Los cazadores de mamuts (27 page)

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Authors: Jean M. Auel

–Exactamente. El problema está en la maestría y en la calidad de la piedra.

–Sí. Tendría que ser fresca. Dalanar, el hombre que me enseñó vive cerca de un acantilado de creta que contiene pedernal al nivel del suelo. Tal vez sus piedras servirían. Pero aun así resultaría difícil. Hicimos juntos algunas hachas muy buenas, pero no sé cómo se conseguiría una punta de lanza apropiada con ese sistema.

Wymez buscó otro paquete envuelto en una hermosa piel fina. Lo abrió con cuidado y dejó al descubierto varias puntas de pedernal.

Los ojos de Jondalar se dilataron sorprendidos. Miró a Wymez y a Danug, que sonreía orgulloso de su mentor. Luego cogió una de las puntas y la hizo girar una y otra vez en sus manos con ternura, casi acariciándola.

El pedernal parecía resbaladizo al tacto; tenía una suavidad no demasiado oleosa y un lustre que reflejaba la luz del sol en sus múltiples facetas. El objeto tenía la forma de una hoja de sauce, con simetría casi perfecta en todas sus dimensiones; ocupaba toda la palma de la mano, desde la base hasta la punta de los dedos, terminando en una punta a cada lado, con una anchura de cuatro dedos en la parte central. Al ponerla de canto sobre la mano, Jondalar notó que, en efecto, no presentaba la característica forma arqueada: era completamente recta; en el centro tenía el grosor de un meñique.

Estudió el filo con aire profesional. Era agudo, apenas denticulado por las cicatrices de las muchas laminillas desprendidas. Deslizó la punta de los dedos por la superficie y palpó las pequeñas aristas dejadas por otras laminillas similares, cortadas para dar a la punta aquella forma tan pura, tan precisa.

–Es demasiado bella para emplearla como un arma –dijo Jondalar–. Es una obra de arte.

–Ésta no se empleará para ningún arma –dijo Wymez, complacido por los elogios–. La hice como muestra, para probar la técnica.

Ayla estiraba el cuello para contemplar las exquisitas herramientas, sin atreverse a tocarlas. Nunca las había visto tan bellas. Las había de distintos tamaños y tipos. Había algunas más en forma de hoja de sauce; otras eran asimétricas, con uno de sus lados cortante, marcadamente sesgado y terminado en una especie de tallo que podía ser incrustado en un mango y servir a modo de cuchillo. Y las había también más simétricas, con una especie de seta en el centro, que podían servir como puntas de lanza o como cuchillos de otra especie.

–¿Quieres examinarlas más de cerca? –preguntó Wymez.

La muchacha, con los ojos brillantes y maravillados, las cogió una por una, como si fueran piedras preciosas. Les faltaba muy poco para serlo.

–Pedernal... liso..., vivo –observó–. No vi pedernal así antes.

Wymez sonrió.

–Has descubierto el secreto, Ayla –reconoció–. Eso es lo que hace posible la fabricación de estas puntas.

–¿Hay pedernal de este tipo en las cercanías? –preguntó Jondalar, incrédulo–. Yo tampoco he visto nunca nada similar.

–No, me temo que no. De todos modos, podemos conseguir pedernal de buena calidad. Hacia el norte hay un Campamento grande que vive cerca de una mina. Es allí donde estuvimos Danug y yo. Pero esta piedra ha recibido un tratamiento especial... por medio del fuego.

–¡El fuego! –exclamó Jondalar.

–Sí. El calentamiento transforma la piedra. Eso es lo que le da esa suavidad, esa vida –miró a Ayla–. Y al calentarla, la piedra adquiere esas cualidades especiales –mientras hablaba cogió un nódulo de pedernal que mostraba señales claras de haber estado en el fuego. Estaba tiznado, con partes chamuscadas; la corteza exterior, de creta, presentaba un color mucho más intenso al ser golpeada con la maza–. La primera vez fue un accidente: un trozo de pedernal cayó en la fogata, una de esas grandes fogatas que, como sabéis, hacen falta para quemar hueso.

Ayla asintió, con aire convencido. Jondalar se encogió de hombros; no había prestado mucha atención, pero como ella parecía saberlo, estaba dispuesto a aceptarlo.

–Iba a retirar la piedra del fuego, pero Nezzie decidió utilizarla como apoyo para una fuente, a fin de recoger la grasa del asado que estaba preparando. Al final la grasa empezó a arder y estropeó una bonita fuente de marfil. Le hice otra, ya que aquello resultó ser un golpe de buena suerte. Pero al principio estuve a punto de descartar la piedra. Estaba completamente quemada, como ésta, y no la utilicé hasta que me quedé escaso de material. Al abrirla pensé que estaba estropeada. Mirad y veréis por qué.

Wymez entregó a cada uno un trozo.

–El pedernal está más oscuro y no tiene esa suavidad al tacto –observó Jondalar.

–Por aquel entonces estaba yo experimentando con puntas de lanza aterianas, tratando de mejorar su técnica. Como estaba experimentando ideas nuevas, pensé que no importaría si la piedra no era perfecta. Pero, al iniciar el trabajo, noté de inmediato la diferencia. Ocurrió poco después de mi retorno, cuando Ranec aún era un niño. Desde entonces he estado perfeccionándola.

–¿A qué diferencia te refieres? –preguntó Jondalar.

–Prueba y verás, Jondalar.

Éste cogió su percutor, una piedra oval mellada, deformada por el uso, que ajustaba perfectamente en el hueco de su mano, y comenzó a golpear la corteza para liberarla de creta, como primer paso.

–Cuando se calienta mucho el pedernal antes de trabajarlo –continuó Wymez, mientras Jondalar se afanaba–, se tiene mucho más dominio sobre el material. Aplicando presión, se pueden desprender lascas mucho más pequeñas, finas y largas. En realidad, es posible dar a la piedra casi todas las formas que se deseen.

Wymez se envolvió la mano izquierda con un pequeño trozo de cuero, a fin de protegerla de las aristas cortantes; luego cogió otro pedazo de pedernal, recién desprendido de un núcleo quemado, para hacer una demostración. Con la mano derecha asió un pequeño retocador de hueso; apoyó la punta contra el borde del pedernal y efectuó un fuerte movimiento hacia delante y hacia abajo. De esa forma desprendió una esquirla pequeña, larga y plana, y se la pasó. Jondalar la cogió para hacer una prueba por su cuenta. Quedó visiblemente sorprendido ante el resultado.

–¡Tengo que enseñárselo a Dalanar! ¡Es increíble! Él ha mejorado algunos procedimientos, pues tiene una habilidad natural para manejar la piedra. Como tú, Wymez. Pero tú haces lo que quieres con esto. ¿Y dices que es obra del calor?

Wymez asintió.

–No diría yo que puedes hacer lo que quieres, puesto que sigue siendo piedra, y, por tanto, mucho menos maleable que el hueso. Pero si sabes trabajar el pedernal, calentarlo te lo facilita mucho.

–Me pregunto qué se lograría por percusión directa. ¿Has tratado de usar un trozo de hueso o asta con punta para dirigir la fuerza del golpe asestado con el percutor? Por este sistema se obtendrían hojas más largas y delgadas.

Ayla pensó que también Jondalar poseía una habilidad natural para aquel trabajo. No obstante, por encima de todo se percibía, en su entusiasmo y su espontáneo deseo de compartir el descubrimiento con Dalanar, un vehemente deseo de volver al hogar. En el valle, en medio de sus vacilaciones ante la idea de enfrentarse a los desconocidos Otros, Ayla había pensado que Jondalar sólo deseaba partir para estar con otras personas. Hasta este momento no había comprendido cuán grande era su nostalgia. Aquello supuso una brutal revelación: comprendió que él jamás sería feliz en otra parte.

Ella echaba de menos desesperadamente a su hijo y a sus seres amados, pero nunca había sentido nostalgia como la de Jondalar: aquel deseo de volver a un sitio familiar, a la gente conocida y a las costumbres habituales. Ella había abandonado el Clan sabiendo que jamás podría regresar. Para ellos estaba muerta. Si la veían, la tomarían por un espíritu maligno. Ahora estaba convencida de que nunca volvería aunque le fuera posible hacerlo. Aunque vivía desde hacía tan poco tiempo en el Campamento del León, se sentía más cómoda y a gusto con ellos que en todos los años pasados con el Clan. Iza estaba en lo cierto: ella no era Clan. Había nacido de los Otros.

Extraviada en sus pensamientos, se perdió parte de la discusión. Volvió en sí al oír su nombre pronunciado por Jondalar.

–... Creo que la técnica de Ayla es más parecida a la de ellos. Con ellos la aprendió. He visto algunas de sus herramientas, pero sólo al verla fabricarlas comprendí cómo las hacían. No carecen de habilidad, pero media mucha distancia entre dar forma a un núcleo de piedra y ejercer sobre él la presión adecuada. Eso es lo que diferencia una herramienta toscamente tallada y una lámina ligera bien conseguida.

Wymez asintió, sonriente.

–Si se pudiera hallar el modo de hacer una hoja recta... De cualquier forma que lo hagas, el filo del cuchillo nunca vuelve a ser tan agudo una vez que se retoca.

–He estado pensando en este problema –dijo Danug, interviniendo en la conversación–. ¿Y si se hiciera una ranura en un hueso o en una asta para incrustar en ella pequeños filos, lo bastante pequeños como para que resultaran casi rectos?

Jondalar reflexionó sobre aquella idea por un momento.

–¿Cómo los harías?

–Tal vez empezando con un núcleo pequeño –sugirió el muchacho, algo vacilante.

–Podría ser, Danug, pero quizá un núcleo pequeño sea difícil de trabajar –observó Wymez–. Se me ha ocurrido comenzar con una hoja más grande y fragmentarla en otras más pequeñas...

Ayla comprendió que jamás se cansarían de hablar del pedernal. Aquel material y sus posibilidades les fascinaba. Cuanto más aprendían, mayor era el interés que sentían. Ella sabía apreciar el sílex y su elaboración, incluso pensaba que las puntas que Wymez les había mostrado eran las más perfectas que había visto en su vida, tanto por su belleza como por su utilidad, pero nunca había oído analizar el asunto con tanto detalle. Entonces recordó su propia fascinación por la ciencia y la magia curativa. Los ratos que había pasado con Iza y Uba, mientras la curandera les enseñaba sus conocimientos, constituían uno de sus recuerdos más felices.

Al advertir que Nezzie salía del albergue, se levantó para ver si podía prestarle ayuda. Como los tres hombres sonreían y charlaban cuando se fue, pensó que no habían notado su marcha. Esto no era enteramente cierto, porque si bien ninguno de ellos lo comentó en voz alta, interrumpieron su conversación mientras observaban cómo se alejaba.

«Es una joven magnífica», pensó Wymez. «Inteligente, con muchos conocimientos, que se interesa por todo. Si fuera Mamutoi, se le fijaría un alto Precio Nupcial. ¡Qué rango daría a su pareja y transmitiría a sus hijos!»

Los pensamientos de Danug seguían aproximadamente la misma dirección, aunque no tan claramente formulados. Pensó vagamente en el Precio Nupcial, en ritos matrimoniales y hasta en pareja compartida, pero no creía tener la menor posibilidad. En cualquier caso, lo que anhelaba era estar cerca de ella.

El deseo de Jondalar era mucho más fuerte. Si se le hubiera ocurrido una excusa razonable, se habría levantado para seguirla; pero temía apegarse demasiado a ella. Recordó sus propias reacciones cuando las mujeres le acosaban para conseguir su amor; eso le infundía deseos de evitarlas y despertaba su compasión. Él no deseaba que Ayla le compadeciera, sino que le amase.

De pronto, una amarga bocanada de bilis le subió a la garganta: el hombre de piel oscura había salido del albergue y la miraba, sonriendo. Jondalar trató de reabsorberla, de dominar su contrariedad. Nunca había experimentado unos celos tan furiosos y se odió por ello. Peor aún: estaba seguro de que la misma Ayla le detestaría si se enteraba de tales sentimientos. O le compadecería, lo cual le desagradaba aún más. Cogió un gran nódulo de pedernal y lo partió en dos con su percutor. El bloque tenía una falla, todo él estaba entreverado de vetas calcáreas. Jondalar siguió golpeándolo hasta partirlo en trozos cada vez más pequeños.

Ranec vio que Ayla se alejaba de la zona de los talladores de piedra y se dirigía hacia el cuarto semisubterráneo. No podía negar la excitación y el entusiasmo crecientes que sentía al verla. Le había atraído desde un principio por la perfección de las formas que recreaban su sentido estético, no sólo por su belleza, sino también por la gracia sutil y no calculada de sus movimientos. Él tenía muy buena vista para esos detalles y no detectaba en Ayla rastro alguno de afectación. Se movía con un perfecto dominio de sí misma, con una desenvoltura que resultaba completamente natural, innata, emanaba de ella una cualidad para la que no encontraba una palabra más apropiada que «porte». Le dedicó una cálida sonrisa. No resultaba fácil ignorarle; Ayla le devolvió la sonrisa con igual calidez.

–¿Te has llenado los oídos de pedernal? –preguntó.

El tono de la pregunta dispensaba de dar una respuesta. Ayla detectó el doble sentido y lo tomó por el lado humorístico.

–Sí, hablan de pedernal. Hacer filos, hacer herramientas. Puntas. Wymez hace puntas bellas.

–¡Ah! Os ha enseñado sus tesoros, ¿no? Tienes razón, son bellas. No sé si Wymez lo sabe, pero es mucho más que un artesano: es un artista.

Un surco arrugó la frente de Ayla. Recordó haberle oído usar esa palabra para describir el modo en que ella manejaba la honda, pero no estaba segura de comprender su sentido.

–¿Tú eres artista? –preguntó.

Ranec esbozó una mueca irónica. La pregunta tocaba el meollo de un tema muy sensible para él.

Los Mamutoi creían que la Madre había creado, en primer lugar, un mundo de espíritus, y que los espíritus de todas las cosas eran perfectos. Luego, los espíritus produjeron copias vivientes de sí mismos para poblar el mundo común. El espíritu era el modelo, el molde primigenio del que se derivaban todas las cosas, pero ninguna copia podía ser tan perfecta como el original; ni siquiera los propios espíritus podían hacer copias perfectas. Por eso cada cosa era diferente.

Los seres humanos eran únicos, más parecidos a la Madre que los demás espíritus. La Madre había dado a luz una copia de Sí misma y la había llamado Espíritu de la Mujer. Después había hecho que naciera de su seno un Espíritu del Hombre, al igual que todo hombre nacía de la mujer. A continuación, la Gran Madre había llevado al espíritu de la mujer perfecta a mezclarse con el espíritu del hombre perfecto y de ese modo hizo nacer muchos espíritus de hijos, todos diferentes. Pero Ella Misma se encargaba de elegir el espíritu del hombre concreto que debía mezclarse con el de una mujer concreta antes de insuflar en la boca de esa mujer su propio aliento vital, que daría origen a la concepción. Y a unos pocos de Sus hijos, hombres y mujeres, les concedía dones especiales.

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