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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (55 page)

Scarlett se irguió, roja de vergüenza. ¿Cómo podía haber dicho tal cosa? ¿Cómo podía ella, hija de Ellen, con una educación tan esmerada, haber oído tan groseras palabras y contestado a ellas tan desvergonzadamente? Debería haber gritado. Debería haberse desmayado. Debería haberse vuelto, en un frío silencio, y salido del porche. ¡Pero ahora era demasiado tarde!

—¡Y le pondré en la puerta! —gritó, sin cuidarse de que Melanie o la señora Meade, que vivía tan cerca, pudiesen oírla—. ¡Salga inmediatamente! ¿Cómo se atreve a decirme semejantes cosas? ¿Qué he hecho nunca para animarle, para llevarle a suponer...? Salga y no vuelva más. Se lo digo de veras. No vuelva con papelitos de horquillas ni con cintajos creyendo que así le perdonaré. Yo..., yo se lo diré a mi padre y él le matará...

Rhett cogió el sombrero y se inclinó. Ella vio a la luz de la lampara que sus dientes mostraban una sonrisa bajo el bigote. No estaba avergonzado, le divertían las palabras de Scarlett y la contemplaba con atento interés.

¡Era abominable! Scarlett giró sobre sus talones y se dirigió hacia la casa. Trató de cerrar la puerta dando un portazo, pero el gancho que la sujetaba era demasiado pesado para ella. Se esforzó, jadeante, en mover el batiente.

—¿Quiere que la ayude? —preguntó él.

Segura de que sus venas estallarían sí permanecía allí un minuto más, Scarlett corrió escaleras arriba. Y ya en el piso alto sintió que Rhett, amable, cerraba la puerta que ella dejara abierta.

20

Cuando los calurosos y agitados días de agosto llegaban a su fin, el bombardeo cesó repentinamente. Cayó sobre la ciudad una impresionante quietud. Los vecinos se juntaban en las calles y se miraban unos a otros, indecisos e inquietos, como preguntándose el motivo de aquella interrupción. La calma, tras aquellos ruidosos días, no aliviaba los excitados nervios, antes bien los sobresaltaba más. Nadie sabía por qué las baterías permanecían mudas, y no se tenían otras noticias de las tropas sino que habían sido retiradas en gran número de los parapetos que rodeaban la ciudad y marchaban hacia el sur para defender el ferrocarril. Nadie sabía dónde se luchaba ahora, en caso de que se luchara, ni cómo transcurría la batalla, si es que la había.

Sólo se disponía de las noticias que circulaban de boca en boca. Faltos de papel, de tinta y de hombres, los periódicos habían suspendido su publicación desde el principio del sitio y los más disparatados rumores, nacidos no se sabía dónde, llenaban la ciudad. Ahora, en la angustiosa calma, la muchedumbre se apiñaba ante el cuartel general de Hood, ante las oficinas de telégrafos y en la estación, esperando informes, informes favorables, ya que todos confiaban en que el silencio de los cañones de Sherman significase que los yanquis estaban en plena retirada y que los confederados los perseguían por el camino de Dalton. Pero no llegaban noticias. Los hilos telegráficos callaban, no venían trenes por la única línea que se poseía y el servicio de correos se hallaba interrumpido.

Aquel final de verano, caluroso, polvoriento, sofocante, añadía su seco ahogo a la angustia de los cansados corazones. Scarlett procuraba conservar un semblante sereno, pero anhelaba noticias de Tara y le parecía que hacía una eternidad que había comenzado el sitio. Era como si siempre hubiese vivido con el tronar del cañón en sus oídos hasta que sobrevino aquella siniestra quietud. Sin embargo, sólo hacía treinta días que comenzara el asedio. ¡Treinta días de sitio! La ciudad rodeada de trincheras de tierra rojiza, el monótono, incansable fragor de las baterías, las largas filas de ambulancias y carretas de bueyes que se dirigían a los hospitales goteando sangre sobre el polvo, las brigadas de sepultureros, abrumados de trabajo, constantemente atareados en enterrar hombres apenas fríos, arrojándolos de cualquier modo en inacabables hileras de fosas a flor de tierra. ¡Sólo treinta días!

¡Y sólo cuatro meses desde que los yanquis avanzaran hacia el sur de Dalton! ¡Sólo cuatro meses! A Scarlett, le parecía, mirando hacia atrás y evocando aquel remoto día, que esto había sucedido en otra vida. ¡Oh, no! No podía hacer cuatro meses. ¡Tenía que haber transcurrido toda una vida!

Hasta cuatro meses atrás, Dalton, Resaca y los Montes Kennesaw sólo eran para ella nombres de estaciones de ferrocarril. Ahora significaban batallas desesperadas, batallas libradas en vano mientras Johnston retrocedía hacia Atlanta. Y ahora Peachtree Creek, Decatur, Ezra Church y Utoy Creek no eran ya bonitos nombres de bonitos lugares. Nunca volvería a pensar en ellos como alegres lugares llenos de acogedores amigos, como verdes parajes donde se merendaba con arrogantes oficiales, sentados en las tiernas márgenes de lentos arroyos. Aquellos nombres significaban también combates y las verdes hierbas donde ella se sentara habían sido holladas y ajadas por las ruedas de los cañones, pisoteadas por frenéticos pies cuando las bayonetas se enzarzaban con otras bayonetas, sembrando el césped de cuerpos moribundos... Los perezosos arroyos se teñían ahora de un rojo que no podía deberse a la tierra rojiza de Georgia. Se decía que Peachtree Creek se había vuelto de color carmesí después de que los yanquis lo cruzaran. ¡Peachtree Creek, Decatur, Ezra Church, Utoy Creek! No volverían a ser jamás nombres de lugares. Eran nombres de tumbas donde estaban enterrados amigos suyos, nombres de espesas arboledas y de breñales donde yacían cuerpos insepultos, nombres de los cuatro extremos de Atlanta cuyo paso intentara forzar Sherman y donde los hombres de Hood se habían batido, rechazándole.

Llegaron, al fin, noticias del sur a la acongojada ciudad, y tales noticias eran alarmantes, sobre todo para Scarlett. De nuevo el general Sherman atacaba el cuarto lado de la población, procurando otra vez cortar el ferrocarril de Jonesboro. Los yanquis se colocaban allí en gran número y ya no se libraban meras escaramuzas entre destacamentos de jinetes, sino que las tropas yanquis atacaban en masa. Y millares de soldados confederados habían sido retirados de las líneas que circundaban la ciudad para lanzarlos contra el enemigo. Esto explicaba el repentino silencio.

«¿Por qué atacan Jonesboro? —pensaba Scarlett, sintiendo aterrorizarse su corazón al recordar la cercanía de Tara al frente—. ¿Por qué ha de ser siempre Jonesboro? ¿No tienen otro sitio por donde atacar el ferrocarril?»

Llevaba una semana sin noticias de su casa, y la última breve nota de Gerald había aumentado sus temores. Carreen había empeorado y estaba mal, muy mal. Ahora podían pasar días antes de que llegasen nuevos mensajeros y Scarlett pudiera saber si su hermana vivía o había muerto. ¡Oh, si ella hubiese ido a Tara al empezar el sitio, dejando de pensar en Melanie!

Se luchaba en Jonesboro y esto Atlanta lo sabía muy bien; pero se ignoraba cómo transcurría la lucha y los más locos rumores torturaban a la población. Finalmente llegó un emisario de Jonesboro con la alentadora noticia de que los yanquis habían sido rechazados. Pero antes de retirarse hicieron una incursión en Jonesboro, quemaron la estación, cortaron el telégrafo y levantaron kilómetros de vía férrea. Los ingenieros trabajaban como desesperados reparando la línea, cosa que costaba mucho trabajo, porque los yanquis habían arrojado en grandes hogueras las traviesas de madera y los rieles, hasta que éstos estuvieron al rojo vivo. Entonces los torcieron y los arrollaron en torno a los postes del telégrafo, que parecían, así, gigantescos sacacorchos. Y en aquel tiempo era muy difícil reemplazar los rieles o cualquier otra cosa de hierro.

Pero los yanquis no habían llegado a Tara. El mismo emisario que llevaba los despachos al general Hood tranquilizó a Scarlett al respecto. Cuando se dirigía a Atlanta había encontrado en Jonesboro a Gerald, y éste le había pedido que entregara una carta a su hija.

¿Qué haría papá en Jonesboro? El joven emisario pareció turbado, y al fin contestó que Gerald estaba en Jonesboro buscando un médico militar para llevarlo a Tara.

Scarlett, bajo el porche inundado de radiante sol, dio las gracias al mensajero. Se le doblaron las piernas. Carreen debía de estar moribunda cuando ya no bastaban los remedios de Ellen, y Gerald había de buscar un doctor. Mientras el emisario desaparecía entre una nubecilla de polvo rojizo, Scarlett abrió la misiva de su padre, con temblorosos dedos. El papel escaseaba tanto en la Confederación que Gerald había utilizado para escribir a su hija una carta que ésta le dirigiera antes, aprovechando los huecos entre las líneas, lo que dificultaba mucho la lectura.

«Querida hija: Mamá y tus dos hermanas tienen el tifus. Están muy graves; pero debemos confiar en que suceda lo mejor. Mamá, al tener que meterse en cama, me ha pedido que te escribiera para que no vengas por ningún concepto, exponiéndote y exponiendo a Wade al contagio. Te envía su cariño y te pide que ruegues por ella.»

«¡Rogar por ella!» Scarlett subió las escaleras corriendo, entró en su alcoba, se arrodilló junto al lecho y oró como nunca lo había hecho antes. Nada de rosarios de rutina, sino una repetición continua de las mismas palabras: «¡Madre de Dios, no permitas que muera! ¡Seré muy buena si ella vive! ¡Haz que no muera, te lo ruego!»

Durante la siguiente semana, Scarlett vagó por la casa como un animal herido, esperando noticias, estremeciéndose cada vez que sentía los cascos de un caballo, precipitándose al piso inferior por la oscura escalera cuando, durante las noches, los soldados iban a llamarla la puerta. Pero sin noticias de Tara. Parecía que entre ella y su hogar hubiese todo un continente y no sólo cuarenta kilómetros de carretera polvorienta.

Los correos estaban interrumpidos y nadie sabía qué hacían los confederados ni qué iban a hacer los yanquis. Nadie sabía nada, salvo que miles de soldados grises y azules estaban luchando en algún punto entre Atlanta y Jonesboro. Ni una palabra de Tara en una semana.

Scarlett había visto bastantes casos de tifus en el hospital de Atlanta para saber lo que significaba una semana con aquella mortal dolencia. Acaso Ellen estuviese agonizando y ella, Scarlett, permanecía entretanto en Atlanta con una mujer encinta a su cargo y dos ejércitos entre ella y su casa. ¡Ellen enferma, acaso moribunda! ¿Cómo podía estarlo ella, que nunca había enfermado? Aquella inverosímil idea conmovía hasta los cimientos toda la seguridad sobre la que reposaba la vida de Scarlett. Podían enfermar todos, pero nunca Ellen. Era ella quien cuidaba de los enfermos y los aliviaba. No podía estar enferma. Scarlett deseaba volver a casa con la frenética desesperación de un niño asustado que no conoce otro lugar donde poder refugiarse.

¡Su casa! La blanca casa con ondulantes cortinas blancas en las ventanas, la espesa hierba sobre la que revoloteaban las abejas en el prado, el negrito instalado en la escalera espantando los pavos y patos que amenazaban los lechos de flores, los serenos campos rojizos y los kilómetros de algodón que blanqueaba bajo el sol. ¡Su casa!

¡Si hubiese ido a casa al principio del asedio, cuando todos huían! Incluso podía haberse llevado a Melanie con ella, tantas semanas atrás. «¡Maldita Melanie! —pensaba mil veces—. ¿Por qué no ha ido a Macón con tía Pitty? Lo justo era que se fuera con sus parientes de verdad y no conmigo. Yo no soy de su sangre. ¿Por qué se empeña con tanta insistencia en ser una carga para mí? Si ella hubiese partido a Macón, yo podría haber ido a casa, con mamá. Y aun ahora..., aun ahora tendría una probabilidad de ir a casa, a pesar de los yanquis, si no fuese por ese niño de Melanie. El general Hood es muy amable y creo que podría obtener de él una escolta para pasar a través de las líneas. ¡Pero tengo que esperar a ese niño! ¡Oh, madre, madre! ¡No mueras! ¿Por qué no llega de una vez ese chiquillo? Voy a ver hoy al doctor Meade para preguntarle si hay algún medio de acelerar el parto, para que yo pueda irme a casa... si consigo una escolta... El doctor Meade dice que mi cuñada va a pasar un mal rato. ¡Dios mío! ¿Y si se muere? ¡Melanie muerta! ¡Muerta! Y Ashley... No, no debo pensar en eso; no está bien... Pero Ashley... No, es inútil pensar en eso porque probablemente ha muerto también. Y me hizo prometer que me ocuparía de Melanie... Sólo que si yo no la cuido y ella se muere y Ashley vive todavía... No, no debo pensar en eso. Es pecado. Y he prometido a Dios ser buena ahora, si Él hace que no muera mi madre. ¡Si al menos llegase pronto el niño! ¡Si yo pudiera salir de aquí, irme a casa, estar en cualquier sitio menos aquí...!»

Scarlett odiaba la ciudad, ahora ominosamente tranquila, que antes amara tanto. Atlanta no era el lugar de alocada alegría que antaño le encantara. Era un sitio odioso, semejante a una ciudad apestada, tan quieta, tan horriblemente quieta después del estruendo del sitio. Antes había cierto interés en el fragor y el peligro del cañoneo. Pero sólo quedaba horror en la calma que lo siguió. La ciudad parecía embrujada por el terror, la incertidumbre y el recuerdo. Los rostros de la gente estaban contraídos y en los de los soldados Scarlett veía una expresión análoga a la de corredores esforzándose en el último tramo de una carrera que ya consideran perdida.

Llegó el último día de agosto y con él firmes rumores de que la batalla más dura después de la de Atlanta estaba desarrollándose en un lugar cercano, al sur. Atlanta, en espera de noticias del desarrollo de la lucha, procuraba reír y bromear. Todos comprendían ahora lo que sabían los soldados dos semanas atrás: que Atlanta defendía su último baluarte; que si se perdía el ferrocarril, Atlanta estaba perdida.

La mañana del uno de septiembre, Scarlett despertó con una angustiosa impresión de terror, un terror que había anidado en ella la noche antes, al acostarse. Pensó, aún soñolienta: «¿Qué era lo que me inquietaba cuando me acosté anoche? ¡Ah, ya: la batalla! Había una batalla ayer, no sé dónde. ¿Quién ganará?» Se sentó apresuradamente en el lecho, restregándose los ojos, y su abrumado corazón sintió de nuevo todo el peso de la inquietud del día anterior.

Incluso en aquella temprana hora matutina, el calor era ya sofocante y prometía un mediodía de deslumbrante cielo azul y de implacable sol. La calle estaba silenciosa. Ningún carro la recorría. Ninguna tropa levantaba el polvo rojizo con sus pisadas. No sonaban perezosas voces de negros en las cocinas de la vecindad, ni agradable rumor de almuerzos preparados, porque todos los vecinos, excepto las señoras Meade y Merriwether, se habían refugiado en Macón. Ningún rumor podía venir de aquellas casas. Más allá, la parte comercial de la calle carecía de movimiento también y muchos de los almacenes y tiendas estaban cerrados, mientras sus dueños y dependientes se hallaban en las trincheras con un fusil en la mano.

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