El Padre Isidro, con los brazos en cruz, se ofreció a Ellos. Lo juzgarían, purgarían sus pecados con el santísimo sacramento de la redención. Miró hacia arriba, esperando ser abatido en cualquier momento. En su castigada cabeza se repetía un único mensaje incesante: “Ya voy, Señor, ya voy, Señor, ya voy...”. Su sotana, mugrienta, tremolaba en el umbral, con los bajos tornados en jirones descosidos y rasgados.
Puede que fuera debido a su particular percepción de las cosas en aquel momento de entrega y rendición incondicional, pero en la lóbrega noche malagueña, el tiempo se detuvo con el sonido desacelerado de una vieja bobina de cine. El Padre Isidro contuvo su propia respiración; el silencio era tan denso, tan embriagador, que por un instante se sintió transportado. Pensó, incoherentemente, que todo había ocurrido ya, que había muerto, y que ascendía, ascendía hacia los cielos a reunirse con su Dios. Las estrellas parecieron salir a su encuentro.
Entonces bajó la cabeza y miró.
Vio un centenar de ojos sin pupila que lo taladraron con la precisión de un láser, y vio bocas muertas. Tuvo entonces sensaciones contradictorias: sintió debilidad, y sin proponérselo conscientemente, retrocedió un paso. Pero al mismo tiempo, alimentado por una fuerza que nacía de lo más profundo de su creencia religiosa, luchaba por permanecer, quedarse y atender los designios que, según creía, le llegaban desde los cielos.
—Oh, Dios mío... Dios mío, por favor, ayúdame... —gimoteó, sintiendo que el labio inferior se agitaba convulsivamente. Sin embargo, consiguió mantenerse firme, cerrando los puños y apretando los músculos del vientre. La brisa comenzó a soplar con más fuerza.
Entonces, como títeres movidos por hilos invisibles, los muertos empezaron a avanzar al unísono, de manera desgarbada. Se balanceaban de un lado a otro, chocaban con los hombros, lanzaban sus brazos hacia delante.
Se quedó quieto, congelado en un instante eterno.
Los muertos le rodearon...
Pasaron de largo.
Los muertos le rodearon, le rozaron con sus cuerpos blancos y empezaron a entrar en la iglesia, buscando, aquejados de frenéticos espasmos. El Padre Isidro pestañeaba, incapaz de comprender lo que pasaba. En cuestión de segundos se vio a sí mismo enterrado en el enjambre de cadáveres, como si fuera uno más. Miraba alrededor, sintiendo una mezcla de náusea, terror y... alivio.
¡No le atacaban! ¡No le arrancaban la carne a jirones, no le mordían, no lo sofocaban con sus manos frías de la tumba! Miraba con una mezcla de fascinación y repugnancia sus rostros descarnados. Uno de ellos, vestido con un traje de pana marrón, lucía una escalofriante herida en el cuello, lo suficientemente profunda como para caminar dando cabezadas. Al que estaba detrás le faltaba todo el maxilar inferior y la lengua le colgaba a un lado, fláccida, gris e hinchada. Otro caminaba con una gruesa barra de metal incrustada en el pecho, justo debajo del corazón. Pero ninguno de los resucitados parecía tener interés en él. En absoluto.
“¿Por qué?”, se preguntaba. “¿Por qué yo?”. Saltaba sin parar de una posible explicación a otra, pero las desechaba con la misma rapidez con la que aparecían en su mente. En el ínterin, los cadáveres comenzaron a moverse hacia todas direcciones. Estaba claro que la iglesia, que había sido ocupada por completo, no era ya un objetivo para ellos.
De pronto, en medio de aquel río infecto de muerte y podredumbre, y atormentado por tales pensamientos, lo comprendió. Y aquella comprensión rotunda del hecho indiscutible de que él era salvo, de que había sido juzgado y encontrado casto y libre de todo pecado, le hizo tambalearse.
—Oh, Padre... —dijo, mirando hacia el cielo cuajado de estrellas y sintiendo que un nuevo manantial de cálidas lágrimas empezaban a asomar en sus ojos, aquejados del brillo espectral de la demencia—. Guíame, Dios todopoderoso, ¿qué... qué debo hacer ahora?, ¿a dónde debo ir?
Pero allá arriba las estrellas titilaban, y nada decían. Miraba suplicante hacia todos lados, buscando una respuesta, una señal, un mensaje que él pudiera interpretar. Bien es verdad que, en aquel estado mental, el Padre Isidro podría haber interpretado hasta el vuelo errático de una mosca sobre un montón de mierda, pero el azar fue mucho más que caprichoso en aquella noche.
El viento estaba arreciando. Una pequeña cuartilla de papel traída desde no se sabía dónde le sacó de su ensimismamiento; se le pegó en el pecho, cerca del cuello. El Padre Isidro la cogió, pestañeando. Parecía un texto manuscrito con grandes caracteres.
ESTAMOS VIVOS
Estamos en el 53 de la Plaza de la Merced. Estamos sitiados. Somos 6 supervivientes y necesitamos ayuda medica urgente. Se nos acaba la comida y el AGUA. Por favor vengan a rescatarnos, acceso por tejado posible.
URGENTE
—Vivos... —murmuró el Padre Isidro, mirando la nota y releyendo sus palabras, una y otra vez.
Ésa era la señal. Todo encajaba tan suavemente en el puzzle de su destino que casi podía sentir los hilos con los que Dios le gobernaba. ¿Cómo se atrevían aquellos seis impuros a intentar escapar del sagrado Juicio Final? Examinó la letra, el acento que faltaba en la palabra “médica”. Jóvenes, seguro, o gente baja, calaña que había vivido entregada al pecado. Casi podía imaginárselos, encerrados tanto tiempo en aquel refugio, subyugados ya por la impudicia y... que Dios les perdonase... la fornicación.
—Yo seré el Agua... —comenzó a decir, dando pequeños pasos hacia delante, en dirección a la Plaza de la Merced. Sus ojos eran dos océanos turbulentos viciados de locura—. Yo seré el Agua que os lave, porque yo he sido juzgado. Yo seré la Puerta que os conduzca de vuelta al Reino, al Reino del Señor...
La oscuridad se lo tragó.
—Tenemos que irnos —dijo el joven—. Lo sabes, ¿no?
Ella no contestó inmediatamente. Miraba por el amplio ventanal mientras la lluvia caía copiosamente. Fuera, la ciudad que había amado tanto se sumía en tinieblas, desprovista de la energía eléctrica que antaño iluminaba ventanas y farolas. Sin ella, los edificios eran mortecinas moles erigidas sin aparente concierto; bloques totémicos, vestigios de una cultura que desaparecía rápidamente.
—Estoy lista —dijo al fin.
El joven consultó unos papeles que llevaba sujetos a una carpeta verde.
—Bueno. Hoy toca... —Se acercó al ventanal y, con los ojos entrecerrados, buscó entre los edificios que tenían enfrente. Luego miró sus documentos y por fin señaló una mole grande de muchas plantas y aspecto curvo que se recortaba contra el cielo plomizo—. Ése de ahí.
Susana estudió el edificio.
—¿Quiénes vienen? —preguntó.
—Nosotros dos, Uriguen y Dozer. Susana asintió.
—Mejor.
El campamento tenía a sus chicos, un grupo de limpieza que hacía expediciones prácticamente a diario en los edificios de alrededor. Su misión no era otra que ir limpiando cada piso y clausurándolos. Echaban a los muertos de allí y retiraban los cadáveres. Cuando se encontraban alguna escena de casquería y charcos de sangre, la limpiaban y utilizaban desinfectante generosamente. Esas tareas eran parte del plan de aumentar el perímetro del campamento de Carranque, y aunque resultaba desalentador por su magnitud, psicológicamente les ayudaba bastante. Aunque era un trabajo durísimo, se sentían bien haciéndolo. Cada edificio limpio era un pequeño paso hacia la cordura. Les gustaba ver habitaciones sin muertos vivientes, habitaciones diáfanas sin el terror de la sangre manchando suelos y paredes. Era, en definitiva, como si poco a poco reconquistaran la ciudad.
Uno de los grandes proyectos que siempre habían querido acometer era retirar los coches que bloqueaban las calles adyacentes a las instalaciones. Esto les permitiría acceder de nuevo a la autovía y recorrer toda la costa buscando otros supervivientes. Aranda había sugerido un autobús, con alguna modificación para proteger las grandes ruedas. Había autobuses de lujo por todas partes, que resistirían perfectamente los envites de todas aquellas cosas muertas. También había sugerido dos cuñas para la parte delantera, por si llegaba el caso de tener que abrirse paso entre una muchedumbre de zombis. Pero antes de acometer todas esas tareas, necesitaban expandir el perímetro de la zona.
Uriguen protestó cuando se le convocó a la expedición. No le gustaban los días nublados, pero mucho menos le gustaban los días de lluvia.
—Zombis y lluvia, qué deliciosa combinación. ¿No podemos hacerlo mañana? —dijo al fin.
—Venga, hombre —exclamó Dozer metiendo una Star 28 PK en su funda, bajo el brazo. Era la pistola reglamentaria de la policía local. Las habían cogido prestadas de la comisaría que estaba a un kilómetro en dirección sur. También cogieron muchos fusiles Heckler & Koch que se habían convertido en una extensión de ellos mismos durante sus incursiones. Aranda había tenido la idea de colocarles linternas magnéticas que se mantenían firmemente sujetas a los cañones y eran fáciles de acoplar y quitar—. ¿Dónde está la parejita?
—José ha ido a buscar a Susana. No creo que tarden mucho.
—Bueno... perfecto para echarme un cigarro. Mierda... —dijo Dozer mientras se palmeaba todos los bolsillos de la camisa y el pantalón—. No me jodas que me he dejado el tabaco en la habitación.
—Yo tengo —dijo Uriguen, pasándole una cajetilla de Benson & Hedges.
—Hostia, Benson, qué cabrón... —rió Dozer.
—No... voy a fumar Gold Coast ahora que el tabaco es gratis.
Dozer soltó una poderosa carcajada.
—No sé por qué me he echado al vicio... —dijo Dozer, exhalando el humo de la primera calada.
—¿No fumabas antes?
—Pues la verdad... no. —Sostenía el cigarro cogido con dos dedos y miraba la cabeza incandescente. Una tenue columna de humo ascendía perezosamente—. Me fumé el primero encerrado en un ascensor, pocos días después de que todo se fuera a la mierda. Estábamos una chica y yo. Creo que se llamaba Sandra. Dirás que es raro eso de fumar en un ascensor, pero habíamos abierto la rejilla de mantenimiento, en el techo, y ella estaba muy nerviosa. Se había ido la luz... ¿Te acuerdas cuántas veces se iba la luz los primeros días?
—Es cierto... —comentó Uriguen, con la mirada ida, sin mirar a ningún punto concreto.
—Era por los reenganches. En Málaga hay dos centrales que producen cuatrocientos megavatios eléctricos cada una, pero las necesidades de la Costa del Sol son de unos mil trescientos, por eso una parte de la energía viene derivada de ciudades como Córdoba o Jaén, y otra parte es compensada por otras fuentes energéticas alternativas.
—¿Como placas solares y torres eólicas, como las de Vélez-Málaga?
—Ajá, justo. Pues esta chica, Sandra, estaba muy nerviosa con los trompicones del ascensor y prácticamente me suplicó que la dejara fumarse un cigarro. Me dio mucha lástima, sabes, era tan pequeña... que le dije que qué demonios, que me echaba uno con ella. Eso la animó bastante... vaya si cambió cuando sintió la nicotina galopando por sus venas.
Uriguen rió, pensando en la famosa canción de Queco.
—Estuvimos un par de horas encerrados, y cuando salimos... —De repente, la expresión de su rostro se ensombreció—. Bueno, cuando salimos las cosas nunca volvieron a ser las mismas. —Dio una larga calada al cigarro—. Era el ascensor del Corte Inglés, ¿sabes? Nosotros no lo sabíamos entonces, pero cuando el encargado del generador fue a revisar que aguantaba bien el corte del suministro, se llevó una descarga de impresión y se quedó tieso al instante. Por eso acabó fallando el sistema eléctrico y nos quedamos a oscuras tanto tiempo.
—¿Y el encargado se...?
—¿Que si volvió como un zombi de mierda?, ya puedes decirlo. Joder, además fue rapidísimo... Sabes que nunca se sabe cuánto puede tardar alguien en volver a la vida, pero este tío debió de ser un Carl Lewis del puto país de las maravillas de los muertos vivientes.
Uriguen rió como un loco con la ocurrencia.
—Él... bueno, sólo puedo imaginar lo que pasó... me imagino que algún jefe de planta o jefe de mantenimiento bajó allí a ver por qué no estaba funcionando el sistema de generadores. Tenían que tener un cabreo de cojones: imagina todo el pillaje que propició la oscuridad casi total en todas las plantas —dijo con una media sonrisa esbozada en los labios—. En fin... creo que no hay que mencionar que el que sea que bajó se encontró con una buena fiesta privada. Y pienso que, quizá, un poco más tarde bajó alguien más, hasta que llegaron a ser un grupo lo suficientemente interesante. Puede que entonces esas cosas dieran con la puerta de salida a las plantas comerciales.
Uriguen no dijo nada. Podía dibujar la escena en su mente: un grupo de zombis abriendo violentamente unas puertas dobles metálicas donde rezaba Sólo personal autorizado, llevando monos de trabajo y uniformes con el logotipo del Corte Inglés. Lo peor de los zombis, reflexionó, era verlos vestidos con las ropas que llevaron en vida, en el momento de morir. Los veías con sus trajes de chaqueta y sus batas de personal de limpieza. Y peor: los veías vestidos con la delicada blusa de encajes que una joven adquirió por veinte euros para impresionar a su novio; entonces mirabas hacia arriba y te enfrentabas a un mundo de locura que desbordaba por las pupilas negruzcas y sin vida de lo que un día fue una niña hermosa y llena de vida.
—Estar allí dentro —continuó Dozer—, en la penumbra del ascensor, y escuchar los gritos lejanos de la gente casi acabó con nosotros. Imagínate la oscuridad, la confusión... Como siempre, se propagó rápidamente.
Permanecieron en silencio unos instantes. El cigarro se consumió.
—¿Cómo salisteis de allí?
—Cuando volvió la luz. Pudimos llegar al siguiente piso y abrir las puertas. Había sangre por todas partes.
—Dios...
Dozer se puso bruscamente en pie y empezó a asegurar las cintas de las protecciones acolchadas que llevaba en las espinillas y los muslos, como si quisiera cambiar de tema. Por fin, rompió el silencio de nuevo.
—¿Has estado alguna vez en el cementerio? —preguntó con voz queda.
—No... no se me ocurriría, tal y como están las cosas.
—Yo sí —dijo—. Ve algún día, si sacas cojones. Ve y agudiza el oído. Túmbate sobre una de esas losas y escucha...
—¿Qué quieres decir?
—Algunos están vivos. En sus tumbas. Ahí abajo. Algunos están vivos.
Nunca usaban la salida de la calle para abandonar las instalaciones; había demasiados cadáveres acechando la verja como para considerarlo siquiera. En su lugar, usaban el alcantarillado para desplazarse por debajo de la ciudad de un punto a otro. La bajada a las alcantarillas se hacía por una escalerilla metálica de mano que descendía cinco metros, lo que hacía esa entrada totalmente inexpugnable. A Aranda le fascinaba también que no quedara ni una sola rata en ninguna parte; era como el viejo mito en el que abandonan el barco antes de zozobrar, y Málaga, en efecto, se hundía en aguas procelosas.