Los cazadores de mamuts (60 page)

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Authors: Jean M. Auel

–¡Hartal tampoco sabe cantar! –agregó él, riendo con su extraña risa gutural.

Ayla rió entre dientes, sacudiendo la cabeza con regocijante extrañeza. Rydag, adivinando sus pensamientos, acababa de hacer una gracia sagaz y divertida.

Nezzie, que estaba de pie, junto al hogar, les contemplaba sonriendo. «Tal vez no sepas cantar, Rydag, pero hablar sí», pensó. El niño estaba enhebrando varias vértebras en un grueso cordón y las sacudía para distraer al bebé. De no ser por el lenguaje de las señas, que eran una manifestación de su inteligencia y su compresión, nunca se le habría permitido atender a Hartal para que la madre pudiera trabajar, ni siquiera en presencia de ella. ¡Qué cambio había provocado Ayla en la vida del niño! Ya nadie ponía en duda su condición de ser humano esencial, salvo Frebec, y Nezzie estaba segura de que lo hacía más por tozudez que por convicción.

Ayla continuaba luchando con el punzón y la hebra. Si al menos pudiera lograr pasarla y cogerla por el otro lado como le había enseñado Deegie, pero la habilidad de Deegie se basaba en años de experiencia, de la que ella estaba muy lejos. Dejó caer los trozos de cuero sobre el regazo, frustrada, y comenzó a observar a las otras, que hacían cuentas de marfil.

Si se aplicaba un golpe seco en un colmillo de mamut de modo seco, en el ángulo debido, se desprendía una sección fina y curva. Con ayuda de buriles se practicaban surcos en la sección desprendida; repasando una y otra vez las marcas señaladas, se conseguían piezas más pequeñas. Con ellas se formaban toscos cilindros, sirviéndose de cuchillos y raspadores que desprendían virutas rizadas; después se alisaban con piedra arenisca mojada. Para aserrarlos en trozos más pequeños se empleaban dentadas hojas de pedernal provistas de un mango. Finalmente se pulían los bordes.

El último paso consistía en practicar en ellos un agujero en el centro para enhebrarlos en una sarta o coserlos a una prenda. Para ello se empleaba una herramienta especial, consistente en una punta de pedernal, fina y larga, meticulosamente elaborada por un artesano hábil e insertada en el extremo a una varita larga y estrecha, suave y perfectamente recta. La punta del taladro se colocaba en el centro de un pequeño disco de marfil; luego, como si se tratara de hacer fuego, se hacía girar el cilindro entre las palmas de las manos, aplicando presión hacia abajo, hasta que el agujero quedaba perforado.

Ayla observó a Tronie, concentrada en hacer un agujero perfecto. De pronto pensó que aquello exigía demasiado trabajo para lograr algo sin aparente utilidad. Las cuentas no servían para conseguir ni preparar alimentos; tampoco hacían más abrigadas o más útiles las prendas a las que se cosían. Pero comenzaba a entender por qué se las daba tanto valor. El Campamento del León no podría permitirse emplear tanto tiempo y esfuerzo en fabricarlas si no tuviera garantizado abrigo, comodidades y seguridad, además de la alimentación adecuada. Sólo un grupo cooperativo y bien organizado podía almacenar lo suficiente para satisfacer sus necesidades y dedicar el ocio a hacer cuentas. Por lo tanto, cuantas más elaboraran, más evidente sería que el Campamento del León era un asentamiento próspero y un lugar deseable para vivir, y más respeto y rango les merecía de los otros Campamentos.

Ayla volvió a coger los trozos de cuero que había depositado en sus rodillas y el punzón para agrandar un poco el último agujero. Por fin pudo hacer que pasara el tendón, pero el resultado no tenía la pulcritud de las apretadas puntadas de Deegie. Volvió a levantar la vista, descorazonada. Rydag enhebró otra vértebra haciendo pasar la cuerda por el agujero central; cogió otra vértebra y volvió a pasar la cuerda rígida por el agujero.

Ayla aspiró profundamente y reanudó su labor. Pasar la punta de la lezna a través del cuero no era tan difícil; el hueso se introducía casi hacia el otro extremo. «Si pudiera sujetar el tendón a esto –se dijo–, sería fácil...»

Hizo una pausa para examinar con atención el pequeño punzón. Luego miró a Rydag, que ataba los extremos de la cuerda y agitaba el improvisado sonajero. Vio que Tronie hacía girar rápidamente el taladro entre las manos, mientras Fralie pulía un cilindro de marfil en la hendidura de un bloque de piedra arenisca. Cerró los ojos y recordó a Jondalar haciendo puntas de lanza de hueso el verano pasado en el valle...

Volvió a mirar el punzón de hueso.

–¡Deegie! –gritó.

–¿Qué pasa? –inquirió la joven, sobresaltada.

–¡Creo que ya sé cómo hacerlo!

–¿Hacer qué?

–Pasar el tendón por el agujero. ¿Por qué no practicamos un agujero en el extremo posterior de un punzón y después pasamos la hebra por ese agujero? Tal como Rydag ha enhebrado esas vértebras en su cuerda. Así se puede empujar el punzón hasta pasar al otro lado y la hebra seguirá tras él. ¿Qué te parece? ¿Funcionaría?

Deegie cerró los ojos por un momento. Luego cogió el punzón de manos de Ayla y lo examinó.

–Tendrá que ser un agujero muy pequeño.

–Tronie está haciendo agujeros pequeños en esas cuentas. ¿Tendría que ser mucho más estrecho?

–Este hueso es muy duro. No sería fácil hacer un agujero. Y no veo ningún lugar apropiado.

–¿No podríamos hacerlo con un colmillo de mamut o huesos de otro tipo? Jondalar hace con huesos puntas de lanza estrechas y largas; después las pule y las afila con piedra arenisca, como hace Fralie las cuentas. ¿No podríamos hacer algo así como una punta de lanza diminuta y perforar un agujero en el otro extremo?

Ayla estaba tensa de entusiasmo. Deegie volvió a pensar.

–Deberíamos pedir a Wymez o a alguien que nos hiciera un taladro más pequeño, pero... podría funcionar. ¡Creo que podría funcionar!

Casi todo el mundo parecía haberse dado cita en el Hogar del Mamut. Se reunían en grupos de tres o cuatro, conversando, pero el ambiente estaba cargado de expectativa. De algún modo había circulado la noticia de que Ayla iba a probar el nuevo pasahebras. En su creación habían trabajado varias personas, pero como la idea original era de Ayla, sería ella la primera en utilizarlo.

Wymez y Jondalar habían trabajado a dúo para fabricar un taladro de pedernal lo bastante pequeño para perforar el agujero. Ranec, después de seleccionar el marfil, había moldeado varios cilindros pequeños, largos y puntiagudos. Ayla los había pulido y afilado a su satisfacción, pero los agujeros los había hecho Tronie.

Ayla percibía el entusiasmo general. Cuando sacó el tendón y los cueros con que practicaba, todo el mundo se reunió en derredor, sin ningún disimulo. La fibra de ciervo, dura y seca, parda como cuero viejo y gruesa como un dedo, parecía un palito. Fue golpeado hasta quedar convertido en un manojito de hebras blancas, que se separaron fácilmente en filamentos. La muchacha, consciente del dramatismo del momento, hizo subir de grado la expectación al examinar cuidadosamente las hebras. Por fin retiró una, la mojó en la boca para ablandarla y levantó el pasahebras con la mano izquierda, examinando el pequeño agujero con aire crítico. Podría resultar difícil hacer pasar el hilo por aquella perforación. Entretanto, el nervio se había ido secando y endureciéndose, lo que facilitaría la operación. Ayla empujó cuidadosamente el filamento a través del agujero y soltó un pequeño suspiro de alivio cuando logró que asomara por el lado opuesto. Entonces levantó la pequeña lanza de marfil con su hebra colgando del extremo más grueso.

A continuación tomó el trozo del gastado cuero que estaba usando para practicar y clavó la punta cerca de un borde, haciendo una perforación. Pero en esa oportunidad la empujó sin miedo y sonrió al ver que arrastraba todo el hilo tras de sí. Levantó la pieza para mostrarla a todo el mundo, lo que provocó una maravillada exclamación general. Luego cogió el otro pedazo de cuero y repitió el proceso, aunque tuvo que emplear un trozo de piel de mamut como dedal a fin de atravesar con la punta el pellejo, más grueso y duro. Juntó las dos piezas y, de un tirón, ejecutó una segunda puntada; después levantó la obra para exhibirla.

–¡Funciona! –dijo, con una gran sonrisa de victoria.

Y entregó el cuero y la aguja a Deegie, para que diera unas cuantas puntadas.

–Sí que funciona. A ver, madre, prueba tú –confirmó la muchacha, entregando a la jefa el cuero y el pasahebras.

También Tulie dio unas cuantas puntadas e hizo un ademán de aprobación. Luego se la pasó a Nezzie, quien hizo la prueba y cedió el turno a Tronie. Tronie, a su vez, se la entregó a Ranec, quien intentó perforar ambos lados del cuero de una sola pasada, pero tropezó con la dificultad de atravesar el más grueso.

–Creo que si haces una pequeña punta de pedernal –dijo, pasándoselo ahora a Wymez– será más fácil perforar el cuero grueso. ¿Qué te parece?

Wymez lo intentó y se mostró de acuerdo.

–Sí, este pasahebras ha sido una gran idea.

Todos los miembros del Campamento probaron el nuevo utensilio y fueron del mismo parecer. Era mucho más fácil coser con algo que tirara de la hebra, en vez de empujarla.

Talut sostuvo en alto la pequeña herramienta, examinándola desde todos los ángulos, y asintió con admiración. Una varilla larga y fina, con una punta en un extremo y un agujero en el otro: era un invento cuya utilidad saltaba a la vista. Se preguntó cómo era posible que a nadie se le hubiera ocurrido antes. Parecía simple y obvio, una vez que se tenía ante los ojos, pero muy efectivo.

Capítulo 22

Ocho cascos hollaban al unísono el suelo endurecido. Ayla, bien agachada sobre la cruceta de la yegua, entornaba los ojos contra el viento glacial que le quemaba la cara. Montaba con ligereza, manteniendo la tensión de sus rodillas y sus caderas en perfecto acuerdo con los poderosos músculos del caballo lanzado al galope. Advirtiendo el cambio de ritmo de los otros cascos, miró de refilón a Corredor. El potrillo se había adelantado, pero ahora se estaba retrasando, con inconfundibles señales de cansancio. Ella frenó gradualmente a Whinney y el otro animal también hizo un alto. Envueltos por las emanaciones de vaho provocado por la respiración acelerada, los caballos bajaron la cabeza. Estaban cansados, pero había sido una buena carrera.

Ayla, erguida y balanceándose al compás de su yegua, se dirigió hacia el río a buen paso; estaba disfrutando de la salida. Hacía frío, pero el día era magnífico; el resplandor del sol incandescente se acentuaba por el efecto del hielo centelleante y la blancura de una cellisca reciente.

Aquella mañana, al asomarse a la entrada del albergue, había decidido sacar a los caballos para realizar con ellos una larga galopada. El aire mismo la tentaba a salir. Parecía más ligero, como si se hubiera desprendido de una gran carga opresiva. Tuvo la sensación de que el frío no era tan intenso, aunque nada había cambiado visiblemente: el hielo seguía siendo tan sólido y los copos de nieve arrojados por el viento tan duros como siempre.

Ayla carecía de medios seguros para saber que la temperatura había aumentado y que el viento soplaba con menor fuerza, pero detectaba estas sutiles diferencias. Aunque podría interpretarse como intuición, en realidad era una aguda sensibilidad. Para quienes vivían en climas extremadamente fríos, el menor signo de bonanza era perceptible y, con frecuencia, saludado con exuberante optimismo. Aún no era primavera, pero se aflojaba ya el puño implacable del frío intenso, y esa levísima tibieza traía consigo la promesa de que la vida volvería a brotar.

Sonrió al ver que el joven potro se adelantaba elásticamente, con el cuello arqueado y la cola erguida. Seguía pensando en Corredor como el potrillo al que había ayudado a nacer, pero ya había dejado de serlo. Aunque no estuviera del todo desarrollado, ya era más grande que su madre y todo un caballo de carreras. Le encantaba correr y lo hacía a buena velocidad, pero había una diferencia en el galope de los dos caballos. Invariablemente, Corredor era más veloz que su madre en una carrera corta y le sacaba una buena ventaja al principio, pero Whinney tenía mayor resistencia. Era capaz de mantener durante más tiempo un galope tendido; si la distancia era larga, inevitablemente conseguía alcanzar a su hijo, le rebasaba y seguía su regular andadura.

Ayla desmontó, pero se detuvo antes de apartar la cortina para entrar en el albergue. Con frecuencia utilizaba los caballos como excusa para salir, y aquella mañana había sido un verdadero alivio que el clima permitiera realizar una carrera larga. Por feliz que le hiciera tener otra vez un pueblo, verse aceptada por él y compartir sus actividades, de vez en cuando necesitaba estar sola, sobre todo cuando las incertidumbres y los malentendidos sin aclarar acentuaban las tensiones.

Fralie pasaba mucho tiempo en el Hogar del Mamut, entre los jóvenes, para fastidio de Frebec. Ayla había oído discusiones en el Hogar de la Cigüeña; más que discusiones eran arengas de Frebec, que voceaba sus quejas por la ausencia de Fralie. No quería que su compañera se aficionara demasiado a Ayla, y era indudable que la embarazada se mantendría a mayor distancia para garantizar la paz. Eso preocupaba a Ayla, sobre todo porque Fralie había confesado tener pérdidas de sangre. Ayla advirtió a la joven que podía perder el bebé si no descansaba y le prometió algunas medicinas. Empero, resultaría más difícil atenderla si Frebec rondaba por allí en plan guerrero. Además, lo de Jondalar y Ranec la transtornaba cada vez más. Jondalar se mostraba distante, pero, en los últimos días, había vuelto, en parte, a ser el mismo de siempre. Pocos días antes, Mamut le había pedido que fuera a su hogar para hablar de una herramienta especial, pero el chamán estuvo ocupado todo el día. Sólo tuvo tiempo para conversar con él por la noche, cuando toda la gente joven ya estaba reunida en el Hogar del Mamut. Ambos se sentaron aparte, pero las risas y las bromas les llegaban con claridad.

Ranec dedicaba a Ayla más atenciones que nunca; pero, tras aquellas bromas y provocaciones amistosas, la estaba instando a compartir de nuevo su lecho. A ella seguía resultándole difícil negarse abiertamente; tenía demasiado inculcada la obligación de acceder a los deseos masculinos como para que pudiera superarla con facilidad. Aplaudía sus bromas (cada vez comprendía mejor sus golpes de humor, incluso las intenciones serias que ocultaban), pero esquivaba con habilidad las implícitas invitaciones, mientras todos reían a expensas de Ranec. Él también reía, disfrutando del ingenio de Ayla. Aquella tranquila forma de amistad la atraía, le resultaba reconfortante estar con él.

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