Los almendros en flor (15 page)

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Authors: Chris Stewart


Bonjour, monsieur Christophe
—dijo Aziz al apartar la manta y levantarse de la cama.

Mourad se revolvió y se sentó.

—Primero tomaremos té —anunció—, y luego iremos a buscar sacos a la ciudad.

Salió de la habitación y desde lo alto de la escalera gritó que subieran la bandeja del té.

—Oye, Mourad —dije después de servirnos el segundo vaso—. Hasta ahora no hemos hablado de dinero, pero me gustaría contrataros a todos un par de días y pagaros.

—Querido amigo, si para nosotros es un gran placer ayudarte —protestó.

—Es muy amable por vuestra parte, pero habría que fijar una suma por adelantado.

Mourad me estudió con seriedad unos instantes y me apoyó una mano en el brazo.

—No hablemos de esas cosas, pues somos hermanos, ¿no? Y ahora, vayamos a la ciudad.

Siempre he pensado que, cuando se viaja, el artículo más importante que hay que llevar es la nariz, así como su séquito de receptores olfativos. El sentido del olfato es uno de los más inmediatos y táctiles que tenemos, y sin duda para percibir el olor de una cosa debemos ingerir partículas microscópicas de ella, ya se trate del aroma embriagador de las camelias o el de un perro muerto en una zanja. Un olor reactiva la memoria y te transporta a un tiempo y un lugar con mayor intensidad incluso que la música. Si alguna vez quiero volver a Azrou, sólo tengo que hacer una mezcla a base de menta, cedro, diesel y tufo a cloaca, e inhalarla.

El té de menta es el combustible con que funciona Marruecos. En un día de calor y polvo es sorprendente lo reparador que resulta un vaso de dulce infusión de menta, y sin él no hay reunión ni transacción, ni entrada o salida. Una tetera acompaña también todas las comidas. Es un sustituto maravilloso y eficaz del alcohol, porque el ritual que lo rodea es muy satisfactorio. La infusión se hace con té verde chino, un buen puñado de hojas de menta acre (o, en invierno, una clase de abrótano) y un enorme pedazo de azúcar. El azúcar viene en altos y relucientes conos de un kilo, y hay que golpearlo con un martillo especial para sacar lo que se necesite; en general, ocupa todo el espacio que queda después de echar el té y la menta. Entonces se vierte agua hirviendo en la tetera y se deja reposar. Lo cierto es que parece muy sencillo, pero en realidad constituye todo un ritual; y sus practicantes más entusiastas calientan la tetera con una infusión preliminar, que tiran antes de preparar el té definitivo.

Para satisfacer esta obsesión colectiva y como la mayoría de ciudades de Marruecos, Azrou tiene extensos huertos de menta en el extrarradio, desde los que todas las mañanas salen carretas de burros con montañas de esa hierbabuena en dirección a los mercados y las tiendas. De ahí proviene el perfume fundamental de la ciudad. El siguiente es el olor a cedro. En todas las calles hay una docena de pequeños talleres de carpintería que trabajan los troncos de los bosques de cedros que cubren las montañas de encima de la ciudad. Fabrican bancos, divanes, mesas, sillas, cajas y cuencos, y cuando un taladro o una sierra hiende la madera, libera un aroma dulce que literalmente llena el aire. No hay duda de que ha de ser un placer tener muebles de madera perfumada.

En cuanto a los toques más oscuros del aroma de Azrou, bueno, diré que hay camiones viejos por todas partes —se llaman Bennes Marrel—, que expelen gases en el aire caliente y derraman gasóleo y aceite en el polvo. En realidad no es tan desagradable como parece: de algún modo resulta apropiado y transmite la sensación de una ciudad laboriosa y animada. Algo semejante ocurre con el alcantarillado, que no es tan infalible y eficaz como debería, pero una vez más, como contrapunto a la menta, el cedro y el humo de las cocinas, el pollo y el cordero sazonados, hasta el tufo de una cloaca puede constituir un placer sutil.

Por la tarde, Mourad, Aziz y yo recorrimos las calurosas calles, deleitándonos con esos aromas, atentos por si veíamos sacos. Cada cinco minutos nos topábamos con personas a las que había que saludar efusivamente:
labass
,
veher
,
hamdullillah
, entonaban unos y otros. De pronto Mourad recordó que debía dar una clase y propuso dejarme en las capaces manos de Aziz para llevar a cabo nuestro cometido. Accedí encantado, aunque resultó que Aziz no era la mejor persona en quien delegar semejante tarea. Tras conducirme a una tienda de golosinas, luego a una de alfombras, después a un establecimiento de lo que en Azroy se considera lencería, a una mercería y a la tienda de un amigo que vendía ropa de bebé, pareció quedarse sin ideas. Sospeché que ponía su vida social por delante de nuestra misión, pero lo cierto es que en todos los sitios preguntó si vendían sacos, de modo que no estaba seguro del todo.

—¿Y si probamos en una ferretería o en una tienda de comida para animales? —sugerí al fin.

Se sorprendió.

—Pero en esos sitios no venden sacos. Estoy seguro. Y mañana es jueves, el día del
souk
. En el
souk
compraremos sacos.

De modo que nos pusimos en camino hacia el café Central, donde habíamos quedado con Mourad. El local estaba abarrotado, y Mourad nos hizo señas desde un rincón; ya se había sentado y corregía un trabajo. En cuanto acerqué una silla, llamó al camarero y me lo presentó.

—Hamid, éste es mi nuevo amigo y hermano, Chris. Christophe, Hamid es mi amigo más antiguo; fuimos juntos al colegio.

Nos estrechamos la mano calurosamente y luego nos la llevamos al corazón al tiempo que inclinábamos la cabeza. Hamid era menudo y tenía una mirada triste. Llevaba camisa blanca y chaleco rojo, y yo nunca había visto a un camarero que se moviera tan rápido como él. Pedimos, y mientras se alejaba tomó nota a dos o tres mesas más. Mourad se inclinó hacia mí y me susurró:

—Hamid parece triste porque está muerto de sueño. Empieza a trabajar a las seis en punto de la mañana y a veces no acaba hasta pasadas las diez de la noche.

—Estás de broma. ¡No puede hacer un turno de dieciséis horas! —exclamé.

—Te lo digo yo, no te miento. Hace eso seis días a la semana y gana... ¿Cuánto crees tú que gana?

—No tengo idea...

—Gana cincuenta dirhams a la semana.

Costaba creerlo. Cincuenta dirhams equivalían a poco más de cuatro euros.

—Es cierto —me aseguró Mourad—. Si no me crees, pregúntaselo al propio Hamid.

—En este café hacen mucho dinero; seguro que podrían pagarle un buen sueldo.

—Están haciendo una fortuna, tienes razón. ¿Ves al hombre de la caja, ese cabrón gordo que no se aparta en todo el día del dinero y lo controla todo con la mirada? Es el dueño. Es el hombre más rico de la ciudad. Y lo es porque le paga poco a Hamid, así como a los trabajadores de su panadería.

—¿Por qué no se busca un empleo mejor? Tu amigo es un camarero muy bueno.

—En Azrou no hay empleos mejores, y si Hamid pidiera más dinero... bueno, habría diez hombres dispuestos a ocupar su puesto. No puede irse de Azrou porque cuida de su madre viuda. Los dos viven de sus cincuenta dirhams semanales. Le gustaría tener novia, quizá formar una familia, pero no puede. No tiene tiempo ni dinero para buscarse una novia. Es un hombre muy triste, muy generoso y bueno, pero triste.

Mientras Mourad hablaba, apareció Hamid, que dejó nuestras consumiciones en la mesa con una sonrisa y, haciendo señas a unos clientes que reclamaban su atención, se marchó volando otra vez. Dos chavales limpiabotas ocuparon rápidamente su lugar. Habían estado observando con ansiedad las zapatillas de deporte y playeras de tela antes de clavar la mirada en mis gastadas botas cubiertas de polvo. Mientras uno de los niños me las limpiaba, mantenía una conversación animada y aparentemente adulta con Mourad, que parecía conocer a todo el mundo en la ciudad.

Me encanta que me limpien los zapatos y la piel lustrada siempre me ha parecido preciosa, aunque al salir a la calle polvorienta el brillo no dure más de lo que se tarda en dar diez pasos.

Pregunté quién era aquel niño. Mourad hizo un gesto de impotencia.

—No tiene familia, ni madre ni padre —explicó—. Vive en la calle. Como muchos de estos niños. En invierno hace mucho frío en Azrou, hay nieve en las calles, y sobrevivir es duro. También hay mucha gente mayor que vive en la calle, y por supuesto es aún más duro para ellos. Muchos mueren.

Mientras digería esa información, advertí que Aziz me estudiaba al tiempo que hacía chasquear los nudillos.

—Acabamos dominándolo, esto de chasquear los nudillos —comentó torciendo el gesto—. Es porque no tenemos nada más que hacer. En Azrou es muy difícil mirar el futuro con optimismo.

—Bueno, ya está bien —intervino Mourad, de pronto impaciente ante el sombrío giro de la conversación—. Si no podemos mirar el futuro con optimismo, seamos optimistas con el presente. Estamos con Chris, la noche es joven. Consigamos un coche y vayamos al Amrhos.

—¿Al Amrhos? —repitió Aziz un poco sorprendido.

Mourad se sonrojó. Parecían tramar algo.

—Iré a buscar a Alí y Hamid, y alquilaremos un coche. No nos saldrá muy caro, y dentro de una hora o así las cosas se animarán.

¿Qué cosas?, me pregunté. De pronto recelé.

—Mourad —dije—. No iréis a llevarme a un sitio de mala reputación, ¿verdad?

Tanto él como Aziz parecieron desconcertados.

—¿Cómo puedes preguntar algo así, Chris? —se lamentó Mourad—. En Amrhos hay un festival bereber de tambores y danza. Será una experiencia inolvidable. Tú mismo me dijiste que te encantan los tambores. Debemos ir todos.

Aún advertí un deje furtivo en su voz que siguió preocupándome un poco, pero dos horas más tarde, ocho hombres nos embutimos como pudimos en un taxi Mercedes antiquísimo y partimos hacia las afueras de la ciudad. No me pareció una carrera de taxi normal, y había cierta reticencia a hablar abiertamente de la velada que nos esperaba. Le di vueltas al asunto mientras circulábamos a toda velocidad —por alguna razón, sin luces— por carreteras atestadas de gente y burros. Al cabo de unos quince minutos, llegamos a un hotel de carretera a medio construir y al parecer en medio de la nada. Pagué al taxista. Se daba por supuesto que yo financiaba toda la operación, y de hecho es probable que fuera el único que llevaba dinero encima.

Para mi alivio, en el hotel no sólo había tambores sino también mucha gente. Los tambores habían empezado su número, y cuando entramos en un bar muy iluminado, con un escenario contra una de las paredes, el local entero parecía vibrar con el sonido. Habría unas treinta o cuarenta personas, la mayoría hombres, pero también un par de familias. Cuando el camarero se acercó a tomarnos nota, le pregunté a Mourad qué bebidas tenían.

—Fanta o Sprite, o, si prefieres, té. —Y añadió en voz baja—: Me parece que también hay cerveza.

Todo el mundo pidió cerveza. Toda la clandestinidad del asunto consistía en eso, por supuesto. Era una expedición alcohólica. Oficialmente, en Azrou estaban prohibidas las bebidas espirituosas y el Amrhos era el único sitio en la ciudad —o más bien fuera de la ciudad— donde se podía beber alcohol. Además, era un lugar muy divertido. Cuando llegaron las cervezas, observé a los tres hombres jóvenes que había en el escenario: uno cantaba y los otros dos tocaban con las manos tambores bereberes. Éstos eran como grandes panderetas sin sonajas, que los músicos sostenían con los pulgares metidos en sendos agujeros del borde y golpeaban con los demás dedos; en el centro, el retumbar es tan profundo como el de una banda de bombos, mientras que más cerca del borde hay una amplia variedad de tonos.

Aquellos percusionistas sabían lo que se hacían, y, con sus complejos ritmos, despertaban en el público un auténtico frenesí. Mientras tocaban, tres jóvenes ataviadas con vestidos hasta los pies, pañuelos en la cintura y relucientes joyas subieron al escenario. La multitud aplaudió y el cantante, un tipo fornido con puños del tamaño de pequeños barriles, atacó una canción que parecía desprovista de melodía, pues empleaba los sonidos guturales del bereber para armonizar con los tambores. Era excitante, pero al mismo tiempo insustancial y repetitivo, con su ritmo constante. Algunas de las canciones posteriores seguían el formato pregunta y respuesta, con las bailarinas gimiendo y ululando y haciendo tintinear collares, brazaletes y ajorcas. Incluso sin amplificación, el cantante y los tambores llenaban la gran sala y tenían embelesado al público.

Las bailarinas se mecían al son de la música, pero poco a poco empezaron a repetir las complejidades de los ritmos con pies, brazos y caderas. Fue el movimiento de estas últimas lo que encendió el entusiasmo de los espectadores, y desde luego era difícil no quedarse con los ojos clavados en aquellas lujuriosas caderas que giraban y se contorsionaban con una velocidad y gracia increíbles. La bailarina más cercana a nuestra mesa pareció dedicarme un número especial mientras me miraba con sus ojos oscuros y profundos y contoneaba las caderas con una confianza absoluta en sus encantos. Mourad y los demás no paraban de darme codazos y sonreír, como si esperaran que yo hiciera algo. Al parecer, era normal, pues cada tanto, un hombre del público se aproximaba al escenario y metía un billete en el escote de su bailarina favorita.

Mourad se inclinó hacia mí con la mejor de sus sonrisas.

—Tú también tienes que darle... Está bailando para ti; así es como ganan dinero.

En mi vida había hecho algo así. Metí la mano en el bolsillo y saqué un billete de cincuenta dirhams. Y cuando me acerqué al escenario dando traspiés y, con gesto inexperto, deslicé el billete en el interior del vestido de la bailarina, sentí todos aquellos ojos taladrándome. No era una maniobra tan complicada, pero fracasar habría resultado humillante: imaginaos que el billete se me hubiera quedado pegado a la palma de la mano sudada o hubiera salido revoloteando hacia el público. Finalmente, llegó a su destino, y debió de constituir una de las mejores propinas, pues durante el resto de la actuación, la bailarina no se separó de nuestra mesa y siguió con la mirada fija en mí, por lo que Mourad y sus amigos continuaron con sus codazos y risitas burlonas. Por lo que a mí respecta, me parecía de mala educación apartar la vista, pero agotador mantener la admiración embelesada de un fan.

Cuando terminó el último número, mi bailarina me dirigió una elocuente mirada por encima del hombro al salir del escenario.

—Creo que le gustas —dijo alegremente Mourad.

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