Los almendros en flor (27 page)

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Authors: Chris Stewart

—¿Sabes qué es un vergel? —preguntó Paco.

—Claro —contestó Pepe.

—Se lo pregunto a Cristóbal, tonto. ¡Por supuesto que tú lo sabes!

—Bueno, ¿y qué es un vergel? —quise saber.

—Es una de esas palabras antiguas que vienen del árabe —explicó Paco—. Todavía suena árabe, y significa «jardín» pero con un toque artístico y un toque aún mayor de paraíso. Sea como fuere, éstos son vergeles, y cuando Chloé, Paz y Juanjo tengan hijos, todos habrán desaparecido, y con ellos la belleza y la riqueza de estos pueblos se habrá perdido para siempre.

A Paco le apasiona la agricultura; es el tipo de hombre capaz de emocionarse hasta llorar al ver un montón de estiércol bien hecho. Pasear con él por la Alpujarra es toda una revelación. Te describirá los distintos estilos agrícolas de hombres o pueblos como si fueran pintores o compositores, cada uno con su rúbrica característica.

Desde los vergeles en peligro de Notáez, avanzamos por un sendero que ascendía en zigzag por campo abierto con ondulantes colinas de bosquecillos de almendros asomándose al borde del gran abismo que nos separaba de la larga sierra de la Contraviesa. Allí estaba lo que habíamos ido a ver. Durante una hora o más, anduvimos bajo una luminosa nube de pétalos y entre los troncos negros y retorcidos de los árboles. En lo alto, sobre sus nidos, cantaban alondras invisibles; también nos llegó el canto de un gallo de un cortijo lejano y la brisa exhaló suaves suspiros al colarse entre las hojas llenas de flores.

Aparte de un ocasional «ooh» o «ay», no dijimos gran cosa. No había mucho que decir, ya que el fin de nuestra expedición no era otro que regalarnos la vista con la belleza de los almendros en flor. No parecía tener sentido decirnos una y otra vez lo maravilloso que era todo aquello. Mientras nos atracábamos de aquella belleza, intercambiábamos sonrisas idiotas u observábamos encantados a Pepe negar con la cabeza o silbar para sí, o a Paco, con una ramita de lavanda detrás de la oreja, coger unos pétalos caídos y pegárselos al sudor de la frente. Supongo que el aire también estaba impregnado del aroma de las flores de almendro, pero nunca he logrado olerlo. Paco y Pepe dicen que si cortas una rama de almendro en flor y te la llevas a casa, ésta se llena de un perfume a mazapán y miel.

—En Cástaras pararemos a comer algo... acompañado de los buenos vinos de la Contraviesa —anunció Pepe dándose importancia—. Cástaras está a la vuelta de la próxima curva.

Pero Cástaras no estaba a la vuelta de la próxima curva, ni de la siguiente. Cuando por fin vislumbramos el pueblo, había llegado el momento de sentarnos y echar otro trago de la bota.

Cástaras es el último pueblo de la Alpujarra occidental, o el primero, dependiendo de dónde vengas. Más allá de la divisoria de aguas, hacia el este, comienza un paisaje distinto, con sus minas de cinabrio y sus montes áridos y muy erosionados. En cambio, Cástaras es tan exuberante como puede serlo un pueblo andaluz. Emplazado en lo alto de un peñasco inexpugnable y rodeado de bosques de álamos gigantescos, por él corre un río cuyo rumor se oye desde cualquier punto del valle al precipitarse en cascadas desde altísimas peñas. Hasta hace unos años, el pueblo estaba prácticamente abandonado, pues la gente se había marchado en busca de una vida más fácil y menos aislada. Pero poco a poco han ido llegando nuevos habitantes, y el precioso pueblecito está renaciendo.

Recorrimos las angostas y tortuosas calles y fuimos a parar a la plaza Mayor, donde habían sacado al sol un par de mesas de plástico de la posada. Las ocupaban sendas parejas dedicadas a roer lo que parecían crujientes bocadillos de tortilla. Decidimos entrar y sentarnos a la barra. Un joven alto de pelo largo y oscuro apareció por detrás de una cortina, secándose las manos con un trapo negro de limpieza bastante dudosa. Nos dirigió una mirada inquisitiva.

—Sírvanos una copa de vino para empezar —pidió Paco—. Mientras, pensaremos qué vamos a comer.

El camarero cogió una jarra que había al otro lado de la barra y sirvió un oscuro vino tinto en tres vasos pequeños. Y como tapa sacó un plato de aceitunas curadas en casa, pequeñas arbequinas negras y purpúreas. Estaban deliciosas... buena señal. Bebimos un poco de vino y pensamos en lo que íbamos a comer.

—Bueno —dijo Paco volviéndose hacia mí—. ¿Qué te parece el vino?

Di un sorbo y luego lo miré a contraluz.

—Hum —murmuré—. Me gusta. Es afrutado, tiene cuerpo y no es amargo. Además es de un rojo intenso precioso, a diferencia de muchos costas, que son más... marrones.

En realidad no se me ocurría qué decir. El vino sabía igual que otros cientos de costas; pero conocía esos calificativos en ambos idiomas y no me parecieron del todo inapropiados.

Paco y Pepe me miraban con cara de lástima.

—Este vino es asqueroso, Cristóbal —dijo Paco.

—Tampoco te pases, Paco —opinó Pepe—. No es tan malo, pero es posible que fuera mejor hace unos meses. Estos vinos hay que beberlos cuando son jóvenes; con el tiempo sólo hacen que empeorar.

Paco olisqueó el vino con gesto desdeñoso.

—Si no me equivoco, éste es de Pago del Jabalí. Suelen producir algo mucho mejor. No me extrañaría que llevara mucho tiempo en la jarra. —Y volviéndose hacia la cocina, exclamó—: ¡Traiga un poco más de vino cuando pueda, pero que sea distinto!

De nuevo apareció el joven secándose las manos en el trapo. Rebuscó debajo de la barra unos instantes y se incorporó con otra jarra. Por extraño que parezca, no se ofreció a cambiarnos los vasos, sino que se limitó a llenarlos con el nuevo vino.

—Dígame, ¿qué tiene para comer? —inquirió Paco.

—Puedo hacerles un bocadillo de tortilla, si no les importa esperar un poco.

Masticamos semejante información.

—¿Qué más tiene? —preguntó Paco.

—Nada más, sólo bocadillo de tortilla —fue su estudiada respuesta.

Consulté el asunto con mis amigos, y por unos instantes consideramos las ramificaciones de aquel extenso menú. A ninguno nos apetecía especialmente un bocadillo de tortilla. El joven esperaba con paciencia, masticando despacio.

—Bueno, ¿y qué va a ser? —preguntó con amabilidad mientras volvía a llenarnos los vasos.

—Hum —musitó Pepe—. No es una elección fácil... pero creo que tomaremos tres bocadillos de tortilla...

—Muy bien —respondió el camarero—. Marchando tres bocadillos de tortilla. —Garabateó el pedido en una libretita y desapareció tras la cortina.

Nos quedamos los tres solos en el bar. A través de un minúsculo altavoz se oía un programa de radio de jazz y flamenco. De nuevo nos concentramos en apurar los vasos. Aquel vino, de un marrón rosáceo y viscoso, era un costa muy costa. Bebimos y dejamos los vasos sobre la barra. No me pareció un mal vino, pero no quise arriesgarme; esperaría a que los expertos pronunciaran su veredicto. Mientras los observaba, de pronto parecieron experimentar una oleada de placer, hasta los vi hincharse un poco, con esa sensación de bienestar que siempre proporciona el buen vino.

—Este vino está bastante mejor, Cristóbal —anunció Pepe—. ¿No notas la diferencia? El de antes, aunque era rico y de un rojo rubí como tú has dicho, te dejaba una capa en la boca, como si fuera tocino, y no serviría por tanto para acompañar una comida...

—Mientras que este delicioso vinito —continuó Paco—, cuando se calienta por efecto de tu temperatura corporal, te llena la boca de una oleada de vapor. Prepara el paladar para los placeres de la comida, al igual que prepara el alma para los placeres del amor.

Tanto Pepe como yo dejamos los vasos y miramos fijamente a Paco, que se había vuelto para pedirle más vino al joven.

—Paco —dijo Pepe—. No debería haberte dejado ver esas cartas. Me temo que la poesía se te ha subido a la cabeza.

Después, en las horas más calurosas de la tarde, nos perdimos en la montaña; el camino se volatizó ante nuestros ojos y, al cabo de un rato de abrirnos paso trabajosamente entre la maleza, nos encontramos junto a un «espartalón», un campo de esparto que parecía un pantano poblado de juncos en medio de la árida montaña. El esparto,
stipa tenacissima
, es una de las plantas más características del Mediterráneo. Crece en abundancia en las partes más agrestes de Andalucía y a alturas de más de mil metros sobre el nivel del mar. Es una planta dura, fibrosa, áspera y casi irrompible, con la que incluso pueden hacerse nudos. En el pasado, constituía uno de los grandes recursos de los pobres del campo, y se utilizaba para hacer zapatos, cuerdas, esteras, cestas; todas cosas que actualmente se hacen con plástico o caucho.

Nos sentamos un rato en una roca e intentamos orientarnos, mientras Paco se ponía a trenzar distraídamente unas hebras de esparto.

—¿Conoces a Agustín? —me preguntó.

—¿Qué Agustín? Conozco a cuatro Agustines por lo menos.

—Agustín Góngora, el viejo que tiene el museo del esparto en Torvizcón.

—Ah, no. Pero hace años que quiero conocerlo y ver su museo.

—Entonces, vayamos a ver al viejo comunista ahora mismo —concluyó Paco poniéndose en pie de un salto, y emprendió el descenso hacia el río.

Mi interés era auténtico. Llevaba años intrigado por la figura de Agustín Góngora, al menos desde la primera vez que había ido a repostar a la gasolinera de Torvizcón. Unos años antes, a un tal Pepe Vílchez, oriundo del pueblo, le había tocado el gordo en la lotería, y con el dinero había decidido cumplir su mayor y más antigua fantasía: construir una gasolinera colosal junto al puente al pie del pueblo. Y la joya de la corona de aquella obra herodiana era una hornacina en la pared junto a la máquina expendedora de Coca-Cola, en cuyo interior se exhibían unas figuras de esparto: una pareja de agentes de la Guardia Civil con una mula. Aparte del tricornio de rigor y los cinturones, de los que pendían las cartucheras y pistolas reglamentarias, aparecían en pelota picada, y mostraban sus muy generosas partes pudendas moldeadas en esparto con exquisita factura. Según me contaron, aquellas figuras deliciosamente irreverentes eran obra de Góngora. Estuvieron en la gasolinera durante años, pero desgraciadamente la última vez que pasé por allí habían desaparecido.

Recorrimos el laberinto de callejas de Torvizcón hasta una gran casa con terraza y parral. Me sorprendió ver allí una multitud inquieta, charlando y disfrutando de la cálida brisa de la tarde.

—No es ninguna multitud —me dijo Paco—. Es la familia de Agustín.

Nos abrimos paso entre la muchedumbre de bebés y niños que reñían, madres, padres y tíos, hasta que topamos con un anciano de piel morena y cabello blanco, el rey indiscutible de su animada corte. Paco le dio un cálido abrazo.

—Hola, Agustín. He traído a un par de amigos que querían conocerte.

Agustín se levantó y nos estrechó la mano, estudiándonos con sus ojos vivaces y risueños.

—Encantado —dijo—. Supongo que querrán ver el museo.

Acto seguido, nos condujo hacia la parte de atrás de la casa y abrió con llave una puerta baja y verde.

—Se habló de instalar mi museo en algún edificio más ostentoso en el pueblo —explicó—. Pero prefiero que se quede aquí para que la familia lo disfrute y yo pueda tener algún control sobre él.

El museo era una casa alpujarreña típica, un laberinto de pequeñas habitaciones de paredes encaladas y techos bajos de vigas y cañas, encalados a su vez. Estaba abarrotado de personajes fantásticos y criaturas improbables. Fui de habitación en habitación, cautivado por lo que veía. Me habían dicho que Agustín tenía un talento extraordinario, pero no había imaginado que fuera tan bueno. Y el hombre era igual que su obra: pese a sus ochenta años o más seguía mostrando un ingenio vivo y mordaz, como pudimos apreciar por los comentarios que iba desgranando a medida que pasábamos entre sus fabulosas obras.

Allí estaba la cantante Lola Flores, vestida con recato, así como Miguel Ríos, el rockero de Granada. Una engreída maestra volvía a casa por vacaciones sentada a mujeriegas sobre una mula, mientras que una voluptuosa granjera posaba desnuda entre un cómico grupito de pollos de esparto. Había personajes de la zona y sátiras de figuras políticas, la mayoría semidesnudos y todos elaborados en esparto con ingenio y destreza.

—A ver, ¿qué os parece que es esto? —preguntó el artista con una sonrisa maliciosa, blandiendo un par de objetos inidentificables.

—No tengo ni idea... —respondí.

—Pues esto es un sujetador —soltó con un bufido—. Y esto, unas bragas de esparto. Es todo lo que queda de mi línea de lencería. Llevo diez años trabajando en ella, pero la mayoría de piezas interesantes están en Madrid. Las lucirán unas modelos de pasarela en un programa de televisión. El otro día, me llamó el productor para quejarse de que las bragas son grandes y a las chicas se les caen todo el rato, de modo que estoy haciendo unos tirantes de esparto.

Me pregunté si debería comprar un conjunto para mi mujer. Paco me oyó y negó con la cabeza.

—¿Estás seguro de que quieres volver a casa apestando a costa y cargado con unas bragas de esparto?

La verdad es que no. Algo así podía perjudicar gravemente la reputación del Club de Admiradores de los Almendros en Flor.

La ola de frío

En 2004 llovió en junio. Fue un aguacero torrencial de dos horas de duración; se formaron riachuelos en la tierra y los ardientes pinos desprendieron vapor, llenando el aire de su aroma embriagador. Cuando paró, supimos que no volvería a llover hasta el otoño. Septiembre fue caluroso y seco, y aunque se formaron algunas nubes prometedoras hacia finales de mes, no cayó una sola gota. Y lo mismo pasó en octubre. Si no llueve en octubre, la gente empieza a rascarse la cabeza y a preocuparse: normalmente, casi toda la lluvia del año cae en ese mes; y no son breves chubascos como en primavera, sino intensos aguaceros que arrasan los senderos y desbordan ríos y acequias. La escasez de lluvia de aquel año se convirtió en tema de conversación, hasta se desempolvaron viejos dichos. Los españoles, que son muy dados a repetir refranes concisos pero a menudo sin sentido, tienen un dicho fatídico para prácticamente cualquier condición climática de cualquier estación. Aquel año, el aire se llenó de sombríos pronósticos plagados de ripios, pero siguió sin llover.

Y tampoco creció la hierba. La agostada y árida tierra siguió igual que en verano, sin la fina capa de hierba verde que se extiende sobre ella como una niebla baja y que constituye uno de los atractivos del otoño alpujarreño. En noviembre, las frescas temperaturas se convirtieron en frío, y el sol brillaba con una preciosa luz clara y otoñal. Se formaron algunas nubes en las cumbres de Sierra Nevada, y al despertar una mañana vimos los picos salpicados de blanco. Pero eso fue todo; tampoco llovió en noviembre. En diciembre no suele llover mucho, de modo que cuando llegó Navidad la gente estaba seriamente preocupada. Y la incipiente sequía no se limitaba a Andalucía; España entera estaba afectada, incluida la lluviosa Galicia. En todo el país los embalses estaban bajos, y también empezaron a menguar los manantiales de las montañas cuando los acuíferos que los abastecían descendieron a niveles críticos.

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