Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
Deegie, sin moverse, buscó con la vista lo que su compañera había divisado. Por fin reparó en cierto movimiento. Eran varias siluetas blancas que se movían sinuosamente en dirección a ellas. Se desplazaban con asombrosa rapidez, al tiempo que salvaban los montones de ramas y hierbas secas, trepando a los árboles y volviendo a descender inmediatamente, pasando a través de la maleza, husmeando cada agujero, cada grieta, y devorando cuanto encontraban a su paso. Deegie nunca se había preocupado por estudiar a aquellos voraces carnívoros y los observó fascinada. De vez en cuando se levantaban sobre las patas traseras, alertas los ojos negros y brillantes, con las orejas erguidas para captar cualquier ruido; empero, el olor de la presa indefensa les atraía irremediablemente.
Aquellos ocho o diez animalillos invadieron nidos de topos y ratones, se infiltraron por debajo de las raíces donde hibernaban salamandras y sapos; se lanzaban como dardos tras los pájaros pequeños, demasiado hambrientos y ateridos como para salir volando; con la cabeza balanceándose hacia atrás y hacia delante. Sus ojos negros, que semejaban perlas, brillaban de avidez. Se lanzaban con mortal precisión a la base del cuello o la vena yugular. Atacaban sin miramientos; eran los asesinos más eficaces y sanguinarios del reino animal. De pronto, Deegie se alegró mucho de que fueran pequeños. No parecía haber motivo alguno para aquella destrucción gratuita, como no fuera el ansia de matar... o quizá la necesidad de mantener alimentado aquel cuerpecito en constante movimiento.
La tajada de carne medio cruda atrajo a los armiños, que no vacilaron en dar cuenta de ella. De pronto se produjo la confusión: duras piedras aterrizaron entre los animales, derribando a algunos de ellos. El inconfundible olor a almizcle invadió el aire. Deegie, absorta en la observación de los animales, no había visto los meticulosos preparativos y los lanzamientos de Ayla.
Súbitamente, como salido de la nada, un gran animal oscuro brincó entre las comadrejas blancas; Ayla quedó atónita al oír un gruñido amenazador. El lobo buscaba la carne del bisonte, pero se vio frenado por dos armiños audaces y temerarios. Después de retroceder apenas unos pasos, el carnívoro de pelaje negro vio un armiño fuera de combate y se apoderó de él.
Pero Ayla no estaba dispuesta a permitir que el recién llegado devorara sus armiños; había sido demasiado el esfuerzo que había tenido que hacer para conseguirlos. Eran sus presas y las quería para la túnica blanca. Cuando el lobo se alejó al trote, con el animalito en la boca, la muchacha fue tras él.
Los lobos también eran carnívoros, y ella los había estudiado con tanta atención como a las comadrejas mientras aprendía a manejar la honda. Además, los comprendía. Sin dejar de correr tras el animal, cogió una rama caída. Un lobo solitario solía ceder ante un ataque decidido; quizá dejara caer el armiño.
Si se hubiera tratado de toda una manada, aunque sólo fuera de dos lobos, no habría intentado aquel ataque temerario, pero cuando el lobo negro se detuvo para reacomodar la presa en su boca, Ayla se lanzó tras él con la rama, levantándola para aplicar un golpe violento. La rama no parecía un arma apropiada; sólo pensaba asustar al animal y hacerle soltar el armiño. Pero fue ella la asustada; el lobo dejó caer la presa y, con un fiero gruñido, saltó amenazadoramente contra ella.
Su reacción instintiva fue lanzar la rama por delante, para detener al lobo. Por un momento estuvo tentada de huir. Al echarlo hacia atrás, el leño, frío y quebradizo, se partió al chocar contra un árbol. Sólo le quedó en la mano un muñon podrido. Empero, el extremo roto se clavó en la cara del animal. Bastó para detenerle; también el lobo había estado fingiendo, pues no tenía muchas ganas de atacar. Después de recoger el armiño muerto, salió del bosquecillo.
Ayla estaba asustada, pero también furiosa. No podía permitir que le robaran su armiño, y se lanzó en persecución del lobo una vez más.
–¡Déjalo! –gritó Deegie–. ¡Tienes bastante! ¡Deja que el lobo se lo lleve!
Pero Ayla no le prestó atención. El lobo se encaminaba hacia terreno abierto, seguido de cerca por ella. Sin dejar de correr, metió la mano en su saco y descubrió que sólo le quedaban dos piedras. Como el gran carnívoro no tardaría en ganar distancia, debía probar una vez más. Puso una piedra en su honda y la arrojó contra el canino. La segunda terminó la labor iniciada por la primera: ambas dieron en el blanco. Ayla experimentó una enorme satisfacción al ver que el lobo se derrumbaba: un animal que no volvería a robarle nada. Mientras corría en busca de su armiño, decidió llevarse también la piel del lobo. Sin embargo, cuando Deegie se reunió con ella, la encontró sentada junto al lobo negro y al armiño blanco. No se movía. La expresión de su rostro preocupó a Deegie.
–¿Qué pasa, Ayla?
–Debí dejar que se llevara la presa. Debía haber adivinado que tenía motivos para querer aquella carne asada, aunque los armiños la defendían. Los lobos conocen lo sanguinarias que son estas bestezuelas. Tratándose de un animal solitario en sitio poco conocido, prefiere retroceder sin atacar. Debía haber dejado que se llevara el armiño.
–No comprendo. Tienes tu armiño y, por añadidura, una piel de lobo negro. ¿Por qué dices que debiste dejarle el armiño?
–Mira –indicó Ayla, señalando el vientre del animal–. Está amamantando. Tiene cachorros.
–¿No es muy pronto para que las lobas tengan crías? –se extrañó Deegie.
–Sí, está fuera de temporada. Y es una loba solitaria. Por eso le costaba tanto encontrar comida suficiente. Y por eso quería la carne asada y el armiño. Mira esas costillas. Los lobeznos la han estado agotando; es pura piel y huesos. Si viviera con una manada, los otros la ayudarían a alimentar a sus cachorros. Pero si viviera con una manada, no tendría cachorros. Sólo la jefa de la manada suele tener crías y además ésta no es del color debido. Los lobos se habitúan a ciertos colores y marcas. Ésta es como la loba blanca que yo solía observar cuando los estaba estudiando. A aquélla tampoco la querían. Siempre trataba de complacer a los jefes, macho y hembra, pero ellos no querían verla cerca. Cuando la manada creció mucho, ella se fue. Tal vez se cansó de que nadie la quisiera.
Ayla bajó la vista hacia la loba negra.
–Lo mismo que ésta –añadió–. Tal vez por eso quería tener crías, porque estaba sola. Pero no debió tenerlos a esta altura del año. Creo que es la que vimos cuando estábamos cazando bisontes, Deegie. Debe de haber dejado la manada para buscar un macho solitario, a fin de iniciar una manada propia, como se hace siempre. Pero a los solitarios la vida les resulta muy dura. A los lobos les gusta cazar en grupo y se ayudan unos a otros. El macho dominante ayuda a la hembra dominante a cuidar a sus cachorros. Deberías ver cómo juegan con los lobeznos. Pero ¿dónde está su macho? ¿Habrá tenido alguno? ¿Se murió?
A Deegie le sorprendió que Ayla estuviera al borde del llanto por una loba muerta.
–Todos tienen que morir en algún momento, Ayla. Todos volvemos a la Madre.
–Lo sé, Deegie, pero ella fue diferente desde el principio y después se encontró sola. Debería haber tenido derecho a algo en la vida: un compañero, una manada a la cual pertenecer, al menos algunos lobeznos.
Deegie creyó comprender a qué se debía aquella intensa pena por una loba negra y escuálida: Ayla se estaba identificando con el animal muerto.
–Pero llegó a tener cachorros, Ayla.
–Y ahora ellos también van a morir. No tienen manada que les cuide, ni siquiera un macho jefe. Sin madre, morirán –de pronto, Ayla se levantó de un salto–. ¡No voy a permitir que mueran!
–¿Qué estás pensando? ¿Adónde vas?
–Voy a buscarlos. Voy a rastrear la guarida de la loba negra.
–Podría ser peligroso. Tal vez haya otros lobos en derredor. ¿Cómo puedes estar tan segura?
–Lo estoy, Deegie. Me basta con mirarla.
–Bueno, si no puedo hacerte cambiar de idea, sólo me queda una cosa, Ayla.
–¿Qué?
–Si pretendes que camine por estos andurriales buscando lobos contigo, al menos carga tú con tus armiños. –Deegie dejó caer las cinco comadrejas blancas que llevaba en su zurrón–. ¡Bastante tengo con llevar mis zorros!
Sonreía con toda la cara, encantada. Ayla hizo otro tanto, llena de afecto.
–¡Oh, Deegie, los has traído hasta aquí!
Las dos se abrazaron para expresar la plenitud de su amor y amistad.
–Una cosa es indudable, Ayla: ¡contigo nadie se aburre! –Deegie ayudó a guardar los armiños en el zurrón de Ayla–. ¿Qué vas a hacer con la loba? Si no nos la llevamos, otros lo harán, y la piel de lobo negro no es muy común.
–Me gustaría llevarla, pero primero quiero encontrar a los cachorros.
–Está bien, me la cargaré yo –dijo Deegie, echándose el cuerpo exánime sobre su hombro–. Más tarde, si tenemos tiempo, la desollaré –iba a hacer otra pregunta, pero cambió de idea. Pronto descubriría qué pensaba hacer Ayla si encontraba algún lobezno vivo.
Tuvieron que volver al valle para buscar el rastro correcto. La loba se había esmerado en cubrir sus huellas, consciente de lo precaria que era la vida de su camada abandonada sin protección. Deegie creyó varias veces haber perdido el rastro, a pesar de ser hábil en seguirlos. Pero Ayla persistía hasta localizarlo otra vez. Cuando encontraron el sitio en que, según Ayla, debía estar la guarida, el sol anticipaba ya el comienzo del atardecer.
–Quizás tú estés segura de que aquí está la guarida, Ayla, pero te seré franca: no veo señales de vida.
–Así debe ser si están solos. Si hubiera señales de vida, eso sólo crearía problemas.
–Tal vez tengas razón, pero si hay cachorros ahí dentro, ¿cómo piensas hacerlos salir?
–Creo que sólo hay un modo: tendré que entrar a buscarlos.
–¡No puedes, Ayla! Una cosa es observar lobos desde lejos y otra entrar en sus guaridas. ¿Y si los cachorros no están solos? Podría haber otro adulto por aquí.
–¿Has visto alguna huella de adulto junto a las de la negra?
–No, pero aun así no me gusta la idea de que entres en la guarida.
–No he venido hasta aquí para irme sin haber averiguado si hay lobeznos aquí. Tengo que entrar, Deegie.
Ayla dejó su zurrón y se encaminó hacia el pequeño agujero negro abierto en la tierra. Era una vieja guarida, abandonada mucho antes por su mala situación, pero también lo único que la loba negra había podido encontrar al morir su macho, un viejo lobo solitario atraído por su celo temprano y vencido en una pelea. Ayla echó cuerpo a tierra y comenzó a penetrar, retorciéndose.
–¡Espera! –la llamó Deegie–. Toma mi cuchillo.
La muchacha hizo una señal de asentimiento y reinició la entrada con el cuchillo entre los dientes. Al principio el suelo descendía por una pendiente y el pasaje era estrecho. De pronto se encontró varada y tuvo que retroceder.
–Será mejor que nos vayamos, Ayla. Se está haciendo tarde. Si no puedes entrar, ¿qué remedio queda?
–No –respondió Ayla, quitándose la pelliza por encima de la cabeza–. Entraré.
Se estremeció de frío al introducirse en la guarida. No fue fácil, pero logró pasar la primera sección, donde el túnel descendía. Cerca del fondo, el suelo se nivelaba, había más espacio, pero la guarida parecía desierta. Como su propio cuerpo impedía el paso de la luz, tardó un momento en acostumbrar los ojos a la oscuridad. Estaba ya a punto de retroceder cuando creyó oír un sonido.
–Lobo, lobito, ¿estás ahí? –llamó.
De repente, recordando los largos ratos dedicados a observar y escuchar a los lobos, emitió un gemido complaciente. Prestó atención. Una suave queja surgió del rincón más oscuro y profundo de la guarida y Ayla sintió ganas de gritar de alegría.
Se arrastró como un gusano para acercarse al ruido y volvió a gemir. La respuesta sonó más próxima. De pronto vio dos ojos relucientes. Pero cuando alargó la mano hacia el cachorro, éste retrocedió con un gruñido. Ayla sintió el aguijonazo de unos dientes en la mano.
–¡Ay! Te quedan ganas de pelear –dijo. Y sonrió–. Pero también ganas de vivir. Vamos, ven, lobito. Todo saldrá bien. Vamos –alargó la mano hacia el lobezno, repitiendo su gemido suplicante, y palpó una bola de pelusa. Después de afirmarse bien, arrastró hacia ella al cachorro, que gruñó y se resistió todo el trayecto. Por fin reculó hacia el exterior de la guarida.
–¡Mira lo que he encontrado, Deegie! –exclamó, con una sonrisa triunfante, mientras alzaba al pequeño lobezno peludo y gris.
Jondalar estaba fuera del albergue, paseándose entre la entrada principal y el anexo de los caballos. A pesar de la abrigada pelliza, una prenda vieja de Talut, sintió el descenso de la temperatura al tocar el sol el horizonte. Había subido varias veces la cuesta, en la dirección tomada por Ayla y Deegie, y estaba pensando hacerlo otra vez.
Desde que las viera partir aquella mañana, le costaba dominar su ansiedad. Cuando comenzó a pasearse, preocupado, en las primeras horas de la tarde, los demás habitantes del albergue sonrieron con condescendencia. Pero ya no era él el único en preocuparse. También Tulie había subido varias veces la cuesta y Talut hablaba de formar un grupo para buscarlas con antorchas. Hasta Whinney y Corredor parecían nerviosos.
Cuando el brillante fuego del oeste se escondió tras un cúmulo de nubes, que pendía casi sobre el horizonte, el sol adquirió la forma de un círculo rojo, perfectamente definido; semejaba un cuerpo ultraterrestre, sin profundidad ni dimensión, demasiado perfecto y demasiado simétrico para pertenecer a aquel entorno natural. Sin embargo, aquel astro resplandeciente coloreaba las nubes y confería un tinte salutífero al rostro, pálido y parcial, de su otro compañero ultraterrestre, todavía bajo en el cielo por oriente.