinchados. Hasta ahora no se había preocupado de estos detalles, pero hoy, que estaba a punto de volver a ver a Ashley, la cosa era muy diferente. Tembló pensando en que la vería embarazada de otro hombre. Quería a Ashley y Ashley la quería. Este niño que no había deseado tener le parecía una prueba de su traición a ese amor. Pero, por mucho trabajo que le costase presentarse a Ashley con su talle abultado y su marcha pesada, había que pasar por ello.

Impaciente, Scarlett se puso a golpear con el pie. Debería haber venido Will. Claro que siempre le quedaba el recurso de preguntar en casa de Bullard si no le habían visto o de rogar a cualquiera que la llevase a Tara, si se presentaba algún obstáculo. Pero no quería ver a Bullard. Era domingo y la mitad de los hombres del Condado se hallarían de seguro reunidos. No quería presentarse con esos estrechos vestidos que aún la hacían aparecer más voluminosa de lo que estaba. No quería tampoco oír las condolencias que le dirigirían a causa de la muerte de Gerald. No le interesaba nada despertar su simpatía. Tenía miedo de echarse a llorar escuchando pronunciar el nombre de su padre. Y no quería llorar. Sabía que, si empezaba, sería como aquella horrible noche en que Rhett la había abandonado en mitad de la carretera, mientras caía Atlanta, aquella noche atroz en que había mojado las crines de su caballo con sus lágrimas, sin poder dejar de llorar.

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