Los almendros en flor (18 page)

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Authors: Chris Stewart

En éstas se habían erigido pequeñas casas de té aprovechando umbrías grietas talladas en las orillas y los materiales que hubiese a mano: ramas de eucalipto, cordel y alambre, sacos y ramitas para el techo. Los suelos de tierra batida estaban cubiertos por alfombras. Por todas partes había familias sentadas a la sombra de las casas de té; hundían perezosamente un brazo en las raudas aguas, preparaban té en quemadores de carbón o disponían el
pique-nique
. El interior de esas casas era maravillosamente fresco. De los fogones se elevaban olores dulces, así como columnas de humo azul. Y, pese a las turbulentas aguas, reinaba una extraordinaria sensación de paz.

Quizá fuera por la belleza del lugar, o por la forma natural, sin sofisticación, con que esas familias pasaban un buen rato, disfrutando del simple placer de estar juntos en un sitio de extraña y espectacular hermosura. Ésta procedía en parte de la ausencia de productos envasados. Hasta el omnipresente letrero de Coca-Cola brillaba por su ausencia; no había sillas, mesas ni sombrillas de plástico con logos globales estampados. Aquel sitio era una parte de nuestro precioso planeta tal como debería verse y disfrutarse: sin torniquetes, anuncios, hilo musical; ni siquiera había barandillas de seguridad para impedir que te cayeras.

Negociamos un precio con el andrajoso anciano que era propietario de nuestro pabellón particular. Un poco excesivo, pero ya no me importó: estaba extasiado por aquel sitio idílico en el que iba a preparar un
tagine
para aquella amable y generosa gente. El precio nos daba derecho a utilizar el pabellón de una isla, con un hornillo de carbón, durante el resto del día. Como las figuras de una pintura china, cruzamos puentes hasta llegar a nuestra isla. Aisha y Latifa, que al principio estaban preocupadas ante la idea de que cocinara yo, empezaron a relajarse al ver cuánto disfrutaba preparando el
tagine
. Unté de aceite el plato, añadí todos los ingredientes —tantos como cupieron dentro de la maleable ave—, le puse la tapa cónica y lo coloqué sobre el hornillo del suelo. Entonces me arrellané para esperar la hora y media que más o menos tardaría en estar listo. Aisha había llevado consigo el hornillo de gas y todo lo necesario para preparar té, de modo que no tardamos en beber la dulce infusión de menta, encantados de la vida.

Dormitamos y emitimos murmullos de satisfacción, dibujamos surcos en el agua del río, espantamos moscas y soñamos despiertos, todas esas cosas que hace uno en una tarde estival, durante esas horas radiantes y embrujadas suspendidas en algún punto entre la vigilia y el sueño. Y poco a poco, el aroma del pollo —que, bañado en aceite de oliva y condimentado con cilantro, cebolla y ajo, borboteaba suavemente sobre las brasas de carbón— fue intensificándose, hasta que por fin no pudimos resistirlo más y nos abalanzamos sobre él, sin que nos importara quemarnos los dedos al arrancar la dulce y caliente carne. Luego dormitamos un poco más, tomamos otra ronda de té y fuimos a explorar los peñascos y cascadas.

Hasta que cayó la noche y el aire se llenó de los murciélagos y sus chillidos no recogimos las cosas y volvimos a embutirnos en el sufrido coche para emprender el trayecto de dos horas de vuelta a Azrou.

A primera hora de la mañana siguiente subimos al tejado para observar cómo salían las semillas. Si aguzabas el oído, percibías los chasquidos de las vainas al reventar; a medida que aumentó el calor, se hicieron más frecuentes, y a mediodía alcanzaron un ritmo frenético. Éste continuó toda la tarde: las vainas se retorcían, brincaban y expulsaban las diminutas semillas negras y marrones, que a veces caían por encima del parapeto o por el hueco de la escalera. La casa estaba llena de semillas, y también la calle.

Pero en las vainas aún quedaban muchas semillas, y había llegado el momento de pasar a la fase siguiente: el pisado. Mourad y yo esparcimos el montón restante por todo el tejado y nos pusimos a andar de aquí para allá, bailando y pateando con fuerza para abrir las vainas recalcitrantes. Lo más eficaz era bailar el twist: nos poníamos de puntillas y meneábamos las caderas mientras con las botas aplastábamos las vainas contra el hormigón. Era agotador pero funcionaba, pues enseguida aparecían más semillas entre la pelusa y el polvo.

Durante horas y bajo el ardiente sol de la mañana, danzamos sobre las semillas al son de nuestras propias versiones de los clásicos del twist, y luego hicimos un montón y procedimos al tamizado. Con un tamiz grueso, separamos el polvo y las semillas de las vainas enteras y las partidas. Pero había tanto polvo que apenas se veían las semillas, de modo que repetimos la operación con el tamiz de harina de la casa. Imagínense el placer que sentimos cuando el montón polvoriento fue convirtiéndose en una masa de pequeñas y duras semillas negras. Miré a Mourad, que tenía el brillante cabello negro y el bigote totalmente grises de polvo: éste también se nos había pegado a la cara y los brazos sudorosos. Nos habíamos cubierto la nariz y la boca con un pañuelo atado a la nuca para no respirarlo.

Durante aquel largo y caluroso día, repetimos el proceso una y otra vez, reduciendo las vainas a partículas cada vez más minúsculas mientras el polvo y el montón de semillas crecían más y más. Hacia el final de la tarde, aparecieron Aisha y las mujeres con amplios cestos de juncos trenzados. Los llenaron de semillas, de polvo y de las partículas que no habíamos podido tamizar y, zarandeándolos de una manera que sólo ellas dominaban —yo lo intenté pero no conseguí nada—, obtuvieron un montón de semillas limpias. Ése era el método que utilizaban para limpiar el grano. Me sentía eufórico ante lo que parecía un gran éxito.

No había nada parecido a una balanza en la casa, de modo que llevamos los sacos a un puesto de comestibles a la vuelta de la esquina. ¡Once kilos y medio! ¡Lo habíamos conseguido! Mourad y yo nos permitimos el lujo de ir al
hammam
de la zona, donde nos dejamos envolver en una nube de vapor y, a base de restregar, nos quitaron las tensiones del día y varias capas de mugre.

Cuando salí al cálido aire nocturno, me sentía una persona nueva y diferente. Me había despojado de mi antiguo ser polvoriento y preocupado por cobras, bosques y jornales justos, y ahora ocupaba su lugar una versión más libre de mí mismo. Con la caricia de la brisa en mi nuevo y rosáceo rostro, me encaminé en compañía de Mourad al café Central, donde nos esperaban Alí, Aziz y el séquito habitual. Normalmente, tras una separación prolongada como aquélla, me habrían estrechado la mano y pasado el brazo por encima del hombro, pero los intensos sentimientos que abrigábamos esa noche requerían algo más: fui fundiéndome en un firme y afectuoso abrazo con cada uno de ellos.

Celebrábamos un trabajo bien hecho y el inicio de una sociedad comercial, pero a la vez nos estábamos despidiendo. Yo no tardaría en partir hacia Tánger con nuestra remesa de semillas. Allí podría hacer lo que hasta para el turista más descuidado e inepto era pan comido: subir a un barco con destino España y entrar en Europa. En cambio, mis nuevos amigos no podían hacerlo, aunque hablaran de ello con frecuencia. La enormidad de semejante injusticia me pilló desprevenido. Tenía que haber alguna forma de ayudarlos.

—Quizá podríamos probar en el consulado español de Tánger —propuso Mourad—. Chris parece una persona con suerte. Si nos acompaña, a lo mejor conseguimos que nos den los visados. Nos iría muy bien ganar algo de dinero allí.

Alí negó con la cabeza. Como muchos otros hombres, varias veces había intentado en vano conseguir un visado. Teníamos todas las de perder, pero aun así, valía la pena intentarlo.

El truco, al parecer, consistía en llegar pronto al consulado. De manera que cogimos el autobús hasta Tánger, pasamos la noche en un hotel barato de la medina y, con las primeras luces del alba, nos levantamos. Cuando doblamos la esquina del edificio del consulado, miré el reloj. Eran las cinco y media de la madrugada, y ya había una cola de treinta personas.

Un letrero en la pared anunciaba que la sección de visados abría a las nueve y media y cerraba a mediodía. A las nueve, la cola rodeaba la esquina y continuaba calle abajo: trescientas personas o más. Todas llevaban diversos documentos en los que depositaban todas sus esperanzas: cartas de recomendación, visados caducados tiempo atrás pertenecientes a otros miembros de la familia, fotocopias de extractos bancarios, y los pasaportes que el gobierno de Marruecos entrega por un precio exorbitante, pero que sólo habilitan para entrar en dos países: Mauritania y Argelia. Para viajar a mayor escala hace falta un visado: un simple pedazo de papel que se niega a casi todos los que lo piden.

La ventanilla en la que se expedía tan preciado documento era baja, de forma que los solicitantes se veían obligados a adoptar una humillante postura encorvada para hablar con el funcionario del otro lado. Entre las nueve y las nueve y media, la mayoría de los que esperaban se escaparon por turnos a tomar café, de modo que la cola sufrió constantes altibajos. A las nueve y media, un murmullo de impaciencia recorrió la multitud. A las nueve y cuarenta y cinco se abrió la ventanilla y dio comienzo la jornada de atención al público. Tardaban mucho rato en atender a cada persona, a menudo entre gritos y gesticulación vehemente. Al final, cuando dieron las doce y llevábamos allí seis horas, seguía habiendo treinta personas delante de nosotros. No habíamos avanzado nada. Mourad y Aziz no paraban de desaparecer para contar a la gente, pero pronto nos quedó claro que no había ninguna posibilidad de que nos atendieran.

Unos cuantos policías imponían una especie de orden, y al final Mourad le preguntó a uno de ellos.

—Claro que sigues en el mismo sitio —le dijo a Mourad, mirándolo como si fuera un imbécil—. Tienes que pagar si quieres que te atiendan.

Así pues, los tres abandonamos la cola y nos abrimos paso entre el gentío agolpado ante la ventanilla más cercana. No tardamos en descubrir al policía que aceptaba el dinero. Mourad habló con él directamente y yo le pasé con disimulo la cantidad que pedía: doscientos dirhams, o sea, unos diecisiete euros. De inmediato, nos vimos conducidos entre la multitud, no a la ventanilla sino a una pequeña puerta que había al lado, donde me ordenaron que entrara solo y tomara asiento.

Un hombre sentado a un escritorio dejó de atender con desgana al pobre hombre encorvado al otro lado de la ventanilla para volverse hacia mí.

—¿Sí? —preguntó con aspereza en español—. ¿Qué quiere?

Estaba claro que los doscientos dirhams no daban para mucho tiempo, de modo que me apresuré a explicar que actuaba de patrocinador de mis dos amigos, que deseaban visitarme en España. Por supuesto, la cosa no podía ser más transparente: los dos sabíamos que en cuanto Mourad y Aziz pisaran suelo español saldrían disparados hacia la inmensidad de Europa, donde probablemente se quedarían indefinidamente.

—Ya veo —respondió el hombre—. Sus amigos deberán regresar a su ciudad natal y procurarse ciertos documentos.

Y procedió a enumerar un montón de papeles increíbles. Un certificado de antecedentes penales de la policía, una concesión de excedencia firmada por su patrono, un resguardo del pago de la seguridad social... La lista siguió y siguió, incluyendo documentos que tal vez ni siquiera existieran, y que en cualquier caso mis amigos serían incapaces de conseguir. Para empezar, ni Mourad ni Aziz tenían un patrón que les concediera la excedencia.

—No habrá problema —me aseguró el funcionario—. Una vez que hayan reunido estos documentos, solamente tienen que traérmelos y autorizaré sus visados. ¿De acuerdo?

Con esas palabras dio por terminada la entrevista: habíamos desperdiciado los doscientos dirhams. Mourad y Aziz comprendieron que les habían dado largas y se quedaron alicaídos, pero no me pareció que tuviera sentido insistir. Paseamos lentamente por el puerto, planteando posibles estratagemas. Recordé cierta ocasión en que hacía cola en un muelle para abordar un barco a Algeciras y vi a un joven desaliñado y sucio de grasa agazaparse entre los coches. Mientras lo observaba, y ante las mismas narices de la policía portuaria, el chico se metió debajo de un camión y encontró asideros para manos y pies. La policía hizo la vista gorda hasta que al camión le llegó el turno de embarcar; entonces le ordenaron que saliera. Cuando el chico apareció de debajo del camión, le dieron unos coscorrones desganados. Se quedó merodeando cerca del barco, perorando como un borracho, embriagado por su propia desesperación, y más tarde se metió bajo el camión siguiente. Confié en que Mourad y Aziz no llegaran nunca a tal extremo, aunque entendía hasta qué punto puede volverse obsesiva la necesidad de emigrar cuando es negada de una forma tan palmaria e injusta.

Mientras hablábamos se nos acercaron dos jóvenes. Eran negros como el tizón e iban tan pobremente vestidos que llamaban la atención. Sus ojos reflejaban angustia, y se dirigieron a mí en un inglés vacilante. Me contaron que habían viajado hasta allí desde Liberia, donde se libraba una encarnizada guerra civil. Sus familias habían sido masacradas y no podían regresar porque temían por sus vidas. Estaban en la más absoluta miseria. Creían que si conseguían llegar a Europa podrían rehacer su vida lejos del terror, tener un trabajo y suficiente comida. Yo era el único europeo entre la multitud, por eso habían acudido a mí, seguros de que podría ayudarlos.

Yo no podía hacer nada por ellos. Se alejaron despacio, sin saber adónde ir o qué hacer. Aún recuerdo los rostros de aquellos desdichados muchachos, ninguno mayor de veinte años, vagando sin rumbo entre los camiones; el miedo en sus jóvenes ojos, el breve destello de la esperanza, y luego la desilusión. No quiero ni pensar qué habrá sido de ellos.

Mourad y Aziz me acompañaron hasta el muelle. Nos despedimos con grandes muestras de cariño, juramos ser amigos para siempre e intercambiamos direcciones. Entonces me eché el equipaje al hombro y, no sin cierta aprensión, me dirigí hacia la aduana.

De pronto, al pensar en las bolsas de semillas, reunidas con tanto cuidado y cargadas con tantas esperanzas presentes y futuras, me puse muy nervioso. Aunque sabía que no estaba haciendo nada ilegal —como me había dicho Carl, no existía ninguna legislación que regulara la exportación de semillas entre Marruecos y Europa—, me parecía que llevaba la palabra «culpa» escrita en la frente. Rebosaba paranoia, y ya me estaba preparando para la eventualidad de un arresto y una acusación en toda regla. Y estaba seguro de que no tendría un juicio justo. En Marruecos, a los funcionarios públicos, como policías, agentes de aduanas y administrativos, no se les pagaba lo suficiente para alimentar y vestir a sus familias. Por tanto, la corrupción era una forma de vida necesaria. Había muchas posibilidades de que me metieran en la cárcel por culpa de las semillas de escobón, y que tuviera que pagar para recuperar la libertad. Aunque seguramente podría permitirme pagar un soborno, sería un trastorno muy desagradable pasar unos días a la sombra, así como arriesgar el fruto de nuestros recientes esfuerzos.

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