Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
Tulie también aplaudía, aunque de un modo más discreto, para no mostrarse demasiado impresionada. Sin embargo, Jondalar sabía que lo estaba.
–Si crees que esto ha sido una maravilla, observa esto otro –exclamó Jondalar dirigiéndose a Tulie, al tiempo que se agachaba para recoger otros dos terrones. Advirtió que Ayla le obsevaba y que ya tenía otras dos piedras preparadas.
Lanzó al aire los dos terrones al mismo tiempo. Ayla reventó primero uno y luego el otro, en un estallido de polvo. Jondalar arrojó otros dos, que se volatizaron antes de tocar el suelo.
Talut irradiaba entusiasmo.
–¡Qué bien lo hace! –exclamó.
–Lanza dos tú mismo –le indicó Jondalar.
Cruzó una mirada con Ayla, recogió otros dos terrones y los levantó para mostrárselos. Ella sacó cuatro guijarros del saco: dos en cada mano. Hacía falta una coordinación excepcional sólo para colocar sucesivamente cuatro guijarros en una honda y para lanzarlos uno tras otro antes de que los terrones tocaran el suelo, pero hacerlo con precisión era un verdadero desafío para su habilidad. Jondalar oyó que Barzec y Manuv apostaban entre sí. Manuv estaba a favor de Ayla; después de haberla visto salvar la vida de la pequeña Nuvie, estaba seguro de que aquella mujer era capaz de todo.
Jondalar lanzó sus dos terrones, uno tras otro, con toda la fuerza de su mano derecha, en tanto Talut hacía lo mismo con los otros dos, lanzándolos a la mayor altura posible.
Los dos primeros, uno de Jondalar y otro de Talut, estallaron en rápida sucesión, pero pasar los otros dos guijarros de una mano a la otra representaba una pérdida de tiempo. El segundo terrón de Jondalar estaba ya en descenso y el de Talut aminoraba la celeridad del ascenso cuando Ayla tuvo lista la honda. Apuntó hacia el blanco más bajo, que iba cobrando velocidad en su caída, y disparó una piedra. Perdió más tiempo del debido viendo cómo daba en el blanco antes de sujetar el extremo suelto de la honda. Ahora tendría que darse mucha prisa.
Con un movimiento suave puso el último guijarro en la honda y, con una velocidad increíble, la hizo girar otra vez, deshaciendo el último terrón un segundo antes de que tocara el suelo.
El Campamento estalló en gritos de aprobación y felicitaciones, sin dejar de aplaudir contra los muslos.
–¡Vaya demostración, Ayla! –dijo Tulie, con cálido acento de alabanza–. Creo que nunca he visto nada parecido.
–Gracias –respondió Ayla, ruborizada de placer por la reacción de la Mujer Que Manda.
Otras personas se agolparon a su alrededor, llenándola de cumplidos. Ella sonreía con timidez, pero buscaba a Jondalar con la vista, algo incómoda por tantas atenciones. Su compañero hablaba con Wymez y Talut, quien tenía a Rugie sobre los hombros y a Latie a un costado. Al tropezar con su mirada, la sonrió sin abandonar la conversación.
–¿Cómo aprendiste a manejar así la honda? –preguntó Deegie.
–¿Y dónde? ¿Quién te enseñó? –agregó Crozie.
–Me gustaría que me enseñaras –añadió tímidamente Danug.
El joven estaba de pie detrás del grupo, mirando a Ayla con adoración. Desde la primera vez que la vio, Ayla había despertado emociones juveniles en el muchacho. Le parecía la más hermosa de las mujeres; su admirado Jondalar, el más afortunado de los hombres. Pero después de su cabalgada y de aquella nueva demostración de destreza, el naciente interés acababa de convertirse en enamoramiento.
Ayla le sonrió, vacilante.
–Podrías enseñarnos algo al respecto –sugirió Tulie–, cuando tú y Jondalar nos hayáis explicado el manejo de los lanzavenablos.
–Sí. Me gustaría saber usar la honda como tú; pero lo que me interesa mucho más es ese lanzavenablos, ver si tiene suficiente precisión –agregó Tornec.
Ayla retrocedió. Tantas preguntas y la gente que se agolpaba en torno de ella la estaban poniendo nerviosa.
–Lanzavenablos tiene precisión... si mano tiene precisión –dijo, recordando la dedicación con que ella y Jondalar habían practicado para dominar el instrumento. Nada tenía precisión de por sí.
–Así es siempre. La mano y la vista hacen al artista, Ayla –dijo Ranec, cogiéndole la mano, mientras la miraba a los ojos–. No sabes lo bella y graciosa que estabas. Eres una artista con la honda.
Aquellos ojos oscuros la cautivaban, obligándola a tomar conciencia de la fuerte atracción que traslucían y que provocaban en ella una reacción tan antigua como la vida misma. Pero los latidos de su corazón trasmitían una advertencia: aquel hombre no era el adecuado. No era el que ella amaba. Los sentimientos que Ranec provocaba en ella eran innegables, pero de distinta naturaleza.
Se esforzó por apartar la vista, buscando frenéticamente a Jondalar. Y le halló. Estaba mirándoles con fijeza. Sus ojos, azules, estaban llenos de fuego, hielo y dolor.
Ayla apartó su mano de la de Ranec y retrocedió. Aquello era demasiado. Las preguntas, el amontonamiento de gente, las emociones incontrolables le resultaban insoportables. Se le formó un nudo en el estómago; el pecho le palpitaba y le dolía la garganta. Necesitaba huir. Al ver a Whinney con Rydag aún sentado sobre su lomo, recogió el saco de guijarros con una mano y, sin pensarlo dos veces, corrió hacia la yegua.
Montó de un salto y envolvió al niño con un brazo protector, inclinándose hacia delante. Las señales trasmitidas por la presión y el movimiento, más la sutil e inexplicable comunicación entre la yegua y la mujer, comunicaron a Whinney su necesidad de huir. Partió de un brinco, cruzando las planicies abiertas a todo galope. Corredor les seguía, acoplándose a la marcha de su madre sin dificultad alguna.
Los miembros del Campamento se quedaron sorprendidos. En su mayoría no tenían la menor idea de por qué Ayla había corrido hacia su caballo, y sólo unos pocos la habían visto galopar. La mujer, con la larga cabellera rubia volando a sus espaldas, pegada al lomo de la yegua, era un espectáculo asombroso y sobrecogedor; más de uno habría cambiado gustosamente su sitio por el de Rydag. Nezzie sintió una punzada de preocupación por el niño, pero inmediatamente comprendió que Ayla no permitiría que sufriese daño alguno y se relajó.
Rydag ignoraba cuál era la causa de que le concediera un privilegio tan grande, pero sus ojos centelleaban de alegría. Aunque el entusiasmo le aceleró un poco el corazón, no sentía miedo, pues le rodeaban los brazos de Ayla; sólo experimentaba la asombrosa maravilla de volar en el viento.
La huida y el familiar contacto con su yegua aliviaron la tensión de Ayla. Al relajarse reparó en el corazón de Rydag, que latía contra su brazo, con su ritmo peculiar, poco claro y ronco. Experimentó una momentánea preocupación, preguntándose si no habría sido una imprudencia montar con él. Luego notó que las palpitaciones, aunque anormales, no eran forzadas.
Refrenó al caballo y le hizo describir un amplio círculo para regresar. Al acercarse al lugar de la competición, pasaron a poca distancia de dos perdices de la nieve, cuyo plumaje moteado aún no había adquirido por completo la blancura invernal. Estaban escondidas en las hierbas altas, pero el paso de los caballos las espantó y echaron a volar. Por pura costumbre, Ayla preparó la honda en cuanto las vio alzar el vuelo. Al bajar la vista vio que Rydag tenía dos piedras en la mano, sacadas de la bolsita que llevaba consigo. Las cogió y, guiando a Whinney con los muslos, derribó sucesivamente a las gordas aves, que volaban a baja altura.
Cuando Whinney se detuvo, ella desmontó con Rydag en los brazos. Le dejó en el suelo y fue en busca de las perdices. Después de retorcerles el cuello, las ató por las patas con algunas briznas fibrosas de hierba. Las perdices de la nieve podían volar a gran distancia y a buena velocidad, pero no iban hacia el sur. En cambio, echaban un plumaje espeso y blanco, que les servía de abrigo y camuflaje; emplumadas hasta las patas, que les servían de raquetas, soportaban la gélida estación alimentándose de semillas y ramitas; cuando se desencadenaban las ventiscas, excavaban pequeñas cuevas en la nieve para esperar allí a que amainara.
Ayla colocó a Rydag de nuevo sobre el lomo de la yegua.
–¿Quieres llevar las perdices? –preguntó por señas.
–¿Me lo permites? –respondió él de la misma manera.
Su júbilo era más revelador que sus gestos. Nunca había corrido sólo por el placer de correr, y acababa de experimentarlo por vez primera. Nunca había cazado ni comprendía del todo las sensaciones complejas que se experimentaban al ejercitar conjuntamente la inteligencia y la habilidad en busca del alimento, para sí y para los suyos. Aquella experiencia era lo más parecido, probablemente la única que tendría en su vida.
Ayla, sonriente, colgó las aves en la cruz del caballo, delante de Rydag, y echó a andar hacia el lugar de la competición, seguida por el animal. No tenía prisa por llegar; aún estaba inquieta, recordando la mirada furiosa de Jondalar. «¿Por qué se enoja tanto?», se preguntó. Estaba sonriéndole, muy complacido, y de pronto, cuando Ranec... Se ruborizó al pensar en los ojos oscuros, en la voz suave. «¡Oh, los Otros!», pensó, sacudiendo la cabeza como para despejarse la mente. «¡No entiendo a estos Otros!»
El viento, que soplaba desde atrás, le arrojaba rizos de pelo a la cara. Fastidiada, los apartó con la mano. Había pensado varias veces en hacerse trenzas otra vez, como cuando vivía sola en el valle; pero a Jondalar le gustaba suelto. A veces le resultaba un engorro. Luego, con un acceso de irritación, se dio cuenta de que aún llevaba la honda en la mano, pues no tenía dónde guardarla. Ni siquiera podía llevar su saco de medicinas en esas ropas que tanto gustaban a Jondalar; en otros tiempos lo habría atado al cordel que cerraba su túnica.
Al levantar la mano para volver a apartarse el pelo, reparó de nuevo en la honda y se detuvo. Echó su cabellera hacia atrás y se rodeó la cabeza con la blanda tira de cuero. Después de sujetar por debajo el extremo suelto, sonrió complacida. Parecía una buena solución: aún tenía el pelo suelto, pero la honda impedía que le cayera sobre los ojos, y la cabeza parecía un buen lugar para llevar el arma.
Casi todos supusieron que el salto con que Ayla había montado a caballo, la carrera y la rápida caza de las perdices formaban parte de la demostración. Ella prefirió no sacarles de su error, pero trató de no mirar a Jondalar ni a Ranec.
Jondalar, en cambio, había adivinado su inquietud y sabía que la culpa era suya. Se reprendió mentalmente, pero le estaba costando controlar sus emociones, confusas y desconocidas; tampoco sabía cómo pedir disculpas. Ranec, por su parte, no había captado la profundidad de su turbación. Estaba seguro de provocar alguna sensación en ella y sospechaba que podía haber contribuido a su desconcertante carrera hacia el caballo, pero esas reacciones le parecían ingenuas y encantadoras. Se sentía cada vez más atraído y comenzaba a preguntarse si el vínculo que la unía al hombre alto y rubio sería muy fuerte.
Los niños corrían otra vez por la pista. Nezzie se hizo cargo de Rydag y de las perdices, mientras Ayla dejaba a los caballos en libertad de alejarse para pastar. Varias personas, a partir de un amistoso desacuerdo, habían iniciado una competición informal consistente en arrojar lanzas, que terminó en otro tipo de actividad, desconocida para ella. Se trataba de un juego. Ayla comprendía los concursos, las competiciones, pues ponían a prueba habilidades necesarias: quién era capaz de arrojar una lanza a mayor distancia o quién corría a mayor velocidad. Sin embargo, no llegaba a entender el sentido de una actividad cuyo único objeto era la simple diversión, donde el perfeccionamiento de la habilidad era algo secundario.
Se trajeron varios aros del albergue. Estaban hechos de cuero crudo trenzado y envuelto en heno endurecido; tenían el diámetro de un muslo. También formaban parte del equipo unas varas emplumadas por un extremo y afiladas por el otro, como si fueran lanzas livianas, pero sin puntas de hueso ni de pedernal.
El juego consistía en hacer rodar los aros por el suelo, mientras se arrojaban las varas contra ellos. Cuando alguien detenía un aro haciendo pasar la vara por el agujero y clavándola en tierra, los gritos y los aplausos testimoniaban la aprobación general. El juego, que también incluía palabras de contar y lo que llamaban «apuesta», despertó un entusiasmo que dejó fascinada a Ayla. Jugaban tanto los hombres como las mujeres, pero todos se turnaban, como para comparar la actuación de cada cual como si compitieran entre sí.
Por fin llegaron a una misteriosa conclusión, y varias personas se encaminaron hacia el albergue. Deegie iba entre ellas, arrebatada de entusiasmo. Ayla se le acercó.
–Esto se está convirtiendo en un festival –comentó Deegie–. Competiciones, juegos... Y parece que vamos a disfrutar de un verdadero festín. El guiso de Nezzie, la bouza de Talut, el plato especial de Ranec. ¿Qué piensas hacer con las perdices?
–Tengo modo especial de cocinar. ¿Te parece que hago?
–¿Por qué no? Sería otro plato especial para el festín.
Antes de llegar al albergue, los preparativos para la comida se hicieron patentes en los deliciosos olores de cocina, que se esparcían como promesas tentadoras. El guiso de Nezzie era el principal responsable; burbujeaba lentamente en el gran cuero de cocinar, vigilado, en esos momentos, por Latie y Brinan, aunque todo el mundo parecía estar dedicado a preparar algo. Ayla había observado con gran interés los preparativos del estofado y cómo lo realizaban Nezzie y Deggie.
En un hoyo grande, excavado cerca de un hogar, se pusieron brasas encendidas sobre una capa de cenizas acumuladas en el fondo. Sobre las brasas se volcó otra capa de estiércol de mamut seco y pulverizado. Encima, sustentado por un armazón, colocaron un gran cuero de mamut lleno de agua. Las brasas, que ardían lentamente bajo el estiércol, comenzaron a calentar el agua; cuando el estiércol prendió llama, su volumen se había consumido lo suficiente como para que el cuero ya no estuviera en contacto con él, sino colgado del armazón. El cuero transpiraba poco a poco, aunque ya estaba a punto de ebullición, y así se evitaba que el cuero ardiera. Cuando el combustible se consumió, se mantuvo el guiso hirviendo gracias al complemento de piedras del río, calentadas al rojo en el hogar, tarea de la que se encargaban algunos niños.
Ayla desplumó las dos perdices y las limpió con un pequeño cuchillo de pedernal. No tenía mango, pero una de las aristas había sido enromada para evitar cortaduras. Justo detrás de la punta se había practicado una muesca. Se colocaba el dedo pulgar y el corazón a cada uno de los lados y el índice sobre la muesca, de forma que el cuchillo se manejaba con facilidad. Se trataba de un utensilio para trabajos ligeros, no para cortar carne o cuero. Ayla había aprendido a manejarlo desde su llegada al Campamento y lo encontraba muy cómodo.