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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (62 page)

–Depende. ¿Quieres añadir otros colores o prefieres que sea toda blanca?

–Toda blanca, creo..., pero no estoy muy segura.

–Las pieles de zorros blancos serían muy adecuadas.

–Se me ocurrió, pero... no me parece apropiado.

No era el color lo que preocupaba a Ayla. Recordaba haber regalado zorros blancos a Ranec durante su ceremonia de adopción, y no quería recordar aquellos momentos.

La segunda trampa había saltado, pero estaba vacía. El nudo corredizo había sido cortado a mordiscos y se veían huellas de lobos. En la tercera había un zorro congelado, pero medio comido, la piel estaba inutilizada. Una vez más, Ayla señaló las huellas.

–Parece que no hago sino alimentar a los lobos –dijo Deegie.

–Creo que es uno solo, Deegie –observó Ayla.

La muchacha comenzaba a temer que no conseguiría otra piel en buenas condiciones, aun cuando la cuarta trampa hubiera atrapado un zorro. Corrieron al sitio donde estaba instalada.

–Debería estar por ahí, cerca de esas matas –dijo, al acercarse a un bosquecillo–, pero no veo...

–¡Ahí está, Deegie! –gritó Ayla, adelantándose a la carrera–. Está bien. ¡Y mira qué cola!

–¡Perfecta! –Deegie suspiró de alivio–. Quería dos, por lo menos –retiró el zorro congelado del nudo corredizo, lo ató junto con el primero y los colgó de una rama.

Estaba más tranquilla, ahora que contaba con sus dos pieles.

–Tengo hambre. ¿Por qué no comemos algo?

–Yo también tengo hambre, ahora que lo dices.

Estaban en un bosquecillo ralo, más abundante en matas que en árboles, formado por un arroyuelo que se había abierto paso por entre gruesos depósitos de suelo loéssico. En el valle, durante el largo invierno, dominaba una sensación de yermo y triste agotamiento. Era un sitio feo, de negros, blancos y grises uniformes. La cubierta de nieve, quebrada por las matas leñosas, era vieja y compacta, pero las numerosas huellas le daban un aspecto sucio. Las ramas quebradas dejaban al decubierto la madera herida, mostrando los estragos del viento, la nieve y los animales hambrientos. Los sauces y los alisos tocaban casi el suelo, abrumados por el peso del clima, de la estación, hasta quedar reducidos a poco más que unos arbustos desmedrados. Algunos abedules raquíticos seguían en pie, enjutos y desgarbados; sus ramas desnudas se frotaban ruidosamente unas con otras a impulsos del viento, como reclamando a gritos la alegría de un toque de verdor. Las propias coníferas habían perdido todo color. Los abetos atormentados, cuya corteza aparecía manchada de ronchas de liquen grisáceo, parecían deslavazados. Los altos alerces oscuros se desplomaban bajo su carga de nieve.

Sobre una pequeña elevación destacaba un montículo de nieve, armado de cañas largas y espinas agudas, obra de exploradores enviados el verano anterior para reclamar nuevos territorios. Ayla lo anotó en su memoria, no como un impenetrable seto espinoso, sino como un sitio donde buscar frambuesas y plantas medicinales en las temporadas correspondientes. Más allá del paisaje desteñido y exhausto, veía la esperanza oculta; por otra parte, después de tan largo confinamiento, cualquier paisaje, aun el invernal, resultaba prometedor, sobre todo si brillaba el sol.

Las dos jóvenes amontonaron nieve para formar asientos en lo que, durante el verano, sería la ribera de un arroyuelo. Deegie abrió su zurrón y sacó la comida preparada; lo más importante era el agua. Abrió un envoltorio de corteza y entregó a Ayla una pasta compacta de nutritiva mezcla de frutas secas, carne y energética grasa, esencial para viajeros.

–Anoche mi madre preparó algunas tortas con piñones y me dio una –dijo, abriendo otro paquete y partiendo un trozo para Ayla, pues era el bocado favorito de su amiga.

–Tendré que preguntar a Tulie cómo las prepara –dijo Ayla, dando un mordisco antes de desenvolver el asado de Nezzie y repartirlo–. Esto parece un festín. Sólo harían falta algunas verduras frescas.

–Eso sería perfecto. No veo la hora de que llegue la primavera. Una vez que festejemos la Celebración de la Espalda Quebrada, la espera se hace cada vez más pesada –replicó Deegie.

Ayla estaba disfrutando de aquella amistosa salida; hasta empezaba a sentir calor en aquella leve depresión del terreno, protegida de los vientos. Desató el cordón de su cuello para echarse la capucha atrás y se acomodó la honda atada a la cabeza. Con los ojos cerrados, volvió la cara al sol, viendo el contorno circular del orbe centelleante contra el fondo rojo de sus párpados. Al abrirlos, otra vez tuvo la sensación de que veía con más claridad.

–¿Siempre hay luchas cuerpo a cuerpo en las Celebraciones de la Espalda Quebrada? –preguntó–. Nunca he visto a nadie luchar sin mover los pies.

–Sí. Es para honrar...

–¡Mira, Deegie! ¡Es primavera! –interrumpió Ayla, levantándose de un salto para correr hacia un sauce próximo.

Cuando su compañera se reunió con ella, señaló un asomo de brotes a lo largo de una ramita tierna; uno de ellos había estallado en un verde brillante, demasiado prematuro para sobrevivir. Las mujeres se sonrieron mutuamente, maravilladas por el descubrimiento, como si acabaran de inventar la primavera. El lazo corredizo aún pendía en el aire, a poca distancia del sauce.

Ayla lo levantó.

–Qué modo tan inteligente de cazar. No hace falta buscar a los animales. Haces una trampa y vienes después a buscarlos. Pero ¿cómo lo haces? ¿Y cómo sabes que será un zorro lo que va a quedar atrapado?

–Es fácil de hacer. Ya sabes que los tendones se ponen duros cuando se los moja y se dejan secar, como el cuero no curtido.

Ayla asintió.

–Haces un lacito en un extremo –continuó Deegie, señálandola la punta–. Luego coges el otro extremo y lo pasas por ahí, formando otro lazo, lo bastante amplio como para que pase una cabeza de zorro. Lo mojas y lo dejas secar con el lazo formado, para que se mantenga abierto. Después tienes que ir a donde haya zorros; habitualmente, a un lugar donde los hayas visto o atrapado anteriormente. Mi madre me enseñó este sitio. Los zorros suelen seguir los mismos trayectos cuando están cerca de sus madrigueras. Para instalar la trampa, sigues un rastro de zorro; allí por donde pasa entre arbustos o cerca de los árboles, pones el lazo verticalmente, cruzando el paso a la altura de la cabeza, y lo sujetas bien, así.

Deegie iba haciendo demostraciones mientras explicaba. Ayla observaba con arrugas de concentración en la frente.

–Cuando el zorro corre a lo largo del paso, la cabeza entra por el lazo; el animal, al correr, se lo cierra en torno del cuello. Cuanto más forcejea, más lo cierra. No dura mucho. Después, el único problema es encontrar el zorro antes que lo haga otro. Danug me ha estado contando cómo hacen las trampas los del norte. Dice que arquean un árbol joven y lo atan al lazo, para que se suelte en cuanto el animal queda atrapado. De ese modo el árbol vuelve a su lugar y mantiene al zorro colgando lejos del suelo.

–Me parece una buena idea –dijo Ayla, mientras volvían a su asiento.

De pronto, levantó la vista y, para sorpresa de Deegie, se quitó la honda de la cabeza.

–¿Dónde hay una piedra? –susurró, revisando el suelo–. ¡Allí!

Con un movimiento tan veloz que Deegie apenas pudo seguirlo, cogió la piedra, la puso en su honda y la arrojó. Su compañera oyó caer la piedra, pero sólo al llegar a los asientos vio el blanco alcanzado por el proyectil. Era un armiño blanco, pequeña comadreja de unos treinta y cinco centímetros de longitud en total; pero doce de esos centímetros correspondían a una cola peluda y blanca, terminada en una punta negra. En el verano, aquel animalito alargado tenía un suave pelaje pardo, blanco por debajo, pero en el invierno adquiría una blancura sedosa y pura, que contrastaba con el hocico negro, con los ojos penetrantes y la punta de la cola.

–¡Estaba robando nuestro asado! –dijo Ayla.

–Ni siquiera lo vi en medio de tanta nieve. Tienes buena vista –observó Deegie–. ¡Qué rápida eres con esa honda! Me pregunto por qué te interesan las trampas, Ayla.

–La honda es buena para cazar cuando tienes la presa a la vista, pero la trampa caza por ti cuando ni siquiera estás presente. Es útil conocer ambas cosas –replicó Ayla, tomando la pregunta en serio. Se sentaron a terminar la comida. La mano de Ayla se desviaba una y otra vez para frotar la piel suave y espesa de la pequeña comadreja.

–El armiño tiene una piel muy bonita –comentó.

–Como casi todos los de su familia –completó Deegie–. Las martas, los visones y hasta los glotones tienen bonito pelaje. No son tan suaves, pero muy buenos para hacer capuchas, si no quieres que la escarcha se te adhiera a la cara. Pero difícil cazarlos con trampas y tampoco se pueden cazar con lanza. Son rápidos y crueles. Tu honda parece dar muy buen resultado, aunque todavía no sé cómo lo has hecho.

–Aprendí a usar la honda cazando este tipo de animales. Al principio sólo cazaba carnívoros, pero sólo a los que nos robaban, y comencé por aprender sus costumbres.

–¿Por qué? –preguntó Deegie.

–Como no estaba autorizada a cazar, no mataba ningún animal que sirviera como alimento, pero sí a los que nos robaban la comida –soltó una risa que parecía un resoplido–. Pensaba que de este modo no transgredía la norma.

–¿Por qué no te dejaban cazar?

–Porque a todas las mujeres del Clan se les prohíbe cazar. Sin embargo, al fin me autorizaron a usar la honda –Ayla hizo una pausa para recordar–. ¿Sabes que maté un glotón mucho antes de matar un conejo?

Aquella ironía la hizo sonreír. Deegie meneó la cabeza, asombrada. Qué extraña infancia parecía haber tenido aquella mujer.

Se levantaron para marcharse. Mientras Deegie iba en busca de sus zorros, Ayla recogía el suave armiño blanco. Pasó la mano a lo largo del cuerpo, hasta la punta de la cola. De pronto exclamó:

–¡Esto es lo que necesito! ¡Armiños!

–Pero si ya los tienes –observó su compañera.

–Para la túnica blanca, quiero decir. Quiero hacerle una orla de armiño blanco y poner las colas. Me gustan esas colas terminadas en una punta negra.

–¿Y de dónde vas a sacar armiños suficientes para decorar una túnica? Ya viene la primavera; pronto cambiarán otra vez de color.

–No necesito muchos. Y donde hay uno, casi siempre hay otros. Los cazaré. Ahora mismo. Necesito algunas piedras.

Comenzó a apartar la nieve, en busca de piedras, en la ribera del arroyo congelado.

–¿Ahora? –se extrañó Deegie.

Ayla se detuvo para mirarla. En su entusiasmo, había llegado casi a olvidar la presencia de Deegie. Ella podía dificultar la tarea de encontrar pistas y seguirlas.

–No tienes por qué esperarme, Deegie. Vuelve al Campamento. No me perderé.

–¿Cómo que vuelva? Por nada del mundo me perdería esto.

–¿Puedes guardar un silencio absoluto?

Deegie sonrió.

–No es la primera vez que cazo, Ayla.

La muchacha se ruborizó, comprendiendo que había dicho algo incorrecto.

–No es eso lo que...

–Ya lo sé –dijo Deegie, y volvió a sonreír–. Puedo aprender bastante de quien mataba glotones antes de cazar conejos. Los glotones son los animales más crueles, malvados y temerarios, incluidas las hienas. Los he visto ahuyentar a un leopardo de su propia presa, y hasta son capaces de hacer frente a los leones cavernarios. Trataré de no molestar. Si te parece que estoy ahuyentando a los armiños, me lo dices y te esperaré aquí. Pero no me pidas que vuelva al Campamento sin ti.

Ayla sonrió con alivio. Era maravilloso contar con una amiga que la comprendía tan pronto.

–Los armiños son tan malos como los glotones, Deegie, sólo que más pequeños.

–¿Puedo ayudarte en algo?

–Todavía nos queda un poco de asado. Podría sernos útil, pero antes hay que encontrar huellas... y una buena provisión de piedras.

Una vez que Ayla hubo reunido varios proyectiles apropiados en el saco atado a su cinturón, cogió el zurrón y se lo echó sobre el hombro izquierdo. Luego se detuvo a estudiar el paisaje, buscando el mejor sitio por donde comenzar. Deegie se mantenía un paso detrás de ella, dejándole tomar la iniciativa. Casi como si pensara en voz alta, Ayla empezó a murmurar:

–Las comadrejas no hacen madriguera. Aprovechan lo que encuentran, incluso una cueva de conejos... después de matar a sus ocupantes. A veces creo que no les haría falta madriguera si no fuera por la cría. Viven moviéndose; cazan, corren, trepan, se levantan sobre las patas traseras para mirar. Y matan constantemente, día y noche, aun después de haber comido, aunque después abandonen allí su presa. Comen de todo: ardillas, conejos, pájaros, huevos, insectos y hasta carne podrida, aunque prefieren cazar y comer carne fresca. Despiden un horrible olor a almizcle cuando se las acorrala; no proyectan un líquido como la mofeta, pero hieden igual. Y hacen un sonido como éste... –Ayla emitió un grito que parecía una mezcla de aullido estrangulado y de gruñido–. En la estación de los Placeres, silban.

Deegie estaba atónita. En pocos segundos había aprendido más sobre los armiños que en toda su vida. Ni siquiera sabía que emitían algún sonido.

–Son buenas madres y tienen muchas crías: dos camadas... –Ayla se interrumpió para encontrar la palabra adecuada–. Diez. A veces más. Otras veces, sólo unas pocas. La cría permanece junto a la madre hasta estar casi completamente crecida –volvió a detenerse para estudiar el paisaje, con aire crítico–. A estas alturas del año, la camada ha de estar todavía con su madre. Busquemos huellas pequeñas... creo cerca de cañaveral.

Echó a andar hacia el montículo de nieve que cubría, más o menos, aquella maraña de tallos y vástagos. Deegie la siguió, preguntándose cómo podía saber tanto, a pesar de que era poco mayor que ella. Había notado algunos fallos en el modo de hablar de Ayla, única señal de su excitación. Y eso le hizo reparar en lo bien que había aprendido el idioma. Aunque rara vez hablaba con celeridad, su mamutoi era casi perfecto, exceptuando el modo de emitir ciertos sonidos. Deegie pensó que difícilmente perdería aquel acento... y que era mejor así, pues le daban una personalidad característica más humana.

–Busca huellas pequeñas de cinco dedos..., a veces sólo se ven cuatro. Dejan las huellas más pequeñas de todos los carnívoros y las patas de atrás pisan la huella de las delanteras.

Deegie se retrasó unos pasos para no pisar el delicado rastro. Con lentitud y cautela, Ayla estudiaba el paraje circundante a cada paso que daba: el suelo cubierto de nieve, cada tronco caído, cada ramita de abedul desnudo, las pesadas ramas de abeto cargadas de agujas oscuras. De pronto sus ojos interrumpieron aquella vigilancia constante, inmovilizados por una escena que la dejó sin aliento. Mientras bajaba el pie, con lentitud, sacó del zurrón un trozo grande de bisonte asado, medio crudo, y lo depositó en el suelo, frente a sí. Luego retrocedió con cuidado, metiendo la mano en el saco de piedras.

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