Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
Ayla observaba tanto a Jondalar como a Ranec, para asegurarse de que ambos estaban bien. Al ver que su compañero se quitaba la túnica empapada para humedecerse con agua antes de entrar en el refugio, comprendió que no experimentaba consecuencias penosas. Entonces se sintió un poco ridícula por haberse preocupado tanto. Después de todo, Jondalar era un hombre fuerte y vigoroso; un poco de esfuerzo no le venía mal, y tampoco a Ranec. Pero evitó a ambos. Sus propios sentimientos, las actitudes de aquellos hombres, la tenían confundida; necesitaba tiempo para reflexionar.
Tronie salió por la arcada exterior, con cara de tener demasiado que hacer. Llevaba a Hartal montado en la cadera y una bandeja de hueso llena de cestos y utensilios al otro lado. Ayla corrió hacia ella.
–¿Ayudo? ¿Cojo Hartal? –preguntó.
–¡Oh!, ¿me harías ese favor? –aceptó la joven madre, entregándole el bebé–. Todo el mundo está preparando platos especiales y yo también quería hacer algo para el festín, pero he estado muy atareada. Y ahora Hartal se ha despertado. Le di de mamar, pero no quiere volver a dormirse.
Tronie buscó sitio para acomodarse, junto al gran hogar exterior. Con el bebé en la cadera, Ayla observaba cómo descascarillaba las pipas de girasol que cogía de un cesto y echaba después en una bandeja. Con una choquezuela (a Ayla le pareció que era de un rinoceronte lanudo) redujo las semillas a pasta. Una vez que hubo hecho lo mismo con varios cestos de semillas, llenó otro canasto con agua. Cogió dos huesos largos y rectos, tallados a propósito, y los manejó con una sola mano para retirar diestramente algunas piedras calientes de la fogata. Al caer en el agua provocaron un siseo y una nube de vapor. Una vez enfriadas, las retiró para reemplazarlas por otras hasta que el agua rompió a hervir. Entonces agregó la pasta de girasol. Ayla estaba intrigada.
El calor liberó el aceite de las semillas. Tronie lo recogía con un cazo grande para ponerlo en otra vasija, hecha con corteza de abedul. En cuanto hubo retirado la mayor cantidad posible, agregó al agua hirviente un cereal silvestre, de una variedad que Ayla no pudo identificar, y ciertas semillas negras. Lo condimentó con algunas hierbas y agregó más piedras calientes para mantenerlo hirviendo. Apartó las vasijas de corteza para que se enfriaran hasta que la manteca adquiriera consistencia. Con la punta del cucharón, Tronie se la dio a probar a Ayla y ésta la encontró deliciosa.
–Está muy rica con las tortas de Tulie –dijo Tronie–. Por eso quería hacerla. Y puesto que tenía agua hirviendo, se me ocurrió preparar algo para el desayuno de mañana. Después de un gran festín nadie tiene ganas de cocinar, pero los niños, por lo menos, tendrán hambre. Gracias por ayudarme con Hartal.
–Gracias no, un gusto. Mucho tiempo sin coger bebé.
Al decirlo, Ayla comprendió que era cierto. Se sorprendió mirando atentamente a Hartal para compararle con los niños del Clan. Hartal no tenía el entrecejo saliente, pero tampoco los bebés del Clan lo tenían completamente desarrollado. Su frente era más recta, su cabeza más redonda. Sin embargo, a tan corta edad, su aspecto no era muy distinto; la diferencia estribaba en que Hartal reía y hacía gorgoritos, mientras que los bebés del Clan producían menos sonidos.
Cuando la madre se alejó para lavar los utensilios que había utilizado, el bebé se alteró un poco. Ayla hizo que saltara sobre sus rodillas y le cambió de posición, poniéndole frente a sí. Mientras le hablaba, observó el interés de sus reacciones. Eso le mantuvo calmado por un rato, pero al fin volvió a llorar. Entonces Ayla le distrajo silbando. El niño, sorprendido, dejó de llorar para prestarle atención; la muchacha repitió el juego, imitando el canto de un pájaro.
Mientras vivía a solas en el valle, Ayla había pasado muchas tardes practicando los gorjeos y los cantos de algunos pájaros. Había llegado a imitarlos tan bien que algunas variedades acudían a su llamada. Pero aquellas aves no habitaban sólo en el valle.
Mientras silbaba para entretener al bebé, algunas aves se posaron en las cercanías y comenzaron a picotear las semillas caídas de los cestos de Tronie. Ayla, al reparar en su presencia, volvió a silbar y alargó un dedo. Superada la desconfianza inicial, un gorrión más valiente que los demás se posó en él. Cautelosamente, con silbidos que serenaban e intrigaban al animalito, Ayla lo acercó al bebé para que lo viera. Una risa encantada y una manita regordeta alargada hacia el pájaro asustaron a éste y se fue volando.
Y entonces, para sorpresa de Ayla, se oyeron unos aplausos. El ruido hizo que levantase la vista hacia los rostros de varios miembros del Campamento, que la sonreían.
–¿Cómo lo haces, Ayla? –preguntó Tronie–. Sé que algunas personas saben imitar a un pájaro o a cualquier animal, pero tú lo haces tan bien que les engañas. Nunca supe de nadie que tuviera tanto dominio sobre los animales.
Ayla se ruborizó, como si la hubieran sorprendido haciendo algo... incorrecto, como si la hubieran atrapado en el delito de ser diferente. A pesar de las sonrisas y la aprobación, se sentía incómoda. No sabía cómo responder a la pregunta de Tronie, cómo explicar que, cuando se vive enteramente sola, se tiene todo el tiempo del mundo para practicar el silbo de los pájaros. Cuando no se tiene a nadie en el mundo, un caballo y hasta un león pueden ofrecer compañía. Cuando no se sabe si hay en la tierra otro ser humano como una, se busca contacto de cualquier manera con los demás seres vivientes.
Por la tarde, temprano, se produjo una pausa en las actividades del Campamento. Aunque la comida principal solía ser la del mediodía, casi todos la pasaron por alto o se limitaron a mordisquear los restos de la mañana, reservándose para el festín, que prometía ser delicioso a pesar de lo improvisado. Reinaba cierta distensión. Algunos se acostaron para dormir la siesta; otros vigilaban la comida de vez en cuando y unos pocos conversaban en voz baja. Pero en el ambiente se notaba un indudable entusiasmo general y todo el mundo esperaba con ansia aquella velada fuera de lo normal.
Dentro del albergue, Ayla y Tronie escuchaban a Deegie, quien estaba contando detalles de su visita al Campamento de Branag y los arreglos para su Unión. Al principio, Ayla prestó mucha atención, pero cuando las otras dos jóvenes empezaron a hablar de parientes y amigos totalmente desconocidos para ella, se levantó, con la excusa de vigilar la cocción de las perdices. La conversación sobre el próximo enlace de Deegie y Branag le había hecho pensar en sus relaciones con Jondalar. Él decía amarla, pero nunca le había propuesto una Unión ni mencionado los ritos matrimoniales, cosa que la intrigaba.
Se acercó al hoyo donde se cocían las aves y verificó con la mano si se mantenía el calor. De pronto se dio cuenta de que Jondalar estaba con Wymez y Danug en el lugar donde éstos trabajaban, alejados del paso habitual. No era difícil adivinar de qué hablaban. La zona estaba sembrada de esquirlas y trocitos de pedernal. Ayla se preguntaba con frecuencia cómo podían dedicar tanto tiempo a hablar de piedras. No cabía duda de que a aquellas alturas ya se habrían dicho todo cuanto tenían que decirse.
Ella no era una experta, pero antes de la llegada de Jondalar había fabricado sus propias herramientas de piedra para satisfacer sus necesidades. De niña había aprendido las técnicas observando a Droog, el fabricante de los utensilios del Clan. Pero desde el primer momento notó que el talento y la habilidad de Jondalar las superaban ampliamente. Había cierta similitud en cuanto a la sensibilidad respecto al oficio y quizá también en cuanto a una relativa habilidad. Pero los métodos de Jondalar y los útiles de que se servía eran muy superiores a los del Clan. Los métodos de Wymez despertaban su curiosidad y desde hacía tiempo deseaba pedirle permiso para observarle mientras trabajaba. Entonces decidió que había llegado el momento.
Jondalar reparó en ella en cuanto salió del albergue, pero trató de disimular. Estaba seguro de que ella le evitaba desde su demostración con la honda en las estepas y no deseaba obligarla a soportar su presencia. Al ver que Ayla se encaminaba hacia ellos, sintió en el estómago un nudo de ansiedad, temeroso de que cambiara de idea, de que fuera una mera impresión.
–Si no molesto, ¿puedo ver hacer herramientas? –preguntó Ayla.
–Por supuesto. Siéntate –respondió Wymez, sonriendo en señal de bienvenida.
Jondalar se distendió visiblemente, relajando el ceño y aflojando la crispación de su mandíbula. Danug trató de decir algo al ver que la joven se sentaba a su lado, pero su sola presencia le dejaba sin habla. Jondalar, al descubrir en sus ojos la adoración que sentía, reprimió una sonrisa de indulgencia. Había llegado a sentir verdadero afecto por el muchacho y sabía que su enamoramiento juvenil no representaba amenaza alguna. Podía permitirse adoptar una actitud protectora de hermano mayor.
–¿Tu técnica es de uso común, Jondalar? –preguntó Wymez, continuando la conversación que Ayla había interrumpido.
–Más o menos. Casi todos desprenden lascas de un riñón preparado para convertirlas en otras herramientas: cinceles, cuchillos, raspadores o puntas para las lanzas más pequeñas.
–¿Y para las lanzas grandes? ¿Vosotros cazáis mamuts?
–A veces, pero no estamos especializados en eso, como vosotros. Las puntas para las lanzas más grandes se hacen de hueso; a mí me gusta emplear la tibia de la pata delantera del venado. Se emplea un cincel para darle forma, haciendo ranuras en el contorno, y se trabaja hasta que el hueso se rompe. Después se le da la forma debida con un raspador. Con piedra arenisca mojada se puede obtener una punta fuerte y aguda.
Ayla, que le había ayudado a hacer esas puntas de lanza, estaba impresionada por su efectividad. Eran largas y mortíferas. Cuando la lanza era arrojada con fuerza, sobre todo con los lanzadores, penetraba profundamente. Más ligeras que las que ella había utilizado antes de su llegada y que estaban copiadas de las empleadas por el Clan, las de Jondalar estaban hechas para ser lanzadas y no para herir de cerca.
–La punta de hueso penetra hondo –reconoció Wymez–. Si aciertas en un punto vital, mata enseguida, aunque sin mucha sangre. Pero es difícil dar en un punto vital tratándose de mamuts y rinocerontes. La piel es recia; el pellejo, espeso. Aunque la punta penetre entre dos costillas, tiene que atravesar mucha grasa y mucho músculo. El ojo ofrece buen blanco, pero es pequeño y está siempre en movimiento. Al mamut se le puede matar de un lanzazo en la garganta, pero es peligroso; hay que acercarse demasiado. En cambio, la punta de pedernal tiene filos agudos. Cortan con más facilidad los cueros gruesos y hacen sangrar mucho; eso debilita al animal. Si puedes hacer que sangre, la panza o la vejiga es el mejor sitio para apuntar. No es tan rápido, pero sí mucho más seguro.
Ayla estaba fascinada. Hacer herramientas era muy interesante, pero ella nunca había cazado mamuts.
–Tienes razón –dijo Jondalar–, pero ¿cómo se consigue una punta recta en una lanza grande? Cualquiera que sea la técnica para separarla, siempre sale curvada. Está en la naturaleza de la piedra. No se puede arrojar una saeta que tenga la punta curva; se pierde puntería, penetración y, probablemente, la mitad de la potencia. Por eso las puntas de pedernal son pequeñas. Cuando se quita lo suficiente para conseguir una punta recta, no queda mucho.
Wymez sonreía, asintiendo con la cabeza.
–Eso es cierto, Jondalar, pero quiero enseñarte algo.
Abrió un hatillo pesado, envuelto en piel, que tenía a su espalda y sacó una enorme cabeza de hacha, del tamaño de una maza, hecha con un nódulo entero. Tenía un extremo redondeado y el otro extremo estaba constituido por un filo bastante grueso, terminado en punta.
–Sin duda tú mismo has hecho algo parecido a esto –agregó.
Jondalar sonrió.
–Sí, he fabricado hachas, pero ninguna tan grande como ésa. Debe de ser para Talut.
–En efecto; iba a sujetarla a un hueso largo para Talut... o tal vez para Danug –dijo Wymez, sonriendo al adolescente–. Se usan para romper los huesos de mamut o para desprender los colmillos. Hace falta un hombre poderoso para blandirlas. Talut las maneja como si fueran palillos, y creo que Danug puede hacer lo mismo.
–Puede. Cortó postes a mí –dijo Ayla, mirando a Danug con afecto, lo que hizo que éste esbozara una tímida sonrisa y se ruborizase. También ella había elaborado y usado hachas, pero ninguna tan grande como aquélla.
–¿Cómo haces las hachas? –preguntó Wymez.
–Suelo comenzar por desgajar una lasca gruesa con la maza; luego retoco ambos lados para sacarles filo y punta.
–Los Aterianos, el pueblo de la madre de Ranec, trabajan las puntas de lanza para convertirlas en bifaces.
–¿Bifaces? ¿Hacen saltar lascas en los dos lados, como para hacer un hacha? Pero, para que sea razonablemente recta, habrá que empezar con una lasca gruesa y no con una lámina delgada. ¿No resulta demasiado incómodo para una punta de flecha?
–La punta es a veces gruesa y pesada, pero mucho mejor que el hacha. Y muy eficaz para los animales que ellos cazan. Pero tienes razón: para matar a un mamut o un rinoceronte se necesita una punta de pedernal que sea a la vez larga, recta, sólida y delgada. ¿Cómo la harías? –preguntó Wymez.
–Retocándola por ambos lados. Es el único modo. Tratándose de una lasca tan gruesa, aplicaría presión en sentido plano para conseguir aristas finas en ambas caras. Pero para eso se requiere una maestría tremenda –dijo Jondalar como si estuviera reflexionando: trataba de imaginarse la manera en que realizaría un arma así.