Los cazadores de mamuts (23 page)

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Authors: Jean M. Auel

–¡De acuerdo! –dijo.

Ayla observaba aquel reto verbal. Aunque no acababa de comprender lo que aquella apuesta implicaba, salvo que se trataba de una cierta competencia, sabía que algo se ocultaba bajo la superficie.

–Pongamos algunos blancos aquí, para apuntar contra ellos, y varias marcas –propuso Barzec, disponiéndose a dirigir la competición–. Druwez, tú y Danug traed algunos huesos largos para plantarlos como postes.

Sonrió mientras los dos muchachos bajaban la cuesta a la carrera. Danug, tan parecido a Talut, era mucho más alto que su compañero, aunque sólo le llevaba un año. A sus trece, Druwez comenzaba a presentar una constitución musculosa y compacta, similar a la de Barzec.

Barzec estaba convencido de que aquel muchacho y la pequeña Tusie eran la progenie de su propio espíritu, así como Deegie y Tarneg eran, probablemente, del de Darnev. Sobre Brinan no estaba seguro; apenas había pasado ocho años desde su nacimiento y era difícil determinarlo. Mut podía haber elegido algún otro espíritu y no el de uno de los dos hombres del Hogar del Uro. Se parecía a Tulie y era pelirrojo, como Talut, su hermano; pero tenía personalidad propia. Darnev había tenido la misma impresión. Barzec sintió un nudo en la garganta y, por un momento, lamentó profundamente la ausencia del otro compañero de su pareja. Sin Darnev nada era lo mismo. Aunque habían pasado ya dos años, aún le lloraba tanto como Tulie.

Cuando las tibias de mamut quedaron clavadas, señalando la línea de tiro, rematadas por colas de zorro colorado y tocadas con cestos tejidos con hierbas teñidas de distintos colores en un extremo, el día comenzaba ya a tomar un aire de celebración. Partiendo desde cada poste se pusieron manojos de hierba larga, atados con cordeles, a intervalos regulares. Los niños corrían por aquella pista improvisada, aplastando la hierba con los pies y delineando mejor aún el espacio. Otros trajeron lanzas. Alguien tuvo la idea de rellenar un viejo jergón con hierbas y estiércol de mamut seco, para usarlo como blanco móvil.

Durante los preparativos, que parecían complicarse por sí mismos, Ayla comenzó a preparar el almuerzo para Jondalar, para Mamut y para ella. Pronto se sumaron todos los del Hogar del León, a fin de que Nezzie pudiera preparar su guiso de carne estofada. Talut ofreció su bebida fermentada, y todos tuvieron la impresión de que se trataba de una ocasión especial, pues él sólo sacaba su bouza para los invitados y las celebraciones. A continuación, Ranec anunció que prepararía un plato especial. Si a Ayla le sorprendió que supiera cocinar, a los otros les alegró. Tornec y Deegie dijeron que, puesto que aquello parecía un festival, bien podían... hacer algo. Ayla no comprendió la palabra, pero fue recibida con más entusiasmo que la especialidad de Ranec.

Una vez terminado el almuerzo y recogidas las cosas, la habitación se quedó vacía. Ayla fue la última en salir. Al dejar caer la cortina de la arcada exterior notó que ya era media mañana. Los caballos se habían acercado un poco más; Whinney meneó la cabeza y la saludó con un resoplido. Las lanzas las habían dejado arriba, en la estepa, pero ella conservaba la honda, que pendía de su mano con una bolsita de guijarros redondos, recogidos a la orilla del río. No llevaba ningún cordel atado a la cintura del que pudiera colgar la honda ni pliegues en la túnica para transportar los proyectiles. La túnica y la pelliza que vestía eran lisas.

Todo el Campamento estaba en la pendiente de la competición y casi todos se encontraban ya en la cima de la cuesta en espera de que comenzara. También ella echó a andar, pero entonces vio a Rydag. El niño aguardaba, con toda paciencia, a que alguien reparara en él y le llevase en brazos, pero quienes solían ocuparse de ello (Talut, Danug y Jondalar) estaban ya en la estepa.

Ayla le sonrió e iba a levantarle cuando tuvo una idea. Giró en redondo y silbó para llamar a Whinney. La yegua y el potrillo se acercaron al galope, complacidos, pues Ayla no les había dedicado mucho tiempo durante los últimos días. Tanta gente le ocupaba el día entero. La muchacha resolvió cabalgar todas las mañanas, al menos mientras el tiempo lo permitiera. Luego cogió en brazos a Rydag y le puso a lomos de la yegua para que Whinney cargara con él cuesta arriba.

–Sujétate de las crines para no caer hacia atrás –le advirtió.

El niño asintió con la cabeza, se aferró a la gruesa pelambre oscura que dominaba la cruz del animal y dio un suspiro de felicidad.

Cuando Ayla llegó al lugar de la competición, la tensión del ambiente era palpable. Eso le hizo comprender que, a pesar del aire festivo, la prueba se había convertido en un asunto serio; la apuesta hacía que fuera algo más que una mera demostración. Dejó a Rydag montado sobre Whinney, para que pudiera verlo cómodamente, y ella permaneció de pie junto a los caballos para mantenerlos quietos. Aunque comenzaban a sentirse más tranquilos cerca de la gente, la yegua percibía la tensión general. Corredor, como siempre, percibía la tensión a través de su madre.

Todos deambulaban, expectantes; algunos arrojaban sus propias lanzas a lo largo de la pista, ahora ya bien apisonada. Aunque nadie había determinado cuándo debería comenzar la prueba, todo el mundo pareció adivinar el momento exacto para despejar la pista y guardar silencio. Talut y Jondalar estaban de pie entre los dos postes, contemplando la distancia a cubrir. Tulie esperaba junto a ambos. Jondalar había dicho al principio que hasta Ayla podía superar a Talut con su lanza, pero parecía algo tan descabellado que habían hecho caso omiso de tal comentario. La muchacha se limitó a observar la escena con ávido interés, desde uno de los laterales como una espectadora más.

Las lanzas de Talut eran más grandes y más largas que las de los demás, como si sus poderosos músculos necesitaran peso y masa para emplearse. Sin embargo, Ayla recordó que las lanzas del Clan eran aún más pesadas y voluminosas, si bien menos largas. También reparó en otras diferencias. Las lanzas del Clan estaban hechas para clavar empujando; las de los Mamutoi, en cambio, como las de ella y las de Jondalar, estaban hechas para ser arrojadas por el aire y todas tenían plumas. El Campamento del León prefería sujetar tres en el extremo, mientras que Jondalar sólo empleaba dos. Las lanzas que ella se había fabricado en el valle en sus tiempos de soledad tenían puntas afiladas endurecidas al fuego, similares a las del Clan. Jondalar daba forma al hueso y lo afilaba hasta convertirlo en una punta que sujetaba a la vara. Los Cazadores de Mamut, al parecer, se inclinaban por las puntas de pedernal.

Sumida en estas atentas observaciones, estuvo a punto de perderse el primer tiro de Talut. Éste había retrocedido unos cuantos pasos; de pronto, tomando carrerilla, arrojó el arma con poderoso impulso. La lanza silbó junto a los espectadores y aterrizó con un golpe seco; su punta quedó medio enterrada en el suelo, con la vara vibrando por efecto del impacto. Saltaba a la vista lo que los admirados compañeros de Campamento opinaban de su hazaña. Hasta Jondalar quedó sorprendido. Esperaba un tiro largo, pero el gigante había sobrepasado ampliamente sus cálculos. No era de extrañar que aquella gente hubiera dudado de sus afirmaciones.

Jondalar midió la distancia a pasos regulares para saber lo que debía superar y volvió a la línea de tiro. Con el lanzavenablos sostenido en sentido horizontal, apoyó el extremo trasero de la vara en la ranura que recorría el artefacto en toda su longitud e hizo coincidir el agujero practicado en el extremo de la lanza con el pequeño gancho sobresaliente en la punta posterior de su invento. Pasó el índice y el pulgar por los aros de cuero instalados en el otro extremo a fin de mantener la lanza y el lanzador en perfecto equilibrio. Por fin apuntó, tiró hacia atrás y disparó.

Al hacerlo, el extremo posterior del lanzavenablos se levantó, agregando sesenta centímetros a la longitud del brazo masculino y sumando el impulso de este suplemento a la fuerza del tiro. Su lanza pasó silbando y, para sorpresa de los espectadores, superó con creces a la del jefe, que seguía clavada en el suelo. En lugar de clavarse en la tierra, aterrizó en sentido horizontal y se deslizó un trecho. Gracias al artefacto, Jondalar había duplicado sus propios tiros y, si bien no duplicaba la distancia alcanzada por Talut, la superaba en buena medida.

De pronto, antes de que los presentes pudieran recobrar el aliento y medir la diferencia entre ambos tiros, otra lanza voló silvando a lo largo de la pista. Tulie, sobresaltada, miró hacia atrás y vio a Ayla en la línea de partida, con el artefacto todavía en la mano. Desvió la vista a tiempo de ver la caída de la lanza.

Si bien Ayla no había igualado el tiro de Jondalar, la joven superaba la distancia lograda por Talut. La expresión de Tulie fue de total incredulidad.

Capítulo 9

–Tienes un derecho futuro sobre mí, Jondalar –manifestó Tulie–. Admito que llegué a creer, siquiera fuese remotamente, que podrías vencer a Talut, pero nunca imaginé que la mujer pudiera hacer lo mismo. Me gustaría ver ese..., eh..., ¿cómo lo llamas?

–Lanzavenablos. No sé de qué otro modo llamarlo. La idea se me ocurrió un día observando a Ayla manejar su honda. Pensé: «Si pudiera arrojar una lanza así de lejos y de rápido, con tanta precisión como ella arroja la piedra con su honda...». Y empecé a buscar el modo de hacerlo.

–No es la primera vez que mencionas su habilidad. ¿Tan bien lo hace? –preguntó Tulie.

Jondalar sonrió.

–Ayla, ¿por qué no coges tu honda y haces una demostración?

Ayla arrugó el ceño. No estaba habituada a esas exhibiciones públicas. Había perfeccionado su técnica en secreto; una vez que, a regañadientes, se le concedió permiso para cazar, siempre había salido sola. Tanto el Clan como ella se sentían incómodos cuando Ayla cogía un arma de caza a la vista de todos. Jondalar fue el primero en cazar con ella y en verla desplegar su destreza. Ayla miró un instante a su sonriente compañero. Le vio tranquilo, confiado; no detectaba señales que la recomendaran negarse.

Entonces hizo un gesto afirmativo con la cabeza y fue en busca de su honda y su saco de piedras, que había entregado a Rydag para arrojar la lanza. El niño la sonreía, todavía a lomos de Whinney, encantado por la sensación que ella acababa de provocar.

Al buscar un blanco adecuado, reparó en las costillas de mamut clavadas en tierra y apuntó primero hacia ellas. El ruido sonoro, casi musical, de los guijarros contra el hueso no dejó lugar a dudas de que había acertado en el blanco. Pero eso era demasiado fácil. Miró de nuevo en derredor, en busca de otro blanco. Estaba habituada a disparar contra pájaros y animales pequeños, no contra objetos.

Jondalar la sabía capaz de mucho más que golpear postes. Al recordar cierta tarde de verano, su sonrisa se acentuó. También miró a su alrededor después de desprender con el pie algunos terrones del suelo.

–¡Ayla!

Ella se volvió hacia la pista y le vio de pie, con las piernas separadas y los brazos en jarras; sostenía en equilibrio un terrón en cada hombro. Ayla frunció el ceño. Jondalar había hecho algo similar anteriormente, utilizando dos piedras, pero a ella no le gustaba verle correr aquel riesgo. Un guijarro lanzado por una honda podía ser fatal. Sin embargo, pensándolo bien, era más peligroso en apariencia que en la realidad. Dos objetos inmóviles eran blanco fácil para ella, que no había fallado tiros similares en varios años. ¿Por qué iba a errar precisamente ahora? ¿Sólo porque los objetos estaban sostenidos por un hombre..., un hombre al que ella amaba?

Cerró los ojos, aspiró hondo y volvió a asentir con la cabeza. Después de sacar dos piedras del saco que había dejado a sus pies, unió los dos extremos de la tira de cuero y ajustó una de las piedras a la gastada concavidad del centro, con la otra piedra preparada en el hueco de la mano. Levantó la vista.

Un silencio nervioso se apoderó del grupo, colmando los espacios vacíos entre los espectadores. Nadie pronunció palabra. Nadie se atrevía a respirar siquiera. Todo era quietud, descontando la tensión que vibraba en el aire.

Ayla se concentró en el hombre y en los terrones que sostenía sobre los hombros. Cuando inició el movimiento, los presentes adelantaron el cuerpo, tensos. Con la gracia ágil y los movimientos sutiles del cazador adiestrado, que ha aprendido a ocultar sus intenciones en lo posible, la joven hizo girar el primer proyectil y lo lanzó.

Aun antes de que la primera piedra hubiera llegado a su destino, la segunda estaba ya preparada. El duro terrón que Jondalar sostenía en el hombro derecho estalló por efecto del impacto. De inmediato, antes de que nadie pudiera darse cuenta, el segundo pulverizó el bultito pardo-grisáceo del hombro izquierdo, en medio de una nube de polvo. Todo había ocurrido con tanta celeridad que algunos espectadores tuvieron la sensación de haberse perdido algo o de que se trataba de un juego de manos.

Era un juego de manos, una muestra de habilidad que pocos habrían podido igualar. Nadie había enseñado a Ayla cómo usar la honda; ella había aprendido sola, observando en secreto a los hombres de Brun, mediante la práctica y corrigiendo errores. Esa técnica de disparar inmediatamente una segunda piedra era un medio de autodefensa, ideado después de haber estado a punto de perder la vida ante un lince, tras haber fallado el primer tiro. Casi todo el mundo habría dicho que era imposible, pero ella no lo sabía: no había tenido a nadie que se lo dijera.

Aunque no tenía conciencia de ello, difícilmente habría quien pudiese competir con su destreza. En realidad no le importaba en absoluto. Para ella carecía de interés compararse con otro para ver quién era el mejor. Sólo competía consigo misma, para mejorar su propia habilidad. Conocía su capacidad; cuando se le ocurría un procedimiento nuevo, tal como el del tiro doble o el de cazar a caballo, ensayaba varios enfoques; cuando descubría alguno que parecía dar resultado, lo practicaba hasta dominarlo.

En toda actividad humana, sólo unas pocas personas, a fuerza de concentración, práctica y muchas ganas, pueden alcanzar tanta destreza como para sobrepasar a los demás. Era el caso de Ayla con su honda.

Hubo un momento de silencio en tanto los presentes soltaban el aliento retenido. Luego, murmullos de sorpresa. De pronto, Ranec comenzó a golpearse los muslos con las manos; al poco rato el Campamento entero estaba aplaudiendo del mismo modo. Ayla, que no sabía qué significaba aquello, consultó a Jondalar con la vista. Como él sonreía, radiante, comenzó a comprender que los aplausos eran una señal de aprobación.

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