Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
Se quedaron inmóviles, tratando de recuperar el aliento. La lámpara vaciló y la llama volvió a avivarse antes de apagarse. Al cabo de un rato, Jondalar se tendió junto a ella, en un estado de duermevela, entre el sueño y la vigilia. Pero Ayla aún estaba bien despierta, con los ojos abiertos en la oscuridad, escuchando, por primera vez en años, los ruidos de la gente a su alrededor.
De una cama cercana llegaba un murmullo de voces bajas: un hombre y una mujer. Algo más allá, se alzaba la fuerte respiración del chamán dormido. En el hogar vecino roncaba un hombre. En el primero sonaban los inconfundibles gruñidos rítmicos de Talut y Nezzie al compartir los Placeres. Un bebé lloró; alguien murmuró frases consoladoras hasta que el llanto cesó de pronto. Ayla sonrió; sin duda le habían acallado dándole el pecho. Más lejos hubo un estallido de voces coléricas, inmediatamente silenciadas. Más lejos aún, retumbó una tos seca.
Las noches siempre habían sido lo peor de sus años solitarios en el valle. Durante el día nunca faltaba algo con que mantenerse ocupada, pero por la noche pesaba en ella el vacío desolador de su cueva. Al principio, cuando sólo oía el sonido de su propia respiración, hasta le costaba conciliar el sueño. Con el Clan siempre se estaba con alguien, y el peor castigo era imponer la soledad, el ostracismo, la maldición de muerte.
Ella sabía demasiado bien que era, en verdad, un castigo terrible. Lo supo mejor que nunca en aquel momento, tendida en la oscuridad, oyendo en derredor los ruidos de la vida, con el calor de Jondalar a su lado. Por primera vez desde que conociera a aquella gente, a quien llamaba «los Otros», se sintió en su hogar.
–¿Jondalar? –llamó, suavemente.
–Hummm.
–¿Duermes?
–Todavía no –murmuró él.
–Esta gente es agradable. Tenías razón: necesitaba venir a conocerles.
El cerebro de Jondalar se despejó rápidamente. Había abrigado la esperanza de que, cuando Ayla conociera a su propia gente, cuando ya no le fueran tan desconocidos, dejaría de tenerles miedo. Hacía muchos años que él estaba lejos del hogar: el Viaje de retorno sería largo y difícil. Ella debía desear acompañarle. Sin embargo, el valle se había convertido en su casa; le ofrecía cuanto necesitaba para vivir, y allí tenía a los animales como sustitutos de la compañía humana. Ayla no quería partir; deseaba, por el contrario, que Jondalar se quedara con ella.
–Ya lo sabía, Ayla –dijo, cálida, persuasivamente–; sabía que bastaría con que les conocieras.
–Nezzie me recuerda a Iza. ¿Cómo crees que quedaría embarazada la madre de Rydag?
–¿Quién sabe por qué la Madre le dio un hijo de espíritus mezclados? La Madre siempre actúa de un modo misterioso.
Ayla guardó silencio durante un rato.
–No creo que la Madre le diera los espíritus mezclados. Creo que conoció a un hombre de los Otros.
Jondalar frunció el ceño.
–Tú piensas que los hombres tienen algo que ver con el principio de la vida, pero ¿cómo es posible que una cabeza chata conociera a uno de los Otros?
–No lo sé. Las mujeres del Clan no viajan solas y se mantienen lejos de los Otros. Los hombres no quieren a los Otros cerca de sus mujeres. Piensan que los bebés empiezan por el espíritu totémico de un hombre y no quieren que el espíritu de un hombre de los Otros se acerque demasiado. Y las mujeres les tienen miedo. Siempre se cuentan historias nuevas, en las reuniones del Clan, acerca de personas que han sido perseguidas o heridas por los Otros, sobre todo las mujeres.
»Pero la madre de Rydag no temía a los Otros. Nezzie dice que les siguió dos días. Y acompañó a Talut cuando él se lo indicó. Cualquier otra mujer del Clan habría huido de él. Probablemente conocía a alguien que la trató bien o, al menos, no la hizo daño, pues no sintió miedo de Talut. Cuando necesitó ayuda, ¿qué la hizo pensar que los Otros podían brindársela?
–Tal vez el hecho de ver a Nezzie amamantando a su hija –sugirió Jondalar.
–Es posible. Pero eso no explica que estuviera sola. Se me ocurre un solo motivo: que fue maldecida y expulsada de su Clan. Las mujeres del Clan rara vez reciben la maldición: no está en ellas provocarla. Tal vez tuvo algo que ver con un hombre de los Otros...
Ayla hizo una pausa antes de agregar, pensativa:
–La madre de Rydag debió de desear mucho a su bebé. Le hizo falta verdadero coraje para acercarse a los Otros, incluso en el caso de que ya conociera a un hombre. Sólo al ver al bebé, creyéndole deforme, se dio por vencida. A los del Clan tampoco les gustan los niños de espíritus mezclados.
–¿Por qué estás tan segura de que conocía a un hombre?
–Porque acudió a los Otros para alumbrar a su bebé; eso significa que no tenía Clan que la ayudara; por algún motivo, pensó que Nezzie y Talut lo harían. Tal vez le conociera después, pero estoy segura de que un hombre le dio Placeres... o quizá la usó sólo para aliviar sus necesidades. Ella tuvo un niño de espíritus mezclados, Jondalar.
–¿Por qué crees que es el hombre quien inicia la vida?
–Si lo piensas bien te darás cuenta, Jondalar. Mira al muchacho que ha venido hoy, a Danug. Es igual a Talut, sólo que más joven. Creo que Talut le dio vida al compartir Placeres con Nezzie.
–¿Significa eso que tendrá otro hijo sólo porque esta noche han compartido Placeres? –apuntó Jondalar–. Los Placeres se comparten a menudo. Son un Don de la Gran Madre Tierra, y Ella se siente honrada cuando se comparten con frecuencia. Pero las mujeres no tienen un hijo cada vez que comparten su Don. Si un hombre aprecia los Dones de la Madre, Ayla, la honra. Entonces es posible que ella decida tomar su espíritu para mezclarlo con la mujer que él elige por compañera. Si es su espíritu, el niño puede parecerse a él, como Danug o Talut. Pero es la Madre quien decide.
Ayla frunció el ceño en la oscuridad. Aquél era un problema que aún no había resuelto.
–No sé por qué las mujeres no tienen un hijo todas las veces. Tal vez sea preciso compartir los Placeres muchas veces antes de que se inicie un bebé, o sólo en ciertas ocasiones. Tal vez sólo cuando el tótem de un hombre es muy poderoso y derrota al de la mujer. O tal vez sea cierto que la Madre elige, pero Ella elige al hombre y hace más poderosa su virilidad. ¿Podrías decir, con seguridad, cómo elige? ¿Sabes por qué se mezclan los espíritus? ¿No podrían mezclarse dentro de la mujer, cuando comparten Placeres?
–Nunca he entendido de eso –reconoció Jondalar–, pero supongo que puede ser así –ahora tenía el ceño fruncido. Guardó silencio por tanto tiempo que Ayla le creyó dormido, pero, al rato, habló de nuevo–: Ayla, si lo que piensas es cierto, tal vez estemos iniciando un bebé en ti cada vez que compartimos los Dones de la Madre.
–Creo que sí –dijo Ayla, encantada ante la idea.
–¡Entonces no podemos hacerlo más! –exclamó Jondalar, incorporándose de golpe.
–Pero ¿por qué? Quiero un bebé iniciado por ti, Jondalar –la consternación de Ayla era evidente.
Él se volvió para abrazarla.
–Lo mismo quiero yo, pero ahora no. Para volver a mi casa debemos hacer un viaje muy largo. Podríamos tardar un año o más. Sería peligroso que viajaras tan lejos estando embarazada.
–Entonces, ¿por qué no volvemos a mi valle?
Jondalar temía que, si regresaban al valle para que ella tuviera su hijo sin correr riesgos, no viajarían nunca jamás.
–No me parece buena idea, Ayla. No debes estar sola cuando llegue el momento. Yo no sabría ayudarte; necesitas estar con mujeres. Las mujeres pueden morir al dar a luz –dijo, con voz angustiada, pues había visto cómo había ocurrido poco tiempo antes.
Ayla comprendió que era cierto. Ella había estado cerca de la muerte al alumbrar a su hijo; sin Iza no habría sobrevivido. No era el momento adecuado para tener un bebé, aunque fuera de Jondalar.
–Sí, tienes razón –reconoció, presa de una aplastante desilusión–. Puede ser difícil... Me... me gustaría tener alguna mujer cerca.
Jondalar volvió a sumirse en un largo silencio. Luego, con la voz casi quebrada por la ansiedad, dijo:
–Ayla, tal vez..., tal vez no debamos compartir la misma cama si... Pero a la Madre la honra que compartamos su Don.
¿Cómo explicarle sinceramente que no hacía falta dejar de compartir los Placeres? Iza le había advertido que no debía revelar a nadie lo de la medicina secreta, mucho menos a un hombre.
–No creo que haga falta preocuparse –dijo–. No estoy segura de que sea el hombre el origen de los niños. Además, si la Gran Madre lo decide, puede decidirlo en cualquier momento, ¿no?
–Sí, y eso me preocupa. Pero si rehusamos su Don, tal vez se enoje. Quiere que se la honre.
–Si ella lo decide, Jondalar, decidido estará. Si llega el momento, tomaremos una decisión. No quisiera que la ofendieses.
–Sí, tienes razón, Ayla –manifestó él, algo aliviado.
Con una punzada de pena, Ayla decidió seguir tomando la medicina secreta que impedía la concepción. Pero esa noche soñó que tenía bebés, algunos de pelo largo y rubio, otros que se parecían a Rydag y a Durc. Cerca del amanecer tuvo un sueño que cobró otra dimensión, ominosa y espectral.
En ese sueño tenía dos hijos varones, aunque nadie habría podido adivinar que eran hermanos. Uno era alto y rubio, como Jondalar; el otro, el mayor, era Durc; ella lo sabía, aunque su rostro estaba en sombras. Los dos hermanos se aproximaban desde direcciones opuestas, en medio de una pradera desierta, desolada, barrida por el viento. Ella experimentaba una gran ansiedad; iba a pasar algo terrible, algo que ella debía impedir. De pronto, con horror, supo que uno de sus hijos mataría al otro. Mientras ambos se acercaban entre sí, trató de alcanzarles, pero una muralla gruesa, viscosa, la mantenía atrapada. Ya estaban casi frente a frente, con los brazos levantados como para descargar un golpe. Entonces, gritó.
–¡Ayla! ¡Ayla! ¿Qué te pasa? –preguntó Jondalar, sacudiéndola.
Súbitamente, Mamut apareció ante él.
–Despierta, hija, ¡despierta! –ordenó–. Es sólo un símbolo, un mensaje. ¡Despierta, Ayla!
–¡Pero uno de ellos morirá! –gritó ella, conmocionada aún por el sueño.
–No es lo que piensas, Ayla –dijo Mamut–. Tal vez no signifique que un... hermano... vaya a morir. Debes aprender a buscar en tus sueños el significado real. Tienes el Talento y es muy fuerte, pero te falta adiestrarlo.
La vista de Ayla se despejó, permitiéndole ver dos caras preocupadas ante ella. Eran dos hombres altos: uno, joven y apuesto; el otro, viejo y sabio. Jondalar levantó una astilla encendida del hogar para ayudarla a despertar. Ella se incorporó, ensayando una sonrisa.
–¿Te sientes bien ahora? –preguntó Mamut.
–Sí. Sí. Lamento haberos despertado –dijo Ayla, utilizando la lengua zelandonii, sin recordar que el anciano no la comprendía.
–Más tarde hablaremos –replicó él, con una sonrisa suave, y volvió a acostarse.
Ayla vio que en la otra cama ocupada descendía la cortina. Ella y Jondalar se acomodaron de nuevo. Se sentía algo abochornada por haber provocado semejante conmoción. Se acurrucó junto a Jondalar, con la cabeza apoyada en el hueco del hombro, agradeciendo su calor y su presencia. Ya estaba casi dormida cuando, de pronto, volvió a abrir los ojos.
–Jondalar –preguntó en un susurro–, ¿cómo ha podido saber Mamut que yo soñaba con mis hijos, y que un hermano mataba al otro?
Pero él ya se había dormido.
Ayla despertó sobresaltada y permaneció inmóvil, escuchando. Una vez más oyó el agudo gemido. Alguien parecía sufrir mucho. Preocupada, apartó la cortina para echar un vistazo al exterior. Crozie, la anciana del sexto hogar, estaba en pie, con los brazos extendidos en una actitud de suplicante desesperación, calculada para granjearse la conmiseración de su gente.
–¡Me daría una puñalada en el pecho! ¡Me mataría! ¡Volvería a mi propia hija contra mí! –chillaba Crozie, como si la estuvieran matando, con las manos apretadas sobre el seno. Varias personas se pararon a observar–. Le doy mi propia carne, salida de mi propio cuerpo...
–¡Tú no me diste nada! –aulló Frebec–. ¡Yo pagué el Precio Nupcial que pediste por Fralie!
–¡Una miseria! Podría haber obtenido mucho más por ella –le espetó Crozie. Su lamento no fue más sincero que el anterior grito de dolor–. Vino a ti con dos hijos, prueba del favor de la Madre. Tú menoscabaste su valor con tu limosna. Y el valor de sus hijos. Y ahora, ¡mírala! Bendecida otra vez. Te la di por bondad, por la bondad de mi corazón...
–Y porque ninguna otra persona quería hacerse cargo de Crozie, ni siquiera con la doble bendición de tu hija –agregó una voz cercana.
Ayla se volvió para ver quién había hablado. La joven que el día anterior vistiera la bella túnica roja estaba sonriéndole.
–Si habías pensado en dormir hasta tarde, puedes olvidarlo –dijo Deegie–. Hoy empiezan temprano.
–No. Me levanto –dijo Ayla. Miró en derredor. La cama estaba vacía y, exceptuando a las mujeres, no había nadie más–. Jondalar levantó–. Buscó sus ropas y comenzó a vestirse–. Despierto. Creo mujer herida.
–No hay nadie herido. Al menos con heridas a la vista. Pero siento pena por Fralie –dijo Deegie–. Es difícil verse en medio, como ella.
Ayla sacudió la cabeza.
–¿Por qué ellos gritan?
–No sé por qué tienen que pelear sin cesar. Supongo que ambos quieren el favor de Fralie. Crozie se está haciendo vieja y no quiere que Frebec socave su influencia. Pero él es un hombre tozudo. Antes no tenía gran cosa y no quiere perder su nueva posición. En realidad, Fralie le dio mucho valor en el grupo, a pesar de su bajo Precio Nupcial.