Los almendros en flor (20 page)

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Authors: Chris Stewart

—Bienvenidos a La Bobadilla, señora, señor.

Al día siguiente volvimos a colocar la puerta en su sitio con un clavo puesto con mucho criterio, y regresamos a El Valero a trompicones. Aquél sería el último viaje largo del
Natillas
, que al cabo de unas semanas dio su postrer suspiro en la antigua era junto a la casa, donde empezó a pudrirse envuelto en una mortaja de avisperos y plantas.

Ahora hasta Ana se vio obligada a reconocer que en aquel estado el coche no servía para nada, y decidimos llamar para que se lo llevaran. Unos días después, la formidable jcb de Pepe Pilili redujo al
Natillas
a una masa compacta de metal amarillento y sin ningún encanto, la levantó y, tras cruzar el río, la arrojó al vertedero.

Cuando Eduardo Mencos apareció en el valle con su bmw familiar de chasis bajo, en el terreno todavía eran visibles las marcas de la máquina de Pepe. Nos encontramos en el puente; era un hombre grande como un oso, muy rubio para ser español, y de carácter abierto y simpático. Por la forma en que miraba el paisaje, supe que sabía apreciarlo. Estábamos a principios de verano y el sol aún no había terminado de fundir las últimas nieves de las cumbres, por lo que las aguas del río bajaban claras e impetuosas por el angosto desfiladero. Mencos contempló las riberas bordeadas de tamariscos con sus flores como plumas, la amarilla profusión de la gayomba y la retama, y las venenosas flores rosadas de las adelfas.

—Vives en el Jardín del Edén —dijo a modo de saludo y tuteándome sin más; y, acercándose a grandes zancadas que levantaron una nube de polvo, me envolvió la mano con la suya—. Incluso España, que es claramente el país más bonito del mundo, tiene pocos sitios tan maravillosos como éste. Esto es el Paraíso. Me muero de ganas de ver tu jardín.

—Esto... bueno... en cierto sentido, éste es nuestro jardín —respondí sin convicción.

Eduardo soltó una sonora carcajada y me dio una palmada en la espalda.

—No, esto es vuestra finca —contestó—. Vayamos a ver el jardín.

Cruzamos la acequia de abajo y nos abrimos paso entre las densas zarzas que bordean el campo de alfalfa, hacia el bosquecillo de eucaliptos.

—Esos cultivos tienen buen aspecto —comentó sin dejar de mirar alrededor, buscando indicios reveladores de una parcela decorativa, y de pronto, al descender los peldaños que llevaban a la piscina, exclamó—: ¡Ah! Esto está mejor... esto está mucho mejor.

Allí estaba la piscina... con el agua verdosa por los excrementos de las ranas y con la inmóvil superficie salpicada de hojas amarillas caídas de los árboles. La gran rueda hidráulica de hierro ronroneaba suavemente al girar sobre su eje, recogiendo grandes paladas de agua, cagadas de pez y algas para verterlas en el depósito de filtrado de piedra. Eduardo se detuvo.

—Vaya, así es como debe ser una piscina. Es magnífica.

Observé el agua oscura, la multitud de ranas que croaban en el borde de la piscina, las libélulas que revoloteaban entre las azucenas y los lirios.

—El agua está un poco turbia... —me disculpé.

Pero Eduardo no le dio la menor importancia.

—¿Y qué más da? —exclamó—. Si estuviese limpia, no se conseguiría ese maravilloso efecto de los pétalos amarillos contra el fondo verde, ni el reflejo de las rocas y las montañas. Además, no huele a agua estancada ni a cloro. Esta piscina es una obra de arte.

Aquel tipo empezaba a gustarme. A duras penas conseguí apartarlo de la piscina y conducirlo hacia la casa. Con una sola mirada, Eduardo entendió el batiburrillo de arquitectura vernácula que tenía ante sí.

—Aquí hay muchas construcciones diferentes —comentó—. ¿Has edificado alguna tú?

La pregunta me pareció ambigua en cierto modo, y no del todo admirativa. Se detuvo a mirar por el resquicio de una puerta que colgaba de las bisagras. Era la entrada de lo que yo llamaba «mi taller».

No sé quién dijo que el taller de un hombre es una buena indicación de su estado mental. Para alguien como yo no deja de ser una afirmación un tanto cruel, pues más que un sitio destinado a la laboriosidad y la creatividad, mi taller responde mejor a la descripción de reserva natural. En él, las hormigas, cucarachas y tijeretas campan a sus anchas, y, aunque nunca he visto ninguno, sé que también hay unos cuantos escorpiones y ciempiés. De ahí que me recorra algún que otro escalofrío cuando trajino en la oscuridad —no hay ventanas—, entre los caóticos montones de herramientas y basura desperdigados por el suelo.

Cuando tipos más racionales y cuerdos que yo entran en mi taller, se quedan horrorizados por el desorden. «¿Por qué no lo despejas y limpias un poco? —sugieren amablemente—. Consíguete un tablón para herramientas, pon ganchos, coloca estantes, instala una luz...», etcétera. Lo que esas personas de buenas intenciones no parecen comprender es que para hacer cualquiera de esas cosas hacen falta herramientas, y yo no consigo dar con ellas. Además, ese taller refleja mi forma de ser, y siempre he pensado que es peligroso ir contra la propia naturaleza, pues sólo consigues desesperarte y ponerte nervioso, desatar las furias del alma. Más vale soportar algunas imperfecciones que arriesgarte a perder tus mejores cualidades intentando ser lo que no eres.

Me llevé con decisión a Eduardo lejos de aquella poco atractiva revelación de mi ser más íntimo, hacia la casa, para presentarle a Ana, que estaba troceando una elaborada pero poco apetitosa ensalada para las gallinas. Eduardo la observó con cierta sorpresa.

—A las gallinas les gusta así —explicó Ana con una sonrisa—. Ellas no tienen dedos, como nosotros, así que reduzco la comida al tamaño justo de sus picos. Después de todo, ser gallina no es muy divertido.

—Si tuviera que ser gallina —observó Eduardo—, creo que elegiría vivir aquí.

Ana lo tomó como un cumplido y sugirió que nos sentáramos a la sombra y bebiéramos una cerveza bien fría; todavía hacía demasiado calor para pasear por el jardín.

—Así que has venido para ver nuestro famoso jardín, ¿eh? —comentó dirigiéndole una mirada burlona mientras dejaba un cuenco con aceitunas sobre la mesa.

Eduardo dio un buen trago de cerveza y entornó los ojos de puro deleite.

—Siempre he admirado a los ingleses y sus jardines —respondió al cabo de una larga pausa—. Así pues, cuando leí aquel artículo sobre vosotros y vuestro jardín, me sentí intrigado, como es natural. O sea que aquí estoy, bebiéndome vuestra cerveza... Hum, estas aceitunas están buenísimas.

—No es exactamente un jardín, de momento es más bien una huerta —precisó Ana con tono firme—. Sueño con tener uno, y lo trabajo a diario, pero prefiero que sea un cultivo orgánico, que crezca a su debido tiempo, no quiero traer un cargamento de árboles y arbustos ya crecidos.

—Un enfoque muy loable —opinó nuestro huésped cogiendo otra aceituna—. O sea...

—O sea que no tenemos el tipo de jardín que te gustaría sacar en
Casa y Campo.

Eduardo esbozó una sonrisa benévola.

—Ana, ya me he dado cuenta al conoceros. Pero, por favor, créeme cuando te digo que los jardines como el vuestro son precisamente los que me gustan de verdad. ¿Vamos a echarle un vistazo?

Con su encanto, Eduardo logró disipar la reticencia y la vergüenza de Ana, y no tardaron en ponerse a charlar amigablemente mientras emprendían la marcha sendero abajo. (Les ayudó bastante el hecho de hablar la misma lengua, el latín hortícola, y compartir un auténtico interés por cuestiones como mantillos y abonos orgánicos.) Decidí apuntarme a la excursión, pues no se me ocurre una forma más agradable de pasar una tarde de verano que paseando por un jardín.

El huerto de Ana es su consuelo y alegría, su refugio de las preocupaciones del hogar y la familia. Si no suena demasiado extravagante, diré que es el alma de nuestra finca. En la Alpujarra hay otras huertas que quizá dan frutos más abundantes, pero ese anárquico batiburrillo de flores, árboles y hortalizas, y la idiosincrasia de su cultivo, reflejan la esencia misma de Ana, de forma similar, supongo, a cómo el vergonzoso caos de mi taller debe de ser mi viva imagen. Una idea bastante aleccionadora, por cierto.

Eduardo abrió con cuidado el somier-puerta bajo la enorme higuera que se alza a la entrada del huerto-jardín y paseó la vista alrededor, maravillado. La excéntrica creación de Ana pareció dejarlo sin aliento. Las matas de caléndula, naranja intenso y amarillo vivo, se habían desparramado por la entrada del jardín, y más allá, bajo la bóveda de naranjos, se vislumbraba el verde manto que formaban las hojas afiligranadas del hinojo, y al fondo una bruma azul y rosa de las delicadas
nigella
, o Cabellos de Venus. La valla estaba cubierta de rosas fragantes, unas de pitiminí de color rosa y otras de té grandes y blancas, y por una densa y amorfa madreselva que trepaba por el antiquísimo olivo que había al fondo.

Entre aquel despliegue de flores y plantas aparentemente anárquico había minúsculos bancales de hortalizas, dispuestos de forma que pudiesen cultivarse sin pisarlos y sin necesidad de compactar la tierra. Ana los ha cuidado durante años, cavando y quitando piedras, añadiendo terrones de estiércol negro y húmedo y desechos orgánicos, formando un mantillo con la lana desechada de nuestras ovejas. Eduardo se paseó entre los bancales, admirando la fina capa de tierra cultivable y asintiendo cuando Ana le desvelaba lo que subyacía bajo la superficie, las pautas de sembrado y los arcanos sistemas que empleaba.

Entre ellos destaca su particular sistema de rotación de cultivos. Los repollos, por ejemplo, son caprichosos y nunca crecen donde ha habido repollos el año anterior, y lo mismo les ocurre a los tomates y otras hortalizas. Con el fin de no ofender esas vegetales sensibilidades, Ana traza gráficos complejos y, durante el invierno, baraja angustiada los emplazamientos y turnos de los distintos cultivos. A menudo me la encuentro encorvada sobre esos gráficos intentando camelar a varias hortalizas recalcitrantes para que ocupen los lugares que les ha asignado. Como si jugara a un solitario de verduras. (Por supuesto, hay veces en que pierde y tiene que trasladar un cultivo u otro a un bancal nuevo que ha creado junto al campo de alfalfa.)

Asimismo, Ana sigue el método de Rudolf Steiner de «agricultura biodinámica», según el cual cualquier operación en el huerto o jardín tiene un día propicio que depende de la alineación de los planetas. Todo empezó cuando un amigo de Londres le envió una gráfica «biodinámica»; al principio Ana se rió de ella, pero luego, al caer en que los lugareños siempre plantaban teniendo en cuenta las fases de la luna, se planteó por qué no hacerlo también con el resto del sistema solar, e intentó ponerla en práctica. Baste decir que Júpiter y Marte contribuyeron de forma tan convincente al crecimiento de las judías peronas y las zanahorias que Ana decidió proseguir con el experimento. Sin embargo, no siempre se ciñe a la doctrina biodinámica, sino que se limita a seguir los principios que le vienen bien y a descartar aquellos que encuentra inconvenientes o absurdos.

Lo importante es que ese trabajo le procura una inmensa satisfacción anímica, y que el placer que todos obtenemos de su anárquica belleza nos llega al alma. Cuando Chloé era muy pequeña, la sentábamos en una especie de saltador, con unas correas elásticas que colgábamos de un naranjo, mientras trabajábamos en el huerto. Más tarde le construí un cajón de arena, mi primera incursión en el mundo de la arquitectura doméstica. Ahora va al huerto con sus amigas para buscar fresas tempranas entre las caléndulas.

No sé cuántos de esos elementos filosóficos captó Eduardo, pero, gracias a su perspicacia hortícola, sin duda debió de percibir por dónde iban los tiros y, durante el paseo, hizo los comentarios admirativos apropiados. Al fin llegamos a los peldaños que conducen al jardín de rocalla.

Lo cierto es que me sentía especialmente orgulloso de la creación del jardín de rocalla, pues el año anterior le había dedicado considerables dosis de energía, acarreando rocas de formas interesantes pero muy pesadas desde el lecho del Cádiar hasta aquel bancal. Incluso cargué montones de tablones estéticamente agradables, que incorporamos al diseño, así como unas exquisitas botellas de vidrio azul que habían entrado en nuestra vida embaladas en una caja de vino ecológico. Tardamos bastante tiempo en conseguir que la orientación relativa de cada elemento de la estructura fuera la precisa y encajara bien antes de rellenar con tierra los intersticios. Justo cuando daba los últimos toques, dirigido por mi mujer, apareció Manolo. Contempló el jardín de rocalla y, perplejo, me miró a mí y después a Ana.

—¡Vaya por Dios! —exclamó—. Un jardín hecho con viejas rocas y botellas. —Soltó una risita y siguió su camino negando con la cabeza con incredulidad.

Ha pasado un año y el jardín de rocalla está espléndido. Ana ha puesto plantas autóctonas cuidadosamente seleccionadas y un par de extravagantes cactus, que parecen formas de vida de algún planeta improbable. Todo el que lo ve se queda deslumbrado, con excepción, por supuesto, de Manolo, para quien las suculentas y los cactus son malas hierbas.

—Tienen un jardín lleno de rocas y botellas, además de malas hierbas —les cuenta a los atónitos aldeanos de Tíjola.

—¡Ay!, estos guiris.

En cambio, Eduardo se había quedado embelesado.

—Ana —dijo eufórico—, me encanta este jardín de rocalla; así es como debe ser un jardín de rocalla en estas áridas montañas. Estas plantas autóctonas sobrevivirían en las peores condiciones, y como aquí están cuidadas y nutridas, darán lo mejor de sí. Mira esta preciosidad de sedum, es exquisita.

Esa noche, después de ponernos morados de vino y de intercambiar cálidas y animadas historias e ideas, Eduardo nos enseñó unas fotos de su jardín en Castilla —que resultó ser más bien un parque de esculturas vanguardista—, así como un folleto de la exposición que iba a organizar en Madrid. La exposición se llamaba «Jardines para el alma», y consistió en la muestra más desconcertante de deconstructivismo modernista posfuturista que había visto nunca.

—Pero ¿escribes sobre eso en
Casa y Campo
? —pregunté con asombro.

—No, por Dios —respondió riendo—. Sería como... bueno... como... —Miró alrededor en busca de un buen símil—. Sería como tratar de transmitir los atractivos de El Valero. No podría sacar esa clase de cosas en la revista, qué va; nuestros lectores no están preparados para nada parecido.

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