Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
–Si vais a probar un arma nueva, Talut, deberías avisar a mi madre. Ya sabes que ella querrá verla –observó Deegie–. Será mejor que yo también vaya a buscar mis lanzas y mis zurrones. Y una capa, porque lo más probable es que pasemos la noche fuera.
Después del desayuno, Talut llamó por señas a Wymez y se sentó en cuclillas cerca de una pequeña fogata, en el hogar de la cocina, bien iluminado por la luz que penetraba por el tragahumos. En el suelo habían clavado un utensilio hecho con la tibia de un venado. Tenía forma de cuchillo o de daga afilada, con un borde recto, sin filo, que salía desde la articulación y llegaba hasta un punto determinado. Talut lo sostuvo por la articulación y alisó la tierra con el borde plano; después le dio la vuelta para hacer marcas y líneas en la superficie alisada, utilizando la punta. Varias personas se reunieron en derredor.
–Wymez dijo que había visto a los bisontes no lejos de los tres grandes salientes del nordeste, cerca del afluente del río pequeño, que desemboca corriente arriba –explicó el jefe, mientras dibujaba un tosco mapa de la región.
No era una reproducción visual aproximada, sino un dibujo esquemático. Tampoco era necesario representar la situación con exactitud, pues los del Campamento del León conocían la zona; su dibujo sólo servía de recordatorio, para ilustrar a los presentes acerca de un sitio ya conocido. Consistía en marcas convencionales y líneas que representaban detalles distintos del paraje o ideas sobrentendidas.
Su mapa no mostraba la ruta que seguía el agua por la región; no era una perspectiva a vista de pájaro. Por tanto, dibujó varias líneas en zigzag para indicar el río y las agregó a ambos lados de una línea recta, para señalar un afluente.
Ellos sabían de dónde venían los ríos y adónde conducían; también que era posible seguirlos hasta ciertos destinos. Lo mismo ocurría con otros accidentes geográficos, aunque los salientes rocosos, por ejemplo, sufrían menos alteraciones. En una tierra tan próxima al glaciar, pero sujeta a los cambios estacionales de las latitudes inferiores, el hielo y la escarcha permanente provocaban alteraciones drásticas en el paisaje. A excepción de los ríos más grandes, el deshielo del glaciar podía cambiar un curso de agua de una estación a otra, así como las colinas de hielo, que se fundían en verano formando pantanos. Los cazadores de mamuts concebían el terreno físico como un todo, en el cual los ríos eran sólo un elemento más.
Talut tampoco pensaba en dibujar líneas a escala para indicar la longitud de un río o de una senda, en kilómetros o en pasos. Esas medidas lineales tenían poco significado. Para ellos, la distancia no se calculaba por lo lejos o lo cerca que estuviera un punto, sino por el tiempo que se tardaba en llegar allí, y eso se indicaba mejor por medio de una serie de líneas que representaran el número de días o alguna otra marca indicadora de números o tiempo. Aun así, un sitio podía estar más cerca o más lejos para una persona que para otra, o bien variar la distancia de una estación a otra, según el tiempo que se invirtiera en el viaje. Cuando viajaba todo el Campamento, la distancia se calculaba por el tiempo que el trayecto requería para el más lento. El mapa de Talut era perfectamente claro para los miembros del grupo, pero Ayla lo contemplaba con desconcertada fascinación.
–Indícame dónde estaban, Wymez –pidió Talut.
–Por el lado sur del afluente –respondió el otro, cogiendo el cuchillo de dibujo para agregar algunas líneas–. Es rocoso, con salientes escarpados, pero la llanura aluvial es amplia.
–Si seguís río arriba, no habrá muchas salidas por ese lado –observó Tulie.
–¿Qué opinas, Mamut? –preguntó Talut–. Dijiste que no se habían alejado mucho.
El viejo chamán tomó el cuchillo de dibujo e hizo una pausa, con los ojos cerrados.
–Hay un arroyo que viene hacia aquí, entre el segundo y el último saliente –dijo, mientras dibujaba unas rayas–. Es probable que avancen hacia allí, buscando una salida.
–¡Conozco el lugar! –dijo Talut–. Si se sigue corriente arriba, la llanura aluvial se estrecha y luego queda encerrada entre rocas altas. Es un buen sitio para atraparlos. ¿Cuántos son?
Wymez cogió la herramienta y trazó varias líneas a lo largo del borde. Después de una breve vacilación, añadió una más.
–Vi esta cantidad, estoy casi seguro –dijo, clavando el cuchillo en tierra.
Tulie recogió el hueso y agregó otras tres.
–Yo vi este número más atrás; uno parecía bastante joven, o débil tal vez.
Danug cogió el instrumento y agregó una última línea.
–Creo que eran gemelos. Yo vi otro extraviado. ¿Tú viste dos Deegie?
–No recuerdo.
–Sólo tenía ojos para Branag –intervino Wymez, con una indulgente sonrisa.
–Ese sitio está a medio día de aquí, ¿verdad? –preguntó Talut.
Wymez asintió.
–Medio día a buen paso.
–Entonces deberíamos partir ahora mismo –el jefe hizo una pausa, pensativo–. Hace tiempo que no voy por allí. Me gustaría conocer la disposición del terreno. Tal vez...
–Alguien dispuesto a correr podría adelantarse, echar una ojeada y reunirse con nosotros en el camino –propuso Tulie, adivinando el pensamiento de su hermano.
–Es un trayecto largo –el jefe miró a Danug.
El desgarbado jovencito iba a hablar, pero Ayla fue más rápida.
–Para caballo no. Caballo corre mucho. Yo puedo ir con Whinney, pero no conozco lugar –dijo.
Talut, después de una primera sorpresa, le dedicó una amplia sonrisa.
–¡Podríamos darte un mapa! Como éste –dijo, señalando el dibujo trazado en el suelo. Miró en torno y cogió un trozo de marfil roto que descubrió cerca del montón de huesos para combustible. Después sacó su afilado cuchillo de pedernal–. Mira, vas con rumbo norte hasta que llegues al arroyo grande –comenzó a trazar líneas en zigzag para indicar agua–. Antes tienes que cruzar uno más pequeño. No vayas a confundirte.
Ayla frunció el ceño.
–No comprendo mapa –dijo–. Antes no haber visto mapa.
Talut, con expresión desilusionada, dejó caer el trozo de marfil.
–¿Y si la acompañara alguien? –sugirió Jondalar–. La yegua puede cargar con dos. Yo he montado con ella.
Talut volvió a sonreír.
–¡Buena idea! ¿Quién quiere ir?
–¡Yo! Yo conozco el camino –anunció una voz.
Inmediatamente, otra:
–Yo sé por dónde ir. Acabo de venir de allí.
Latie y Danug habían hablado casi al mismo tiempo. Varios más parecían a punto de imitarles. Talut paseó la mirada entre ellos y acabó por encogerse de hombros.
–Elige tú –dijo a Ayla.
Ella contempló al joven; era casi tan alto como Jondalar, con el rojo pelo de Talut y la sombra de una barba incipiente. Luego, a la niña alta y delgada; aún no era una mujer, pero faltaba poco; su pelo, rubio oscuro, era algo más claro que el de Nezzie. En los ojos de ambos había una esperanza anhelante. Ayla no supo a cuál elegir. Danug era casi un hombre y habría sido preferible inclinarse por él, pero Latie tenía algo que le hacía pensar en sí misma. Recordó las ansias que se reflejaban en su rostro al ver a los caballos por primera vez.
–Creo que Whinney irá más rápido si no mucho peso. Danug es hombre –dijo, dirigiendo al muchacho una cálida sonrisa–. Esta vez, mejor Latie.
Danug asintió, azorado, y se apartó un poco; buscaba el modo de dominar la súbita mezcla de emociones que acababa de abrumarle. Aunque muy desilusionado por no ir, la deslumbrante sonrisa de Ayla, su manera de llamarle «hombre» le había hecho subir la sangre a la cabeza, acelerándole el corazón... y provocándole una embarazosa tensión en las ingles.
Latie corrió a ponerse las pieles de reno, cálidas y ligeras, que se ponía para viajar. Preparó su zurrón, agregó la comida y el agua que Nezzie le había preparado y estuvo lista para partir antes de que Ayla hubiera acabado de vestirse. Observó a Jondalar, ocupado en ayudar a Ayla a sujetar los cestos laterales al lomo de Whinney, con el arnés ideado por aquélla. La joven puso en un cesto la comida y el agua que le entregaba Nezzie, junto con sus cosas; en el otro, el zurrón de Latie. Luego se aferró a las crines para montar a horcajadas. Jondalar ayudó a la niña a sentarse delante de Ayla.
Desde el lomo de la yegua amarilla, Latie contempló a la gente del Campamento, mirando hacia abajo, con los ojos desbordantes de felicidad. Danug se acercó con cierta timidez, para entregar a Latie el fragmento de marfil.
–Toma, he completado el mapa que Talut empezó, para facilitaros el viaje.
–Oh, gracias, Danug –agregó Ayla, con su cautivadora sonrisa. El rostro del muchacho se puso casi tan rojo como su pelo. Cuando la mujer y la niña partieron a lomos de la yegua, él las saludó con la mano, con la palma hacia adentro, para indicar: «Volved pronto».
Jondalar retenía con un brazo al potrillo, que forcejeaba por seguirlas, con la cabeza en alto y el hocico al viento. El otro brazo fue a rodear los hombros del jovencito.
–Has sido muy amable. Sé que deseabas ir y estoy seguro de que podrás montar a caballo en otra ocasión.
Danug se limitó a asentir. En aquel momento no pensaba precisamente en montar a caballo.
Una vez que llegaron a las estepas, Ayla guió a la yegua con sutiles movimientos del cuerpo y Whinney se lanzó al galope con rumbo norte. El suelo se iba borrando bajo el rápido golpear de los cascos de la yegua; a Latie le costaba creer que estuviera corriendo por la estepa a lomos de un caballo. La sonrisa de júbilo que tenía al partir permanecía aún en sus labios, aunque a veces cerraba los ojos, inclinada hacia delante para sentir el viento en la cara. Sentía una euforia indescriptible. Nunca había soñado que algo pudiese ser tan excitante.
Los demás cazadores se pusieron en marcha tras ellas, poco después de su partida. Todos los que estaban en condiciones y bien dispuestos se agregaron al grupo. El Hogar del León contribuyó con tres cazadores. Latie era muy joven; hacía muy poco tiempo que se le permitía acompañar a Talut y a Danug. Su madre había demostrado años atrás el mismo afán por participar, pero ahora salía de caza muy rara vez; prefería quedarse a cuidar de Rugie y de Rydag, y ocuparse también de los otros pequeños. Desde que adoptó a Rydag, había participado en muy pocas cacerías.
El Hogar del Zorro contaba sólo con dos hombres, y tanto Wymez como Ranec cazaban; en cambio, del Hogar del Mamut sólo participaron los visitantes, Ayla y Jondalar. Mamut era demasiado viejo.
Manuv habría querido ir, pero se quedó para no retrasar al grupo. También Tronie se quedó, con Nuvie y Hartal. Salvo en ocasiones especiales en que los niños servían de ayuda, ya no participaba en cacerías. Por tanto, Tornec fue el único cazador del Hogar del Reno, así como Frebec fue el único del de la Cigüeña. Fralie y Crozie permanecieron en el campamento, con Crisavec y Tasher.
Tulie se las había arreglado para participar en las cacerías cuando aún tenía hijos pequeños, y el Hogar del Uro estaba bien representado. Además de la jefa iban Barzec, Deegie y Druwez. Brian hizo lo posible para convencer a su madre de que le dejara ir, pero tuvo que quedarse con Nezzie, así como con su hermana Tusie, contentándole con la promesa de que pronto tendría la edad suficiente.
Los cazadores subieron juntos la cuesta. En cuanto llegaron a la pradera, Talut impuso la marcha rápida.
–También a mí me parece que el día es demasiado hermoso como para desperdiciarlo –dijo Nezzie, dejando con firmeza su taza. El grupo se había reunido ante el hogar exterior, tras la partida de los cazadores, para terminar los restos del desayuno y tomar una infusión–. Los granos están maduros y secos. Tenía ganas de salir a cosechar en estos últimos días de buen tiempo. Si vamos hacia los pinos del arroyuelo, podremos recoger también algunos piñones maduros. ¿Quién quiere acompañarme?
–No creo que Fralie deba caminar tanto –dijo Crozie.
–Oh, madre –protestó Fralie–, un paseíto me sentará bien. Cuando el tiempo empeore tendremos que pasar muchos días dentro. Y no falta mucho para eso. Me gustaría ir, Nezzie.
–En ese caso será mejor que te acompañe, para ayudarte con los niños –dijo Crozie, como si hiciera un gran sacrificio, aunque le complacía la idea de salir.
Tronie no disimuló su entusiasmo.
–¡Qué buena idea, Nezzie! Puedo poner a Hartal en la mochila para coger en brazos a Nuvie si se cansa. Nada me gustaría tanto como pasar el día fuera.
–Yo me encargo de Nuvie –decidió Manuv–. No tienes por qué cargar con dos. Pero creo que lo primero que haré será coger piñones, mientras vosotros cosecháis el grano.
–Me parece que yo también iré con vosotros, Nezzie –intervino Mamut–. Tal vez a Rydag no le moleste acompañar a este viejo. Y hasta puede enseñarme alguno de los signos de Ayla, ya que los hace tan bien.
–Tú muy bien señales, Mamut –dijo Rydag, con ademanes–. Aprendes rápido. Tal vez tú enseñar a mí.
–Podemos enseñarnos mutuamente –respondió Mamut, por el mismo medio.
Nezzie sonrió. El anciano nunca había tratado al niño de espíritus mezclados de forma distinta a los otros niños del Campamento, salvo para brindarle más atenciones a causa de su debilidad. Con frecuencia le ayudaba a cuidarle. Entre Mamut y el pequeño parecía existir un vínculo especial, y la mujer sospechó que el anciano sólo iba con ellas para mantener ocupado a Rydag mientras los demás trabajaban. También cuidaría de que nadie le obligara, inadvertidamente, a caminar más aprisa de lo que le convenía; si notaba al niño demasiado fatigado, aminoraría el paso, culpando de ello a su edad avanzada. Lo había hecho en otras ocasiones.
Cuando todos estuvieron reunidos ante la entrada del albergue, con cestos para cargar y recolectar, sacos de cuero, bolsas para el agua y alimentos para el almuerzo, Mamut sacó una pequeña estatuilla de marfil, que representaba a una mujer madura, y la clavó en el suelo, delante de la entrada. Dijo algunas palabras que sólo él conocía y agregó gestos evocaticos. El albergue quedaría desierto; por eso invocaba al espíritu de Mut, la Gran Madre, para que custodiara y protegiera la vivienda en ausencia de todos sus ocupantes.
Nadie violaría la prohibición de entrar representada por la estatuilla de la Madre ante la puerta. A menos que fuera absolutamente necesario, nadie osaría afrontar las consecuencias que, según la creencia general, acarreaba un acto semejante. Aun en caso de extrema necesidad (si alguien estaba herido o perdido en una ventisca, necesitado de abrigo), aquel que lo hiciera tomaría medidas inmediatas para apaciguar a la protectora, posiblemente furiosa y vengativa. La persona en cuestión, su familia y su Campamento pagarían una compensación superior al valor de cualquier cosa utilizada tan pronto como les fuera posible. Se harían donaciones y regalos a los miembros del Hogar del Mamut para aplacar al espíritu de la Gran Madre con oraciones y explicaciones, con promesas de buenas acciones o futuras compensaciones. La medida de Mamut era más eficaz que cualquier cerrojo.