Los almendros en flor (31 page)

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Authors: Chris Stewart

La técnica consiste en ponerse de rodillas, agarrar un buen matojo de alfalfa con la mano izquierda y pegar un tajo en la base con la hoz, y luego repetir el proceso una y otra vez hasta que consigues un fardo enorme y verde que echarte al hombro. Me gusta llevarla directamente al establo, donde las ovejas se abalanzan extasiadas sobre ella; no hay nada que les guste más que la alfalfa.

Recuerdo que de joven, cuando tenía una mentalidad más contemplativa, solía asomarme a una laguna y observaba las profundidades del agua a través de la sombra de mi cabeza. Al principio no veía nada, pero poco a poco, mientras mis ojos se iban acostumbrando a la escala de aquel universo microscópico, aparecía la densa población de animálculos improbables, como en una versión en miniatura del Serengueti. Había huestes de criaturas infinitesimales, con aletas, patas, tentáculos y antenas, quizá incluso con pequeñísimos dientes y garras, pero más probablemente armadas con ventosas, cilios, palpos y oviscaptos perforadores. Había dafnias, hidras, paramecios, así como pulgas de agua, zapateros y escarabajos, arañas y chinches barqueras.

Bueno, pues con un campo de alfalfa me pasa algo parecido: al cabo de un rato me aburro de la monotonía del trabajo, dejo la hoz y me agacho para ver qué hay en el suelo. La alfalfa se convierte en una alta selva tropical y, en sus umbrías profundidades, se va revelando lentamente toda la población de la jungla. Bichos de tonos verde metálico y escarlata y amarillo corretean como cuentas de colores en constante movimiento. Arañas diminutas, pálidas como fantasmas, proyectan finas lianas de la bóveda al suelo y tejen telarañas para capturar criaturas tan minúsculas que los humanos no pueden ni imaginarlas. Escarabajos de todas las clases posibles corretean de aquí para allá con demente decisión, y por todas partes hay columnas de hormigas dedicadas a sus incomprensibles tareas. Más siniestras resultan las orugas negras y peludas, gigantes que se retuercen en la verde penumbra; Manolo dice que esos bichos enormes pueden llegar a convertirse en plagas y devorar campos enteros de alfalfa, aunque, y toquemos madera, a nosotros no nos ha pasado nunca.

En un nivel más alto de la bóveda de la selva se encuentran las mariquitas: las hay a millares, y son bienvenidas aliadas en la lucha contra los piojos de los naranjos. Y aleteando por encima hay nubes de pequeñas mariposas azules; se diría que las flores de la alfalfa, que son de un azul similar, hayan cobrado vida y levantado el vuelo.

Fue una suerte que, siguiendo los planes astrológicos de Ana, hubiésemos trasladado los tomates a la parcela triangular contigua a la alfalfa que había quedado a salvo de las ovejas, pues un verano sin tomates era impensable. Los tomates son la base del gazpacho y, al igual que la gran mayoría de la población de Andalucía, preparamos y tomamos gazpacho casi todos los días desde julio hasta septiembre.

La gente defiende con pasión su forma de preparar el auténtico gazpacho, o más bien su versión del mismo: hay quienes detestan, por ejemplo, que se utilice pepino; otros insisten en usar zumo de limón en lugar de vinagre. Yo añado un buen puñado de albahaca y menta y no pongo pimientos; y Domingo, que prepara, hay que reconocerlo, un gazpacho bueno y potente, me dice que el secreto es añadir un chorrito de miel. Para nosotros, parte de la belleza del gazpacho reside en el hecho de que podemos encontrar todos los ingredientes, aparte de la miel, en nuestro propio huerto. Eso añade al plato un atractivo moral especial.

Utilizar miel de nuestras propias colmenas nos proporcionaría, sin duda, un placer aún mayor, y gente con buenas intenciones lleva años sugiriéndonos que tengamos abejas. Y quizá deberíamos hacerlo, pero también es verdad que esa misma gente también nos aconseja tener cabras y hacer nuestro propio queso, arar con nuestras propias mulas, matar cerdos para abastecernos de carne y embutido, hacer nuestro propio vino, y yogures y mermeladas, y trenzar nuestro propio esparto para disponer de cuerdas y cestos. No, gracias, les contestamos: queremos más tiempo libre, no menos.

Es curioso hasta qué punto los amigos pueden mostrarse entusiastas a la hora de aportar ideas para llenar nuestras vidas con más obligaciones y tareas pesadas; cosas que ni soñarían hacer ellos mismos, pero que les parecen exactamente lo que necesitamos para no sucumbir al aburrimiento en nuestro idilio rural. He de admitir, sin embargo, que lo de las abejas me tienta un poco. Las abejas son de algún modo fundamentales para la existencia; Albert Einstein afirmó que si las abejas se extinguían la humanidad no tardaría en seguirlas. Pero en cualquier caso, en nuestra finca hay muchas abejas salvajes, y a veces su zumbido en los eucaliptos o en los naranjos en flor supera al rumor de los ríos.

De manera que por el momento les dejamos la apicultura a los apicultores. Además, todo el asunto de criar abejas está erizado de dificultades. En primer lugar, el avión fumigador de cultivos rocía el valle con dimetoato, que es fatal para las abejas; luego están las enfermedades que contraen de forma inevitable, aparte de los depredadores de abejas, los abejarucos, que se las comen. El valle entero está lleno de esos preciosos pájaros. Viven en los agujeros de las peñas que se yerguen por encima de la finca de nuestros vecinos, La Herradura, y, cuando pasas por la carretera, los ves bajar en picado para luego ascender y sobrevolar el valle. Entonces tienes la oportunidad de observar sus giros y sus distintas maniobras de vuelo desde arriba. Y cuando les da el sol relucen con los colores de los loros más vistosos que cabría imaginar. Los abejarucos son los animales más espectaculares y exóticos que viven en la zona y nos llenan de asombro y alegría. Por supuesto, los apicultores tienen una opinión distinta, porque es verdad que se comen las abejas.

Chloé se ha aficionado a la miel en el gazpacho siguiendo la estrafalaria costumbre de Domingo y, para complacerla, suelo añadir un par de cucharadas. Pero aquel mes agotamos nuestras reservas, y decidí ir a buscar miel a casa de Juan Díaz, nuestro apicultor favorito, que vive en lo alto de Carrasco, el exuberante monte regado por manantiales que limita el valle en su lado occidental. Supongo que podría haber ido en coche, pero no habría sido lo mismo; había cierto romanticismo en la idea de emprender a pie el ascenso de un monte en un caluroso día de verano en busca de un tarro de miel.

Cuando llegué al bosquecillo de nogales que hay debajo del cortijo de Juan Díaz, ya tenía la camisa pegada al cuerpo y el pañuelo de algodón con que me enjugaba la frente estaba empapado. El sol pendía justo encima de mi cabeza, quemándome la nariz y las orejas, y el aire sobrecalentado y denso estaba inmóvil. Me detuve bajo la copa de un árbol y contemplé a través del aire quieto el árido monte Campuzano de nuestro lado del valle. Hacía dieciocho meses que no llovía, y las laderas de matorrales exhibían la amarilla palidez de la vegetación moribunda.

Al acercarme a la casa, pasé junto a un vertedero a cielo abierto, elemento universal de una finca alpujarreña tradicional, y saludé en voz alta para anunciar mi presencia. La casa de los Díaz, como tantas en la Alpujarra, se había erigido sobre un camino de mulas, de manera que si lo seguía llegaría directamente a su porche. Al no recibir respuesta, me agaché para pasar debajo de la parra y seguí el camino del otro lado.

Allí, con un cubo de hojalata en la mano, se hallaba la esposa de Juan, Encarna, una mujer de sesenta años, robusta y de ojos brillantes, que llevaba, pese al calor, un delantal sobre un viejo vestido de flores y un par de pantalones de lana.

—¡Hola, vecino! —exclamó al verme—. ¿Qué te trae por aquí?

—Hola, Encarna... ¿Qué tal?

Se secó las manos en el delantal y me estrechó la mano.

—Qué calor —dijo; los españoles hablan del tiempo tanto como los británicos—. Qué calor, y sigue sin llover. Al final se echará a perder todo... pero ¿qué le vamos a hacer? Hay que resignarse, ¿verdad?

Este tipo de discurso filosófico es casi una fórmula de saludo y en realidad no requiere respuesta.

Por lo visto, Juan estaba con las abejas en el bosquecillo de álamos de detrás de la casa.

—Ve a buscarlo —me recomendó su mujer—. Le encanta enseñarle sus colmenas a la gente.

—De acuerdo, ya voy —contesté, y, no sin cierta aprensión, me alejé en la dirección que me había indicado.

Juan Díaz, un hombre alto y flaco con el cabello cano y la nariz aguileña ocultos bajo un gran velo, estaba inclinado sobre una caja de madera a la sombra de los álamos, dedicado a una de esas ancestrales tareas propias de los apicultores. La mitad de él quedaba oculta por una nube de humo y abejas. Me vio y asintió discretamente con la cabeza a modo de saludo.

—Acércate a echar un vistazo, Cristóbal, pero no hagas movimientos bruscos —indicó.

—Ni en broma, Juan. Tú puedes porque llevas un velo que te protege.

—Vaya, ¿acaso te ponen nervioso las abejitas?

Las abejas españolas tienden a ser agresivas, de modo que el hecho de negarme a echarles un vistazo sin velo no me daba vergüenza. Observé desde una distancia prudente cómo Juan rompía el sello de propóleo de una colmena y levantaba la tapa. El murmullo de los insectos se oyó un poco más fuerte y los centenares de abejas que cubrían su persona se convirtieron en miles. Se le paseaban por todas partes y tenía montones moviéndose por sus manos desnudas. Se lo veía muy tranquilo y sus movimientos tenían una delicadeza calculada. En realidad, yo dudaba que una abeja consiguiera picarle en las manos, pues tenía la piel cuarteada y curtida por el trabajo. Me había contado que se cauterizaba las profundas grietas que se le hacían en los pliegues de las manos llenándoselas con pólvora —sí, pólvora de un cartucho de escopeta— y prendiéndole fuego. Juan Díaz era un tipo duro.

—¿Qué estás haciendo, Juan? —pregunté con voz queda para no provocar a las abejas.

Él guardó silencio un rato mientras llevaba a cabo una parte especialmente peliaguda de la operación. Por fin contestó:

—Estoy buscando a la reina. Creo que ha huido hacia la parte superior de la colmena. Pero la dejaré estar por ahora. Puede llevar mucho tiempo encontrar una reina perdida.

Volvió a poner la tapa con suavidad, y se cambió el velo por un maltrecho sombrero de paja que proclamaba su afiliación a la Caja Rural. A continuación, se acercó a estrecharme la mano y me condujo al pequeño almacén detrás de la casa, donde guardaba la miel. La mayor parte de la cosecha de aquel año estaba aún en proceso de sedimentación en una gran tina de plástico. En la superficie había una gruesa capa de polen, abejas muertas, escamas de cera y detritus general del panal.

—Ésta —dijo Juan hundiendo un dedo para luego lamérselo— es la mejor miel de todas. Pero la gente la prefiere sin las abejas muertas.

Cogió uno de los pocos tarros que le quedaban de la miel del año anterior y le quitó la tapa para que yo la probara. La miel era oscura y densa como la malta, y despedía un embriagador aroma a flores de naranjo y almendro, a hierbas de la montaña y a la misteriosa esencia de la abeja.

Juan debía regar un poco antes de poder descansar y beber algo conmigo, de modo que, cogiendo el azadón, se encaminó hacia su bancal de maíz. Lo seguí a través del bosque de altos tallos, surcado de riachuelos de agua, mientras cortaba una hoja aquí, daba un toque de azadón allá, ajustaba el flujo de agua en la tierra pedregosa. Era un campo fresco y exuberante, con una tenue penumbra que suponía un respiro del polvo y el resplandor que había en todas partes. Las plantas, llenas de hojas y con varias mazorcas de maíz colgando, se elevaban muy por encima de nuestra cabeza. No pude evitar preguntarme de dónde salía toda aquella agua, pues en aquel momento no había tanta cantidad en la acequia.

—Ahora tengo un depósito —explicó con los ojos brillantes de orgullo—. Ven, te lo enseñaré.

Mientras caminábamos, me preguntó por los pastos altos, pues había oído decir que estaban muy secos.

—Allí no hay nada, ni una sola brizna que comer —le conté, y luego le dije que me preocupaba Antonio Rodríguez, cuyas ovejas pastaban en esas tierras altas—. Debe de estar desesperado, tratando de mantener con vida su nuevo rebaño de ovejas. No sé cómo se las apañará... Y, estando tan solo, debe de pasarlo francamente mal.

Había conocido a Antonio una década antes, cuando, durante cinco días y sus noches, le había ayudado a llevar sus ovejas de las montañas hasta la costa en Almuñécar; a eso se lo llamaba trashumancia, que prácticamente ha desaparecido de España. Incluso entonces era duro, pues había que cruzar no sólo montañas sino también calzadas de dos direcciones. Antonio es la bondad y la generosidad personificadas; había cumplido los cuarenta y cinco años y yo sabía que no quería otra cosa que tener una esposa e hijos. Vana esperanza, pues las muchachas de la zona no quieren saber nada de la vida del pastor; simplemente, la encuentran dura del carajo.

—Pero si no está solo —respondió Juan mirándome con cara de sorpresa—. Pese a todos sus problemas, Antonio no podría ser más feliz; está totalmente loco por su niñita. Debe de estar a punto de cumplir los dos años.

—¿Una hija? Ni siquiera sabía que tuviese mujer... —solté.

—Sí, se casaron hace ahora tres años. Su mujer es marroquí, del Alto Atlas; sabe muy bien lo que es una vida dura, y le encanta estar en las montañas. No podrías encontrar una familia más feliz.

Me dije que ésa era una de las mejores noticias que había oído en todo el año. Aunque no la había esperado, era justa. Y entonces salimos de nuevo a la luz del sol y Juan me guió por un sendero escarpado, al final del cual nos encontramos ante un enorme depósito circular de hormigón. Se volvió hacia mí para observar mi reacción.

Contemplé la construcción en silencio unos instantes, y entonces, al caer en la cuenta de lo enorme que era, exclamé:

—¡Hombre! Vaya pedazo de depósito, Juan. Deben de caber medio millón de litros.

—Seiscientos mil —corrigió con orgullo—. Construirlo cuesta cinco pesetas el litro. Acabé pagando tres millones.

Aunque ahora en España se utiliza el euro, las cantidades de esa magnitud siguen calculándose en pesetas, y sin duda aquélla era una suma enorme para un agricultor que vivía con lo justo.

Juan me enseñó el grifo de vaciado, del que manaba un riachuelo que fluía por un canal para internarse en el maíz. Era un montaje impresionante y el maíz se veía muy sano y robusto, pero también parecía un esfuerzo tremendo. Sin duda, sugerí, sería más barato y más fácil prescindir del todo de aquel cultivo y comprar el grano en la cooperativa.

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