Los caminantes (17 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Trepó con rapidez por las escaleras. Los muertos parecían estar reaccionando a sus carreras; estaban excitándose y ganaban velocidad con cada movimiento. Sus pasos eran más rápidos, proferían ininteligibles gruñidos cada vez con mayor frecuencia, y le miraban directamente a él mientras alargaban las manos crispadas.

—¡Raza de víboras! —decía el sacerdote—. ¡¿Cómo escaparéis al Juicio Divino?!

En ese momento, Roberto dio un traspiés y cayó sobre los escalones. La rodilla derecha estalló con una explosión de dolor punzante e intenso. Cerró los ojos unos segundos, intentando controlar la sensación de quemazón pulsante, y después pudo mirar hacia atrás para ver quién le perseguía. Allí estaba ya John, alargando una mano para cogerle del pie.

El mejicano reaccionó con rapidez: contrajo la pierna sana y le propinó un fuerte golpe. Fue como golpear una almohada, John no acusaba dolor. Le cogió del pie y tiró hacia sí, buscaba su carne con su boca muerta. Pero Roberto, viéndose preso, sacó fuerzas para dirigirle una serie de patadas. La cadencia pasmosa con la que le lanzó la tanda de golpes consiguió librarle de la mano que lo atenazaba. Justo a tiempo, ya llegaban los otros. Sus miradas enloquecidas le imprimieron nuevas fuerzas para incorporarse y salir corriendo.

—¡MARY! —llamó, corriendo por el rellano y mirando todas las puertas a su alrededor.

—¡Arriba, Roberto! —llamó Isabel—. ¡En la azotea!

—¡Estamos jodidos! —dijo Roberto fuera de sí cuando llegó arriba. Isabel cerró la puerta de metal cuando su amigo hubo cruzado.

El pestillo quedaba del otro lado, pero no pensaban que un pestillo hubiera resultado de mucha ayuda, de todas formas. Siempre habían pensado que resistirían contra muertos vivientes sin cerebro, incapaces de resolver problemas simples como un pestillo, o una puerta cerrada por unas trancas de hierro, pero se enfrentaban ahora a un dilema nuevo, desconocido.

—¡Es un hombre! —dijo Roberto—. ¡Ha echado abajo la puerta del portal con un mazo y ha traído esas cosas hasta nosotros!

—¿C-cómo vamos a salir de aquí? —preguntó Isabel, mirando alrededor. El cielo estaba encapotado, pero el día era luminoso. A su alrededor se extendían los tejados de la ciudad, separados por los insalvables abismos que eran las calles.

Roberto miró a Mary. Miraba al suelo con la cabeza inclinada, como quien examina un difícil jeroglífico. Estaba apagada, se había rendido. El mejicano giró sobre sí mismo... allí no había nada que pudieran usar, y desde luego no había ninguna salida a ninguna parte. Estaban atrapados.

XIX

—A ver... prueba con esto —dijo el Cojo, entregándole a Moses un trozo de alambre enrollado a un tenedor—. En el trullo teníamos una igual, para la tele pequeña, y vaya si funcionaba la jodía.

Moses lo examinó. Uno de los cabos estaba suelto y se prolongaba, cimbreante, unos treinta centímetros.

—Sí... ¡creo que sí! —dijo con una sonrisa.

Se llevó el pequeño aparato de radio a la ventana y allí sujetó el tenedor al marco usando un poco de cinta adhesiva. Luego introdujo el alambre en el hueco de la antena.

—Veamos si ahora captamos algo...

Pulsó el botón de encendido y giró el dial. Las emisoras habituales ya no estaban allí. Ninguna de ellas, desde las grandes como Radio Nacional de España, hasta las locales como Radio Pinomar. Todo el espectro estaba en silencio.

—No puede ser... —dijo Moses, viendo evolucionar el dial por toda la banda—. ¿Es que no queda nadie?

—Es imposible... es imposible, tío. Acuérdate de los disparos que escuchamos el otro día. Hay gente viva, seguro que hay gente en más lugares de los que nos imaginamos. ¡Como nosotros! Aguantando...

Siguió girando el dial con toda la lentitud que le permitía el sistema analógico de aquel antiguo aparato, pero pronto se desanimó.

—¡Es esta puta mierda, hombre! —dijo de pronto—. Necesitamos un aparato mejor. Tiene que funcionar, ¿no lo ves? La televisión es más complicada, lo entiendo. Quién sabe qué pasa hoy día con los repetidores, con las señales por satélite. No sé si quedan aún suficientes chicos listos como para mantener el cotarro en marcha, ¿sabes? Pero la radio es otra cosa...

El Cojo se encogió de hombros.

—Pues nada, tío. Nos vamos al Eroski de los cojones y compramos un equipo de música cojonudo. No te jode. Moses soltó un bufido.

Moses y el Cojo habían sobrevivido bien a la hecatombe. Vivían en un ático de la calle Beatas, ubicado en pleno centro de Málaga. El resto del edificio estaba vacío, como casi todo el centro, por lo que no les había costado mucho bloquear las escaleras para evitar que los espectros les visitasen. Desde sus ventanas habían visto escenas muy duras, pero también habían ayudado a mucha gente a huir de los zombis y se habían ocupado de acabar con un buen número de ellos, cuando era necesario. Ya no lo hacían; siempre llegaban nuevos espectros que ocupaban el puesto de los caídos, y existía otro problema fundamental: el sol descomponía los cadáveres con rapidez y el hedor dulzón les subía hasta la casa impregnándolo todo. Tampoco se encontraban ya nunca con nadie. Estaban solos, y Málaga era el patio de recreo de la Muerte.

Aunque no se manejaban mal con los zombis, que por regla general eran lentos y torpes, había otro motivo por el que procuraban evitar las excursiones a la calle siempre que fuera posible. El Cojo los llamaba los corredores. No sabían a qué era debido, pero era como si algunos de los muertos despertasen, y fuesen capaces de desarrollar una velocidad exacerbada y una furia inusitada. Una vez escucharon gritos en la calle y se asomaron al balcón para mirar abajo. Al principio pensaron que eran dos hombres corriendo. El que iba primero gritaba, y sus brazos y piernas se agitaban a cada paso que daba como si fuera a caerse de bruces. El que iba detrás corría de una forma poco natural, con los brazos hacia delante y ligeramente inclinado, como si fuera un lobo. Entonces comprendieron lo que pasaba. Moses y el Cojo les gritaron, pero, consumidos por la impotencia, no pudieron hacer gran cosa. Unos cien metros más allá, el lobo alcanzó a su víctima. Lo cogió por la espalda y lo lanzó contra la pared. Aún estaba estampándose contra ella cuando el lobo ya se había subido encima, hundiendo su cara en el hueco de su cuello. La sangre manaba a borbotones. Una mano temblorosa intentó zafarse de la mortal carga que tenía a la espalda, pero cayó pesadamente sobre el suelo. El lobo perdió el interés rápidamente. Corrió a la acera de enfrente, golpeó un escaparate con ambos puños y, mientras los cristales rotos aún repiqueteaban contra el suelo, ya salía corriendo por la calle hasta perderse entre los edificios. Fue todo tan rápido y bestial, que sólo pudieron quedarse en el balcón, con las manos tapándose la boca, horrorizados.

Se encontraron con otro corredor en otra ocasión, cuando exploraban el edificio vecino. Aquella vez estuvieron a punto de engrosar las filas de los muertos vivientes. Comprobaron que era fuerte, extraordinariamente fuerte. Incluso entre los dos les costó indecibles esfuerzos evitar sus constantes manotazos, patadas y dentelladas. Cuando por fin pudieron librarse de él, descubrieron que estaban exhaustos: les dolían los brazos y respiraban entrecortadamente. Moses le preguntó al Cojo qué pasaría si en lugar de un corredor tuvieran que enfrentarse a dos. El Cojo contestó que, con probabilidad, eso sería tan malo como pillarse los huevos con la puerta del coche. Rieron durante un buen rato, pero en los días sucesivos ambos tuvieron sueños inquietos donde aquel episodio se repetía incesantemente.

Contaban con cantidades ingentes de raciones de campaña del Ejército de Tierra, incluyendo paquetes de pan-galleta, suficientes para al menos tres meses. Un amigo les había pedido que se las guardasen “un tiempo”, según les había contado, para que se olvidaran de ellas y poder venderlas luego en eBay, ya que esos productos solían cotizarse entre 15 y 40 euros. El Cojo opinaba que el Ejército de Tierra debería haber incluido también pastillas de Almax en cada uno de los malditos envases por los ardores que provocaban, sin duda debido al exceso de conservantes. Por lo demás, las raciones contenían una variedad interesante: caballa, merluza, carne de vacuno, albóndigas, ensaladas, judías con chorizo, lentejas... y más de un aditivo muy de agradecer como leche condensada, pastillas de vitamina C y cremas variadas de fruta.

—Podemos llegar hasta el Bazar San Juan, eso seguro —dijo Moses.

El Cojo le dirigió una rápida mirada. Estaba tomando un poco de mermelada con galleta de las raciones de campaña.

—Olvídate de eso, Flanagan —dijo el Cojo—. Aunque me gustaría conseguir algo guapo... ¡como un lanzallamas!

—Esa es una idea muy peregrina. Si un zombi avanzando hacia ti ya es malo, imagina un bonzo envuelto en llamas, uno que no cae y no acusa el dolor.

—Vale, listo. Pues una caja de granadas, o una ametralladora de ésas cañeras. ¿Cuánto se tarda en limpiar una calle con una de ésas?

Moses apenas le escuchaba, sumido en su propia línea de pensamientos.

—¿Por qué no...? Joder, hasta podríamos conseguir un vehículo... un Hummer, o un Jeep si no podemos encontrar uno... uno grande, alto, con grandes ruedas. Podríamos reforzarlo, quizá, e irnos a tomar por culo. —Pestañeó y miró al Cojo—. ¿A dónde irías?

—Hay mogollón de urbanizaciones cerradas en la costa, todas muy guapas... Podríamos ir a una de esas villas de lujo con un gran muro exterior, piscina, tenis... —pensó un instante y añadió—: y fijo que allí no hay tantos zombis como aquí, en pleno centro.

Moses consideró la idea. En su mente, las palabras de Josué cobraban formas concretas. Ya podía ver la exuberante buganvilla que trepaba por encima de la puerta de su terraza; ya casi podía sentir el calor del sol en su rostro mientras estaba allí sentado con una buena cerveza a mano.

—¿Por qué no? —dijo despacio, más para sí mismo que en contestación a su amigo.

Al día siguiente, los rayos tibios de un sol que pasaba por la franja de las doce del mediodía entraron por un ventanuco y se desparramaron por una cama donde el Cojo dormía. Sus sueños eran siempre inquietos y daba numerosas vueltas, por lo que no era inusual verlo amanecer hecho un ovillo, con el edredón enrollado en su cuerpo.

Abrió los ojos perezosamente, y al abrir la boca descubrió algo nuevo: tenía un lado de la cara entumecido, y aproximándose por el túnel de la consciencia llegaba un dolor cálido y punzante situado en algún punto de la mandíbula inferior. Se llevó la mano a la mejilla, moviendo la boca en un vano intento por sacudirse el dolor. “Es el puto diente, coño”, pensó.

—¡Mo! —llamó con voz ronca. Sin embargo, no obtuvo respuesta. Se sentó en la cama, intentando despejarse.

“Habrá ido a comprar pan”, pensó divertido. Sin embargo, el dolor que sentía le cortó el humor. Miró hacia el aseo, al pequeño vasito donde el cepillo de dientes envejecía como un antiguo juguete roto. ¿Cuánto tiempo hacía que no se cepillaba? Era como si el fin del mundo hubiera cortado los viejos hábitos.

“A veces las madres tienen razón con estas cosas”, dijo para sí, incorporándose.

—¡Eh, Mo!

Se metió en el cuarto de baño y probó a cepillarse. Quizá era alguna impureza que se había quedado trabada entre dos piezas y un repaso lo resolvería todo. Eso esperaba, al menos. Cuando terminó se miró al espejo. Parecía que le dolía un poco menos, y no había ningún indicio de hinchazón. Una vez, estando en la cárcel, se le hinchó una mejilla, y estuvieron llamándole “conejito” los tres días que tardaron en hacer efecto los antibióticos.

—¡Mo! —llamó de nuevo.

Fue al salón y echó un vistazo, pero Moses no estaba. La ventana del pequeño balcón estaba abierta, y tampoco allí se le veía. Fue al cuarto de baño, a su cuarto y a la pequeña cocina. No estaba en casa.

Se asomó por el balcón y miró a la calle. Había pocos espectros, pero por lo demás nada inusual. Se tomó un momento para sentir los cálidos rayos del sol en el rostro. Eran los primeros tras muchos días nublados, y, Jesús, cómo calentaban. Era como ponerse pilas nuevas.

Volvió al salón. El dolor describió un enorme pico y tuvo que detenerse un momento. “¿Dónde coño ha ido?”, pensó, sintiendo que la onda dolorosa le atenazaba el cerebro. Ni siquiera tenía una mala aspirina para mitigar el dolor. Ceñudo, echó un rápido vistazo a la lata de mermelada que había estado disfrutando el día anterior y maldijo todo su delicioso azúcar.

Abrió la puerta de la calle y se asomó al pasillo, pero tampoco encontró allí a su compañero.

—¡Eh, Mo! —llamó. Pero, como toda respuesta, el silencio cayó de nuevo sobre él.

Cerró la puerta, disgustado. El dolor no era excesivo, pero sí constante. No hacía ni unos minutos que estaba despierto y ya estaba perdiendo la paciencia. Consideró la risible posibilidad de encontrar un superviviente dentista, y luego ponderó la posibilidad de encontrarlo en los próximos veinte minutos, y concluyó que necesitaría conseguir medicamentos por sí mismo, y pronto.

Volvió otra vez al balcón. Era cierto, había menos zombis vagabundeando por la calle. Hasta parecían algo más atontados que de costumbre. Había uno vestido con una bata blanca que, arrodillado en medio de la calle, miraba con interés su propia pierna, extendida hacia delante.

Se descubrió pensando en la posibilidad de salir a la calle. ¿Dónde estaba, al fin y al cabo, la farmacia más cercana? Creía recordar que había una en el Molinillo, y en Santa María había por lo menos un par. “Tan cerca y tan lejos”, se dijo, desanimado. ¿No había una en la Plaza de la Merced? De ser así, sólo tenía que ir recto por la calle Álamos, cruzar la plaza, entrar dentro, y coger algunos antiinflamatorios y unos antibióticos. Y puede que una o dos pastillas para dormir.

“Y qué coño”, se dijo, tocando su pierna más corta, “de paso pillaré el periódico y me sentaré en una de las terracitas a dejar que llegue la hora de comer. Puede que hoy pida una tapa de ensaladilla rusa y una cerveza bien fría”. Bien sabía que sin la ayuda de Moses, la posibilidad de sobrevivir solo a un trecho tan largo era poco menos que ridícula, aun sin corredores de por medio. Moses era diferente. No sabía cómo lo hacía, pero se comportaba como si mantuviese el control todo el tiempo. Cuando se enfrentaba a los muertos, no se apresuraba: si era necesario, golpeaba con precisión y contundencia; y donde era posible, se limitaba a esquivarlos.

Se asomó de nuevo al pasillo. Si no estaba en casa, tendría que estar en alguno de los pisos aledaños. Todos ellos estaban vacíos, la mayoría desde antes de la catástrofe. En algunos de ellos habían dejado tablas y clavos de nueve centímetros por si los espectros conseguían irrumpir en el edificio y teman que encerrarse en alguna otra parte.

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