Los cazadores de mamuts (31 page)

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Authors: Jean M. Auel

–¡Ayla! ¡No pensarás cabalgar en medio de esta tormenta! –exclamó Jondalar, saliendo del albergue–. Toma, te he traído la pelliza. Hace frío aquí fuera. Ya debes estar medio congelada.

–¡Oh, Jondalar, no puedo seguir aquí! –gimió la muchacha.

–Ponte la pelliza, Ayla –insistió él, ayudándola a enfilarse la prenda por la cabeza.

Luego la cogió en sus brazos. Había estado esperando desde hacía mucho tiempo una escena como la que Frebec acababa de hacer. Sabía que era inevitable si ella hablaba tan abiertamente de su vida con el Clan.

–No puedes irte ahora –dijo–. Con esta tormenta, no. ¿Adónde irías?

–No lo sé. No me importa –sollozó–. Lejos de aquí.

–¿Y Whinney? ¿Y Corredor? No pueden andar con este tiempo.

Ayla se aferró a Jondalar sin responder. Pero, en otro plano de su conciencia, había advertido que los caballos buscaban refugio cerca del albergue. La preocupaba no tener una cueva en donde los animales pudieran protegerse de las tormentas, como siempre. Y Jondalar tenía razón: no era posible partir en una noche como aquélla.

–No quiero quedarme, Jondalar. En cuanto la tormenta amaine, quiero volver al valle.

–Si tú lo quieres, Ayla, volveremos. Cuando amaine la tormenta. Pero ahora debemos volver adentro.

Capítulo 12

–Mira cuánto hielo tienen adherido al pelaje –dijo Ayla, tratando de apartar con la mano los carámbanos que pendían de los largos mechones de Whinney.

La yegua resopló, levantando una nube de vapor caliente en el frío aire matinal, que el viento glacial disipó inmediatamente. La tormenta había amainado, pero el cielo seguía teniendo un aspecto siniestro.

–¡Pero si los caballos siempre pasan el invierno al aire libre! –objetó Jondalar, tratando de mostrarse razonable–. Por lo común no viven en cuevas, Ayla.

–Y son muchos los que mueren durante el invierno, aunque se refugien en lugares protegidos cuando el tiempo es tormentoso. Whinney y Corredor siempre han tenido un sitio abrigado y seco cuando lo necesitaban. No viven en rebaños, no están habituados a estar siempre a la intemperie. Éste no es buen lugar para ellos... ni para mí. Dijiste que podíamos partir cuando quisiéramos. Quiero volver al valle.

–Ayla, ¿acaso no nos han recibido bien? ¿No han sido casi todos buenos y generosos?

–Sí, nos han recibido bien. Los Mamutoi tratan de ser generosos con sus huéspedes, pero aquí somos sólo visitantes y es hora de partir.

Jondalar arrugó la frente, preocupado, mientras restregaba los pies contra el suelo, con la vista baja. Quería decir algo, pero no sabía cómo expresarse.

–Ayla..., eh..., te dije que podía ocurrir algo así... si hablabas sobre..., bueno..., sobre la gente con la que vivías. Las personas, en su mayoría, no..., no piensan de ellos lo mismo que tú –levantó la vista–. Si no hubieras dicho nada...

–¡Yo habría muerto de no ser por el Clan, Jondalar! ¿Vas a decir que debo avergonzarme de los que me cuidaron? ¿Crees que Iza fue menos humana que Nezzie? –estalló Ayla.

–No, no, no es eso lo que he querido decir, Ayla. No digo que debas avergonzarte. Sólo que... no hace falta hablar de ellos a gente que no comprende.

–No estoy segura de que tú mismo comprendas. ¿De qué debo hablar, en tu opinión, cuando me preguntan quién soy, de qué pueblo? ¿De dónde vengo? Ya no soy del Clan, porque Broud me maldijo y para ellos he muerto. ¡Pero ojalá que así fuese! Al menos ellos acabaron por aceptarme como curandera. No me habrían impedido ocuparme de una mujer que necesita atenciones. ¿Sabes lo terrible que es verla sufrir y no poder ayudarla? ¡Soy curandera, Jondalar! –dijo, con un estallido de frustración y de impotencia. Y se volvió, furiosa, hacia los caballos.

Latie salió del albergue. Al ver a Ayla con los animales, se aproximó con prontitud.

–¿Puedo ayudar en algo? –preguntó, con una amplia sonrisa.

Ayla, recordando que había pedido ayuda a la joven la noche anterior, trató de dominarse.

–No creo que necesita ayuda ahora. No me quedo, vuelvo valle pronto –dijo hablando el idioma de la niña.

Latie quedó destrozada.

–Oh, bueno..., supongo que, en ese caso, no haría más que molestar.

Ya se dirigía hacia el arco de entrada cuando Ayla vio su desilusión y la detuvo.

–Pero los caballos necesitan cepillar. Llenos de hielo. ¿Tal vez tú ayuda hoy?

–¡Oh, sí! –respondió la niña, sonriendo de nuevo–. ¿Qué puedo hacer?

–¿Ves, aquí, en tierra, cerca de albergue, tallos secos?

–¿Te refieres a esta carda? –preguntó Latie, cortando un tallo rígido con una cabeza terminal seca y rodeada de espinas.

–Sí, traigo del río. Es buen cepillo. Rompe, así. Envuelve mano con trozo cuero, pequeño; así fácil sujetar –explicó Ayla.

Luego le enseñó cómo sujetar la carda para peinar el apelmazado pelaje invernal, largo y espeso, de Corredor. Jondalar permanecía a poca distancia, para tranquilizar al animal hasta que se habituara a la muchachita, mientras Ayla rompía y apartaba el hielo adherido a Whinney.

La presencia de Latie puso fin de momento a la conversación, y Jondalar se alegró de ello. Había dicho más de lo debido, y con poco tacto; ahora no sabía cómo resolver la situación. No quería que Ayla se fuera en aquellas circunstancias, por miedo a que jamás quisiera volver a salir del valle si regresaba allí. Por mucho que la amara, no estaba seguro de poder pasar todo el resto de la vida a solas con ella. Y tampoco creía que fuera conveniente para la joven. «Se estaba llevando tan bien con los Mamutoi», pensó. «No tendría ningún problema para adaptarse en cualquier sitio, ni siquiera con los Zelandonii. Si al menos no dijera nada de... Pero tiene razón: ¿qué puede decir cuando le preguntan de dónde viene?» Y sabía que, si la llevaba a su hogar, todo el mundo se lo preguntaría.

–¿Les cepillas siempre el hielo del pelaje, Ayla? –preguntó Latie.

–No, siempre no. En valle, caballos en cueva cuando tiempo malo. Aquí no hay lugar caballos. Me voy pronto. Pronto vuelvo al valle, cuando tiempo mejorar.

Dentro del refugio, Nezzie había atravesado la zona de cocinar y el hogar de entrada; estaba junto a la arcada exterior, a punto de salir, cuando les oyó hablar fuera y se detuvo a escuchar. Temía que Ayla quisiera marcharse tras el altercado de la noche anterior: eso pondría fin a las lecciones del lenguaje por señas tanto para Rydag como para el Campamento. Ella había notado ya cierta diferencia en la forma en que los demás trataban al niño, ahora que resultaba posible hablar con él. Exceptuando a Frebec, por supuesto. «Lamento haber pedido a Talut que los invitara a vivir con nosotros. Claro que, si yo no hubiera dicho nada, ¿dónde estaría Fralie ahora? No está bien; este embarazo le está resultando difícil.»

–¿Por qué te marchas, Ayla? –preguntó Latie–. Podríamos hacerles un cobertizo aquí mismo.

–Tiene razón –intervino Jondalar–. No costaría mucho instalar una tienda, un cobertizo, cualquier cosa, cerca de la entrada, para protegerlos de los peores vientos y de las nevadas.

–Creo Frebec no gusta tener animal tan cerca.

–Frebec es sólo uno, Ayla.

–Pero Frebec es Mamutoi. Yo no.

Nadie refutó esa afirmación, pero Latie se ruborizó de vergüenza en nombre de su Campamento.

En el interior, Nezzie dio media vuelta hacia el Hogar del León. Talut, que acababa de despertar, echó a un lado las pieles y se sentó en el borde de la cama. Después de rascarse la barba y desperezarse con un enorme bostezo, hizo un gesto de dolor y miró a Nezzie con una sonrisa tímida.

–Anoche bebí demasiada bouza –confesó, mientras cogía la túnica para ponérsela.

–Talut, Ayla piensa irse en cuanto despeje –dijo Nezzie.

El gigante frunció el ceño.

–Es lo que yo me temía. Lástima grande. Yo tenía la esperanza de que pasaran el invierno con nosotros.

–¿No podríamos hacer algo? ¿Por qué tienen que marcharse por el mal genio de Frebec, si todos los demás queremos que se queden?

–No sé qué podemos hacer. ¿Has hablado con ella, Nezzie?

–No. La he oído hablar fuera. Le decía a Latie que aquí no había sitio para los caballos, que estaban habituados a entrar en su cueva cuando amenazaba tormenta. Latie dijo que podíamos hacer un refugio, y Jondalar sugirió una tienda de campaña o algo así cerca de la entrada. Entonces Ayla contestó que a Frebec no le gustaba tener a un animal tan cerca. Y sé que no se refería a los caballos.

Talut se encaminó hacia la entrada, seguido de su mujer.

–Podríamos hacer algo para los caballos –dijo él–. Pero si ella quiere irse, no podemos obligarla a quedarse. Ni siquiera es Mamutoi. Y Jondalar es Zel..., Zel..., no sé qué.

Nezzie le interrumpió:

–¿Por qué no la hacemos una Mamutoi? Dice que no tiene Pueblo. Podríamos adoptarla. Tú y Tulie podríais hacer una ceremonia para aceptarla definitivamente en el Campamento del León.

Talut reflexionó un momento.

–No estoy muy seguro, Nezzie. No se puede hacer Mamutoi a cualquiera. Todos han de estar de acuerdo, y haría falta exponer buenas razones para explicarlo al Consejo, en la Reunión de Verano. Además, has dicho que se va.

Talut apartó la cortina y corrió al barranco.

Nezzie permaneció ante la arcada, observándole; luego posó su mirada en la alta mujer que peinaba el pelaje del caballo de color pajizo. Mientras la estudiaba con atención, se preguntó quién sería. Si Ayla había perdido a su familia en la península del sur, podía tratarse de una Mamutoi. Cerca del Mar de Beran acampaban, durante el verano, algunos grupos de ellos, y la península no estaba muy lejos de allí. Pero Nezzie no estaba nada segura. Los Mamutoi sabían que aquél era territorio de los cabezas chatas y, por norma, no se acercaban; además, Ayla tenía rasgos que no parecían mamutoi. Tal vez su familia pertenecía a los Sharamudoi, el pueblo del río que vivía hacia el oeste, o a los Sungaea, entre los cuales había estado Jondalar, que vivían en el noroeste, aunque quizá no llegaran a viajar tan al sur hasta llegar al mar. Tal vez fuera hija de extranjeros llegados de otra parte. Era difícil adivinarlo. Pero una cosa resultaba cierta: Ayla no era una cabeza chata... y, sin embargo, ellos la habían aceptado.

Barzec y Tornec salieron del albergue, seguidos por Danug y Druwez. Saludaron a Nezzie por señas, como Ayla les había enseñado; se estaba convirtiendo en una costumbre en el Campamento del León, y Nezzie la fomentaba. El siguiente en salir fue Rydag, que la saludó también por señas, sonriente. Ella respondió al saludo, pero, al abrazarle, perdió su propia sonrisa. El niño tenía mala cara; parecía hinchado, pálido, más fatigado que de costumbre. Tal vez estuviese a punto de enfermar.

–¡Jondalar, estabas ahí! –exclamó Barzec–. He fabricado uno de esos lanzavenablos y vamos a probarlo en la estepa. Le he dicho a Tornec que, con un poco de ejercicio, se le pasaría el dolor de cabeza que le ha dejado el exceso de bebida de anoche. ¿Quieres venir?

Jondalar miró a Ayla. Era difícil que resolvieran nada aquella mañana, y Corredor parecía satisfecho con las atenciones de Latie.

–Está bien. Voy a buscar el mío –dijo.

Mientras esperaban, Ayla notó que tanto Danug como Druwez parecían ignorar los esfuerzos que hacía Latie por atraer su atención, aunque el joven y desgarbado pelirrojo le lanzaba alguna que otra mirada, sonriéndole con timidez. Cuando su hermano y su primo se alejaron con los demás, la niña les siguió tristemente con la mirada.

–Podrían haberme invitado –murmuró por lo bajo.

Luego volvió a cepillar a Corredor con decisión.

–¿Quieres aprender lanzavenablos, Latie? –preguntó Ayla, recordando los lejanos tiempos en que veía marcharse a los cazadores, lamentando no poder acompañarles.

–Podrían haberme invitado. Siempre venzo a Druwez cuando jugamos a aros-y-dardos, pero ya ni me miran.

–Yo enseño, si quieres, después que caballos cepillados.

La niña levantó la vista hacia ella. No había olvidado la sorprendente demostración que Ayla hiciera con el lanzavenablos y la honda; también había notado que Danug le sonreía. Y entonces se le ocurrió una idea: Ayla no trataba de llamar la atención; simplemente, hacía lo que deseaba, pero lo hacía tan bien que, fuera lo que fuese, la gente se veía forzada a fijarse en ella.

–Me gustaría que me enseñaras, Ayla –dijo. Tras una pausa, preguntó–: ¿Cómo llegaste a hacerlo tan bien? Me refiero a la honda y al lanzavenablos.

Ayla caviló un momento antes de responder:

–Quiero mucho y practico... mucho.

Talut se aproximaba caminando desde el río, con el pelo y la barba mojados, entornados los ojos.

–¡Ay! ¡Ay, mi cabeza! –exclamó, con un gemido exagerado.

–¿Por qué te has mojado la cabeza, Talut? –protestó Nezzie–. Con este frío... vas a enfermar.

–Ya estoy enfermo. Hundí la cabeza en el agua para tratar de calmar este dolor de cabeza. ¡Ooooh!

–Nadie te obligó a beber tanto. Ve adentro a secarte.

Ayla le miró con preocupación, algo sorprendida de que Nezzie pareciera tratarle con tan poca compasión. También ella había despertado con dolor de cabeza y cierto malestar en el estómago. ¿Era consecuencia de la bebida, aquella bouza que a todos gustaba tanto?

Whinney levantó la cabeza, relinchó y le dio un topetazo. El hielo del pelaje no molestaba a los caballos, aunque en grandes cantidades podía resultar pesado, pero disfrutaban con el cepillado y las atenciones; la yegua acababa de notar que Ayla, sumida en sus pensamientos, no proseguía con la tarea.

–Basta, Whinney. Quieres que te preste atención, ¿verdad? –dijo la joven, empleando el tipo de comunicación que solía emplear con los caballos.

Aunque no era la primera vez que la oía expresarse así, no por eso quedó menos impresionada cuando Ayla emitió una perfecta imitación del relincho de la yegua; notó también el lenguaje de los signos, ahora que estaba más habituada, si bien no llegaba a comprender todos los gestos.

–¡Hablas con los caballos! –exclamó.

–Whinney es amiga –dijo Ayla, pronunciando el nombre de la yegua como lo hacía Jondalar, pues a la gente del Campamento parecía resultarle más cómodo oír una palabra que un relincho–. Por mucho tiempo, única amiga –dio unas palmadas a la yegua y otras al potrillo–. Creo que cepillo basta. Ahora vamos a buscar lanzavenablos y practicar.

Al entrar en el albergue pasaron junto a Talut, cuyo aspecto era lamentable. Una vez en el cuarto hogar, Ayla recogió su lanzavenablos y un puñado de lanzas. Al salir, su vista cayó sobre los restos de la infusión de milenrama que había preparado para su dolor de cabeza. La umbela y las quebradizas hojas plumosas de la planta seguían prendidas al tallo, pero ya estaban secas. El sol y la lluvía habían privado a la planta, aromática y muy perfumada cuando estaba fresca, de una parte de sus propiedades. Pero Ayla recordó que la había preparado y secado algún tiempo atrás. Mezclada con corteza de sauce, curaba tanto las náuseas como el dolor de cabeza.

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