Pero cuando dobló la esquina mezclada con la gente que corría en ambas direcciones a través del tráfico detenido, supo que algo estaba cambiando para siempre. Lo olió en el aire. Lo vio escrito en las caras de la gente. Lo notaba en su propia piel. Anduvo con celeridad hasta el portal y se encerró en la seguridad de su hogar. Allí bebió dos grandes vasos de agua y se llevó un tercero al gran ventanal del salón, que daba a una ancha avenida de cuatro carriles con el polideportivo al otro lado. Desde allí, la perspectiva era un poco mejor. La gente, o bien corría, o bien permanecía quieta formando grupos donde intercambiaban comentarios y señalaban en varias direcciones haciendo grandes aspavientos con las manos. Los coches formaban un gran atasco, y muchos de los conductores se habían bajado para otear en la distancia. Muchos señalaban en dirección al hospital.
Aproximadamente una hora y treinta minutos más tarde, llegaron dos coches patrulla. Uno de ellos estaba abollado y tenía uno de los laterales completamente raspado. Avanzaban lentamente por la acera, ya que los cuatro grandes carriles estaban colapsados, a medida que los curiosos se apartaban. Los cuatro policías se apearon y se perdieron tras la esquina, en dirección al hospital. Allí a lo lejos, Susana escuchaba sirenas, disparos, y un tropel ensordecedor de gritos y voces.
Esa escena se prolongó con pocas variantes durante cinco horas más. En todo ese tiempo, el atasco de tráfico se resolvió a duras penas, aunque casi no pasaban coches. Muchos de los conductores habían ido subiendo sus vehículos a la acera y se habían ido andado, pero al final de la calle, cerca del hospital, Susana aún distinguía muchos vehículos en caravana, con las puertas abiertas pero vacíos. Para entonces, apenas había curiosos andando por las aceras.
Durante toda esa noche, a lo lejos, una ocasional columnata de humo negro, el resplandor de un fuego o el constante ir y venir de las sirenas denunciaban que Málaga soportaba una lenta agonía. Cuando volvió a asomarse al ventanal, observó que sus vecinos también miraban desde las ventanas, y en los pisos, las vecinas comentaban con la puerta entreabierta, como preparadas para encerrarse en la seguridad de sus casas. Pero nadie bajaba a la calle, si podían evitarlo. En esas conversaciones veladas llenas de rumores y habladurías, pudo enterarse Susana de algunas cosas. Se decía que la zona del hospital era una auténtica locura. Había policías, heridos y unos grandes camiones donde metían a los violentos. También habían cerrado el tráfico y acordonado el edificio.
La televisión tampoco era de mucha ayuda. En La Primera, se hablaba de una oleada de violencia a nivel internacional. Escenas de incendios, tumultos y ataques estremecedores saltaban en la pantalla en una impactante sucesión. En Madrid, en Barcelona... pero también en Beirut, en Londres, en Libia. En una de las escenas, un agente uniformado disparaba a bocajarro sobre otro agente con la camisa desgarrada. En Canal Sur 2, la inesperada visión de unos dibujos animados la hizo pestañear unos momentos intentado comprender. Luego cambió... Antena 3, Telecinco... Canal Sur. En todos los canales se hablaba en términos de ataques irracionales, situación de caos generalizada, incontrolable ola de terror.
Susana observó las imágenes durante veinte minutos, incapaz de reaccionar. Luego, apagó el viejo televisor con un movimiento brusco y paseó durante un largo rato por la casa.
Más tarde, ese mismo día, llegaron los cortes de luz.
Al principio el fluido eléctrico iba y venía. Algunas zonas estuvieron más afectadas que otras, pero no pasó mucho tiempo hasta que la luz ya no volvió. Para entonces, ya nadie iba a sus respectivos trabajos. Las carreteras estaban vacías y el aire nocturno traía ruidos extraños que parecían no venir de ningún lado. Eso hizo la nueva realidad mucho más difícil para todos porque nadie sabía qué hacer o cómo afrontar la situación. Susana había visto partir a casi todo el mundo. La noche anterior, sin ir más lejos, dos familias salieron corriendo muy apresuradamente por la ancha avenida, y al fin desaparecieron por la rampa del garaje portando voluminosas maletas. A dónde iban nadie se lo dijo. Pero ella se quedó en su casa. Estuvo doblando ropa de verano y guardándola primorosamente en sus fundas nuevas hasta que se hizo demasiado oscuro para ver nada. De tanto en tanto, se asomaba a la terraza a mirar a lo lejos. Era inquietante ver cuán silenciosa se había quedado la avenida que se extendía ante sus ojos. El quiosco de abajo permanecía cerrado, lo que le causaba un gran desasosiego porque no era miércoles. Nadie paseaba por las anchas aceras, y Susana tenía la terrible sensación de que todo el mundo se había marchado ya. De que todo el mundo estaba en otro lado, menos ella, y de que la ciudad se la tragaría si no hacía algo pronto.
Pero Susana aún no había querido hacer frente al problema. Aún descolgaba el teléfono a cada poco, confiando poder hablar con alguien en cuanto los técnicos de Telefónica solucionasen la avería. En el surrealismo de la escena, el monocorde y desacelerado mensaje de “vuelva a llamar más tarde” se había convertido en una promesa de futuro, y Susana llamaba y llamaba. Se quedó dormida a las seis y media de la madrugada, envuelta en procelosos sueños. A las diez y cuarto, una fea pesadilla la despertó con un sobresalto. Se levantó a beber agua, pero descubrió con desasosiego que el grifo ya no daba nada. Pasó el resto del día intentando obtener señal del teléfono. Nadie la invitaba ya a llamar más tarde.
Al final de la tarde, cuando la oscuridad devoraba ya el cielo por el este, los vio por fin. Aparecieron por la esquina que llevaba al hospital. Uno llevaba puesta una bata blanca de personal. El otro era grande y musculoso, pero se movía como aquejado de dolorosos espasmos. Los dos iban juntos, avanzando despacio por entre el tráfico detenido. Cruzaron la calle con desmañadas maneras, despacio, arrastrando los pies con exasperante parsimonia, y desaparecieron al fin tras la esquina del bloque de edificios del otro lado. Susana los observó con incrédula fascinación. Eran esas cosas. Eran ésos de la televisión. Eran gente muerta, o eso pensaba. Cosas muertas. Muertos vivientes. Ahora los había visto. Estaban ahí abajo. Ésa era la razón por la que toda la avenida estaba llena de coches abandonados. Era la razón por la que todo había dejado de funcionar. Por la que no había agua. La razón por la que sus sueños estaban plagados de garras húmedas cuajadas de sangre.
Cuando pasaban las diez, unos golpes sordos en la puerta la sacaron de su ensimismamiento. Susana corrió a abrir, como si al otro lado estuviese por fin la solución a toda aquella situación inconcebible. Pero la cara lánguida y pálida de su vecina, que la esperaba envuelta en un chal color crema, volvió a desanimarla.
—Sigue usted aquí... —comentó la vecina con tono neutro. Susana no sabía si era una pregunta o una afirmación. El pelo aplastado sobre la frente y el tizne negro en la cara le daban un aspecto desaliñado. Los ojos, aspaventados, denunciaban que, de alguna manera, había transgredido hacía algún tiempo los límites de su capacidad para adaptarse a las nuevas circunstancias.
—Sí.
Se miraron durante algunos momentos, incómodas, en el rellano de la planta.
—¿No quiere usted venirse? —preguntó la vecina al fin como si acabara de pensar en ello—. Nosotros nos vamos. Nos vamos a ir.
—¿A dónde se van? —preguntó Susana, dubitativa.
—Pues... a otra parte. Con el coche... a algún sitio donde haya gente. Aquí no hay luz, no hay agua...
Pero en ese instante, Susana supo. La certeza de que irse a cualquier otra parte era tan inútil como cortar el agua con un cuchillo se hizo tan evidente que su comprensión casi encajó en su mente con un sonoro clic. Negó con la cabeza lentamente, y algo en su gesto hizo comprender a su vecina la verdad de esa negación. Retrocedió dos pasos, mirándola con ojos mortecinos, y desapareció por el pasillo sin decir nada más.
Al amanecer del séptimo día las cosas habían empeorado bastante. El cuarto de baño despedía un consistente hedor a heces y orina, tan penetrante que cuando abría la puerta sentía náuseas. Tuvo que recurrir a un trapo impregnado de alcohol para poder seguir utilizándolo. En la cocina, las provisiones se habían terminado. Los platos se apilaban en hilera sobre la encimera y la pila. Las reservas de velas se habían acabado, y la cera consumida se había rebañado de los ceniceros en un magro intento de reutilizarla.
Susana miró fuera, a la calle. Aún se escuchaba un incesante rumor plano, mezcla de voces, algunos chillidos agudos, y un lejano y sordo retumbar, como de maquinaria pesada. Pero con la excepción de algún coche que pasaba prudente con rumbo desconocido, la calle permanecía muda y queda.
Se sentó en el sofá, enfrentándose al hecho de que tenía que bajar a la calle. Tenía sed. Se había bebido todos los zumos, el almíbar maravilloso de las latas de melocotones, los batidos y toda la leche. Aún tenía gas butano pero no había ya nada que calentar. La pasta, las legumbres, todo el arroz almacenado... se había ido, devorado lentamente en horas y horas de angustiosa espera sin sentido. La última comida había sido ayer por la noche y consistió en una lata insípida de mejillones que tenían el color y el tamaño de un botón de trajecito de comunión.
Se situó en el rellano, frente a la puerta. De repente se le ocurrían dos decenas de razones por las que no abandonar la seguridad de la casa, pero se convenció a sí misma de que era mejor hacerlo pronto, antes de que la debilidad la consumiera. De manera que, con un rápido movimiento, abrió la puerta al fin. La oscuridad del rellano la saludó.
Escudriñó el exterior. Estaba oscuro e inhóspito; no le recordaba al entorno cálido y conocido que había llamado hogar. Volver la cabeza le produjo la misma sensación desapacible: de repente se dio cuenta de que su casa era una boca oscura, un pozo que le era extraño. Así que, animada por esa nueva sensación, comenzó a bajar las escaleras. Un escalón con paso dubitativo, luego dos... y al momento estaba trotando hacia abajo, hasta que salió por fin al exterior.
Respiró el aire fresco de octubre. El cielo era un paisaje hermoso de grises y azules, colmado de detalles y volúmenes. A lo lejos, los primeros rayos de sol arrancaban estrías anaranjadas entre las nubes plomizas. Desde el nivel de la calle, Susana pudo contemplar el espectáculo que había estado observando desde los ventanales de su casa en toda su magnitud. Recordaba a una escena sacada de una película catastrofista: coches abandonados en los cuatro carriles, sobre la mediana, sobre la acera, incluso con las puertas abiertas; periódicos y papeles arrastrados por el viento, un carrito de supermercado abatido sobre lo que parecía ser un fardo de ropa. Mirando a la derecha, a lo lejos, Susana vio un enorme tráiler detenido en mitad de la enorme rotonda. Y por encima de los edificios que tenía alrededor, el aire estaba viciado, como si el viento arrastrase pesarosamente las últimas trazas de un incendio ya extinguido.
Se dirigió despacio hacia el norte, procurando no acercarse a ninguno de los coches. No le gustaban; tan abandonados y quietos denunciaban que todo iba mal. Sin embargo, el pequeño paseo estaba discurriendo sin sorpresas, y casi estaba sintiéndose ya mejor cuando, al doblar la esquina, se enfrentó a una escena para la que no estaba preparada.
La zona de acceso del hospital estaba sitiada por una barricada irregular de sacos blancos y marrones. Alrededor había varios camiones que parecían del ejército, de color verde oscuro y con grandes atrios de loneta verde. También había coches de policía, y en uno de ellos aún cimbreaba, casi extinguida, la luz de la sirena. Alrededor había cajas, montones de sábanas y ropa blanca, un escritorio grande parcialmente destrozado, sillas diversas, y unos estantes grandes, arramblados y amontonados a un lado. Por el suelo, además, había latas, botellas, revistas, cajas de cartón, envases de plástico y otra basura diversa. Y no bien había empezado a asimilar este tremendo batiburrillo, vio también los cadáveres en el suelo. Estaban apilados en un pequeño jardincillo, formando una amalgama horripilante. También había unos cuantos desmadejados en varios otros lugares: junto a la barricada, en las escaleras de acceso, en mitad de la rampa. Uno en particular, no era más que un torso desnudo en mitad de un charco enloquecedor de sangre negra. Para completar la escena, la mayoría de los cristales a lo largo de toda la fachada estaban rotos.
Susana observó los cadáveres con creciente aversión. Sabía ya perfectamente lo que había causado toda aquella situación. Y a estas alturas podía imaginarse por qué el hospital se había convertido en un campo de batalla; allí era donde la gente había ido al sufrir heridas, o cuando empezaban a encontrarse mal. Y allí morían bien por sus heridas o al ser atacados por las cosas que ya estaban allí. Pensó en todos los enfermos en sus camas, en el tanatorio, en la sala de autopsias. Tantos cadáveres que de repente volvían a la vida. Y, por ende, tanta gente que, al morir, volvía otra vez a la vida en posición de infectar a otros a su vez...
Sacudió la cabeza, horrorizada, mientras imaginaba los pasillos del hospital infectos de muertos que habían vuelto a la vida. Los muertos visitando las camas donde los enfermos no habían podido escapar o defenderse. Entonces le sobrevino un llanto desgarrador pero silencioso, que ahogó con ambas manos sobre la cara crispada. Lloró por fin, tras una semana de horror mudo, rodeada por los vestigios de la derrota de la lucha por la vida. Y el llanto fue bueno... disolvió en parte un nudo maligno y tumefacto que había germinado dentro de ella a lo largo de todo aquel periplo. Veinte minutos más tarde, un desecho de cuartilla de papel que el viento hacía volar de un sitio a otro encontró a Susana en el mismo sitio, todavía apoyada contra la pared, con el semblante sereno y demudado, y los ojos ausentes.
Unas semanas antes de que Susana expulsara por fin sus pequeños demonios, un corpulento marroquí de nariz aguileña, una hermosa barba rala y duras facciones caminaba con paso resuelto por la calle Beatas, situada en pleno centro de la ciudad. Era una calle peatonal; lo había sido desde mucho antes de la gran peatonalización, pero a esas horas del atardecer estaba demasiado vacía. Todas las calles estaban vacías porque no corrían buenos tiempos, aunque en la vida de Moses nunca habían soplado vientos distintos.
Desde los catorce años, Moses había navegado tortuosamente por los negros canales de la adicción. Drogas blandas, drogas duras, drogas de diseño. Había tomado caballo, francés, maría, LSD... y había bebido alcohol hasta caer inconsciente prácticamente a diario. La adicción encendía y apagaba su vida como un interruptor. Cuando ésta lo dejaba tranquilo, se ganaba bien la vida trapicheando, como todos sus colegas. Y entonces trabajaba duro, sin importarle de qué trabajo se tratase; pero cuando el diente de sierra en su enfermedad estaba abajo, volvía a arruinarlo todo. Pasaba las noches arrastrándose por la calle o dormitando en una esquina llena de orines, envenenado de alucinógenos o alcohol. Y pasaba los amaneceres tiritando, sintiendo que su alma se enfriaba.