Los almendros en flor (29 page)

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Authors: Chris Stewart

Ya estábamos muy altos; veíamos valles y cadenas de montañas envueltos en nubes, pero aún faltaba una hora de empinado ascenso para llegar a la cima. El increíble Gerardo seguía subiendo hacia el pico y describía una serie de abruptos zigzags.

Cuando por fin llegamos al Pico de los Machos, me sentía demasiado agotado (quizá me afectaba la altitud, pues estábamos a 3.005 metros) para pensar siquiera en comer. Además, hacía mucho frío y no podíamos parar mucho rato. Así pues, asomamos la cabeza por la cumbre, con un viento tremendo, para echar un vistazo a los picos menores y el remolino de nubes que cubría el paisaje más abajo, y acto seguido, hincando los talones en la posición de esquí, nos volvimos para iniciar el descenso. Hasta ese instante no comprendí mi estupidez. Hacía quizá veinticinco años que no esquiaba en laderas como aquélla, y nunca había sido lo que se dice un as del esquí. Me encontré contemplando una vasta e irregular extensión de nieve en pronunciada pendiente. Parecía continuar eternamente hasta que desaparecía de la vista muy abajo, en un mar embravecido de nubes. No soy una persona nerviosa, pero en ese momento noté que las piernas y las rodillas, que ya se me estremecían debido al agotamiento muscular, me empezaban a temblar literalmente de miedo. Casi todo el mundo había partido ya y, cuando conseguí hacer acopio de valor para lanzarme cuesta abajo, mis compañeros eran poco más que puntitos lejanos.

Calculé que no podía ocurrirme ningún daño si me limitaba a ir despacio, pero en cuestión de segundos bajaba disparado a una velocidad suicida. La ladera estaba cubierta de hielo, y aquí y allá sobresalían rocas y había remolinos de nieve polvo. No conseguía afianzarme en aquel hielo. No sé cómo logré detenerme girando hacia la montaña. Solté un jadeo y contemplé horrorizado la espantosa extensión de ladera que aún me quedaba. Unos cien metros por debajo de mí, vi a Paco, que parecía hallarse en un aprieto parecido. Giré torpemente y me deslicé con rapidez en el sentido opuesto. Aminoré un poco la marcha y, a punto de perder el equilibrio, me las apañé para describir otro giro. Entonces me metí en una placa de hielo. Un esquí se me resbaló, me incliné, sacudiendo los brazos, y caí como una bomba sobre la nieve amontonada. Ah, qué maravilla. No me había hecho daño y podía quedarme allí sentado descansando un minuto, tomarme un respiro de aquella espantosa carrera cuesta abajo.

Pero enseguida supe que tenía que coger el toro por los cuernos. Me puse en marcha otra vez, y conseguí describir un par de giros bastante buenos, pero entonces, al llegar a una gran placa de hielo, empecé a bajar más y más rápido hasta que perdí completamente el control. El frío me llenaba los ojos de lágrimas; el mundo pasaba de largo en una borrosa visión blanca... descendí más y más deprisa, hasta que de pronto me descubrí volando, con los pies y los esquís por encima de mi cabeza. Un trompazo tremendo, y me encontré medio enterrado en nieve blandita y fría... Ah, qué paz; ah, qué mullida estaba... Pero algo no andaba bien. Hice cuanto pude por incorporarme, y sólo lo hizo la mitad de mí. El lado izquierdo ya no funcionaba; el brazo no respondía a las órdenes que le mandaba. Me colgaba flácido y pesado a un costado. Me senté y me mecí adelante y atrás en la nieve, asiéndome el brazo herido y gimiendo. Me había dislocado el hombro... tenía que ser eso.

¿Qué demonios iba a hacer ahora? Sentía dolor, un dolor tremendo, pero el temor ante el estado anormal de mi cuerpo y la preocupación por mi situación parecían atenuarlo. Un poco más abajo, volví a ver a Paco. También él estaba sentado en la nieve, asiéndose el torso y meciéndose. Mucho más abajo, vi que tres figuras se separaban del grupo principal y emprendían el ascenso por la ladera hacia nosotros. De algún modo, conseguí ponerme en pie. Los esquís me habían saltado con la caída, así que me los puse bajo el brazo derecho, con la misma mano me sujeté el brazo izquierdo, y empecé a descender. A cada paso me estremecía de dolor. Tenía la sensación de que únicamente la piel me sostenía el brazo, y sólo quería protegerlo para impedir que la piel se me rompiera y se me cayera del todo. Al cabo de una eternidad, llegué hasta Paco. Tenía muy mal aspecto, estaba pálido y demacrado, y emitía gemidos lastimeros. No podía hablar. Me quedé allí de pie un momento, mirándolo y preguntándome qué hacer.

Por fin llegaron Gerardo, Jesús y Fernando. Se quitaron los esquís y Jesús intentó encajarme el hombro, pero como me puse a gritar y a maldecirle, y el brazo no mostró indicios de volver a su sitio, enseguida desistió.

—Estoy seguro de que hay una forma de volver a encajarlo... Se dobla en ángulo recto y se mete otra vez en la articulación. Pero por lo visto contigo no funciona.

Paco estaba sufriendo demasiado para perder el tiempo con payasadas. Decidieron llamar un helicóptero.

—Yo no quiero un helicóptero —protesté—. Puedo andar por mis propios medios.

Como no había contratado ningún seguro, me preocupaba que la aventura acabara costándome un ojo de la cara.

—No, mejor que no —me aseguraron—. Con el brazo así, cuanto antes llegues al hospital y te lo encajen, mejor.

De manera que llamaron desde un teléfono móvil, que, milagrosamente, tenía cobertura. Dieron indicaciones detalladas sobre el punto de la montaña donde nos encontrábamos, y a continuación nos sentamos a esperar. Paco, muy pálido y demacrado por el dolor, no paraba de gemir. Su estado era mucho peor que el mío; al menos yo era consciente de lo que ocurría alrededor.

Al cabo de veinte minutos, oímos el sonido del helicóptero. Se acercó, y luego volvió a alejarse hasta desaparecer del todo. Sonó el teléfono de Jesús. Dio unas cuantas indicaciones más. Volvió a oírse el helicóptero, aumentó un poco de volumen, y entonces se alejó. Siguieron más indicaciones, y más aún. Paco no paraba de gemir. Me eché a temblar. De pronto vimos el helicóptero buscándonos en los barrancos y valles por debajo de nosotros. Los que aún tenían el cuerpo en buen estado dieron saltos y blandieron chaquetas. Por fin el aparato viró y se dirigió hacia nosotros.

Se sostuvo en el aire a dos metros del suelo y a cincuenta de nosotros. Dos hombres robustos con el uniforme del Servicio de Rescate e Intervención en Montaña de la Guardia Civil saltaron del aparato, se agacharon y corrieron por la nieve hacia nosotros. Examinaron nuestras heridas y nos dijeron que el helicóptero no podía aterrizar en una pendiente tan escarpada, de modo que se mantendría inmóvil en el aire para que pudiéramos subir. Los dos guardias ayudaron al pobre Paco a llegar hasta el helicóptero y, sin ceremonias, lo izaron y arrojaron a la parte de atrás de la cabina. Entonces advertí que era un helicóptero de cuatro plazas, y que en su interior ya viajaban cuatro hombres, pues había dos pilotos. ¿Cómo demonios íbamos a caber todos a bordo?

El guardia más grandullón se agarró a un patín, se izó hasta la cabina y se sentó sobre Paco. Oí los chillidos del pobre hombre por encima del estruendo del motor. Aferré el patín con la mano buena y traté de izarme hasta la cabina, pero me fallaron las fuerzas. El otro guardia me puso el hombro debajo del trasero y, con un gruñido y un empujón, me levantó sobre el borde de la portezuela de la cabina; sin poder evitarlo, aterricé en suelo del helicóptero dándome un buen trompazo. Solté un grito de dolor, pero de repente noté que el brazo, como por arte de magia, se me había encajado de nuevo en el hombro. Ya no me dolía nada. Lo moví y flexioné una y otra vez. Lo notaba un poco rígido, pero funcionaba. Sin querer, la Guardia Civil me lo había puesto en su sitio.

Cuando mi rescatador se apretó contra mí para meterse en la cabina, sonreí de oreja a oreja como un loco. Amontonados de cualquier manera, gruñendo y moviéndonos incómodos, emprendimos el vuelo por encima de las montañas hacia Granada. Eufórico ante la repentina ausencia de dolor, contemplé fascinado las cumbres nevadas que se deslizaban bajo el aparato y el mundo que descendía en pliegues de azul hasta los desfiladeros y valles de la sierra. El pobre Paco, aplastado por el enorme policía, estaba pasándolo demasiado mal como para darse cuenta de nada, pero para mí... bueno, casi valió la pena el trauma sólo por disfrutar de aquellas vistas y de la milagrosa desaparición del dolor.

Al cabo de muy poco, nos encontramos en el hospital de Granada. El médico le echó un vistazo a Paco, le agarró el brazo, se lo retorció y empujó. A Paco casi se le salieron los ojos de las órbitas.

—¡Dios mío, ya está! ¡Ya no me duele! —exclamó.

Nos ataron como a un par de pollos listos para el horno y nos dijeron que descansáramos un poco, algo que de todas formas nos apetecía mucho. Después rellenamos un formulario y enseñamos la tarjeta de la Seguridad Social.

—¿Cuánto vamos a tener que pagar por el helicóptero? —pregunté, un poco nervioso.

—Nada —contestó la enfermera—. Es gratis. La Junta de Andalucía paga todos los rescates en la montaña.

Me quedé profundamente impresionado.

A principio de año, fui a Granada para hacerme una revisión en el hospital. El hombro me había molestado mucho en los días anteriores a Navidad, y al cortar troncos de olivo y almendro para el fuego había empeorado. El olivo es una maravilla y arde como el roble, con un aroma levemente parecido al del cedro, pero la del almendro es la mejor leña y al arder despide el calor del carbón. Cuando la temperatura siguió bajando nos fue muy bien contar con esa leña. Cuando acabó diciembre, habíamos perdido casi todos nuestros naranjos jóvenes, de la variedad Valencia tardía, que habíamos plantado y cuidado con tanto esmero; simplemente, se habían marchitado y ennegrecido entre los relucientes campos de alfalfa congelada.

Al llegar a la ciudad, aparqué el coche junto al río y, asiéndome el brazo, recorrí la calle Mayor hacia el centro. La densa multitud, en la que se veían muchos abrigos de pieles y de la marca Loden, que constituyen los atuendos invernales preferidos de la burguesía granadina, crecía y crecía bajo los grandes plátanos del paseo del Salón. Cuanto más me acercaba al centro, más densa se volvía la muchedumbre, y me pegué instintivamente a un lado de la acera para protegerme el brazo de los empujones. Allí estaba pasando algo, pero ¿qué?

Me arrastré como pude hasta doblar la esquina de Reyes Católicos y entrar en la plaza del Carmen, y entonces caí en la cuenta: era el Día de la Toma, una celebración anual que recuerda la entrega de las llaves de la ciudad a Isabel y Fernando en 1492 por parte de Boabdil, el último rey moro de Granada. Esa conmemoración proporciona además a la ultraderecha de Granada una excusa conveniente para echarse a la calle y tratar de conseguir un poco de apoyo para sus repelentes ideas. Entre los ricachones granadinos se apretujaban grupos de jóvenes vestidos de negro que ondeaban banderas españolas y pancartas con lemas racistas. Los puestos levantados en torno a la plaza estaban adornados con carteles y folletos contra los inmigrantes, mientras que a unos pasos de donde me hallaba, un joven pálido y de rostro sudoroso permanecía en posición de firmes y con el brazo en alto imitando el saludo nazi.

He de admitir que la atmósfera no resultaba especialmente amenazadora; más que de violencia incipiente, la sensación era de expectativa, como si fuera a ocurrir algo emocionante. De pronto, la multitud pareció estremecerse, y pasó lo que tenía que pasar: la banda militar hizo su aparición. Me puse de puntillas para mirar por encima de la chaqueta de piel que tenía delante, y para mi sorpresa, pues se supone que en este tipo de eventos la derecha nunca falla, me encontré con que los músicos que pasaban arrastrando los pies conformaban una de las bandas más torpes e ineptas que había visto en la vida.

En cuanto se llevaron a los labios las tubas y los bombardinos para emitir los primeros y disonantes toques, las puertas de los balcones del ayuntamiento se abrieron como las de un reloj de cuco y las huestes de los dignatarios abandonaron el cóctel tambaleándose y salieron al frío polar de la plaza. Un hombre menudo, moreno y con sombrero de copa empezó a ondear en el balcón central una enorme bandera española que lucía el escudo de armas de Granada. Se elevaron gritos de aprobación desde la multitud.

—¿Y Granada? —exclamó el del sombrero de copa.

—¿Qué? —aullaron las horripilantes huestes.

—¿Y Granada? —repitió.

—¿Qué? —fue la respuesta.

—¿Y Granada? —exclamó por última vez.

—¿Quééé? —bramaron.

Fue de lo más desconcertante, sobre todo por lo limitado del intercambio, pero ése fue desde luego el clímax y, mientras la banda marchaba hasta abandonar la plaza, las filas de la derecha se dirigieron a los bares. Perplejo y algo desanimado, continué mi camino hacia el hospital.

La llamada de los cencerros

En el tiempo que llevábamos en El Valero habíamos sufrido una sequía muy grave, pero la primavera y el verano que siguieron a la ola de frío fueron aún más duros y desconcertantes. La gente no hablaba de otra cosa: de cómo los embalses en Andalucía habían menguado hasta niveles desesperantes, y de manantiales en la montaña, que nadie recordaba haber visto secos nunca, convertidos en meros hilillos de agua. En la vega bajo nuestro valle y en Órgiva, los agricultores habían dejado de regar al secarse el río y con él las acequias, y en la provincia de Granada había pueblos con el agua racionada a sólo unas horas por semana. Y sin embargo, en los campos de golf de la costa, los aspersores funcionaban toda la noche.

En verano, sobre todo si hay sequía, aumenta el peligro de incendio forestal. Muchas plantas aromáticas que cubren los montes de Andalucía (lavandas y tomillos, artemisa, romero y jara) son ricas en aceites combustibles, y arderán con la chispa más pequeña. Durante siglos, eso no ha supuesto ningún problema, pues los pastores cuyo ganado pace en el terreno más agreste prenden fuego a los matorrales para rejuvenecer el pasto. Para algunos, el fuego es una parte del ciclo natural; enriquece la tierra pobre con la potasa de las cenizas y les concede a las incontables semillas que yacen aletargadas bajo la tierra un poco de luz y espacio para germinar.

Pero hoy en día, en Andalucía las quemas de matorrales, incluso las fogatas, están controladas durante todo el año, y prohibidas en los meses estivales, pues han causado un daño inmenso en los últimos años. A nadie le importa que se pierdan unos cuantos matorrales, pero el incendio de un bosque entero es una cuestión muy distinta. Para un árbol, sobrevivir en las duras condiciones de las montañas de Andalucía es poco menos que un milagro; y, dada la tendencia de esta tierra a la erosión, y la falta de forestación, hace falta proteger cada árbol.

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