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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Los caminantes (7 page)

Había muchas cosas que no comprendía acerca de los caminantes. Para empezar, no sabía por qué todos los cadáveres habían vuelto a la vida. Fue de repente, como si alguien allá en los cielos pulsara un interruptor. El Día del Juicio Final, pero sin trompetas ni fanfarrias. Como en todas aquellas películas de zombis. Desde que se produjo el incidente que trajo a los sepultos a la vida, creía haberlas visto casi todas: las italianas, las americanas y algún bodrio francés insufrible. Buscaba alguna pista que le permitiera comprender la situación, pero no encontró nada. En algunas cintas le echaban la culpa a un fenómeno relacionado con las manchas solares; en otras, a un experimento militar fallido —indefectiblemente americano—, y en no pocas, a algún germen mutado por culpa del efecto invernadero, la pérdida de la capa de ozono o la gripe aviar.

Tampoco terminaba de comprender por qué algunos eran tan lentos y torpes, y otros eran capaces de desarrollar una fuerza sobrehumana. Algunos parecían víctimas de su propio y cruel destino, arrastrando su miserable existencia con parsimonia y visible cansancio; y otros eran poderosas máquinas de aspecto humanoide, capaces de las más asombrosas proezas físicas. Al menos, el viejo mito de la cabeza era cierto: si la cabeza sufría un daño considerable, el cadáver ya no se levantaba nunca más.

Además, seguramente había una razón determinada por la que no había niños ni ancianos zombis. Juan había visto el proceso que sufría una víctima desde que era atacada hasta que volvía a la vida: un lapso de tiempo en estado de coma sin pulso, que duraba desde pocos minutos a varias horas, y después sobrevenía la reanimación. Cuando la víctima volvía a la vida ya no era más que un depredador integral con un único objetivo: alcanzar y devorar a su presa. Los niños y los ancianos no volvían a la vida, sin embargo. Se quedaban muertos. Y ya que estaba en esa línea de pensamiento, se preguntó a qué se debía esa diferencia de tiempo en el proceso de reanimación; con probabilidad a algún factor determinado que podría explicarse desde el punto de vista médico. Con el ceño fruncido, se dijo a sí mismo que cosas como ésa podrían ser datos significativos que le podrían ayudar en su lucha por la supervivencia. Podrían ayudarle a vencer a esas cosas.

Sentado en el Foreman cerca de la línea donde rompían las olas, un Juan ensimismado en sus propias ensoñaciones se imaginó rociando un gas sobre la ciudad. Un gas de su propia invención conteniendo el resultado de sus investigaciones y estudios sobre la sangre infectada; un gas que afectaba solamente a los caminantes, y que los volvía a poner de nuevo en su sitio: a bordo de la galera de velas negras que viaja hacia el dulce olvido de la muerte.

X

El periplo de Juan Aranda desde el pueblecito costero del Rincón de la Victoria hasta el centro de Málaga, a unos cuarenta kilómetros de distancia, fue una epopeya que duró varios días. Había comprendido que no quedaba ya absolutamente nadie con vida en la zona, así que una serena noche de luna llena, con un hermoso cielo azulado como testigo, Juan cogió su quad Foreman y empezó a conducir en dirección oeste, hacia la ciudad.

Mientras comenzaba su viaje, Juan pensaba en los últimos hombres vivos que había visto en el Rincón. Un grupo de individuos que habían hecho suyas las calles subidos a vehículos con tracción a las cuatro ruedas. Iban armados con cadenas, rifles y una suerte de lanzas que utilizaban para ensartar a los cadáveres desde la bandeja trasera. Juan no se fió de ellos desde el principio; ya conocía las bandas dedicadas al pillaje, así que cuando los vio por primera vez, por sus maneras rudas y su forma violenta de manejarse, supo que no eran gente a la que quisiera exponerse. Por lo tanto, siempre que los oía llegar con sus poderosos motores y sus gritos de cowboys empapados en crack, trataba de ocultarse y se dedicaba a observarlos.

Eran nueve, todos jóvenes y fuertes. Generalmente iban bebidos, con botellas de vodka o whisky en sus manos. Al principio parecían manejarse sorprendentemente bien: No sabía dónde se ocultaban cuando no andaban por ahí revolucionando el motor y embistiendo zombis, pero sabía que disfrutaban volando las tapas de los sesos de los espectros con sus armas automáticas y atropellando sus cuerpos.

Ambos coches estaban dotados de grandes ruedas anchas y superaban con facilidad los bultos de los cuerpos caídos.

La tarde antes de que Juan decidiese intentar llegar a Málaga, el grupo cometió un fatal error. Habían dejado los coches en la acera y se habían encaramado en lo alto de un pequeño taller de reparaciones de una sola planta. Desde allí, se dedicaron a beber alcohol y a pegar tiros a los espectros. Chillaban y reían y arrojaban las botellas vacías contra ellos. Juan los vio llegar, oculto tras la reja metálica de un supermercado al que iba a abastecerse. Le gustaba porque tenía un acceso discreto por la parte de atrás que siempre aseguraba tras irse, así sabía si el lugar había sido violentado y, por lo tanto, infecto por los caminantes.

Fue la primera vez que Juan los vio transformarse.

Fue un proceso paulatino. Al principio, los muertos deambulaban erráticos por la calle, como siempre hacían. Juan los observaba pensativo mientras acababa una bolsa de patatas con jamón desde la seguridad de su escondite. En ocasiones, uno chocaba contra otro y cambiaban de rumbo. De pronto, alguno se detenía y se quedaba mirando estúpidamente un bajante de una pared o un silencioso aparato de aire acondicionado. Cuando los coches llegaron, Juan observó un cambio en los espectros. Comenzaron a andar un poco más deprisa, inquietos por el ruido. Levantaban las manos erráticamente, y sus bocas muertas se abrían, quizá anticipándose al ataque. Juan vio bajar a los chicos y servirse de los vehículos para trepar al tejado. Para entonces, el ruido de las puertas, sus voces roncas y burlonas y el par de disparos que se produjeron habían provocado una excitación notable en todos los muertos vivientes. Ahora todos se dirigían hacia los coches, algunos torpemente, pero en otros se apreciaba una fuerte crispación. En la hora que los vivos estuvieron entregados a la tarea de beber y disparar, habían llegado multitud de espectros desde las calles adyacentes. Los disparos les excitaban cada vez más. A veces, alguno era alcanzado en la cabeza y se desplomaba, totalmente laxo, al suelo. Pero el sonido violento del disparo les hacía dar un respingo y les enfurecía. El clamor de sus voces guturales alcanzaba cada vez nuevas cotas; levantaban sus manos trocadas en garras muertas hacia ellos y se afanaban, impotentes, en atraparlos.

En aquel momento, Juan sabía que no podía ya intentar salir del supermercado. No le importaba mucho a aquellas alturas. Tenía alimento y bebida suficiente alrededor como para resistir durante meses, y se preguntaba cómo acabaría todo aquello. La calle estaba atestada de espectros encolerizados, y eran rápidos. Muy rápidos.

Mientras se entregaba a esas divagaciones, un piloto de uno de los vehículos saltó, despidiendo una pequeña nube de esquirlas de plástico. Juan no supo si aquello marcó un camino para los demás, pero de repente el vehículo se vio atacado por una horda de brazos que asían, desgarraban, golpeaban. El coche empezó a sacudirse con un peligroso vaivén, la placa metálica del techo se combó y la luna delantera explotó.

Los hombres del tejado chillaban y disparaban contra la horda de muertos vivientes, pero si sus disparos tuvieron algún efecto, Aranda no pudo decirlo: eran demasiados como para distinguir si alguno caía contra el suelo. El clamor de los roncos estertores de la atroz muchedumbre ahogaba las voces de los sitiados.

Hubo más disparos, y más cristales rotos, y justo cuando parecía que el horror ya no podía llegar más allá, uno de los espectros se alzó sobre los demás, triunfante, y se encaramó en el techo abollado del todoterreno. Inmediatamente recibió tres disparos, todos en el pecho, pero aquello no hizo sino arrancar jirones de ropa de su espalda cuando las balas atravesaron su carne muerta y reseca. Juan, sobrecogido por la violencia desmedida de la escena, se aferró con fuerza al estante de las bolsas de patatas hasta que los nudillos se pusieron blancos.

Sucesivos disparos consiguieron su objetivo: el espectro cayó hacia atrás, con los brazos extendidos, y desapareció entre el grupo de atacantes. Sin embargo, una vez más, el espectro había abierto un camino para el resto, e inmediatamente tres de los zombis saltaron sobre el vehículo con la intención de encaramarse a la cornisa del edificio.

Los hombres hicieron frente al asalto como pudieron. En un momento dado, Aranda se percató de que ya no había más disparos, probablemente porque habían agotado ya toda la munición. Los rechazaban con patadas y a base de golpes de cadenas, si bien éstas no resultaban muy eficaces ya que ese particular enemigo no acusaba el dolor.

Aranda observó con cierta fascinación el rictus de terror que todos los hombres reflejaban en sus rostros. Rostros lívidos y blanquecinos en el atardecer de un día cualquiera, en un pueblecito con varios miles de habitantes, todos ellos muertos vivientes. Era ahora cuando empezaban a ser conscientes de que la situación se les había escapado totalmente de las manos y de que los zombis jamás cejarían en su ataque. No necesitaban descansos, y no pararían para dialogar o permitirles una tregua, o pactar una rendición. Continuarían con tenacidad sobrehumana día y noche, mostrando la misma cólera y la misma furia desmedida en sus intentos por desgarrar la vida fuera de sus cuerpos.

Entonces, un brazo teñido de un púrpura malsano por mor de la muerte consiguió aferrarse al tobillo de uno de ellos. El hombre perdió el equilibrio y cayó de espaldas contra el suelo. Chilló como un cerdo en el matadero, pero no recibió ayuda hasta que fue demasiado tarde: tironearon de él y, antes de que nadie pudiese reaccionar, ya había caído sobre el techo del vehículo. Allí, cuatro figuras encorvadas se abalanzaron sobre él, y hubo gritos, unos gritos tan agudos y estremecedores que Aranda tuvo que taparse los oídos con fuerza para evitar perder el control. Tenía un nudo cogido en el pecho, tan fuerte que creyó por un momento que se partiría en dos.

El resto fue cuestión de tiempo, y Aranda se esforzó por no mirar. De repente hacía un calor tremendo y sudaba copiosamente; las manos le temblaban como si tuvieran vida propia. Los espectros consiguieron, eventualmente, trepar a la parte de arriba formando una columna humana, y Aranda casi pudo ver sus expresiones de cólera y los tendones de sus cuellos, tensos como cables de acero. Los hombres no consiguieron defenderse en absoluto, fueron derribados y sometidos con una rapidez tan pasmosa como atroz. Voló la cascarria de sus vísceras y hasta una pierna cercenada a la altura del muslo; el hueso blanco teñido de sangre despuntando como un cetro tenebroso. La extremidad fue motivo de disputa entre la muchedumbre que esperaba abajo, pero no hubo ninguna dentellada, ningún zombi estaba interesado en comerse la carne, sólo en desgarrar y despedazar.

Aranda había visto otras escenas de horror similares anteriormente, pero aún no había conseguido que no le afectasen. Quizá precisamente por eso seguía vivo: aún le quedaba algo de humanidad.

Los zombis no se tranquilizaron inmediatamente. Aullaban y chillaban como viejas histéricas, empapados de barbarie. No obstante, se dispersaron, algunos corriendo calle arriba como si hubieran detectado algo en alguna otra parte, otros alejándose en direcciones erráticas, golpeando con sus puños todo lo que encontraban a su paso: vehículos, farolas, buzones de correos, contenedores...

Aranda se recostó, exhausto, en un rincón del supermercado, entre el papel higiénico y el cartón con la silueta de una mujer a tamaño natural que proclamaba “SONRÍE CON TODOS LOS DIENTES”. Se hizo un ovillo en el suelo y abrazó sus propias piernas flexionadas sobre el pecho, en clara posición fetal. Le dolían los brazos y las piernas, los músculos agarrotados por la tensión a la que los había sometido. Intentó cerrar los ojos, diciéndose a sí mismo que allí estaba a salvo, pero era muy consciente de que su seguridad en ese momento era sólo aparente y estribaba únicamente en no ser descubierto. Sabía que, si ellos se daban cuenta de que allí dentro había alguien con vida, ya nada les detendría. Ni la reja metálica, ni las puertas de seguridad, ni los cristales antibalas. Mientras sentía que se quedaba dormido, cosa que consiguió únicamente atendiendo a un deseo inconsciente e íntimo de escapar a aquella situación, se dijo a sí mismo que era sólo cuestión de tiempo que aquellas cosas acabaran acorralándolo, como a todos los demás. Tenía que irse, buscar a alguien más. Tenía que localizar a otros supervivientes, organizar un grupo, recibir cada nuevo día con posibilidades controladas de supervivencia.

A la mañana siguiente se despertó, solo y sudoroso, en la densa quietud del supermercado. Un vistazo a la calle le permitió constatar que todo había vuelto a la normalidad. Los coches estaban destrozados, y había sangre y trozos irreconocibles de carne por doquier. Vomitó, sin poder controlarse, las patatas de bolsa que había ingerido el día interior, pero después de sintió un poco mejor. Tenía un único mensaje parpadeando con grandes letras de neón en su mente: no esperaría ni un día más; se iría a Málaga, en busca de la gente. Seguro que allí encontraría más personas vivas, gente organizada que tenía controlada la situación. Tomó algunos víveres, unas botellas de agua, y partió.

Le costaba un enorme esfuerzo avanzar, y cada kilómetro ganado era un logro. La carretera estaba atestada de coches abandonados, colocados en siniestra hilera. Había vehículos volcados, algunos estaban calcinados en su totalidad, y la mayoría estaban siniestrados en mayor o menor medida. Había furgonetas cargadas de maletas cuyo contenido había sido abierto y desparramado por todas partes. Y había cadáveres, cadáveres de verdad, tendidos sobre el suelo, de espaldas y de costado, con los ojos abiertos, fijos para siempre jamás en alguna escena horripilante que se había quedado grabada en sus retinas opacas. También encontró zombis, arrastrando sus pies empolvados entre el cementerio de hierro y cenizas, pero muchos menos de los que había pensado.

El quad Foreman demostró ser un valioso aliado, sobre todo por la prodigiosa habilidad de Juan conduciéndolo. Cuando el caos de vehículos hacía imposible continuar de modo alguno, abandonaba la carretera subiendo por algún terraplén de tierra y avanzaba a buen ritmo campo a través. No había paso demasiado difícil o corte en el terreno demasiado pronunciado, el Foreman sorteaba todos los obstáculos.

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