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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (65 page)

–¿Quién crees que me cocinaba cuando estaba de Viaje? ¿Alguna donii? No necesito que ninguna mujer cuide de mí. ¡Cocinaré solo!

Y se marchó a grandes pasos, con los brazos colmados de pieles. Después de atravesar el Hogar del Zorro y el del León, arrojó su carga al suelo, cerca de la zona que utilizaban para trabajar el pedernal. Ayla le siguió con la vista, sin dar crédito a lo que veía.

El albergue era un hervidero de comentarios sobre la separación. Deegie cruzó apresuradamente el pasillo al enterarse, pues le costaba creerlo. Había ido con su madre al Hogar del Uro, mientras Ayla alimentaba al lobezno, para hablar un rato con ella en voz baja. También ella se había cambiado de ropa, pero tenía un aire al mismo tiempo contrito y resuelto. Sí, habían hecho mal en retrasarse más de la cuenta, tanto por su propia seguridad como por la preocupación que habían causado a los demás, aunque, dadas las circunstancias, no habría actuado de forma distinta. Tulie habría querido hablar también con Ayla, pero le pareció inapropiado, sobre todo después de escuchar el relato de Deegie. Ayla le había dicho que regresara antes de iniciar aquella búsqueda insensata, y, por otra parte, eran dos jóvenes adultas, perfectamente capaces de cuidarse solas. De cualquier modo, Tulie se había preocupado como nunca en su vida.

Nezzie dio un codazo a Tronie, y ambas llenaron platos de comida recalentada para llevarlos al Hogar del Mamut. Quizá se arreglarían las cosas, después de que Ayla y Deegie hubieran comido algo y tuviesen oportunidad de contar su historia.

Todo el mundo se había abstenido de hacer preguntas sobre el lobezno, mientras las jóvenes y el pequeño animal eran atendidos. A pesar del hambre, Ayla descubrió que le costaba pasar bocado. No dejaba de mirar hacia el sitio por donde se había ido Jondalar, en tanto los demás se acercaban al Hogar del Mamut, ávidos de escuchar una insólita aventura, que podría ser narrada repetidas veces. No importaba que Ayla estuviera de humor o no: todos deseaban saber cómo había llegado al albergue con un lobezno.

Deegie comenzó por relatar las extrañas circunstancias de los zorros blancos atrapados por los lazos corredizos. Estaba casi segura de que la loba negra, debilitada y hambrienta, imposibilitada de cazar venados, caballos o bisontes sin la ayuda de la manada, se había visto obligada a alimentarse con los zorros de las trampas. Ayla aventuró que la loba negra podía haber seguido el rastro dejado por Deegie al instalarlas. Después, su compañera contó que Ayla deseaba pieles blancas para hacer una prenda para alguien, pero en vez de buscar zorros blancos, prefirió seguir el rastro de los armiños.

Jondalar llegó ya empezado el relato y trató de permanecer silencioso, sin llamar la atención, sentado contra la pared más alejada. Estaba arrepentido de haberse marchado tan precipitadamente, pero el comentario de Deegie hizo que palideciera. Si Ayla estaba haciendo algo con pieles blancas para una persona y no quería zorros blancos, debía de ser porque ya había regalado a esa misma persona aquel tipo de pieles. Y él sabía a quién había regalado zorros blancos en la ceremonia de adopción. Cerró los ojos y apretó los puños. Intentó no pensar en ello, pero no podía evitarlo. Ayla debía estar haciendo algo para el hombre de piel oscura que tan apuesto resultaba con las pieles blancas: para Ranec.

El joven moreno se preguntó asimismo quién sería aquella persona. Sospechaba que se trataba de Jondalar, pero cabía esperar que fuera otro, tal vez él mismo. Eso le dio una idea. No importaba que Ayla estuviera preparándole un regalo o no: él podía hacer algo para obsequiarla. Recordando el entusiasmo con que recibiera su caballo tallado, se encandiló con la idea de tallar algo especial, algo que volviera a entusiasmarla..., sobre todo ahora que el hombre rubio y alto se había mudado de hogar. La presencia de Jondalar había sido siempre un inconveniente, pero si éste renunciaba por propia voluntad a su puesto anterior, abandonando lecho y hogar, Ranec quedaba en libertad para cortejarla con mayor determinación.

El lobito gimió en su sueño; Ayla, sentada en el borde de su cama, alargó la mano y le acarició para tranquilizarle. En su corta vida, el animalito sólo se había sentido así de abrigado y protegido cuando estaba con su madre; sin embargo, ésta le dejaba muchas veces en la oscura y fría guarida. Pero la mano de Ayla le había sacado de aquel sitio lúgubre y atemorizante, dándole abrigo, alimento y la sensación de seguridad. Se acomodó bajo su contacto reconfortante sin tan siquiera despertarse.

Ayla dejó que Deegie continuara con el relato, limitándose a hacer comentarios y dar explicaciones. No tenía grandes deseos de hablar y resultaba interesante oír la narración de su compañera, pues no era la que ella habría contado. No porque la de Deegie fuera menos cierta, sino porque la veía desde otro punto de vista. Ayla se sorprendió un poco al conocer sus impresiones, pues para ella la situación no había sido tan peligrosa. Deegie tenía mucho más miedo a los lobos. Al parecer, ignoraba que, entre los carnívoros, los lobos eran los menos sanguinarios y más previsibles, y que rara vez atacaban a los seres humanos.

Pero Deegie no los veía así. Según ella, la loba se había vuelto violentamente contra Ayla y eso a ella le dio miedo. En realidad, el ataque no carecía de peligro, pero, aun cuando Ayla no lo hubiera rechazado, era simplemente defensivo. La joven hubiera podido resultar herida, pero en modo alguno muerta. Además, la loba se batió en retirada en cuanto pudo apoderarse del armiño muerto. Cuando Deegie pasó a describir cómo Ayla se había colado, empezando por la cabeza, en la madriguera de la loba, el Campamento la miró con un reverente respeto. Ciertamente Ayla era muy valiente o muy temeraria. Ella en realidad no se consideraba ni lo uno ni lo otro. Sabía que en las inmediaciones no podía haber ningún otro lobo adulto: no había otros rastros. La loba negra era una solitaria, probablemente alejada de su territorio de origen y además estaba muerta.

El gráfico relato de Deegie provocó algo más que respetuoso asombro en uno de los presentes. Jondalar estaba cada vez más agitado. En su mente, la historia adquiría nuevos tintes oscuros; veía a Ayla no sólo en grave peligro, sino atacada por los lobos, herida y sangrando, tal vez peor aún. No pudo soportar la idea y su primitiva ansiedad volvió con fuerza redoblada. Otros pensaban lo mismo.

–No deberías haberte expuesto a semejante peligro, Ayla –observó la jefa.

–¡Madre! –protestó Deegie, pues la mujer había prometido, anteriormente, que no sacaría a relucir sus temores.

Los demás, que estaban fascinados por la narración, la miraron frunciendo el ceño por haber interrumpido aquella dramática aventura. El hecho de que fuera verídica la hacía más excitante; y aunque fuera contada más adelante hasta la saciedad, nunca volvería a causar el impacto de la primera vez. No tenía sentido echar a perder el clima, cuando la muchacha, después de todo, estaba allí sana y salva.

Ayla miró a Tulie y después a Jondalar, cuya presencia había advertido. Había advertido también que estaba furioso. También Tulie estaba, aparentemente, furiosa.

–Pero si no corría ningún peligro.

–¿No te parece peligroso meterte en una guarida de lobos? –inquirió Tulie.

–No, no había peligro. Era la guarida de una loba solitaria, que había muerto. Sólo entré para buscar a sus crías.

–Puede ser, ¿pero era necesario entretenerte tanto rastreando? Cuando volvisteis era casi de noche.

Jondalar había dicho lo mismo.

–Pero yo sabía que la loba negra tenía crías, que estaba amamantando. Sin madre, iban a morir –explicó Ayla, aunque ya lo había dicho antes y lo daba por entendido.

–¿Y pones en peligro tu vida por la vida de un lobo? Después de que la loba negra te atacó, era una tontería continuar la persecución sólo para recobrar el armiño. Debiste haberla dejado escapar.

–No estoy de acuerdo, Tulie –intervino Talut. Todo el mundo se volvió hacia el jefe–. Había una loba hambrienta en los alrededores, y ya había rastreado a Deegie de trampa en trampa. ¿Cómo sabes que no la habría rastreado hasta aquí? Ahora que el clima no es tan frío, los niños juegan fuera. Si la loba se hubiera sentido muy desesperada, habría podido atacar a uno de los niños sin que nosotros estuviéramos prevenidos. Ahora sabemos que el animal ha muerto. Es mejor así.

Los otros asentían con la cabeza, pero Tulie no se dejó avasallar tan fácilmente.

–Tal vez sea mejor que la loba haya muerto, pero no creo que fuese necesario retrasarse tanto buscando a los cachorros. Y ahora que el lobezno está aquí, ¿qué vamos a hacer con él?

–Creo que Ayla hizo lo correcto al matar a la loba, aunque es una pena que muera una madre con crías. Todas las madres tienen el derecho a criar a su prole, incluso las lobas. Más aún, no fue un esfuerzo inútil buscar la guarida, Tulie. Hicieron algo más que hallar un cachorro de lobo. Puesto que sólo vieron las huellas de la loba negra, ahora sabemos que no hay otros lobos hambrientos en las cercanías. Y si Ayla, en nombre de la Madre, se compadeció de esta cría, no veo en ello nada de malo. Es un cachorrito tan pequeño...

–Ahora es pequeño, pero no lo será por mucho tiempo. ¿Qué vamos a hacer con un lobo adulto en el albergue? ¿Cómo sabemos que no va a atacar a los niños? –preguntó Frebec–. Pronto habrá un bebé en nuestro hogar.

–Teniendo en cuenta la habilidad de Ayla con los animales, creo que sabrá cómo impedir que el lobo hiera a nadie. Más aún, como jefe del Campamento del León, afirmo aquí y ahora que si alguna vez existe la menor posibilidad de que este lobo lastime a alguien –Talut miró directamente a Ayla– lo mataré. ¿Estás de acuerdo, Ayla?

Todos las miradas se clavaron en ella. La muchacha, ruborizada, comenzó a hablar tartamudeando, pero expresó lo que sentía.

–No puedo asegurar que este cachorrito no lastimará a nadie cuando crezca. Ni siquiera puedo decir si se quedará entre nosotros. Crié a una yegua desde que era una potrilla; se marchó en busca de un semental, pasó algún tiempo con la manada, pero al cabo regresó. También crié a un león cavernario hasta que fue adulto. Whinney fue una gran ayuda para cuidar a Bebé mientras fue pequeño, y se hicieron amigos. Aunque los leones cavernarios cazan caballos y podría haberme lastimado con facilidad, él no era una amenaza para ninguna de nosotras. Era, simplemente, mi Bebé.

»Cuando Bebé se marchó en busca de compañera, jamás volvió a quedarse con nosotras, pero me visitaba y a veces le encontrábamos por la estepa. Nunca amenazó a Whinney y a su potrillo; tampoco a mí, aun después de haber encontrado compañera y formar su propia manada. Bebé atacó a dos hombres que entraron en su cubil y mató a uno de ellos, pero cuando le dije que dejara en paz a Jondalar y a su hermano, se fue. Un león cavernario y un lobo son carniceros por igual. He vivido con un león cavernario y he observado a los lobos. No creo que un lobo criado con la gente de un Campamento hiera jamás a ninguno de sus miembros, pero lo digo aquí, ante todos: si alguna vez existiera la menor señal de peligro para cualquier niño o adulto... –tragó saliva varias veces antes de continuar–, yo, Ayla de los Mamutoi, le mataré personalmente.

Ayla decidió presentar el cachorro a los caballos a la mañana siguiente para que se acostumbraran al mutuo olor y no hubiera nerviosismos innecesarios. Después de alimentarle, cogió al pequeño canino y se lo llevó al anexo. Sin que ella lo supiera, varias personas la habían visto salir.

Antes de acercarse a los caballos con el cachorro, Ayla cogió un poco de estiércol fresco y frotó al lobezno con aquel polvo fibroso, recordando que Whinney había aceptado con más facilidad a Bebé después de que el pequeño león se revolcara en su propio estiércol.

Cuando presentó a Whinney aquel puñado de pelo suave, la yegua se alejó de momento, intimidada, pero pudo más su natural curiosidad. Avanzó cautelosamente para olfatear el olor tranquilizante y familiar de caballo mezclado con el olor más inquietante a lobo. Corredor sentía la misma curiosidad, pero manifestó menor cautela. Aunque los lobos le inspiraban una desconfianza instintiva, nunca había vivido con una manada salvaje y no había experimentado, por tanto, las persecuciones de aquellos eficaces cazadores. Se acercó a aquella cosa peluda, cálida e interesante, aunque vagamente amenazadora, que Ayla sostenía en el hueco de sus manos, y estiró el cuello para inspeccionarla más de cerca.

Cuando los dos caballos hubieron olfateado al cachorro hasta familiarizarse con él, Ayla le dejó en el suelo, frente a los dos grandes herbívoros. En ese momento se oyó una exclamación ahogada. Al mirar hacia la arcada interior, vio a Latie, que sostenía la cortina en alto. Detrás asomaban en tropel Talut, Jondalar y algunos otros. No querían molestarla, pero también ellos sentían curiosidad; no se resistían a presenciar aquel primer encuentro de un lobezno con los caballos. Por pequeño que fuera, el lobo era un depredador, y los caballos eran su presa natural, aunque cascos y dientes llegaran a ser armas formidables. Por todos era sabido que los caballos eran capaces de herir y hasta matar a un lobo adulto que les atacara; por consiguiente, un enemigo tan pequeño podía ser eliminado en nada de tiempo.

Los caballos, seguros de no correr peligro alguno ante aquel diminuto depredador, superaron rápidamente su cautela inicial. Más de un espectador sonrió al ver los movimientos inseguros del lobito, poco más grande que un casco de caballo, al levantar la vista hacia aquellos extraños gigantes. Whinney bajó la cabeza y adelantó el hocico, una y otra vez. Corredor se aproximó por el otro lado al interesante lobezno. El cachorrito retrocedió, acurrucado, al ver aquellas enormes cabezas; desde el punto de vista del lobezno, el mundo estaba poblado por gigantes; hasta la mujer que le alimentaba y consolaba era gigantesca.

No detectaba amenaza alguna en el cálido aliento de aquellos ollares dilatados. Para su sensible nariz, el olor de aquellos caballos era conocido. Impregnaba las ropas y las pertenencias de Ayla y hasta a la propia mujer. El lobito decidió que aquellos gigantescos cuadrúpedos formaban parte de su manada; y con el afán de complacer que tiene todo cachorro normal, se estiró para tocar con su hociquito negro el hocico cálido y suave de la yegua.

–¡Se están tocando el hocico! –exclamó Latie, con voz susurrante.

Cuando el lobito comenzó a lamer la cara de la yegua, modo habitual con que los cachorros entablan relación con los miembros de su manada, Whinney se apresuró a levantar la cabeza. Pero estaba demasiado intrigada como para mantenerse apartada por mucho tiempo, y pronto aceptó las caricias del pequeño depredador.

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