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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Los caminantes (4 page)

Una vez estuvo en el trullo, y allí aprendió más de lo que le hubiera gustado saber. Y no todo fue bueno. Los primeros seis meses fueron los más difíciles. No entendía nada: ni el argot de la cárcel, ni los códigos de las relaciones humanas. Tuvo que aprender con quién se podía hablar y con quién no. Aprendió a escuchar hasta diez conversaciones a la vez sin abrir la boca y con cara de jugador de póquer. Pero sobre todo, aprendió quién fingía ser amigo y quién lo era de verdad.

Allí conoció al Cojo.

El Cojo era, sobre todo, un obstinado. La vida insistía en enseñarle toda una completa gama de horribles miserias y él se obcecaba en sonreír, encogerse de hombros y tirar p'alante. Y la exposición empezó pronto. Esos mismos devaneos caprichosos habían querido que a los dos años un padre atiborrado de barbitúricos encharcados en alcohol quisiese asfixiarlo. Aún se acordaba de la sofocante y blanda sensación, del calor de su propio aliento en la boca, inútilmente abierta cuanto le era posible. Él no recordaba por qué se detuvo su padre; por qué nunca terminó lo que había empezado. Pero desde aquel día, su madre y él vivieron en otra parte, y ya nunca volvió a verlo o a preguntar por él. Treinta años después, cuando su madre exhalaba el último aliento, miró hacia arriba y musitó: “Hay otro”. El Cojo no supo inmediatamente a qué se refería, pero pensó sobre ello, ya que le parecía que unas palabras pronunciadas mientras se desliza uno en el olvido de la muerte debían ser importantes. Conjeturó que bien podía ser un hermano; la vida de su madre había sido muy desorganizada cuando era joven, pero también podía ser que hubiera otro padre, un padre biológico. No era que le importara mucho; su entorno familiar no le había ayudado a valorar los vínculos de sangre, pero en numerosas ocasiones se sorprendía a sí mismo acariciando la idea de tener un hermano, alguien parecido a él. Alguien que comprendiera la oscuridad inherente a su legado genético, y que tanto le costaba controlar.

—A lo mejor tengo un hermano —le soltó a Moses un día, en el patio de la cárcel—. Por ahí, en alguna parte.

Moses reflexionó sus palabras unos instantes.

—Un hermano es un hermano —contestó al fin—. No te lo pienses y búscalo cuando salgas de aquí. Busca a tu hermano.

El Cojo asintió sin levantar la vista.

—Creo que eso haré.

Permanecieron los dos en silencio un buen rato. El Cojo se entregaba a la dulce ensoñación de pensar por dónde empezaría su búsqueda: las viejas vecinas de su madre, el viejo barrio, los viejos amigos largamente olvidados en los recodos de la vida. Trazaba el primer borrador de un plan y eso le provocaba una cálida sensación interior, y sonreía, sin saberlo, con pequeños ojos ausentes. Moses, en cambio, pensaba en lo mucho que le hubiera gustado tener una familia. Aunque sólo fuera un hermano. Un primo. Alguien.

Algunas semanas más tarde, libre ya de la condena y sentado en un escalón de la calle San Juan a eso de las tres y media de la madrugada, Moses encontró a Jesús en el fondo de una botella de vino barato. Fue en verdad raro porque después de aquella noche Moses no sintió jamás la necesidad de tomar más drogas. Se quitó de encima el mono; se levantó limpio, sintiéndose despejado y bien. Se dijo a sí mismo que por fin había hecho las paces con el Jefe.

Cuando el Cojo salió a su vez de la cárcel, Moses lo esperaba. El ex-presidiario detectó el cambio enseguida: algo en su aspecto prolijo y su sonrisa le traían promesas de futuro. Moses ayudó al Cojo a reengancharse en el tren social: un alquiler, un trabajo, responsabilidades. Le consiguió empleo como vendedor en una conocida tienda de telas, y lo mantuvo alejado de la calle. Era allí donde, arropada por la oscuridad de la noche y evolucionando como fantasmas insípidos e insustanciales, se movía la calaña.

A medida que el Cojo se aclimataba a su nueva existencia, Moses empezó a pensar en la búsqueda del hermano perdido. Rogaba a Dios que existiera, que pudiera encontrarlo, y que fuera un buen modelo para su compañero, alguien que se asegurara de que el Cojo no volvía a planear una bajada por los rápidos de las cloacas de la vida. Tardó muchos meses, pero por fin averiguó que la señora Vaello había dado a luz dos hijos: Alejandro y Josué Vaello, más conocido como “el Cojo”.

Por lo que pudo averiguar, mamá Vaello tuvo a Alejandro cuando ella aún no era mayor de edad. Resultó ser un bebé rollizo y saludable con unos hermosos y redondos ojos azules. Ella era toxicómana y una ruina humana por añadidura, así que sus padres confiaron el pequeño a unos familiares argentinos que quedaron rápidamente prendados. La pareja, que no había podido tener hijos, se lo llevó y cortó lazos. Ella, sin embargo, no lo echó de menos, hasta que muchos años después quedó embarazada de nuevo. El padre no era mal tipo, al menos al principio, pero la llegada del bebé obró un importante cambio en él: se volvió intransigente, malhumorado y egoísta. Cuando él se acercaba al pequeño —lo que por otro lado no ocurría a menudo— a ella le saltaban todas las alarmas. Algo en la manera como él le miraba estaba francamente mal. Lo sentía en la piel, lo sentía en los poros, y una mañana fría de enero, ella se largó.

Cuando miraba a Josué, vestido con esos preciosos trajecitos de hilo blanco que la Iglesia le conseguía, su corazón volvía con persistencia a su hermano, pero Argentina era tan inalcanzable para ella como el satélite marciano Deimos, así que se contentó con cuidar de su hijo todo lo bien que sabía y podía. Su legado genético no era tan bueno como lo había sido el de su hermano, y Josué salió con una deficiencia en el menisco. Su fémur derecho era también más corto que el izquierdo y, como consecuencia de todo eso, Josué había cojeado siempre.

Una vez que hubo averiguado todo eso, habló con el Cojo.

—Tenías tú razón... tienes un hermano —le soltó una noche durante la cena.

El Cojo levantó rápidamente la cabeza y estudió el rostro de su amigo. Sujetaba la cuchara con la que daba buena cuenta de un plato de sopa de ajo.

—¿Has estado... investigando? Moses asintió.

—¿Lo has visto?

—No. Se lo llevaron a Argentina, antes de que tú nacieras.

—¿Cómo se llama?

—Se llama... Alejandro. Aunque quizá sus nuevos padres le cambiaron el nombre. Tu madre nunca le puso el apellido de su padre biológico. Ella era menor de edad por entonces, y tenía problemas con las drogas, problemas económicos... no creo que supiera tampoco quién era el padre, así que como tú, se apellidaba Vaello.

El Cojo removió, pensativo, los tropezones de pan de su plato de sopa.

—Argentina...

—Estuve buscando por Internet, pero no encontré nada. Vaello es un apellido común. No... no he podido encontrar nada más —musitó. Se había esforzado mucho, había indagado, preguntado a muchísima gente, telefoneado, rebuscado en los registros oficiales de la provincia, pero ahora sentía que tenía, en realidad, muy poco que ofrecer a su amigo en conclusión. Experimentaba una sensación de frustración tan física que notaba cómo le hormigueaban las manos. Por fin, sintiendo que debía añadir algo más, terminó con unas palabras de disculpa.

—Es curioso... —dijo el Cojo después de un rato, ahora sin levantar la vista, mientras sorbía lentamente su sopa.

—¿El qué?

—Tú buscabas a mi hermano, pero en todo este tiempo, yo lo he encontrado.

—¿Qué? —preguntó Moses, sin comprender realmente.

—Me ayudaste en la cárcel y me ayudaste fuera de la cárcel. Me ayudaste a conseguir un empleo. Me diste una nueva vida. Te pasaste meses sin querer apartarte de mí las noches de los fines de semana, para que no sintiera la tentación de volver a la calle de nuevo, ¿crees que no me daba cuenta? Y ahora descubro que te has tirado no sé cuánto tiempo intentando encontrar un hermano para mí...

Moses, callado, escuchaba envuelto en una miríada de sensaciones.

—¿Sabes lo que te digo...? Que quién le necesita. Tú eres mi hermano ahora, tío. Mi familia.

Hubo un pequeño silencio mientras Moses asimilaba todo lo que su amigo le había dicho. El Cojo, por su parte, se concentraba en dar buena cuenta de la sopa, con la cabeza prácticamente metida en el plato.

—Bueno, bueno... —dijo Moses al fin—, no nos chupemos las pollas.

Rieron de buena gana durante un buen rato, y después rieron otra vez. Sentados en la pequeña cocina, vagamente iluminada por un destartalado y amarillento neón en el techo, ambos experimentaron una alegría interior que era del todo desconocida para ambos: era el calor invisible y embriagador de la familia.

El día en el que el Infierno cerró sus puertas y dejó de aceptar más huéspedes, Moses andaba trapicheando en el rastro. Conseguía y vendía cosas, la mayor parte de las veces cosas que la gente ya no quería: cachivaches y pequeños electrodomésticos cogidos de la basura que luego arreglaba, pero también revistas, objetos de decoración, muebles y, a decir verdad, cualquier cosa susceptible de ser encontrada y que pudiese despertar el interés adquisitivo de alguien. Tenía un apaño bastante bueno con el chaval de la camioneta de los Servicios Operativos del Ayuntamiento de Mijas, y cuando había cosas interesantes para recoger, le llamaba. Era inaudito lo que la gente tiraba a la calle en urbanizaciones de alto standing como las de Calahonda, Elviria o Cabopino. Desde ordenadores y periféricos informáticos en buen estado hasta frigoríficos en perfectas condiciones pasando por mobiliarios de alta gama completos.

—Por lo que unos tiran otros suspiran —decía Moses cuando las piezas eran buenas.

Aquel soleado domingo de septiembre las cosas habían ido complicándose desde primera hora. Los coches de la policía local, la municipal y la benemérita pasaban de un lado a otro continuamente con las sirenas puestas, y hacía rato que las dos parejas encargadas de velar por la seguridad habían sido convocadas en alguna otra parte. También pasaron ambulancias y un coche de bomberos.

—¿Qué pasa hoy? —preguntó el africano que atendía el puesto continuo al de Moses.

—Ni idea... —contestó éste con los ojos entornados, como hacía siempre que pensaba en algo.

—¿Todo el mundo loco hoy, amigo?

—El mundo está loco siempre...

Moses siguió colocando las cajas con la mercancía.

—Esta mañana yo escuchado un problema, ¿tú sabe? —continuó diciendo el africano.

—¿Qué problema? —Moses seguía colocando las cajas, sin mirarle.

—En Madrid, en Madrid un poblema gande. Un persona, mucha persona hase una ataque a... edifisio que muere persona, ¿tú sabe?

—¿Hospital?, ¿un hospital?

—Nono... no hospital, si tú muere, tú va de hospital a ese sitio...

—Un... ¿tanatorio?, ¿un depósito de cadáveres?

—¡Sí, amigo!, un depósito cadávere... esse sitio. Lo atacaron... lo atacaron de vera... yo vi en la tele hoy tempano, sí... ¡Un cosa increíble!

—Tenía la mirada ausente, como recordando las imágenes que había visto en la televisión. Por fin, sacudió la cabeza y dijo unas palabras en portugués, como para sí—: A ruina de uma nação...

Moses pensó brevemente en lo que el africano acababa de decirle.

—¿Y para qué coño querría alguien atacar un depósito de cadáveres?

—Yo no sabe, ¿sí?, pero muy muuuy muy violento, amigo, muy fuerza que atacaba a la pulisía, a todo a todo... y entonse se corta, ¿sí?, la tele es cortado de pronto... y luego sale una mujer que habla en outro lado y ya no se ve como atacaron, y esto muy raro, yo pienso, que muy raro porque siempe siempe televisión pone toda imágenes más violento, y más fuerte, ¿sí? ¿Y este ahora que hoy no pulisía aquí? ¿Hoy? ¿Ahora? Este muy raro, muy raro...

Moses sintió un deje de inquietud. Miró alrededor. A decir verdad, ¿no había poca gente? Estudió los rostros de las personas que andaban de puesto en puesto, cogiendo alguna cosa, mirándola con cierto interés, y volviéndola a dejar. Había una pareja de adolescentes que bromeaban con una especie de corazón de peluche de color rojo brillante. El sol se filtraba por entre las ramas de los árboles y arrancaba preciosos destellos en el cabello de ella. Sonreían, y sus ojos brillaban con la ilusión del primer amor. Esa imagen le convenció de que no pasaba nada, de que era domingo, de que el día era precioso y largo aún, de que la vida era maravillosa, y de que todo andaba por fin bien.

Unas horas más tarde, Moses volvía a casa en la vieja furgoneta Renault. Las ventas habían ido regular, peor de lo esperado, pero sería suficiente para pasar la semana. Además podría pasarse por los recreativos a ver si Paco, el encargado, querría pagarle una tarde o dos; todo dependería de la cartelera de cine. Con eso debería alcanzarle para llegar al próximo domingo.

Aparcó y subió al pequeño ático donde vivía con el Cojo. Encontró a éste enganchado al pequeño televisor rojo de 14 pulgadas que habían conseguido hacía ya algunos meses.

—Buenas... ya estoy aquí —dijo, dejándose caer en una butaca. El Cojo se dio la vuelta, como reparando por primera vez en su presencia.

—Joder, Mo... tío, no sabes lo que está pasando.

Solamente esas palabras despertaron una profunda inquietud en Moses. Llegó rápida, como una bala certera, acompañada de una sirena que ululaba como un demonio. En el fondo, había estado sintiéndolo toda la mañana, lo sentía en las vísceras, lo sentía en la base de la nuca. Era un sexto sentido que había ido forjando a lo largo de su vida, y era un sexto sentido en el que confiaba. Y Dios, cómo chillaba aquel apacible domingo. Chillaba que algo iba tan mal que más le valía coger un par de calzoncillos limpios y saltar fuera del puñetero planeta. Se agarró con fuerza a los brazos de la butaca y consideró salir corriendo. No quería escucharlo. No quería escucharlo de la boca del Cojo. No quería que nada cambiase.

El Cojo lo miró con los ojos bien abiertos. No recordaba haber visto esa expresión en su rostro jamás. “Jesús”, pensó, “parece una versión sin afeitar del grito de Munch”. Luego reculó en la butaca como el que espera que le caiga encima una bomba. “Ahí viene. Me lo va a soltar...”.

—Hay gente muerta que está volviendo a la vida.

Boom.

VII

Sumido en el silencio total de la pequeña oficina de la tercera planta, Antonio Rodríguez escuchaba.

Le latían las sienes. Sentía las rápidas pulsaciones, el corazón y la respiración todavía acelerados. Permanecía agachado tras una mesa de despacho, sintiendo el tacto rasposo de la vieja moqueta en la mano. En la otra mano llevaba los restos de un viejo flexo de hierro. Lo había estado utilizando para golpear a gente. A pacientes del hospital.

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