Los cazadores de mamuts (30 page)

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Authors: Jean M. Auel

Mientras esperaba se sintió invadida por una especie de mareo; le zumbaban los oídos y sus percepciones se tornaron confusas. Tornec, sin que ella se percatara, inició un golpeteo rítmico y tonal en la escápula de mamut; Ayla tuvo la sensación de que el sonido provenía de su interior. Sacudió la cabeza y trató de prestar atención. Se concentró en Mamut, que estaba tragando algo, y tuvo una vaga sensación de que era una sustancia peligrosa. Habría querido impedírselo, pero no se movió. Él era Mamut; debía saber lo que estaba haciendo.

El anciano alto y flaco, de barba blanca y largo pelo canoso, se sentó cruzado de piernas ante otro tambor de cráneo de mamut. Tomó un martillo de asta de ciervo y, después de hacer una pausa para escuchar, tocó junto con Tornec e inició un cántico. Otros repitieron el estribillo. Muy pronto, casi todos estaban profundamente concentrados en una secuencia hipnótica, que consistía en frases repetitivas, salmodiadas en un ritmo palpitante, con escasas variaciones tonales, alternadas con un tamborileo arrítmico, más modulado que las voces. Otro tambor se agregó a la música, pero Ayla sólo reparó en que Deegie ya no estaba a su lado.

El batir de los tambores se ajustaba al que resonaba en la cabeza de Ayla. Ella creyó oír algo más que el cántico y los golpeteos. Los tonos cambiantes, las diversas cadencias, las alteraciones de registro y volumen, comenzaban a sugerir voces, voces que la hablaban. Y esas voces parecían decir algo casi comprensible, pero que ella no lograba entender. Trató de concentrarse, se esforzó por escuchar, pero no tenía la mente clara. Cuanto más lo intentaba, más lejos de lo comprensible parecían estar las voces de los tambores. Por fin renunció y se dejó arrastrar por el vertiginoso mareo.

Entonces oyó de nuevo los tambores y, de súbito, se sintió transportada.

Viajaba muy de prisa por las planicies desnudas y heladas. En el pasaje desierto que se extendía a sus pies, todo estaba oculto bajo una capa de nieve barrida por el viento, salvo los objetos de gran volumen. Poco a poco fue notando que no estaba sola. Un compañero de viaje veía la misma escena y, de un modo inexplicable, ejercía cierto control sobre la velocidad y la dirección de ambos.

Entonces, muy a lo lejos, como si se tratara de un faro remoto, un punto de referencia, oyó voces que cantaban y tambores que parecían conversar entre sí. En un momento de lucidez oyó una palabra, dicha en un fantasmagórico staccato que recordaba algo el tono y la resonancia de una voz humana, aunque sin reproducirla con exactitud.

–Rettáarrdennlaa –y otra vez–: Rettáarrdenlaa...

Ayla sintió que su velocidad disminuía; al bajar la vista vio que unos cuantos bisontes se acurrucaban en un terraplén. Los enormes animales resistían con estoica resignación la terrible ventisca, con la nieve adherida a la pelambre apelmazada y la cabeza baja, como aplastada por los poderosos cuernos negros que se abrían hacia fuera. Sólo el vapor que surgía de sus hocicos sugería que se trataba de criaturas vivientes y no de accidentes del terreno.

Ayla se sintió atraída hacia ellos; se acercó lo bastante como para contarlos y ver cada animal por separado. Un ejemplar joven se apartó algunos pasos para apoyarse contra su madre; una hembra vieja, que tenía el cuerno izquierdo roto en la punta, sacudió la cabeza con un resoplido; un macho apartó la nieve con la pezuña para mordisquear una mata de hierba marchita. A distancia se oía un aullido: el viento, quizá.

El panorama volvió a expandirse cuando retrocedieron. Ayla captó entonces la breve imagen de silenciosas siluetas cuadrúpedas que avanzaban sigilosamente y con decisión. El río fluía entre salientes gemelos, por debajo de los bisontes acurrucados. Corriente arriba, la llanura aluvial donde los animales habían buscado refugio se estrechaba entre barrancos; el río circulaba por una profunda garganta de rocas melladas, para abrirse luego en rápidos y pequeñas cascadas. La única salida era un desfiladero rocoso, escape para las inundaciones de primavera, el cual conducía de nuevo a la estepa.

–Hogaaaaar...

La larga vocal resonó en el oído de Ayla, con vibraciones intensificadas. Volvía a avanzar otra vez, a toda velocidad, como un rayo por encima de la planicie.

–¡Ayla! ¿Estás bien? –preguntó Jondalar.

La muchacha sintió que una sacudida espástica le conmocionaba el cuerpo. Al abrir los ojos se encontró con dos pupilas muy azules que la observaban con expresión preocupada.

–¿Eh?..., sí, creo que sí.

–¿Qué ha pasado? Latie dice que te caíste hacia atrás en la cama. Te pusiste rígida y comenzaste a sentir convulsiones. Después te quedaste dormida y nadie pudo despertarte.

–No sé...

–Viniste conmigo, Ayla; eso fue todo.

Ambos se volvieron hacia la voz de Mamut.

–¿Ir contigo? ¿Adónde? –preguntó Ayla.

El anciano clavó en ella una mirada inquisitiva. «Está asustada», pensó. «No es de extrañar; no esperaba esto. La primera vez produce miedo, aun cuando estamos preparados. Pero no se me ocurrió avisarla. No sospechaba que su capacidad natural sería tan grande. Y ni siquiera tomó el somuti. Su don es demasiado poderoso. Es preciso adiestrarla, por su propio bien, pero, ¿hasta dónde puedo ser explícito ahora? No quiero que considere su Talento como una carga que tiene que soportar toda la vida. Quiero que lo tome como un don, aunque implique graves responsabilidades... Pero La Madre no suele brindar Sus Dones a quienes no pueden aceptarlos. Sin duda, la Madre reserva un destino especial para esta joven.»

–¿Dónde crees que hemos estado, Ayla? –preguntó el viejo chamán.

–No estoy segura. Afuera... Estaba en la ventisca... Veo bisontes. Cuerno roto... Junto río.

–Lo viste todo con claridad. Me sorprendió sentir tu presencia cerca de mí. Pero debí haber imaginado que podía ocurrir. Sabía que tenías potencial. Tienes un don, Ayla, pero necesitas iniciación y guía.

–¿Don? –la muchacha se incorporó. Por un instante sintió un escalofrío de miedo. No quería poseer dones especiales. Sólo deseaba una pareja e hijos, como Deegie, como cualquier otra mujer–. ¿Qué clase de don, Mamut?

Jondalar vio que estaba pálida. «Parece tan asustada, tan vulnerable», pensó, rodeándola con un brazo. Sólo quería estrecharla contra sí, protegerla de todo daño, darle amor. Ayla se recostó contra su calor, sintiendo que su aprensión disminuía. Mamut tomó nota de aquel sutil cambio y lo sumó a sus consideraciones sobre la misteriosa joven que había aparecido de repente entre ellos. ¿Por qué entre ellos?, se preguntaba.

No creía que Ayla hubiera llegado al Campamento del León por pura casualidad. Los accidentes y las coincidencias no jugaban un gran papel en su concepto del mundo. Mamut estaba convencido de que todo tenía una finalidad, una dirección, una razón de ser, estuviera o no al alcance de su comprensión. Y estaba seguro de que la Madre tenía sus motivos para haber conducido a Ayla hasta ellos. Había adivinado astutamente algunas cosas sobre ella. Ahora sabía más sobre sus antecedentes y se preguntaba si uno de esos motivos no sería él mismo, pues él era quien mejor podía comprenderla.

–No puedo decirte con seguridad qué clase de don, Ayla. Un don de la Madre puede adoptar muchas formas. Al parecer, tienes el don de curar. Probablemente tu dominio sobre los animales sea también un don.

Ayla sonrió. Si la magia curativa aprendida de Iza era un don, lo aceptaba con gusto. Y si Whinney, Corredor y Bebé eran otros tantos dones de la Madre, estaba agradecida. Tenía la convicción de que el Gran León Cavernario se los había enviado. Tal vez la Madre tuviera también algo que ver.

–Y por lo que he sabido hoy, diría que tienes el don de la Búsqueda. La Madre ha sido generosa contigo.

Jondalar arrugó el ceño, preocupado. Un exceso de atenciones por parte de Doni no siempre era algo deseable. Con mucha frecuencia le decían que él había sido muy favorecido, pero nunca le había proporcionado mucha felicidad. De pronto recordó las palabras de la anciana curandera que servía a la Madre en el pueblo de los Sharamudoi. La Shamud le había dicho, en cierta ocasión, que había sido favorecido por la Madre para que ninguna mujer pudiera resistírsele, ni siquiera la propia Madre. Ése era el Don que había recibido. Pero le advirtió que debía andarse con cuidado, pues los dones de la Madre no eran una bendición absoluta: los elegidos estaban en deuda con Ella. ¿Acaso significaba que Ayla también lo estaba respecto a la Madre?

La muchacha no estaba muy segura de alegrarse por aquel último don.

–No conozco Madre ni dones. Creo León Cavernario, mi tótem, enviar Whinney.

Mamut se mostró muy sorprendido.

–¿El León Cavernario es tu tótem?

Ayla reparó en su expresión, recordando lo difícil que había sido para el Clan creer que una hembra pudiera tener la protección de un poderoso tótem masculino.

–Sí, me lo dijo Mog-ur. León Cavernario elige mí y hace marca. Yo enseño.

Ayla se desató el cordel de la cintura y abrió su túnica lo suficiente como para exponer su muslo izquierdo, con las cuatro cicatrices paralelas dejadas por una afilada garra, prueba de su encuentro con un león de las cavernas.

Las marcas eran antiguas; habían cicatrizado mucho tiempo atrás, según notó Mamut. ¿Cómo era posible que una niña hubiera podido escapar a un león cavernario?

–¿Cómo te hiciste esa herida? –preguntó.

–No recuerdo..., pero sueño.

–¿Qué sueño es ése? –se interesó Mamut.

–Vuelve a veces. Estoy en un lugar oscuro, pequeño. Luz por pequeña abertura –cerró los ojos y tragó saliva–. Algo tapa luz. Tengo miedo. Gran garra de león entra, uñas afiladas. Grito, despierto.

–Hace poco soñé con leones cavernarios –dijo Mamut–. Por eso quería saber cómo era tu sueño. Soñé con un grupo de leones cavernarios que tomaban el sol en las estepas, en un caluroso día de verano. Había dos cachorros. Uno de ellos, una hembra, trataba de jugar con el macho, un animal grande, de melena rojiza. Levantó una pata y le pegó en la cara con suavidad, casi como si sólo quisiera rozarle. El macho la apartó de un empellón; luego la sujetó contra el suelo y la lavó con su lengua larga y áspera.

Tanto Ayla como Jondalar estaban extasiados.

–De pronto –prosiguió Mamut– se producía una perturbación. Un rebaño de renos corría directamente hacia ellos. Al principio pensé que estaban atacando (los sueños, con frecuencia, tienen significados más profundos de lo que parece). Pero aquellos renos estaban impulsados por el pánico; al ver a los leones, se dispersaron. El cachorro macho fue arrollado. Cuando todo acabó, la leona trató de que el leoncito se levantara, pero no pudo reanimarlo, de modo que se marchó con la joven hembra, el macho y el resto de la manada.

Ayla parecía en trance.

–¿Qué pasa? –le preguntó Mamut.

–¡Bebé! Bebé era hermano. Cazo renos. Después cachorrito herido. Llevo cueva, curo, crío como bebé.

–¿El león cavernario que criaste había sido arrollado por renos? –a Mamut le tocaba ahora quedarse estupefacto. No podía tratarse de una mera coincidencia o de una simple similitud de escenarios. Podía apreciar una poderosa significación. Su primer impulso había sido interpretar el sueño por su valor simbólico, pero allí había mucho más de lo que él creía. Era algo que iba más allá de la Búsqueda y de sus experiencias anteriores. Tenía que meditarlo profundamente y sintió la necesidad de saber más.

–Ayla, si no te importa responder...

Les interrumpió una áspera discusión.

–¡Y a ti no te importa nada de Fralie! ¡Ni siquiera pagaste un Precio Nupcial decente! –chilló Crozie.

–¡Y a ti no te importa nada que no sea tu dichoso rango! Estoy harto de oír hablar del Precio Nupcial que he pagado. Pagué lo que pedías cuando ningún otro quería hacerlo.

–¿Cómo que ningún otro? ¿Qué dices? ¡Me suplicaste que te la diera! Dijiste que cuidarías de ella y de sus hijos, que me recibirías bien en tu hogar...

–¿Y no lo he hecho? –gritó Frebec.

–¿A esto le llamas recibir bien? ¿Cuándo me has mostrado respeto? ¿Cuándo me has honrado como corresponde a una madre?

–¿Y tú, cuándo me has respetado? Diga lo que diga, tú me lo discutes.

–Si alguna vez dijeras algo inteligente, nadie tendría por qué discutirte nada. Fralie merece más. Mírala, llena de la bendición de la Madre...

–Madre, Frebec, por favor, dejad de reñir –intervino Fralie–. Lo único que quiero es descansar un poco...

Estaba ojerosa y pálida. Eso preocupó a Ayla. Con su experiencia de curandera, notaba que aquella furiosa discusión angustiaba a la embarazada. Sin poder resistir más, se acercó al Hogar de la Cigüeña.

–¿No veis que Fralie está mal? –dijo cuando tanto la vieja como el hombre hicieron una pausa lo suficientemente larga como para permitirle hablar–. Necesita ayuda. Vosotros no ayudáis. Vosotros ponéis enferma. No bien esta pelea para embarazada. Hace perder bebé.

Crozie y Frebec la miraron sorprendidos. La anciana fue la primera en reaccionar.

–¿No lo ves? ¿No te lo dije? A ti no te importa nada Fralie. Ni siquiera permites que hable con esta mujer, que algo sabe de eso. Si pierde el bebé, será por culpa tuya.

–¡Qué entiende ella de esto! –se burló Frebec–. Criada por un atajo de animales sucios, ¿qué puede saber de medicina? Y trae animales aquí. Ella misma no es sino un animal. Tienes razón: no voy a permitir que Fralie se acerque a esta abominación. ¡Quién sabe qué malos espíritus ha traído a este albergue! ¡Si Fralie pierde el bebé, será por culpa de ella! ¡De ella y sus malditos cabezas chatas!

Ayla retrocedió como si hubiera recibido un golpe físico. Aquella oleada de insultos la dejó sin aliento. El resto del Campamento había enmudecido. En medio de aquel elocuente silencio, la muchacha emitió un sollozo ahogado, dio media vuelta y salió a toda prisa del albergue. Jondalar cogió las pellizas de ambos y corrió tras ella.

Ayla apartó la pesada cortina de la arcada exterior para enfrentarse al viento ululante. La tormenta que durante todo el día había amenazado desencadenarse, ya estaba allí, sin lluvia ni nieve, pero bramando con feroz intensidad más allá de las gruesas paredes del albergue. Sin barreras que detuvieran sus ráfagas salvajes, la diferencia de presiones atmosféricas provocada por las grandes murallas de hielo glaciar, situadas al norte, empujó a los vientos huracanados hacia las vastas estepas.

La muchacha llamó a Whinney con un silbido y oyó su relincho a poca distancia. La yegua y su potrillo, que se habían mantenido resguardados en un lateral de la vivienda, surgieron de la oscuridad.

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