Los cazadores de mamuts (18 page)

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Authors: Jean M. Auel

Todo estuvo listo por la tarde, con el sol todavía alto. Como todos trabajaban al unísono, la construcción de la trampa se llevó a efecto en un plazo de tiempo asombrosamente breve. Entonces se reunieron alrededor de Talut para ingerir los alimentos secos que habían llevado consigo; mientras tanto, hacían nuevos planes.

–Lo difícil será hacerles cruzar el portón –dijo Talut–. Si logramos que pase uno, lo más probable será que los otros le sigan. Pero si pasan la barrera y se quedan revolviéndose en este pequeño espacio, al final irán hacia el agua. El arroyo es caudaloso en este punto; algunos no pasarán, pero eso no nos sirve de nada. Los perderemos. Todo lo más, quedará algún bisonte ahogado río abajo.

–Tendremos que bloquearlos –dijo Tulie–; no permitirles que se salgan de la trampa.

–¿Cómo? –preguntó Deegie.

–Podríamos construir otro cercado –sugirió Frebec.

–¿Y cómo sabéis bisonte no irá agua cuando llegar cercado? –inquirió Ayla.

Frebec la observó con expresión despectiva, pero Talut se le adelantó a responder.

–Buena pregunta, Ayla. Además, no hay muchos materiales para construir otro.

Frebec clavó en la muchacha una mirada oscura, airada. Sentía que ella le había hecho quedar como un estúpido.

–Cualquier cosa que pudiéramos levantar para bloquear el paso sería útil –prosiguió Talut–, pero creo que alguien debería hostigarlos desde allá. Sería un puesto peligroso.

–De eso me encargo yo. Es un buen sitio para usar ese lanzavenablos del que os hablé –dijo Jondalar, mostrando un raro instrumento–. No sólo arroja una lanza a mayor distancia, sino con más fuerza que la mano. Con buena puntería, basta una lanza para matar instantáneamente, a poca distancia.

–¿Es posible? –se interesó Talut–. Más tarde hablaremos de eso. Ahora, si quieres, puedes ocupar ese puesto. Creo que yo también iré.

–Y yo –agregó Ranec.

Jondalar le miró con el ceño fruncido. No le gustaba mucho participar junto a aquel hombre que tan interesado se mostraba por Ayla.

–Yo también me apostaré aquí –dijo Tulie–. Pero en vez de construir otro cercado, deberíamos levantar burladeros separados para que cada cual pueda guarecerse detrás de ellos.

–O para correr a refugiarse –añadió Ranec–. ¿Quién te dice que no terminarán ellos persiguiéndonos a nosotros?

–Hablando de perseguir –dijo Talut, al tiempo que verificaba la altura del sol–, ahora que hemos decidido cómo actuar cuando lleguen aquí, ¿cómo haremos para que vengan? Hay que caminar mucho para alcanzarlos por detrás. Tal vez no nos baste lo que queda de día.

Ayla escuchaba con el mayor interés. Recordó a los hombres del Clan, cuando hacían planes de caza, y sus propios deseos de participar, sobre todo después de haber iniciado las prácticas con su honda. Esta vez ella formaba parte de los cazadores. Teniendo en cuenta que Talut había prestado atención a su comentario anterior y que todos habían aceptado de buen grado su propuesta de adelantarse a explorar, se sintió animada a hacer otra sugerencia.

–Whinney es buena para eso –dijo–. Perseguí muchas manadas con Whinney. Puedo ir alrededor de bisontes, buscar Barzec y otros, perseguir bisontes aquí pronto. Vosotros esperar, acosar hasta trampa.

Talut la observó. Luego consultó a los otros cazadores con la mirada y volvió a fijar sus ojos en ella.

–¿Estás segura de poder hacerlo?

–Sí.

–¿Y cómo los rodearás? –preguntó Tulie–. A estas alturas deben de habernos olfateado; si no se van es porque Barzec y los muchachos los tienen acorralados. ¿Cuánto tiempo podrán retenerlos? ¿No les harás tomar la dirección opuesta si vas hacia ellos desde aquí?

–No creo. Caballo no molesta mucho a los bisontes, pero hago gran rodeo si vosotros querer. Caballo más rápido que uno camina –dijo Ayla.

–¡Tienes razón! Eso no puede negarse: Ayla podría cubrir ese recorrido mucho antes a caballo que nosotros a pie –reconoció Talut. Luego frunció el ceño, concentrado–. Creo que deberíamos permitirle actuar a su modo, Tulie. ¿Qué importancia tiene siempre que la cacería dé buen resultado? Nos vendría bien, sobre todo si el invierno se presenta largo y riguroso: contaríamos con más variedad de alimentos, aunque en realidad tenemos bastantes provisiones almacenadas. Si perdiéramos esta manada, no sufriríamos en absoluto.

–Cierto, pero después de tanto trabajo...

–No sería la primera vez que nos quedáramos con las manos vacías después de trabajar duro –Talut hizo otra pausa–. Lo peor que puede pasar es que perdamos la manada. En cambio, si resulta, estaremos ante un festín antes del oscurecer, y camino de casa por la mañana.

Tulie asintió.

–Está bien, Talut. Haremos lo que dices.

–Lo que propone Ayla, querrás decir. Adelántate, Ayla. Trata de atraer a esos bisontes hacia aquí.

Ayla, sonriendo, llamó a Whinney con un silbido. La yegua relinchó y se acercó al galope, seguida por Corredor.

–Jondalar, sujeta al potrillo –indicó la mujer, corriendo hacia la yegua.

–No olvides tu tiralanzas –le recordó él, alzando la voz.

Ayla se detuvo lo justo para recogerlo, junto con algunas lanzas; luego, con un movimiento tantas veces practicado, montó de un salto y se puso en marcha. Durante un buen rato, Jondalar estuvo demasiado ocupado en retener al potrillo, al que no le gustaba verse impedido de participar con su madre en una buena carrera. Debido a esta circunstancia, el hombre se libró de ver la expresión con que Ranec observaba a Ayla.

La mujer galopó a lo largo de la planicie aluvial, junto al arroyo rápido y ruidoso que había excavado un corredor sinuoso entre las escarpadas colinas. La hierba alta y los arbustos desnudos se aferraban a las laderas, suavizando la rugosidad del terreno, pero bajo el loess que llenaba las grietas se ocultaba un corazón de roca. Los salientes rocosos revelaban el carácter esencialmente granítico de la región, dominada por colinas bajas que se elevaban hasta las peladas cimas rocosas.

Ayla aminoró la marcha al acercarse a la zona en donde había visto a los bisontes, pero ya no estaban allí. Probablemente habían percibido la creciente actividad y cambiado de dirección. En eso, al traspasar un parapeto, divisó a los animales y, algo más allá, a Barzec, de pie junto a algo que parecía un pequeño mojón.

El pastizal, más verde entre los esbeltos y desnudos árboles próximos al agua, había atraído a los bisontes hacia el valle estrecho; pero, una vez que pasaron los salientes gemelos que flanqueaban el arroyo, no tenían otra salida y se vieron obligados a adentrarse. Barzec y los cazadores más jóvenes habían visto a los bisontes diseminados a lo largo del arroyo, deteniéndose aún de vez en cuando para pastar, pero avanzando sin cesar hacia el pasaje. Les habían perseguido para obligarlos a entrar otra vez, pero con eso sólo podían detenerlos momentáneamente; los animales se agruparon con más determinación en un segundo intento por abandonar el valle. La decisión y la frustración podían llevarles a provocar una estampida.

Los cuatro cazadores se habían apostado allí para impedir que se fueran, pero sabían que les sería imposible contener una estampida. No podían seguir obligándolos a entrar, pues costaba demasiado esfuerzo; además, Barzec temía que se lanzaran en la otra dirección antes de que la trampa estuviera lista. El montón de piedras al lado del cual se encontraba Barzec cuando Ayla le vio servía para mantener erguida una rama resistente. Un trozo de tela, sujeta a ésta, batía al viento. Había visto montones similares, alrededor de huesos o ramas, a intervalos bastante cortos entre el saliente y el agua; de cada uno habían colgado una piel de dormir o una prenda de ropa. Hasta habían aprovechado incluso árboles pequeños y matas, cualquier cosa de la que pudieran sujetar algo que ondeara al viento.

Los bisontes miraban recelosos las extrañas apariciones, sin saber hasta qué punto representaban una amenaza. No querían volver por donde habían venido, pero tampoco seguir avanzando. Esporádicamente, algún animal se acercaba hacia uno de aquellos objetos, pero retrocedía al ver que ondeaba. Se estaban inmovilizando justo donde Barzec quería; Ayla quedó impresionada por la inteligencia puesta a contribución por éste.

Hizo que Whinney se acerca al saliente rocoso, tratando de rodear lentamente al rebaño, para no romper aquel precario equilibrio. Notó que la vieja hembra del cuerno roto avanzaba con cautela. No le gustaba aquella inmovilidad y parecía dispuesta a intentar la salida.

Barzec, al divisar a Ayla, echó un vistazo a los otros cazadores, que estaban a su espalda, antes de volver a mirarla con el ceño fruncido. Después de tanto esfuerzo, no era cuestión de que ella ahuyentara a los animales en la dirección indebida. Dialogó por un momento con Latie, que se había puesto a su lado, pero no apartó de la mujer y el caballo su mirada aprensiva durante los largos segundos que tardaron en llegar hasta él.

–¿Dónde están los otros? –preguntó.

–Esperando –respondió Ayla.

–¿Y qué esperan? ¡No podemos retener eternamente a estos bisontes!

–Esperan que nosotros persigamos.

–¿Y cómo los perseguimos? ¡Somos demasiado pocos! Ya están a punto de escapar. No sé cuánto tiempo más podremos mantenerlos aquí; ni hablar de obligarles a retroceder. Tendremos que provocar una estampida.

–Whinney perseguirá –dijo Ayla.

–¡La yegua...!

–Hace antes, pero mejor si vosotros persigue también.

Danug y Druwez, que estaban apostados un poco más lejos vigilando el rebaño y arrojaban alguna que otra piedra a los animales que se enfrentaban a los batidores, se acercaron para escuchar. Estaban sorprendidos como Barzec, pero, al aflojar la vigilancia, ofrecieron una oportunidad que puso fin a la conversación.

Por el rabillo del ojo, Ayla vio que un macho joven y enorme echaba a correr, seguido por varios más. Un instante más y se perdería todo. La joven hizo girar a Whinney, dejó caer la lanza y el tirador y corrió tras el animal, arrebatando al pasar la túnica que ondeaba en una rama.

Corrió en línea recta hacia el animal, inclinada hacia delante, agitando la prenda. El bisonte agachó la testuz y trató de esquivarla. Whinney giró otra vez, mientras Ayla agitaba el cuero ante la cara del animal. El siguiente movimiento de desviación hizo que el bisonte retrocediera hacia el valle angosto, en pos de los animales que habían seguido aquel camino, mientras Whinney y Ayla le perseguían, agitando la túnica de cuero.

Otro animal emprendió la carrera, pero la muchacha logró que girara en redondo. Whinney parecía saber por anticipado cuál de los bisontes sería el siguiente en intentarlo, pero era tanto su intuición como las señales inconscientes de la mujer lo que ponían a la yegua frente a cada animal. En un principio, el adiestramiento de la yegua no había supuesto un esfuerzo consciente; cuando Ayla subió a su lomo por primera vez fue por puro impulso, sin que se le ocurriera dirigirla ni dominarla. Eso ocurrió poco a poco, al aumentar el entendimiento mutuo; la manejaba por medio de la tensión de sus piernas e imperceptibles movimientos del cuerpo. Aunque llegó a aplicarlos intencionalmente, subsistía un elemento de sutil interacción entre la mujer y su monta; con frecuencia se movían como si compartieran la misma mente.

En cuanto Ayla avanzó, los otros se dieron cuenta de la situación y se precipitaron a detener el rebaño. No era la primera vez que Ayla perseguía a un grupo de animales con Whinney, pero no habría podido hacerles cambiar de dirección sin ayuda. Las grandes bestias gibosas eran mucho más difíciles de dominar de lo que ella creía. Era casi como si algún instinto les advirtiera de que las esperaba una trampa.

Danug corrió en ayuda de Ayla, aunque ella, concentrada en detener al macho joven, apenas reparó en él. Latie vio que uno de los gemelos emprendía la carrera. Arrancó la rama que sobresalía de un montón de piedras y la piel que ondeaba al viento y se precipitó hacia él para cortarle el paso. A fuerza de golpes en los ollares, le obligó a retroceder, mientras que Barzec y Druwez se ocupaban de una hembra tirándole piedras y agitando una piel. Por fin, los esfuerzos conjuntos desviaron la incipiente desbandada. La vieja hembra con el cuerno roto y unos pocos más lograron escapar, pero la mayoría corrió por la planicie aluvial del pequeño río, curso arriba.

Respiraron con más tranquilidad cuando el pequeño rebaño dejó atrás los salientes graníticos; pero tenían que seguir persiguiéndolos. Ayla se detuvo el tiempo indispensable para recoger su lanza y su lanzavenablos y acto seguido volvió a montar.

Talut acababa de tomar un trago de agua cuando creyó oír una especie de rumor, como un tronar lejano. Volvió la cabeza corriente abajo y escuchó unos instantes, pues no esperaba tan pronto al rebaño. Por fin apoyó la oreja contra el suelo.

–¡Ya vienen! –gritó, levantándose de un salto.

Todo el mundo corrió en busca de sus lanzas. Cada cual se apostó en el sitio escogido. Frebec, Wymez, Tornec y Deegie se dispersaron por un lado de la empinada pendiente, listos para lanzarse desde atrás y bloquear el portón. Tulie estaba más cerca de la entrada, en el lado opuesto, con el propósito de cerrar el portón una vez que los bisontes estuvieran dentro del corral.

En el espacio comprendido entre la barrera y la tumultuosa corriente se situó Ranec, a unos cuantos pasos de Tulie, y ésta, a su vez, guardaba parecida distancia respecto a Jondalar, apostado casi al borde mismo del agua. Talut eligió un sitio algo por delante de su huésped. Cada uno tenía un trozo de cuero o tela para agitarlo ante los animales, con la esperanza de desviarlos, pero también una lanza preparada. Todos, salvo Jondalar.

El instrumento de madera, estrecho y plano, que sostenía en la mano derecha, medía aproximadamente lo mismo que su brazo, desde el codo a la punta de los dedos. Tenía una ranura en el centro, a modo de tope de retroceso, un gancho en un extremo y en el otro dos lazos de cuero a ambos lados para pasar los dedos. Lo sostenía horizontalmente y encajó el extremo emplumado de una lanza ligera, rematada en una afilada punta de hueso, en el gancho de la parte trasera. Luego, sosteniendo el arma en su sitio con el pulgar y el índice introducidos en los lazos, cogió una segunda lanza con la mano izquierda, preparado para ponerla en su sitio si hacía falta efectuar un segundo lanzamiento.

Esperaron. Nadie hablaba, y en aquella silenciosa expectación, cualquier pequeño ruido adquiría amplia resonancia. Gorjeaban los pájaros, comunicándose entre ellos. El viento agitaba las ramas secas. Se oía el chapoteo de las cascadas sobre la roca y el zumbido de las moscas. El tamborileo de las pezuñas se hizo perfectamente audible.

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