—Tendrá que ser suficiente —dijo José—. O eso, o le metemos un balazo en la rodilla. No le matará, pero le impedirá salir corriendo a esconderse.
—Es muy arriesgado —dijo Moses—. Tendrías que haberlo visto; está tan delgado y viejo que no creo que sobreviva a una herida como ésa: acusará demasiado la pérdida de sangre. El mismo shock del impacto podría ser demasiado.
—Joder... —masculló José—. ¿Y no podrían analizarlo post-mortem? No me importaría cargármelo.
—Créeme, tengo muchos más motivos que tú para desear verlo muerto —contestó, lúgubre—, pero Aranda tiene razón. Hay algo en él que es diferente, y si podemos analizar...
—Ya lo sé —le interrumpió José—, pero no me gusta estar entre todos esos zombis con un rifle cargado con dardos paralizantes. Probé uno con los zombis de la alambrada, y no le hizo ningún efecto. No me extrañó, no parece que tengan sangre corriendo por las venas o un sistema nervioso que bloquear.
Moses asintió.
—Es extraño, ¿verdad? —dijo—. Me pregunto cómo pueden siquiera estar de pie.
—Es como aquel libro de Terry Pratchett, tío. La Muerte se ha ido de vacaciones, eso creo yo.
Permanecieron en silencio unos instantes.
—Siempre pensé que había un sentido para todo esto, joder —explotó José al fin—. Me refiero a la vida.
—La vida... —murmuró Moses pensativo.
—Sí, la vida. Siempre pensé que el Jefe tenía un plan para todos nosotros —dijo, señalando con el índice hacia arriba—. Que habitábamos este planeta por alguna razón. Ahora casi todos han muerto.
—No creo que haya un sentido para la vida, José. La vida es el sentido en sí mismo. El ego del ser humano no tiene parangón. Siempre hemos pensado que somos la quintaesencia de la creación, y que nuestra existencia, forzosamente, tiene que divergir hacia algún lado. Nos gusta pensar que importamos, que tenemos derecho a trascender. ¿Crees que la termita, que vive ciega en su comejenera, y que dedica su existencia a recolectar alimento y a hacer trofalaxias, tiene un sentido en la vida? No más que tú. Algún día el ser humano habrá desaparecido, y todo este planeta no será más que una insignificante y seca bola de polvo en mitad de la inconmesurable extensión del espacio. ¿Y crees que a alguien le importa?
José le miró durante un rato, pero no intentó una respuesta. Le dio una palmada en la espalda, y se retiró.
El Comité estudió su plan durante largas horas a lo largo de varios días. Trazaron mapas y croquis y se aseguraron de que todo el mundo entendía su parte. En las pruebas que hicieron sobre la pista, descubrieron con pesar que les resultaba difícil ir equipados con dos rifles, uno de munición estándar y otro con los dardos paralizantes, así que decidieron que sólo uno de ellos iría equipado con ese tipo de arma mientras los otros dos le daban cobertura con sus armas convencionales.
Moses, en un intento de sustituir a Dozer, se esforzó por participar en lo que dieron en llamar el “Día D”; al fin y al cabo, casi todos los procedimientos de cobertura que tan buen resultado les habían dado hasta ese momento estaban basados en tácticas a desarrollar con un grupo de cuatro hombres. Intentó practicar con los rifles, pero su puntería distaba mucho de ser suficiente. Además, descubrió que no estaba tan en forma como creía: los brazos se le cansaban al correr de un lado a otro con el rifle a cuestas, lo que mermaba considerablemente su utilidad en una situación de combate real con muertos vivientes.
Durante todos aquellos días, Isabel y Moses no se vieron demasiado. Descubrieron, cada uno por su lado, que estar separados les ayudaba a sobrellevar la pena que les inundaba por dentro como un cáncer oscuro. El nuevo ambiente y la gente nueva también les ayudaba a no dejarse embriagar por los recuerdos, pero Isabel tuvo sueños recurrentes todas las noches. En ellos, un hombre de negro descendía de una montaña por un sinuoso camino de cenizas. Todo alrededor estaba lleno de árboles raquíticos, calcinados y humeantes. El hombre iba cargando una Tabla de la Ley con un único mandamiento esculpido con toscos caracteres de palo: NO VIVIRÁS. Pero descubrió que, cada noche, tenía menos lágrimas que verter.
Por fin, llegó el día señalado. Había una ligera brisa que soplaba desde el oeste, lo que les aseguraba que la columna de humo sería arrastrada sobre la ciudad, en particular la zona centro, que era donde se habían producido los dos encuentros con el sacerdote.
Era, sin duda, la incursión más importante en la historia del campamento, así que todo el mundo quiso asistir a la partida del Escuadrón. Hubo palabras de ánimo y buenos deseos, y Andrea, una chica de mediana edad que se había ganado la vida vendiendo collares fabricados por ella misma, prendió un amuleto en la chaqueta de asalto de Susana: era una especie de corazón color rojo borgoña.
El plan se desarrolló con sorprendente facilidad. En apenas media hora, la pequeña casa mata estaba ardiendo como una pira funeraria, sólo que los muertos no ardían en su centro; se arremolinaban alrededor, inquietos. El equipo de asalto se asentó en uno de los edificios adyacentes, como estaba previsto, y a través de las ventanas del piso vigilaban atentos las calles.
Aquella noche no hablaron mucho. José había traído una de sus cajetillas de Benson & Hedges y todos fumaron mucho más de lo acostumbrado, señal inequívoca del nivel de nerviosismo que acusaban en su fuero interno. El resplandor del fuego era majestuoso, y en cierto sentido, hermoso y tétrico a un tiempo. Las llamas arrancaban sombras sinuosas, imprecisas y alargadas, a los muertos que se agitaban en torno a ellas. Era obvio, a juzgar por sus maneras desordenadas y aceleradas, que el fuego los mantenía en un estado de alerta. Eso no lo habían previsto: les dificultaría las cosas cuando tuvieran que salir a la calle.
A las cuatro y veinte de la madrugada, uno de los pilares maestros se vino abajo con un clamoroso estruendo, provocando el derrumbe de un lateral de la casa. Las llamas se avivaron atrozmente, y un espectro que andaba cerca de las llamas fue alcanzado por una inesperada lluvia de cenizas incandescentes. Su ropa se prendió con rapidez, y al instante, todo su cuerpo estuvo en llamas. Sobrecogidos y fascinados a un tiempo, lo vieron avanzar por la calle como si nada hubiera pasado; sus ojos y su boca eran dos manchas oscuras en el infierno de fuego que era su cabeza. Casi medio minuto más tarde, el espectro levantó los brazos y cayó de rodillas al suelo, donde permaneció un buen rato, como un muñeco de San Juan horripilante. De vez en cuando, unas violentas llamas azules explotaban de su vientre, o escapaban silenciosas por un costado. Por fin, la espectral figura se deshizo como una torre de cubos infantiles, cayendo al suelo convertido en un montón de restos carbonizados aún en llamas.
—Jesús bendito —dijo Uriguen.
El amanecer llegó a las ocho de la mañana, y reveló un cielo encapotado y cuajado de nubarrones oscuros. El incendio se había extinguido prácticamente, pero aún quedaba un poderoso rescoldo que humeaba.
Soñoliento, José miraba tras los cristales, sumido en recuerdos de su vida anterior. Tenía recuerdos de aquella misma calle, llena de coches conducidos por personas con ocupaciones, y recuerdos de gente que arrastraba afanosamente sus carros de la compra por las aceras, de madres con sus hijos que compraban alguna chuchería en el desvencijado quiosco de la esquina, o de jóvenes que iban y venían de sus trabajos, cargados con aquellas mochilas-maletín especiales para portátiles. Recordaba el menú de siete euros con cincuenta del restaurante Oña, y la deliciosa paella que solía ir con él. Y tantas y tantas cosas.
Susana le desconectó del río de recuerdos en el que se había metido zarandeándolo suavemente.
—No ha venido —dijo.
—No, el hijo de puta no ha venido. Vaya mierda.
—¿Qué hacemos?
—Me gustaría esperar al menos un par de horas. Es posible que viera el humo anoche y decidiera investigar por la mañana.
Miró por encima del hombro y vio que Uriguen dormía apoyado sobre una columna, abrazado al rifle cargado con dardos aturdidores.
—Mira a ése —protestó Susana.
—Se va a volar la nariz, el cabrón —dijo José, riendo a media voz.
—¿Crees que es prudente esperar un poco? —preguntó Susana.
—¿A qué te refieres?
—¿Qué pasa si aparece ahora? ¿Crees que estaremos bien para salir a corretear entre zombis, cubrir a Uriguen, dar caza a ese demente, y volver con su cuerpo a casa?
José meditó unos segundos. Le escocían los ojos por la falta de sueño, y a decir verdad no se sentía ni con fuerzas para quitarse las botas.
—Probablemente no —admitió, taciturno.
—Pues despertemos a la bella durmiente y volvamos, que ya son horas.
Sandra tenía veinticinco años cuando se despertó aquella mañana para ver el amanecer desde su pequeña ventana. Mientras se lavaba con unas toallitas húmedas, silbaba contenta. En ningún momento sospechó que jamás volvería a ver una puesta de sol.
Sandra era una de las pocas personas que estaban contentas con su situación actual. La vida no le había ido demasiado bien: dejó el colegio a los dieciséis para entregarse a una vida disipada donde conceptos como una micra de cocaína capturaban el noventa por ciento de su campo de atención. Unos meses después de cumplir diecisiete años se quedó embarazada de un gitano que malvivía en el barrio de La Palmilla; era la primera vez que hacía el amor y ni siquiera le gustó, más bien le pareció soez y doloroso. Su madre se ocupó de su bebé, que contra todo pronóstico consiguió crecer sano y fuerte. Para ella era apenas un recuerdo brumoso entre las telarañas de la adicción.
A poco de cumplir la mayoría de edad, su amiga Julia falleció de una infección generalizada en su cuerpo. Julia se inyectaba todo lo que caía en su mano, utilizando gran parte de la pensión mínima de su abuela. Una mañana, Julia se sentó en la cocina a esperar a que ella terminara de guisar su estofado de patatas. No probó bocado, pero se llevó la olla exprés para venderla y sacar algo para la dosis de la noche. Su abuela no dijo nada.
Cuando Julia murió, convertida ya en una delgada broma de sí misma, Sandra se asustó de veras. Intentó desengancharse, pero descubrió que era mucho más duro de lo que jamás había imaginado. No recurrió a nadie, quiso hacerlo sola. Sudaba y tiritaba de frío a un tiempo, en ocasiones chillaba como una posesa o bien se quedaba inerte, sin fuerzas apenas para retirar el hilo de saliva que le colgaba de la comisura de su boca. Por la mañana, sintiendo los brazos tensos como cables, se miraba en el espejo y sentía deseos de romper el cristal: la que desde allí la miraba era una versión abyecta y aberrante de lo que ella misma fue alguna vez.
No lo consiguió. A la tercera noche, se lanzó a la calle, robó dinero a un taxista que estaba de tertulia con unos compañeros, y se fue a pillar un gramo de la primera mierda que pudo encontrar. Despertó a eso de las seis y media, fría como un témpano, en un banco de la Alameda. Cómo había llegado allí, no lo recordaba, pero tan pronto consiguió ponerse en pie se fijó un objetivo: conseguir un poco más. Sólo un poco más, y seguiría dejándolo.
Fue su vecina Miriam quien le hizo frente en el rellano del piso donde vivía, después de dos días sin tener noticias de ella. El rostro de Sandra estaba lívido, y las ojeras, tan pronunciadas que parecía maquillaje barato de una fiesta infantil de Halloween. Miriam se la llevó a su cuarto y la sentó en la cama; se enfadó con ella, le habló, la zarandeó y la abrazó, y por fin la convenció para entrar en un programa del Proyecto Hombre.
Aunque tardó un par de meses en conseguir siquiera cruzar la puerta del edificio para informarse, allí consiguió librarse de la tremenda losa de su adicción.
Cuando completó el programa, le consiguieron un alquiler y un empleo de cuatro horas por la mañana como cajera de una importante cadena de supermercados. La chica lo hizo bien, y renovaron su contrato de prueba, el de los tres y los seis meses. Comenzaba a levantar cabeza. Conseguía su propio dinero y hacía cursos subvencionados con fondos europeos por las tardes. De cocina, de masajista, de esteticista.
Una noche la tentaron para salir de copas con algunas compañeras; era el cumpleaños de alguien y se prometió a sí misma tomarse unos sorbos y volver a casa zumbando, lejos de la noche, como le habían enseñado en el programa. Pero en el primer tugurio al que fueron conoció a un chico de ojos avispados y sonrisa espectacular. Era tan diametralmente opuesto al joven que la dejó encinta que automáticamente se sintió atraída por él. Era atractivo, y todo su lenguaje corporal parecía decir “sexo”. Bailaron y tomaron caros combinados de vodka, gin-tonic y ron, y rieron, cómo rieron, hasta que él pasó un dedo por la línea de sus labios y le hizo señas para que le acompañara a los aseos.
Sandra, embriagada por el cálido aturdimiento del alcohol, quería dárselo todo. Lo deseaba tanto. Pero cuando entraron en el pequeño cubículo del retrete y ella buscó sus labios con un deseo casi animal, sus ojos se toparon con algo que él sujetaba delante de ellos: su antiguo amante, el dueño absoluto de su alma. Una bolsita de plástico con un polvo blanco en su interior.
Cuatro semanas más tarde, Sandra había perdido su empleo. Recibió varias llamadas de control de la gente del programa, pero el timbre del teléfono era como una letanía sin sentido sonando en los márgenes de su consciencia.
Muy poco después, sobrevino la Infección. Las viejas redes de distribución de cocaína se rompieron: ya no había nadie que vendiese aquella mierda, y casi nadie que quisiera comprarla. Las calles empezaron a vaciarse. Sandra tuvo que enfrentarse por tercera vez al Quinto Jinete del Apocalipsis, el mono, pero cuando estuvo preparada para enfrentarse de nuevo a la calle, era demasiado tarde: nadie respondía al teléfono, su vecina se había marchado. El mundo se había acabado.
Sobrevivió como pudo. Le debía la vida a un señor de cincuenta y pico llamado Pablo, que la ayudó en aquellos duros días del comienzo. Durante unos días les fue muy bien. Eventualmente, llegaron hasta Carranque, donde vieron a los supervivientes tras las alambradas. Habían estado intentando salir de la ciudad por el oeste, rumbo a la autovía que les llevaría a zonas menos pobladas. Pablo no lo consiguió por poco. En el último momento, un zombi le derribó al suelo donde desapareció bajo una montaña de cuerpos. Dozer y José llegaron corriendo y dispararon contra todos ellos, pero era demasiado tarde. Antes de morir, Pablo se debatió durante unos pocos segundos con un manantial de sangre saliendo a borbotones de su nuez cercenada. José impidió que volviese a alzarse con un certero balazo en la cabeza.