Los caminantes (12 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

—Escucha... estaré abajo, tengo cosas que hacer. Seguro que al final todo se arregla, ¿vale?

Isabel le miró y forzó un intento de sonrisa, pero volvió a bajar la cabeza rápidamente, incapaz de sostenerla por mucho tiempo.

Cuando Arturo se hubo marchado, volvió a echar un vistazo por el ventanal. Los muertos deambulaban, chocaban entre sí, cambiaban de rumbo sin razón aparente. En silencio, los odió a todos. Uno por uno.

Al día siguiente tuvieron una pequeña reunión de urgencia, después del desayuno, para discutir el problema del agua. Sentían que su salud podría resentirse si bebían solamente bebidas carbonatadas.

—En principio tenemos cinco palés de latas de Fanta de limón, dos de naranja y dos más de Coca-Cola —explicó Arturo—. Además he calculado unos mil litros de Coca-Cola normal en botellas de dos litros. Esto debería durarnos una buena temporada, pero existen unos problemas. Aparte del azúcar, está el problema de la cafeína: puede dar lugar a taquicardia, insomnio, dolor de cabeza, temblores y crisis de ansiedad. No necesitamos nada de eso, especialmente porque no contamos con ningún fármaco, ni siquiera una vulgar aspirina. Por si fuera poco, la combinación del ácido fosfórico con azúcar refinado y la fructosa que estas bebidas pueden tener, dificulta la absorción de hierro en el organismo, lo cual puede llevar a anemia. Otra cosa que no queremos aquí, por la cuenta que nos trae.

—Vaya... —dijo David, un chico alto y enjuto.

—Así que tenemos que pensar dónde conseguir agua. No a corto plazo, no inmediatamente, pero sí convendría ir estudiándolo.

Un murmullo generalizado les puso a todos de acuerdo.

—Eso no va a ser nada fácil —dijo Isabel.

—Está la idea del tablón... —dijo David.

Encontraron el tablón en la azotea, detrás del tendedero de la ropa, apoyado contra la pared. Era una tabla enorme, de al menos cuatro metros de largo, y reforzada con varas de hierro. Tenía restos de pintura por todas partes, así que pensaron que debía haberse usado como andamiaje en tareas de pintura. Si eso era cierto, seguramente contaba con la resistencia necesaria para soportar el peso de una persona.

También estaba la ventana. El edificio de enfrente, por la parte de atrás, parecía completamente vacío; nunca vieron ni escucharon nada en su interior. Sin embargo, una de las ventanas estaba abierta de par en par. Alguien tuvo la idea de usar el tablón para cruzar hasta el otro edificio, dado que la distancia entre ambas fachadas no era mayor que la altura de la tabla. En la práctica, nadie había querido arriesgarse a salvar esa distancia cruzando por una tabla abandonada en una azotea: la intemperie la había vuelto gris y macilenta, y resultaba sencillo imaginarla crujiendo, partiéndose por la mitad y cayendo al vacío.

—¡No sabemos qué ventajas nos va a traer cruzar enfrente! —exclamó Isabel. Siempre había sido una voz en contra de la idea de cruzar la calle por ese método.

—Podría haber agua —dijo David.

—¿Las cisternas? —preguntó alguien.

—Se habrán evaporado en este tiempo. Además, no debe suponer una cantidad de agua muy grande —contestó Isabel.

—No hay otra manera, Isabel.

—Sometámoslo a votación. ¿A favor de cruzar con la tabla? —dijo Mary, una chica rubia de aspecto frágil, levantando la mano.

Isabel miró alrededor y soltó un sonoro bufido. Ella era la única en contra.

Por la tarde, después de una frugal comida a base de albóndigas enlatadas con tomate, pusieron en práctica la idea del tablón. El día era favorable: tranquilo y con total ausencia de viento.

—Iré yo... —dijo David—. Soy el más delgado...

Mary le miró con una creciente sensación de pánico; ella era tanto o más delgada que él, y todavía más pequeña. Pero David le dedicó una mirada tranquilizadora.

—Iré yo... ¿vale?

Ella le sonrió, visiblemente aliviada.

Empujaron la tabla por la ventana, con mucho cuidado, y la apoyaron sobre el alféizar del edificio de enfrente. La probaron con las manos, haciendo presión.

—Parece bastante fuerte —observó Arturo.

—Ya veremos —comentó David, ayudándose de una silla para encaramarse a la ventana. Una vez arriba, se agarró de los marcos para hacer fuerza con el pie en varios puntos.

—Por Dios, ten cuidado, Deivid —dijo Isabel. Siempre le llamaba David, pronunciado a la inglesa.

Se agachó hasta ponerse a cuatro patas, y comenzó a avanzar despacio. La tabla no era muy ancha, apenas ochenta centímetros, lo que no ayudaba a imprimirle confianza. Intentaba no mirar abajo, donde los muertos arrastraban los pies en desmadejado tropel.

Nadie decía nada. Arturo y otro chico se apresuraron a sujetar el tablón cuando David se hubo alejado un poco. Avanzaba unos centímetros cada vez, primero una rodilla, luego la otra. Notaba que, a medida que ganaba terreno, la tensión se iba apoderando de él. Se sentía la cara roja. No quería sudar, pero se conocía demasiado bien, y sabía que en poco tiempo sus manos iban a dejar húmedos rastros en la madera.

—Vas bien... ya casi estás, tío... —le animaban desde atrás.

Pero entonces, un poderoso sonido llenó el aire, ominoso, terrible. Les atenazó el corazón a todos. Isabel dejó escapar un pequeño grito. Era la tabla: amenazaba con un buen y sonoro crujido.

—¡Retrocede! —le llamaban sus compañeros, fuera de sí—. ¡Se parte, David, se parte!

David aguantaba la respiración. Tenía los brazos tensos como cables, y el estómago era un músculo prieto y dolorido. Muy despacio, volvió la cabeza hacia atrás, intentando no perder el equilibrio. Vio las caras de sus amigos: eran un mapa de las tierras yermas del terror.

—Eh... no pasa nada... —dijo, intentando mostrar una buena sonrisa, pero no tuvo tiempo. La tabla volvió a crujir, un fuerte y definitivo crac, seguido de un sonido que parecía el de un revólver de gran calibre. La tabla de partió en dos, levantando una nube de polvo blanco. David se precipitó hacia el vacío, con las manos extendidas. Cayó un par de pisos más abajo, en mitad de la pequeña calle que separaba los edificios y se partió ambas piernas y los dos brazos. Su boca escupió un aparatoso chorro de sangre.

Isabel chillaba. Arturo permanecía asomado con los brazos extendidos; no había sido lo bastante rápido como para cogerle por los pies. Miraba abajo, al fardo descoyuntado que era ahora su amigo. No acababa de asimilarlo... había sido tan rápido... Detrás suya le llegaba el sordo rumor de unos gritos, como amortiguados por una almohada. Alguien lloraba... ¿Mary, era Mary? A través de la piadosa neblina que cubría toda la escena, Arturo creyó comprender lo que veía abajo... se le habían echado encima, estaban encima del cuerpo de su amigo. Al principio uno, luego dos... tironeaban de las extremidades, clavaban sus bocas inmundas en todas las heridas. Arturo negaba con la cabeza, pero no podía apartar la vista de aquel dantesco espectáculo. Con creciente horror, empezó a ser consciente del sonido de una sirena que venía in crescendo de abajo, de la calle. Entonces lo entendió del todo... No era una sirena. Era David, aún estaba vivo, y gritaba, gritaba con tal intensidad que Arturo tuvo que cerrar los ojos, taparse los oídos y abrirse camino hacia el interior de la casa.

Seis negritos. Uno fue devorado, y cinco quedaron.

XIV

Málaga se moría. Una arrastrada agonía recorría sus calles como un germen infeccioso, necrosando a sus habitantes. Los caminantes estaban ya por todas partes; se unían formando grupos, acechaban los portales y bloqueaban las carreteras. Había accidentes y coches volcados en todos los rincones. En la autopista, los conductores sufrían accidentes intentando esquivar los cuerpos macilentos y otros vehículos siniestrados, y sus ocupantes morían en la colisión. Los que sobrevivían no llegaban tampoco muy lejos: eran rápidamente alcanzados por los caminantes. De cualquiera de las dos formas, a las pocas horas, todos los fallecidos volvían a la vida con los ojos ausentes y una única motivación: dar caza a los vivos.

Encerrado en la Iglesia de la Victoria, el Padre Isidro se postraba ante el altar, como cada día durante las últimas semanas. Allí rezaba a todas horas hasta caer desfallecido por la noche, pero incluso entonces, los ruidos nocturnos de una Málaga que agonizaba lo despertaban a menudo, y las noches eran una pesadilla mortecina que vivía en intervalos de vigilia. Ya no había luz eléctrica, pero aún contaba con un suministro prácticamente inagotable de velas e incensarios que había dispuesto por doquier. El aire era denso, embriagador, penetrante.

El Padre Isidro era un hombre increíblemente delgado. Apenas se había alimentado durante las últimas semanas, desde que los muertos comenzaron a vagar por la faz de la Tierra, y había perdido peso con una rapidez fascinante. Arrodillado en aquel altar, sudaba abundantemente; su frente y todo su cuello estaban perlados por una miríada de gotitas de sudor. A veces rompía a llorar, con los ojos fuertemente apretados, mientras sus labios articulaban, en silencio, los miles de rezos y súplicas que elevaba hacia su Dios.

—¡Señor! —explotaba de pronto, levantando la mirada hacia el altar y llamando con voz colérica—. ¡Estamos preparados, Señor, cae sobre nosotros y juzga a tu pueblo impío, Señor!

Pero Él no venía, no respondía a sus plegarias, no les llamaba para terminar lo que había empezado. Entonces, movido por un febril impulso, se levantaba y se acercaba a su libro de la Biblia, abierto en el atril por un pasaje que había leído y releído innumerables veces.

No se maravillen de esto, porque viene la hora en que todos los que están en las tumbas conmemorativas oirán su voz y saldrán; los que hicieron cosas buenas a una resurrección de vida, los que practicaron cosas viles a una resurrección de Juicio. Los hombres buscarán la muerte, y no la hallarán; y desearán morir, y la muerte ira huyendo de ellos.

El Padre Isidro temblaba de fervor cuando repasaba esas líneas. Por fin había ocurrido: Dios había llamado a justos y pecadores y los había convocado al Juicio Final. Los muertos habían abandonado sus tumbas y habían vuelto a la vida, y era cuestión de tiempo que Él los juzgase a todos: bajaría de los cielos y daría a cada cual según sus obras. ¿No lo profetizó el Apóstol Pablo en el Nuevo Testamento? El mismo Señor descenderá del cielo. Él estaba preparado, y rezaba —oh, cómo rezaba—, en preparación a Su venida.

Pero los días pasaban, y Él no venía. La ansiedad le devoraba como una enfermedad degenerativa. Consultaba la Biblia continuamente, pasando las páginas hacia delante y atrás, leyendo párrafos aleatorios. De vez en cuando se secaba el sudor de la frente con la manga de su sotana y leía algún párrafo con voz temblorosa, asintiendo mientras lo hacía.

“Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros, los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor. Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras...”.

—Se detuvo, con los ojos desorbitados, reflexionando unos instantes sobre lo que acababa de leer.

¿Y si él no se encontraba entre los Justos? ¿Y si Él lo encontraba indigno? Negó con la cabeza con vehemencia, como intentando arrojar esos pensamientos lejos, fuera de su cabeza. No, él había hecho lo que era necesario, lo que había que hacer, lo que Él hubiese querido. Había cerrado las puertas del templo y había mantenido a todos fuera, a los que querían escapar del Juicio Final, los que no querían ser juzgados. A Sofía y a los demás. Cómo habían corrido hacia él y aporreado las grandes puertas dobles cuando él las cerró ante ellos. Cómo habían gritado cuando se acercaron los resucitados, en lugar de sentir el gozo y la dicha del momento glorioso de encontrarse puros y redimir sus pecados. Cómo le habían engañado, tanto, tanto tiempo. Los creía hombres y mujeres Justos, servidores de Dios, devotos creyentes, pero los muertos habían venido a por todos ellos y los habían encontrado... culpables. Desgarraron sus torsos, henchidos de pecado, y separaron sus cabezas y desmembraron brazos y piernas.

Qué dicha había sentido cuando se le iluminó el camino que debía seguir. Corrió al altar, se arrodilló y permaneció allí, entregado, rezando y abriendo su corazón a Él hasta que las piernas le hormiguearon tanto que tuvo que dejarse rodar sobre un costado y llorar de dolor hasta que pudo volver a caminar.

—¿Qué debo hacer, Señor? —imploró, con la voz rota, diluida en un sollozo lastimero—. ¡Señor, dime qué debo hacer!

Pero las ominosas paredes de roca no le respondieron, la noche no trajo ningún ruido excepto el constante frufrú de los muertos vivientes esperando en el exterior; las velas no titilaron, la señal que esperaba no llegó.

De repente la duda le asaltó, y con la duda venía mezclado un atisbo de esperanza... ¿y si Él estaba esperándolo? ¿Y si Él, en su infinita sabiduría, alabado fuese en Su Gloria, oh Señor... aguardaba un testimonio de su fe y de su devoción?, ¿alguna muestra de su Amor? ¿Y si Él...?

Una chispa se encendió en su atribulada mente, una chispa que detonó con un clic casi audible. Sus ojos se abrieron cuanto les era posible. Allí dentro, detrás de sus pupilas, bailaba el germen de la locura, infatuado por la absoluta certeza de que su Padre celestial requería que se sometiese a los Jueces: que se entregase a los difuntos resucitados, que también él se doblegase al Juicio Final.

Explotó en llanto, víctima de una fuerte taquicardia que le obligó a apoyarse contra la pared. Cuánta gratitud sentía, oh Padre misericordioso, por aquella revelación inesperada. Se preguntaba cómo había tardado tanto en descubrir el Camino Recto que le llevaría a la salvación eterna. Miró hacia las puertas del templo. Había apilado allí todos los bancos y hasta uno de los confesionarios para impedir la entrada de los difuntos.

—Oh, Señor... qué ciego he sido... —dijo, avanzando veloz hacia los bancos—. Ya voy, Señor, ya voy...

Los retiraba con extrema facilidad, y éstos caían a ambos lados con un sonoro estrépito. Sorprendía verlo desmontar la barricada pese a su pronunciada delgadez, consumido por un desbocado fervor. Por fin, retiró la última tranca y abrió las dos hojas de par en par.

La noche lo recibió, cargada del hedor que generaban los cadáveres allí congregados. La fría e inesperada brisa nocturna le secó el sudor de la frente. La luz del interior del templo, iluminado por varias decenas de velas, se desparramaba sobre las formas siniestras que esperaban fuera. Más allá sólo había oscuridad: Málaga era un manto espectral apenas iluminado por la luz de las estrellas.

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