Los almendros en flor (16 page)

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Authors: Chris Stewart

—Tonterías, Mourad. Es su trabajo, baila por dinero.

Pareció dolido.

—Cincuenta dirhams tampoco es tanto dinero para una bailarina. Es una cantidad generosa, pero nada más. En estos espectáculos hay hombres que se vuelven locos y les dan dinero de verdad. No, tú le interesas porque eres diferente.

Me habría gustado escurrir el bulto, pero Mourad me cogió de la mano; no estaba dispuesto a dejarme escapar. Se dirigió a la sala contigua, donde empezaba a sonar una música de discoteca, y, sin soltarme la mano, me arrastró en dirección a la bailarina.

—Pero si no sé hablar bereber... —susurré—. Sólo sé decir uno, dos, tres, cuatro, cinco y... —Me devané los sesos en busca de otra palabra que sabía—. Ah, sí. Burro.

—Déjame hablar a mí. Haré de intérprete.

Llegamos hasta la bailarina, que volvió a clavarme los ojos como si hubiese estado buscándome entre la multitud.

—Ejem... ha bailado usted de maravilla, de verdad, muchas gracias —dije en inglés, mirando el espacio entre ella y Mourad.

Mourad tradujo mis palabras, que se convirtieron en una larguísima y encendida perorata en bereber. La escena me recordó al Cyrano de Bergerac, cuando el héroe narigón proporciona dulces palabras de amor al tontorrón del que se ha encaprichado la heroína. Quizá Mourad estaba recitando estrofas de las
Rubáiyát
de Omar Khayyam, o tal vez incluso un pasaje selecto de Graham Greene. Cuando al fin concluyó, la bailarina me dirigió una sonrisa de condescendencia, como si yo fuera un adolescente ligón, le dijo unas palabras a Mourad y se alejó.

—Me temo que tiene que marcharse, Chris —me explicó él—. Verás, es por su marido. La está esperando. —Y señaló a un tipo fornido de pie junto a la puerta.

Al volverme, el tipo me dedicó una inclinación de cabeza y alzó su enorme puño en señal de despedida. Era el cantante. Le devolví el saludo, contento de esa comunicación a distancia, y me retiré a un rincón poco iluminado donde esperar a que Mourad y sus amigos se cansasen de discoteca y las novedades del bar.

Como Aziz había dicho, al día siguiente había mercado en Azrou. De la noche a la mañana, en un erial cercano al centro de la ciudad apareció un campamento medieval, con su laberinto de puestos, cabañas y barracones, o puntos de venta señalados únicamente por una sábana extendida en el suelo. Cuando llegamos allí era casi mediodía y unas bereberes vestidas de gala vigilaban grandes tinas de tinte que burbujeaban y desprendían vapor. Mourad, orgulloso de su
souk
local, me aseguró que se trataba de tintes naturales y no de los químicos habituales. Cerca vendían lana recién esquilada en montones calientes, fragantes y enmarañados. Más allá, de los fuegos donde se cocinaba ascendía un humo que formaba una fina nube azul, que a ratos velaba el sol implacable.

Deambulamos por los pasillos en busca de los sacos, pero me entretuve con mil cosas más. Y luego, entre los contadores de historias y los puestos a menudo inidentificables, nos llegó una música aflautada y desenfrenada que se elevó sobre el barullo general y los omnipresentes tambores bereberes.

—Ven —dijo Mourad apoyándome una mano en el brazo—. Quiero que veas una cosa.

El insistente gemido de la música había creado una corriente entre la multitud. Mourad y yo nos unimos a ella y fuimos impelidos hacia un corro: en el centro había un trío de encantadores de serpientes haciendo sonar sus trompetas. Tocaban a la sombra de un toldo sujeto a una furgoneta blanca y destartalada, mientras un compañero colocaba cajas y cestas en el suelo alrededor de ellos. Un furioso redoble de tambores bereberes nos informó que el espectáculo estaba a punto de comenzar. A continuación, con una energía que desentonaba con el achicharrante sopor del mediodía, el intérprete principal se lanzó a entonar un cántico y a caminar de aquí para allá trazando líneas y círculos con un palo en la tierra.

—¿Qué está haciendo, Mourad?

Mientras hablaba con mi amigo, el cabecilla nos vio e insistió en que nos uniéramos a los que estaban en cuclillas en primera fila. No me entusiasmó la idea, pues prefería pasar desapercibido entre la multitud; sin embargo, pasar desapercibido no era en realidad una opción esa mañana puesto que era el único forastero presente, con las orejas y la nariz quemadas por el sol. Temiéndome lo peor, permití que Mourad me guiara a través de la multitud, que nos dejó pasar hasta el sitio que, en un espectáculo público, suele reservarse a los niños. Me puse en cuclillas como todo el mundo, una postura en la que no me sería fácil escapar si las cosas se ponían feas.

De pronto apareció una serpiente. Quién sabe de qué clase sería, lo único que sé es que era más gruesa que mi antebrazo y más larga que mi pierna, y llevaba el tipo de marcas que la naturaleza utiliza para proclamar «¡Peligro!»; en ese momento, se deslizaba por el suelo hacia nosotros. Inspiré profundamente y, con filosofía, la observé acercarse. Justo antes de que llegara, uno de los ayudantes, que había fingido no verla, se le acercó por detrás y, cogiéndola con suavidad por el cuello y deslizándosela por los brazos, se la metió limpiamente en la camisa. El corazón me latía muy deprisa; la multitud estaba embelesada. Otra serpiente, del grosor de una muñeca fina, larga y gris, salió de una cesta y avanzó por el suelo polvoriento hacia el semicírculo de cautelosos espectadores. Tras ser alzada hábilmente con un palo, fue a parar a la misma camisa. Era una camisa muy amplia. El tipo dio unas cuantas vueltas y, acto seguido, como si tal cosa, metió cada serpiente en su caja o cesta. Aparecieron más serpientes, que se quedaron tendidas tranquilamente al sol, y la música frenética continuó. La excitación creció más y más.

Mientras el cabecilla explicaba algo a la multitud, varios hombres se adelantaron y formaron, no sin cierta aprensión, un semicírculo más pequeño.

—Vamos —dijo Mourad—. Unámonos a ellos.

—¿Qué? —exclamé—. ¿Te has vuelto loco?

Pero Mourad ya nos había ofrecido como voluntarios.

—Debemos hacerlo, Chris. Es para estar protegidos en el bosque. Ven.

Éramos unos doce. El cabecilla, que tenía un aspecto un tanto episcopal, pidió que nos arrodilláramos. Dios mío, ya sabía lo que vendría a continuación... Y, en efecto, los ayudantes empezaron a moverse entre nosotros con cajas y cestas de serpientes y qué sé yo. Los observé acercarse, distribuyendo serpientes de distintas clases alrededor del cuello de los hombres arrodillados en el suelo. No había forma de escapar de aquel horror.

Mis conocimientos de herpetología son limitados; en realidad, en un clima templado como el de Sussex no hacen mucha falta. Puedo distinguir con cierto grado de certeza entre víboras y culebras; tengo una vaga idea de la morfología de anacondas y boas constrictor, pero mi saber no va mucho más allá. No tenía ni idea del nombre de la serpiente que el encantador de la túnica mugrienta me estaba enroscando en el cuello con dos vueltas. Su aspecto era siniestro: delgada, gris y más o menos igual de larga que una útil bufanda. Detrás de la cabeza tenía un sospechoso colgajo de piel suelta, y temí que desplegara una caperuza o algo; pero no quise pensar en la palabra «caperuza», porque la siguiente que acudía a mi mente era «cobra».

Tenía las rodillas doloridas por las piedras del suelo y me notaba la coronilla abrasada por el sol. Al menos mi serpiente, que parecía bastante tranquila pese al ritmo frenético y el atonal quejido de la trompeta, impedía que el sol me quemara la nuca. Le di las gracias en voz baja, y casi me produjo cierto consuelo que estuviera allí, cálida y suave y no del todo desagradable. Miré el semicírculo de figuras arrodilladas, de rostros oscuros y serios, algunas con chaquetas vaqueras y gorras de béisbol, la mayoría con chilabas.

Preocupado por mí, Mourad me miró y sonrió, pero la sonrisa se le congeló cuando le dijeron que extendiera la mano y le pusieron en la palma un gran escorpión negro. He oído decir que la picadura de los negros es letal, y me alegró no haber sido yo el elegido para ese honor. Y luego me sentí mal: no estaba bien desearle aquello a nadie, y menos a alguien tan encantador e ingenuo como Mourad. Aunque todo eso fuera culpa suya y se lo tuviera bien merecido...

A diferencia de mi serpiente, el escorpión de mi amigo era del tipo aventurero, y al cabo de unos instantes empezó a subirle por el brazo hacia la atrayente abertura de su camisa de manga corta. Para ser un escorpión se movía despacio, seguramente estaba embotado por el sol, pero aun así no tardó en llegar al refugio de la manga, donde continuó avanzando por su sombreado interior. Hice una mueca de aprensión, al igual que las doscientas personas que lo observaban.

Mourad trataba desesperadamente de llamar la atención del encantador principal, pero éste se hallaba enfrascado en endilgarle otro enérgico monólogo a la multitud, y marcaba el ritmo de su perorata con golpes de tambor. De pronto reparó en el suplicante Mourad y en las dificultades por las que atravesaba, y, salvando rápidamente el espacio que ocupaban los hombres arrodillados, cogió delicadamente el escorpión con el índice y el pulgar y volvió a dejarlo en la mano tendida de Mourad, donde se quedó quieto.

Entretanto mi serpiente se había dormido, aburrida sin duda por la parte siguiente del espectáculo, cuando el encantador puso pedazos de papel en nuestras manos extendidas. Aparte de Mourad, que tenía el escorpión, los demás arrodillados teníamos serpientes de distintas clases enroscadas en el cuello, y las manos libres. Mourad estaba arrodillado en el suelo pedregoso con las manos extendidas: en una estaba el escorpión, en la otra el papel. Era una postura agotadora para mantenerla mucho rato. Confié en que valiera la pena.

En el papel, que era una hoja pautada arrancada de una libreta, habían dibujado lo que me parecieron runas. En mi vida había visto esa clase de antiguos caracteres gráficos y no tenía ni idea de su forma, pero tuve la seguridad de que esos símbolos eran runas. Las habían dibujado con bolígrafo azul y me encontré cuestionándome su eficacia; las habría preferido talladas en piedra o quizá trazadas con sangre. Aun así, todo el mundo parecía tomarse en serio la ceremonia, y mis compañeros de iniciación mantenían la cabeza gacha y parecían muy concentrados, procurando disimular el miedo que sentían.

Igual que yo. Recordé que el olor del miedo azuza a los animales salvajes y que, mientras que puedes engañar a un humano para que no se dé cuenta de tu temor, no puedes ocultar el olor del miedo ante un animal. Aun así, estaba haciendo cuanto podía por engañar a la soñolienta serpiente para que pensara que no la temía. Estaba poniendo todo mi empeño en pensar en cosas que no fueran serpientes. Y quizá funcionó, pues, aparte de mostrar cierto interés por los espacios entre los botones de mi camisa, apenas se movió... hasta que, en medio de un clímax de redobles de tambor, cantos y música, la ceremonia llegó a un repentino fin y las serpientes y el escorpión fueron recogidos y devueltos a sus distintos receptáculos.

Los iniciados nos dispersamos entre la multitud, y tuve esa sensación de desinflarse que uno experimenta de niño, cuando un espectáculo concluye y has cumplido con alguna apuesta absurda. Pero duró poco, porque Aziz apareció de pronto entre la multitud con un montón de sacos perfectos en las manos.

—No vais a creer dónde los he encontrado —anunció, como si ni él mismo se lo creyera—. ¡En la ferretería!

—Vamos —dijo Mourad rodeándome los hombros con el brazo—. Ahora ya estamos listos para hacer fortuna en el bosque. Vayamos al café Central a celebrarlo.

Sacos llenos de tesoros

A la mañana siguiente, tras una somera ronda de saludos en la ciudad, Alí, Aziz, Mourad y yo emprendimos el camino hacia el bosque de cedros; primero cruzamos los bosques de acebos y a continuación nos internarnos en el dominio de los magníficos árboles azules atlánticos. Encontramos la
hällehäll
y les enseñé a mis temporeros la técnica especial que había desarrollado para la tarea. Se coge una piedra del tamaño de una nuez, se cubre con el borde del saco, se ata un cordel en torno al bulto resultante, y luego te lo ciñes a la cintura; eso te deja las manos libres para recoger las vainas.

Los primeros minutos de recolección son bastante emocionantes. Se coge un puñado de vainas, que en la
Cytisus battandieri
crecen como tocados de plumas indios, se parten y se meten en el saco. Al cogerlas, notas cómo las maduras se te revientan en la mano, y ves cómo las pequeñas y duras semillas negras caen en el saco. El hecho de sentir el ínfimo aumento de peso en el saco con cada puñado, quizá de un gramo, te produce cierta satisfacción. Y cada vez que encuentras una planta bien cargada es un placer; cuando el sol está bajo, se ven las semillas maduras a través de las vainas casi translúcidas. Se te despeja la cabeza y oyes todos los sonidos de la naturaleza: cobras que se deslizan satisfechas por la hierba seca, pandillas de monos —el Atlas Medio está lleno de monos— que parlotean en los árboles.

Al cabo de más o menos una hora, empiezas a notar el tedio del trabajo. Te duelen las manos, el calor te agobia, te pican los ojos y te notas la nariz y la frente un poco quemadas de tanto alzar la vista hacia el sol para alcanzar las vainas más altas. Al cabo de dos horas, desearías no volver a ver una vaina en toda tu vida y llenas los sacos como un autómata.

Mourad y yo nos encontramos cuatro horas después.

—Creo que deberíamos hacer una pausa para comer —sugirió—. Hace calor y estamos cansados.

Nos tumbamos a la sombra de un cedro, donde bebimos agua y comimos olivas, pan y quesitos de La Vaca que Ríe. Luego nos tendimos sobre el blando lecho formado por las agujas de cedro y echamos una siesta durante las horas más calurosas del día. No hace falta que les cuente lo satisfecho que me sentí cuando me desperté y observé a mis temporeros profundamente dormidos en torno al árbol, así como la abundante cosecha de vainas maduras. La expedición parecía estar siendo un éxito: volvería a casa con la mercancía, como un cazador que regresa de las montañas con su presa. Pero no sólo eso, sino que además me lo estaba pasando muy bien; tenía nuevos amigos, y se me ofrecía la posibilidad de conocer un mundo nuevo. De acuerdo, la recolección era dura, pero no podía esperar que todo fuera coser y cantar; además, me dije, quién querría estar en otro sitio que no fuera aquél, el Atlas Medio, tendido en un lecho de blandas agujas en el Forêt des Cèdres, mientras una suave brisa refrescaba la atmósfera y mecía las grandes ramas azules; y quién querría dormir esa noche en otro lugar que no fuera el afectuoso seno de una auténtica familia bereber, me pregunté. Consideré que la cosa estaba equilibrada.

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