Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
Solía cocinar las perdices en un hoyo cubierto con piedras, dentro del cual encendía una fogata; la dejaba arder por completo y colocaba las aves en el hoyo, tapándolo a continuación. Pero en aquella región no era fácil conseguir piedras grandes, de modo que decidió adaptar a su propósito el hoyo utilizado para hacer el guiso. Tampoco era la estación de las legumbres que a ella le gustaba emplear –uña de caballo, ortiga, cardillo–, ni la de los huevos de perdiz con que solía rellenarlas. No obstante, algunas de sus hierbas medicinales, sabiamente utilizadas, servían tanto para condimentar como para curar, y el heno en el que había envuelto las aves aportaba un aroma sutil. Cuando estuviese listo no sería exactamente el plato favorito de Creb, pero sí algo sabroso.
Al terminar de limpiar las aves entró en busca de Nezzie, que estaba en el primer hogar, ocupada en encender el fuego.
–Quiero cocinar perdices en hoyo, como tú el guiso. ¿Puedo brasas? –preguntó.
–Por supuesto. ¿Necesitas alguna otra cosa?
–Tengo hierbas secas. Gusta verduras frescas, pero no temporada.
–Puedes buscar en la despensa. Hay algunas otras legumbres que a lo mejor te sirven y tenemos un poco de sal –sugirió Nezzie.
Sal. Ayla no había cocinado con sal desde que se fuera del Clan.
–Sí, sal, sí. Tal vez legumbres. Veo. ¿Dónde encuentro brasas?
–Yo te daré algunas en cuanto tenga esto en marcha.
Ayla observó a Nezzie, que encendía el fuego; en un principio no le prestó mucha atención, pero aquello acabó por intrigarla. Sabía, aunque nunca se había parado a pensarlo, que los Mamutoi no disponían de muchos árboles y utilizaban huesos a manera de combustible; el hueso no arde con facilidad. Nezzie había sacado una pequeña brasa de otra fogata y con ella encendió algunas vainas de semillas, recolectadas para usarlas como yesca. Luego agregó un poco de estiércol seco, que levantó una llama más fuerte y ardiente; por fin, pequeños trozos de hueso, que no prendieron con facilidad.
Nezzie sopló sobre el fuego para mantenerlo ardiendo, mientras movía un mango que la joven no había visto hasta entonces. Se oyó un leve silbido de viento y algunas cenizas volaron en derredor; de súbito, la llama cobró fuerza. Entonces las astillas de hueso comenzaron a chamuscarse en los bordes y acabaron por estallar en llamas. Ayla comprendió de golpe el origen de algo que le llamó vagamente la atención desde que llegó al Campamento del León: el olor del humo no era el acostumbrado.
Ella había quemado estiércol seco de vez en cuando y conocía su fuerte y penetrante olor, pero normalmente se servía de combustible de origen vegetal y estaba más habituada al olor del humo de leña. El combustible utilizado por la gente del Campamento del León era de origen animal. El olor del hueso quemado tenía una cualidad diferente, que recordaba al de un trozo de carne abrasada. Combinado con el estiércol, que también se empleaba en grandes cantidades, producía un olor característico que impregnaba todo el albergue. No era realmente desagradable, pero sí extraño, y eso provocaba en ella una leve desazón. Ahora que había identificado la causa, se sentía aliviada de cierta tensión indefinible.
Sonrió mientras observaba a Nezzie, que echaba más hueso y ajustaba la manivela para avivar más la llama.
–¿Cómo hacer eso? –preguntó–. ¿Fuego más ardiente?
–También el fuego necesita respirar, como nosotros, y el viento es la respiración del fuego. La Madre nos lo enseñó cuando hizo de nosotras, las mujeres, las guardianas del hogar. Ya lo ves: cuando das tu aliento al fuego, cuando soplas sobre él, la llama arde mejor. Nosotros cavamos una zanja desde el hogar hasta el exterior, para que entre el viento. Esa zanja se forra con tripas de animal, bien infladas antes de que se sequen, y se cubre con huesos; después se pone otra vez la tierra encima. La zanja de este hogar se extiende por allí, por debajo de esas esterillas de hierba. ¿La ves? –Ayla siguió la dirección del dedo y asintió–. Termina aquí –continuó Nezzie, mostrándole un cuerno de bisonte, ahuecado, que sobresalía por un orificio practicado en un lateral de la fosa, por debajo del nivel del suelo–. Pero no siempre se necesita la misma intensidad de viento. Depende de cómo esté soplando afuera y de cuánto fuego desees. Por aquí se bloquea el viento o se deja que penetre.
Y Nezzie le mostró la manivela, sujeta a una especie de válvula de hueso fino.
El concepto parecía simple, pero se trataba de una idea ingeniosa, un verdadero logro técnico, esencial para la supervivencia. Sin ella, los Cazadores de Mamuts no habrían podido vivir en las estepas subárticas, salvo en algunos lugares aislados, pese a lo abundante de la caza. Todo lo más habrían sido si acaso clanes migratorios. En una tierra casi desprovista de árboles, cuyos inviernos eran los característicos de las zonas donde los glaciares invadían las tierras, aquel hogar con entrada de aire les permitía quemar hueso, único combustible existente en grandes cantidades, y habitar allí todo el año.
En cuanto Nezzie tuvo el fuego bien encendido, Ayla revisó las despensas en busca de algo con que rellenar las perdices. Le tentaron algunos embriones secos, obtenidos de huevos de pájaros, pero probablemente había que remojarlos y no estaba segura de cuánto tiempo se necesitaría para ello. Pensó usar zanahorias silvestres o arvejas, pero cambió de idea.
De pronto vio una vasija que contenía aún farro y verduras que había hervido aquella misma mañana. Lo habían dejado a un lado para el almuerzo, por si a alguno le apetecía; estaba espeso y asentado. Ayla lo probó. A falta de sal, la gente prefería sabores fuertes. Ella había condimentado la pasta con salvia y menta, agregando raíces amargas, cebollas y zanahorias silvestres a los granos de centeno y cebada.
Con un poco de sal y semillas de girasol, que había visto en un recipiente, y grosellas..., quizá también uña de caballo y brotes de rosal, que llevaba en su saco de curandera, constituiría un relleno interesante. Ayla preparó las aves, las rellenó, las envolvió en heno fresco y las enterró en un hoyo, con algunas brasas de hueso, cubriéndolas de cenizas. Después fue a ver lo que estaban haciendo los demás.
A la entrada del albergue se estaba desarrollando una intensa actividad; casi todos los miembros del Campamento se habían congregado allí. Al acercarse vio que entre todos habían recolectado grandes montones de espigas, cargadas de granos. Algunos sacudían los tallos para liberar el cereal de la paja. Otros le quitaban la cascarilla, para lo cual arrojaban los granos al aire desde anchos cedazos hechos con mimbres de sauce. Ranec ponía las semillas en un mortero hecho con una pata de mamut ahuecada. Luego cogió un colmillo de mamut, cortado en sentido transversal, que servía de mano, y comenzó a moler el grano.
Pronto Barzec se quitó la pelliza y, de pie frente a él, cogió el pesado colmillo y golpeó a su vez, alternándose ambos en la tarea. Tornec comenzó a batir palmas al compás de los golpes y Manuv inició un estribillo repetitivo:
Ai-ah wu-wu, Ranec machaca el grano, ¡yah!
Ai-ah wu-wu, Ranec machaca el grano, ¡neh!
Deegie intervino alternando el golpe, con una frase contrastante:
Neh neh neh neh, Barzec se lo hace fácil, ¡yah!
Neh neh neh neh, Barzec se lo hace fácil, ¡neh!
Pronto comenzaron los otros a golpearse los muslos; las voces masculinas cantaban con Manuv, mientras las femeninas se unían a la de Deegie. Ayla sintió el fuerte ritmo y canturreó por lo bajo, sin decidirse a participar, pero disfrutando de la escena.
Al cabo de un rato, Wymez, que también se había quitado la pelliza, se acercó a Ranec y le reemplazó sin perder el ritmo. Manuv fue igualmente rápido para cambiar el estribillo; en el golpe siguiente cantó una estrofa distinta:
Nah nah wi-yi, Wymez coge la mano, ¡yah!
Cuando Barzec pareció cansado, Druwez ocupó su lugar y Deegie cambió la frase. Después fue Frebec quien tomó el relevo. Finalmente se detuvieron para verificar los resultados de sus esfuerzos y echaron el grano molido en un tamiz de juncos trenzados. Mientras lo sacudían, echaron más cereal en el mortero. En esa ocasión fueron Tulie y Deegie quienes se hicieron cargo del colmillo, mientras Manuv creaba una estrofa para ambas, pero cantando la parte femenina con una voz de falsete que hizo reír a todos. Más tarde, Nezzie reemplazó a Tulie. Ayla, obedeciendo a un impulso, se puso junto a Deegie, cosa que provocó sonrisas y señales de aprobación.
Deegie golpeó con la mano del mortero y en seguida la soltó. Nezzie la levantó entre sus manos mientras Ayla ocupaba el lugar de la muchacha. Oyó un «¡ya!» en el momento en que la mano volvía a caer y asió la gruesa columna de marfil. Era más pesada de lo que esperaba, pero la levantó mientras Manuv cantaba:
Ai-ah wa-wa, Ayla es bienvenida, ¡nah!
Estuvo a punto de dejar caer el colmillo. No esperaba aquel espontáneo gesto de amistad. En el compás siguiente, cuando todo el Campamento lo repitió al unísono, se conmovió tanto que le fue preciso parpadear para contener las lágrimas. Para ella era más que un mensaje de cálida amistad y de afecto, era la aceptación. Había encontrado a los Otros y ellos le daban la bienvenida.
Tronie reemplazó a Nezzie; al cabo de un rato, Fralie dio un paso hacia el mortero, pero Ayla sacudió la cabeza y la embarazada retrocedió dócilmente. La muchacha se alegró aunque aquel gesto era la confirmación de sus sospechas: Fralie no se sentía bien. Continuaron moliendo el grano hasta que Nezzie les interrumpió para volcarlo en el tamiz y llenar nuevamente el mortero.
Entonces fue Jondalar quien se dispuso a participar en la tediosa y difícil tarea de moler el grano silvestre a mano, facilitada por la diversión y el esfuerzo conjunto. Pero frunció el ceño al ver que también Ranec se adelantaba. De pronto, la tensión existente entre el hombre moreno y el visitante rubio hizo que la amistosa atmósfera se cargara con una sutil corriente de animosidad.
Todos la advirtieron cuando los hombres, pasándose el pesado colmillo, empezaron a acelerar el ritmo. Los estribillos cesaron al aumentar ellos la velocidad, pero algunos dieron en marcar el ritmo con los pies y las palmadas en los flancos se tornaron más potentes, más secas. Imperceptiblemente, Jondalar y Ranec fueron incrementando la fuerza de los golpes junto con el ritmo; en vez de un esfuerzo conjunto, aquello se convirtió en una contienda de dos energías y de dos voluntades. El mortero golpeaba con tanta fuerza que rebotaba hacia las manos del adversario, caía otra vez y volvía a rebotar.
El sudor se perló en la frente de ambos, les corrió por la cara, penetró en sus ojos. Empapó sus túnicas, pero ellos seguían exigiéndose mutuamente, golpeando el mortero cada vez más de prisa, con más fuerza. Aquello parecía como si fuera a prolongarse eternamente, sin que ninguno de los dos cediera. Ambos respiraban con dificultad y daban las primeras señales de tensión y fatiga, pero no estaban dispuestos a darse por vencidos; al parecer, cada uno de ellos habría preferido la muerte.
Ayla estaba fuera de sí al verlos esforzarse tanto. Miró a Talut con pánico en los ojos. El jefe hizo una señal a Danug. Ambos avanzaron hacia los dos empecinados que parecían decididos a matarse.
–¡Es hora de ceder el turno a los demás! –tronó Talut, apartando a Jondalar de un empellón para apoderarse de la mano del almirez.
Danug lo arrebató de entre las manos de Ranec cuando rebotó.
Ambos estaban tan aturdidos por el agotamiento que no parecieron darse cuenta de que la contienda había terminado. Se retiraron a tropezones, jadeantes. Ayla habría querido correr en su ayuda, pero la indecisión la contuvo. Sabía que, de algún modo, ella era la causa de la lucha; si acudía primero a uno de ellos, el otro se sentiría despreciado. También los del Campamento estaban preocupados, pero no se decidían a ofrecer su ayuda. Temían que si expresaban su preocupación, la competencia entre ambos dejaría de ser un juego para revestir el carácter de una rivalidad que nadie deseaba tomar en serio.
Mientras Jondalar y Ranec comenzaban a recuperarse, la atención general se desvió hacia Talut y Danug, que seguían moliendo el grano... y haciendo de ello otra competición, amistosa, pero no por eso menos intensa. Talut sonreía a aquella joven copia de sí mismo, mientras golpeaba el mortero de hueso con aquella mano de marfil. Danug, sin sonreír, repetía el golpe con sombría decisión.
–¡Bien, Danug! –gritó Tornec.
–No tiene la menor oportunidad –replicó Barzec.
–Danug es joven –observó Deegie–. Talut cederá el primero.
–Pero el muchacho no tiene la resistencia de Talut –afirmó Frebec.
–No tiene todavía la fuerza de Talut, pero Danug tiene una gran resistencia –observó Ranec.
Por fin había recobrado el aliento lo suficiente como para participar en la conversación. Aunque afectado aún por el esfuerzo, veía en aquella competición una manera de restar importancia a su contienda con Jondalar.
–¡Vamos, Danug! –gritó Druwez.
–¡Puedes ganar! –agregó Latie, contagiada por el entusiasmo, sin saber si lo decía por Danug o por Talut.
De pronto, un fuerte golpe del muchacho quebró el mortero de hueso.
–¡Bueno, basta ya! –les regañó Nezzie–. No es cuestión de romper el mortero. Ahora hará falta hacer otro, y creo que te corresponde hacerlo a ti, Talut.
–¡Tienes razón! –exclamó el jefe, radiante de alegría–. Ha sido una estupenda competición, Danug. Te has vuelto fuerte mientras estabas lejos. ¿Has visto lo que ha hecho ese muchacho, Nezzie?
–¡Sí, esto! –protestó Nezzie, retirando el contenido del mortero roto–. ¡El grano está hecho polvo! Yo sólo quería que lo partierais para tostarlo y almacenarlo. Esto no se puede tostar.
–¿Qué clase de grano es? Preguntaré a Wymez, porque creo que el pueblo de mi madre preparaba algo con el grano pulverizado –dijo Ranec–. Si nadie lo quiere, me llevaré un poco.
–Es trigo en su mayor parte, pero hay algo de centeno y avena mezclados. Tulie ya tiene suficiente para hacer las tortas de cereal que a todos nos gustan tanto. Sólo falta cocerlas. Talut quería un poco de cereal para mezclarlo con las raíces de juncos que utiliza para su bouza. Pero si lo quieres, puedes llevártelo todo. Te lo has ganado.
–También Talut. Si quiere un poco, dáselo –manifestó Ranec.
–Coge lo que necesites, Ranec. Yo me quedaré con las sobras –respondió el jefe–. La fécula de juncos que tengo en maceración ha comenzado a fermentar. No sé lo que pasaría si agregase esto, aunque sería interesante probarlo.