Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
Ranec se llamaba a sí mismo tallador, fabricante de objetos tallados a imagen de seres vivos o espirituales. Las tallas eran objetos útiles: personificaban a los espíritus, dándoles un aspecto visual, comprensible, y eran elementos esenciales de ciertos ritos, especialmente las ceremonias realizadas por los Mamutoi. Quienes creaban esos objetos eran tenidos en gran estima. Eran artistas de talento elegidos por la Madre.
Muchos pensaban que las personas capaces de crear o decorar objetos, para dotarlos de una cualidad superior a la meramente utilitaria, eran artistas. En opinión de Ranec, en cambio, no todos los artistas estaban igualmente dotados, o tal vez no dedicaban el mismo afán a su trabajo. Muchos hacían figuras y animales toscos; a su modo de ver, tales representaciones eran un insulto a los espíritus y a la Madre que los había creado.
A juicio de Ranec, lo bello era lo mejor, el ejemplo más acabado de cualquier cosa, al igual que cualquier cosa bella era el mejor y más perfecto ejemplo del espíritu, su esencia misma. Ésta era su religión. Además, en el fondo de su alma de esteta sentía que la belleza poseía un valor intrínseco y creía que en todo existía belleza en potencia. Si bien algunas actividades u objetos podían ser meramente funcionales, consideraba que todo aquel que se acercara a la perfección en cualquier actividad era un artista; los resultados de su actos contenían la esencia de la belleza. Pero el arte radicaba tanto en la actividad en sí como en los resultados. Las obras de arte no eran sólo el producto terminado, sino la idea, la acción y el proceso que las creaba.
Ranec buscaba la belleza, como si se tratara de una búsqueda sagrada, con sus propias manos hábiles, pero más aún con sus ojos, sensibles por naturaleza. Sentía la necesidad de rodearse de ella. Por eso comenzaba a ver en Ayla una obra de arte, la más perfecta expresión de la mujer que podía imaginar. No era sólo su aspecto lo que la hacía hermosa. La belleza no era una representación estática: era la esencia, el espíritu que la animaba. Se expresaba mejor a través del movimiento, de la conducta y del talento. Una mujer hermosa era una mujer dinámica y completa. Aunque no lo dijera con esas palabras, Ayla empezaba a representar para él la perfecta encarnación del Espíritu de la Mujer original. Era la esencia de la mujer, la esencia de la belleza.
El hombre de piel morena, de ojos risueños e ingenio irónico, que había aprendido a disimular sus profundos anhelos, se esforzaba por crear la perfección y la belleza en su propia obra. Por sus esfuerzos se le aclamaba como el mejor tallador, como un artista preeminente; sin embargo, como muchos perfeccionistas, nunca se sentía completamente satisfecho con sus propias creaciones. Se negaba a considerarse a sí mismo como un artista.
–Soy tallador –dijo a Ayla. Y, al ver su desconcierto, agregó–: Algunos dicen que cualquier tallador es un artista –vaciló un momento, preguntándose cómo juzgaría ella su obra–. ¿Quieres ver algunas de mis tallas?
–Sí –respondió Ayla.
Esta respuesta simple y directa le paralizó unos instantes; luego echó la cabeza hacia atrás y rió con ganas. Por supuesto, ¿qué otra cosa podía decir ella? Con los ojos entornados por la risa, la hizo pasar al albergue.
Jondalar les vio cruzar juntos la arcada y sintió que un gran peso se desplomaba sobre él. Cerró los ojos y dejó caer la cabeza sobre el pecho, deprimido.
Alto y apuesto como era, nunca le había faltado la atención femenina, pero como no llegaba a comprender qué cualidad suya le hacía tan atractivo, no tenía confianza en sí mismo. Era fabricante de herramientas, se sentía más cómodo con lo físico que con lo metafísico, prefería aplicar su considerable inteligencia a los aspectos técnicos de la presión y la percusión sobre el sílice cristalino homogéneo: el pedernal. Percibía el mundo en términos físicos.
Por eso mismo, se expresaba físicamente, era más expresivo con las manos que con las palabras. No era ciertamente incapaz de hablar; lo que sucedía era que no estaba demasiado capacitado en ese terreno. Había aprendido a narrar con gracia, pero no era rápido en las respuestas ingeniosas y en las réplicas matizadas de humor. Era serio y reservado; no le gustaba hablar de sí mismo. Sin embargo, escuchaba con sensibilidad, propiciaba las confesiones y las confidencias de los demás. Entre los suyos tenía fama de buen artesano, y sus mismas manos, tan capaces de dar a la piedra dura la forma de una buena herramienta, eran también hábiles para descubrir los puntos sensibles en el cuerpo de una mujer. Era otra expresión de su naturaleza física que le había valido asimismo mucho renombre, aunque no tan abiertamente. Las mujeres le buscaban afanosas y todos bromeaban sobre «su otro oficio».
Había aprendido esa habilidad tal como aprendiera a tallar el pedernal. Sabía dónde tocar, era receptivo a las señales sutiles y le producía placer proporcionar Placer. Sus manos, sus ojos, su cuerpo entero hablaban con más elocuencia que sus palabras. Si Ranec hubiera sido mujer, habría dicho que Jondalar era un artista.
Jondalar había llegado a sentir auténtico afecto por algunas mujeres y disfrutaba físicamente de ellas, pero no supo lo que era el amor hasta conocer a Ayla, y no estaba seguro de que ella le amara de verdad. ¿Cómo habría podido estarlo, si la muchacha no tenía base de comparación? No había conocido a otro hombre antes de encontrarle a él. En Ranec reconocía a un hombre excepcional, dotado de un notable encanto; veía también en él las señales de la creciente atracción que Ayla le inspiraba. Si había algún hombre capaz de conquistar el amor de Ayla, ése era Ranec. Jondalar había viajado por medio mundo antes de descubrir a una mujer de la que pudiera enamorarse. Ahora que la había encontrado, ¿la perdería tan pronto?
Pero ¿acaso no merecía perderla? ¿Podía llevarla consigo, sabiendo lo que su gente pensaba de las mujeres como ella? A pesar de todos sus celos, comenzaba a preguntarse si era la pareja adecuada para Ayla. Se decía a sí mismo que debía ser honesto con ella, pero en el fondo de su alma se preguntaba si podría soportar el estigma de amar a quien no debía.
Danug notó su angustia y miró a Wymez con ojos preocupados. El fabricante de herramientas se limitó a asentir con un gesto de connivencia. También él había amado a una mujer de exótica belleza, pero Ranec era el hijo de su hogar. Y estaba tardando demasiado en encontrar mujer para establecer y formar una familia.
Ranec condujo a Ayla hasta el Hogar del Zorro. Ella pasaba muchas veces al día por allí, pero siempre había evitado cuidadosamente las miradas a los sectores privados; era una costumbre adquirida durante su vida con el Clan y que se aplicaba también en el Campamento del León. Dada la distribución abierta del albergue, la intimidad no era tanto cuestión de puertas cerradas como de consideración, respeto y tolerancia mutua.
–Siéntate –indicó él, señalándole una plataforma cubierta de pieles suaves y espesas. Ella miró en derredor, ahora que no le parecía incorrecto satisfacer su curiosidad.
Aunque dos hombres compartían el hogar, vivían en lados opuestos del pasillo central, dando cada uno a su espacio un carácter individual y único.
La zona del fabricante de herramientas tenía un aspecto de simplicidad indiferente. Había un jergón, algunas pieles y una cortina de cuero colgada al desgaire, que parecía no haber sido bajada en años. De las perchas colgaban algunas ropas; otras estaban amontonadas en la parte de la plataforma que se extendía a lo largo de la pared, más allá de la separación, a la cabecera de la cama. La zona de trabajo ocupaba la mayor parte de la habitación y estaba sembrada de bloques, fragmentos y astillas de pedernal en torno a una pata de mamut utilizada unas veces como asiento y otras como yunque. En la plataforma de dormir, por el lado de los pies, se veían varios martillos de piedra y hueso. Los únicos objetos decorativos eran una figurita de marfil que representaba a la Madre, en un nicho de la pared, y a su lado, un cinto, decorado con complicados motivos, del que colgaba una falda de hierba, seca y marchita. Ayla comprendió, sin necesidad de preguntar, que había pertenecido a la madre de Ranec.
En contraste, la parte del tallador era suntuosa y de buen gusto. Ranec era un coleccionista, pero muy selectivo. Todo estaba elegido con cuidado y dispuesto para mostrar sus mejores cualidades, completando la riqueza del conjunto. Las pieles del lecho invitaban al tacto y lo gratificaban con su excepcional suavidad. Las cortinas, que pendían a ambos lados en cuidadosos pliegues, eran de aterciopelada piel de ante; olían vaga, pero agradablemente, al humo de abeto que les daba un intenso color tostado. El suelo estaba cubierto de esterillas hechas con hierbas aromáticas, exquisitamente tejidas formando diseños multicolores.
Sobre una prolongación de la plataforma-cama había cestos de distintos tamaños y formas; los más grandes contenían ropas, dispuestas de modo tal que exhibían decorativos adornos hechos de cuentas, plumas y piel. En algunos de los cestos o colgando de las perchas se veían brazaletes de marfil tallado, collares hechos con dientes de animales, conchas y moluscos de mar o de agua dulce, cánulas de calcárea, cuentas y pendientes de marfil, natural o coloreado, aunque predominaban los objetos de ámbar. Decoraba la pared un gran trozo de colmillo de mamut, grabado con extraños motivos geométricos. Las armas de caza y las ropas de abrigo que pendían de las perchas completaban el efecto de una total armonía.
Cuanto más paseaba su mirada en torno a ella, más objetos interesantes descubría. Pero, al margen de las tallas esparcidas por toda la zona de trabajo, lo que más pareció atraer su atención y quedársele grabada fue una estatuilla de la Madre, tallada en marfil, soberbiamente ejecutada y colocada en un nicho.
Ranec la observaba, tomando nota de dónde se detenía su mirada. Cuando los ojos de Ayla se posaron finalmente en él, sonrió. Tomó asiento delante de su yunque de trabajo, una tibia de mamut clavada en el suelo de tal suerte que la articulación de la rodilla, levemente cóncava, le llegaba a la altura del pecho cuando se acomodaba sobre una esterilla. En la superficie horizontal, entre una variedad de buriles y cinceles de sílex que usaba para tallar, se veía la figura sin terminar de un pájaro.
–Ésta es la pieza en la que estoy trabajando –explicó, observando la expresión de Ayla.
Ella tomó cautelosamente con las dos manos la escultura de marfil y la volvió de un lado y de otro, para examinarla mejor. Intrigada, volvió a mirar una de las caras y después la otra.
–Es pájaro si miro así. Pero ahora –la puso de costado– ¡es mujer!
–¡Maravilloso! Lo has descubierto enseguida. Es algo que he estado tratando de resolver desde hace tiempo. Pretendía plasmar la transformación de la Madre, Su forma espiritual. Quiero mostrarla cuando toma forma de pájaro para volar desde aquí al mundo de los espíritus, pero sin dejar de ser la Madre, una mujer. ¡Trato de dar cuerpo a ambas formas al mismo tiempo!
Los ojos oscuros de Ranec relampagueaban; estaba tan excitado que se atropellaba al hablar. Ayla sonrió ante su entusiasmo. Era una faceta de su carácter hasta entonces desconocida para ella; por lo general parecía mucho más distendido, hasta cuando reía. Por un momento le hizo pensar en Jondalar, en los tiempos en que elaboraba el proyecto del lanzavenablos. Al recordarlo, frunció el ceño. Aquellos días de verano, en el valle, parecían muy lejanos. En la actualidad Jondalar no sonreía casi nunca, y cuando lo hacía, se mostraba enfadado momentos después. Ayla tuvo la súbita sensación de que a Jondalar no le gustaría verla allí, conversando con Ranec, pendiente de su alegría y de su entusiasmo. Eso la hizo sentirse desdichada y algo contrariada.
–¡Ah!, Ayla, estabas ahí –dijo Deegie, que atravesaba el Hogar del Zorro–. Vamos a empezar con la música. Ven. Y tú también, Ranec.
Deegie había reunido a casi todos los miembros del Campamento según iba pasando junto a ellos. Ayla notó que Deegie llevaba el cráneo y Tornec la escápula pintada con líneas y formas geométricas de color rojo. Había empleado otra vez aquella palabra que no le resultaba familiar. Ayla y Ranec siguieron a los demás al exterior.
Unas nubes deshilachadas se deslizaban por el cielo oscurecido hacia el norte. El viento entreabría la piel de las capuchas y las pellizas, pero la gente reunida en círculo no parecía percatarse de ello. El hogar exterior, construido con montículos de tierra y algunas rocas, para aprovechar el viento del norte, ardió con más fuerza al agregar más huesos y algo de leña. Pero el fuego era una presencia invisible, superada por el resplandor refulgente que descendía hacia el oeste.
Algunos huesos grandes, que parecían abandonados al azar, cobraron una clara finalidad cuando Deegie y Tornec se sentaron en ellos, junto a Mamut. Deegie dispuso el cráneo marcado de tal modo que quedara suspendido encima del suelo, sustentado por detrás y por delante por otros huesos grandes. Tornec colocó la escápula en posición vertical y se puso a golpearla en varias partes con un instrumento similar a un martillo hecho de un asta de ciervo, cambiando levemente su posición.
Ayla quedó atónita ante los sonidos que producía, diferentes de los que había oído en el interior. Era como un redoble de tambores, pero ese sonido tenía tonos distintos, no se parecía a nada de lo que ella había oído hasta entonces; no obstante, le recordaba una cualidad obsesivamente familiar. En su variabilidad, le recordaba las voces humanas, algo así como los sonidos que a veces ella murmuraba en voz baja para sí, pero más claros. ¿Era aquello la música?
De pronto se destacó una voz. Ayla, al volverse, vio a Barzec, con la cabeza echada hacia atrás, emitiendo un grito alto y ululante que perforó el atardecer. Descendió a una vibración grave, que anudó la garganta de Ayla, y acabó con un agudo estallido del aire, dejando pendiente algo así como una pregunta. A manera de respuesta, los tres músicos iniciaron un rápido golpeteo sobre los huesos de mamut, que repetían el sonido emitido por Barzec, igualándolo en tono y sentimiento, de un modo que Ayla no habría podido explicar.
Pronto se unieron otros al canto, no con palabras, sino con tonos y modulaciones de sus voces, acompañados por los instrumentos de hueso. Al cabo de un rato, la música cambió, adquiriendo poco a poco un aire diferente; se tornó más lenta y deliberada; la nueva tonalidad creaba una sensación de tristeza. Fralie empezó a cantar con voz aguda y dulce, esta vez empleando palabras. Contaba la historia de una mujer que había perdido a su pareja y a su hijo. Aquello conmovió profundamente a Ayla, haciéndole pensar en Durc, y le llenó los ojos de lágrimas. Al levantar la cabeza vio que no era la única que experimentaba aquella emoción, pero se conmovió todavía más al mirar a Crozie, que miraba impasible al infinito, sin expresión alguna, pero con ríos de lágrimas corriéndole por las mejillas.