Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
Especialmente si no era necesario. Si ella no hablaba del Clan, nadie se enteraría. Pero ¿qué podía decir Ayla cuando alguien la preguntaba cuál era su pueblo, de dónde venía? Las criaturas que la habían criado representaban la única familia que conocía..., a menos que aceptara la propuesta de Talut. Así podría ser Ayla de los Mamutoi, como si hubiera nacido entre ellos. Su forma peculiar de decir algunas palabras pasaría sólo por ser un acento extranjero. «¿Quién sabe?», pensó. «Tal vez es, en realidad, Mamutoi. Sus padres pueden haberlo sido. Ella no sabe quiénes eran.
»Pero si ella se convierte en Mamutoi, tal vez decida quedarse. Y en ese caso, ¿podré quedarme yo también? ¿Aprenderé a aceptar a estas gentes como si fueran los míos? Thonolan lo hizo. ¿Acaso amaba a Jetamio más que yo a Ayla? Pero los Sharamudoi eran el pueblo de su mujer. Ella había nacido allí. Los Mamutoi, en cambio, no son el pueblo de Ayla, como no son el mío. Si ella es feliz aquí, podría ser feliz con los Zelandonii. Pero si se convierte en uno de ellos, tal vez no quiera venir conmigo a mi hogar. No le costaría mucho encontrar pareja aquí. Ranec, por cierto, estaría decididamente dispuesto.»
Ayla sintió que él la estrechaba posesivamente y se preguntó qué le estaría pasando. Reparó en una línea de vegetación delante de ellos, que debía de indicar la existencia de un río pequeño, y azuzó a Whinney en aquella dirección. Los caballos, una vez olfateada el agua, necesitaban poco acicate. Cuando llegaron al arroyo, Ayla y Jondalar desmontaron para buscar un sitio cómodo donde sentarse.
El curso de agua estaba algo congelado en las orillas, pero eso era sólo el comienzo. La orla blanca que se había formado, capa a capa, partiendo de las oscuras aguas turbulentas del centro de la corriente, se iría ampliando a medida que avanzara la estación hasta que se reiniciara el ciclo. Entonces las aguas volverían a estallar en un arrebato de libertad.
Ayla abrió un pequeño saco, hecho de cuero virgen rígido, donde llevaba comida para los dos: un poco de carne seca que parecía de uro y un cestito de moras y ciruelas pasas. Sacó un nódulo de pirita de hierro, de color gris tirando a cobrizo, y un trozo de pedernal para encender una pequeña fogata sobre la cual hervir agua para una infusión. Jondalar volvió a maravillarse ante la facilidad con que se encendía el fuego con ese procedimiento. Era magia, milagro. Nunca había visto algo semejante antes de conocer a Ayla.
Los nódulos de pirita de hierro, la piedra del fuego, sembraban la rocosa playa de su valle. Ella había descubierto por casualidad que, al golpearlas con un trozo de pedernal, se desprendía una chispa lo bastante durable como para encender fuego. Esto sucedió un día en que su fuego se apagara. Sabía cómo encender fuego siguiendo el laborioso procedimiento empleado por la mayoría de la gente: haciendo girar un palo sobre una plataforma de madera hasta que, por efecto de la fricción, el aumento de calor producía una brasa. Ayla sabía cómo hacerlo y, de hecho, así lo hacía hasta que un buen día, en lugar de coger un trozo de sílex que utilizaba como martillo, cogió, por equivocación, un trozo de pirita de hierro y saltó una chispa.
Jondalar aprendió la técnica de ella; al trabajar con el pedernal había visto saltar chispas pequeñas, pero las consideraba como el espíritu viviente de la piedra, liberado por el proceso, y nunca se le había ocurrido utilizarlas para encender fuego. Claro que él no vivía solo en un valle, sobreviviendo a duras penas; estaba rodeado de personas que siempre mantenían el fuego encendido. Además, las chispas que saltaban del sílex no duraban lo suficiente para producir llama. En el caso de Ayla, había sido la conjunción fortuita del sílex y de la pirita lo que había propiciado el nacimiento de una chispa capaz de producir una llama. De cualquier modo, había comprendido de inmediato el valor del procedimiento y de las piedras de fuego que permitían encender fuego tan rápida y fácilmente.
Mientras comían, festejaron las travesuras de Corredor, que instaba a su madre a un juego de persecuciones; los dos caballos terminaron revolcándose en un banco de arena, protegido del viento y calentado por el sol. Tanto Ayla como Jondalar evitaban cuidadosamente exteriorizar sus pensamientos, pero la risa les distendió a ambos, y la intimidad de que disfrutaban les hizo pensar en la intimidad de su valle. Cuando la infusión estuvo preparada, ya se hallaban dispuestos a enfrentarse con las cuestiones más delicadas.
–A Latie le gustaría ver jugar así a esos dos caballos –comentó Jondalar.
–Sí. Los caballos le gustan, ¿verdad?
–Tú también le gustas, Ayla. Se ha convertido en una verdadera admiradora tuya. –Jondalar vaciló antes de continuar–: Son muchos los que te admiran aquí. En realidad, no quieres volver a vivir sola en el valle, ¿verdad?
Ayla bajó la vista a la taza que tenía en las manos, removiendo los restos del líquido, y bebió el último sorbo.
–Es un alivio estar otra vez solos. No sabía lo agradable que podía ser alejarse de toda esa gente, y todavía tengo en la cueva del valle algunas cosas que me gustaría traer. Pero tienes razón. Ahora que conozco a los Otros no quiero vivir siempre sola. Me gustan Latie, Deegie, Talut y Nezzie. Me gustan todos... menos Frebec.
Jondalar suspiró, aliviado. Lo peor había sido fácil.
–Frebec es sólo uno. No puedes permitir que una sola persona lo eche todo a perder. Talut... y Tulie... no nos habrían invitado a quedarnos con ellos si no te tuvieran aprecio, si no pensaran que tienes algo valioso que ofrecer.
–Tú también tienes algo valioso que ofrecer, Jondalar. ¿Quieres quedarte y convertirte en Mamutoi?
–Han sido amables con nosotros, mucho más de lo que requiere la simple hospitalidad. Podría quedarme, sobre todo durante el invierno y más aún, y me encantaría darles cuanto esté en mi mano. Pero ellos no necesitan mis herramientas de pedernal. Wymez es mucho mejor que yo; Daneg no tardará en igualarle. En cuanto al lanzavenablos, ya saben cómo se hace. Con un poco de práctica podrán usarlo. Y yo soy Jondalar de los Zelandonii...
Se interrumpió. Sus ojos adquirieron una expresión distante, como si estuviera mirando a la lejanía. Luego se volvió por el mismo trayecto que había recorrido imaginariamente y su frente se llenó de surcos, mientras buscaba una explicación.
–Debo retornar... algún día... aunque sea sólo para decir a mi madre que mi hermano ha muerto... y para dar a Zelandoni la posibilidad de buscar su espíritu y guiarlo al otro mundo. No puedo ser Jondalar de los Mamutoi sabiendo que he soslayado mi obligación.
Ayla le observó con atención. Sabía que él no deseaba quedarse, no tanto por sus obligaciones como porque quería volver al hogar.
–¿Y tú? –preguntó Jondalar, tratando de mantener neutrales el tono y la expresión–. ¿Quieres quedarte y ser Ayla de los Mamutoi?
Ella cerró los ojos, buscando un modo de expresarse. Tenía la sensación de no poseer el suficiente vocabulario o de que sus palabras no fueran las idóneas.
–Desde la maldición de Broud, dejé de tener pueblo, Jondalar. Esto me hizo sentirme vacía. Me gustan los Mamutoi y los respeto; con ellos me siento a gusto. El Campamento del León es... como el clan de Brun: casi todos son buenos. No sé cuál fue mi pueblo antes del Clan, y no creo que lo sepa nunca. Pero a veces, por las noches, pienso..., deseo que hayan sido los Mamutoi –miró fijamente al hombre, sus cabellos rubios y lisos que contrastaban con la piel oscura de su capucha, su hermoso rostro, que ella encontraba «bello», aun cuando Jondalar le había dicho que no empleara esa palabra referida a los hombres, su cuerpo fuerte y sensible, sus manos grandes, expresivas, y sus ojos azules tan sinceros, tan preocupados–. Pero antes que los Mamutoi llegaste tú. Tú llenaste el vacío y me colmaste de amor. Quiero estar contigo, Jondalar.
En los ojos del hombre se desvaneció la preocupación, reemplazada primero por esa fácil calidez a la que ella se había acostumbrado en el valle y luego por el deseo magnético y exigente que la hacía reaccionar, como si su cuerpo obrara por reacción espontánea. Sin darse cuenta, se sintió atraída hacia él. La boca de Jondalar encontró la suya.
–Ayla, Ayla mía, cuánto te amo –exclamó él, con un sollozo ahogado, mezcla de angustia y alivio.
La estrechó contra su pecho, con fuerza, pero también con suavidad, mientras se sentaban en el suelo; era como si no quisiera soltarla nunca más, pero como si al mismo tiempo temiera que fuera a romperse. Aflojó el abrazo apenas lo suficiente para besarle la frente, los ojos, la punta de la nariz, la boca. Su deseo iba en aumento. Hacía frío, no tenían abrigo ni refugio, pero la deseaba.
Desató la cinta de cuero que sujetaba la capucha de Ayla y dejó al descubierto su cuello y su nuca, al tiempo que sus manos se deslizaban por debajo de la pelliza y de la túnica en busca de la piel caliente, de la redondez de sus senos, cuyos pezones se endurecieron. Mientras él la acariciaba, la joven dejó escapar un gemido. A continuación le desató los pantalones, fue introduciendo los dedos hasta encontrar lo más secreto de su intimidad. Ayla se apretó estrechamente contra él.
Ella, a su vez, buscó bajo la pelliza y la túnica de Jondalar para desatar el nudo de sus pantalones, cogió entre los dedos su virilidad en erección y la acarició despaciosamente. Él lanzó un largo suspiro al tiempo que ella se inclinaba sobre él para proseguir con mayor precisión sus caricias.
Le oyó gemir, ahogar un grito, antes de recobrar el aliento y rechazarla suavemente.
–Espera, Ayla. Te deseo –dijo.
–Tendría que quitarme las polainas y el calzado –observó ella.
–No. Hace demasiado frío. Pero puedes darte la vuelta. ¿Recuerdas?
–Como Whinney y su garañón –susurró Ayla.
Se puso de rodillas y se inclinó hacia delante. Por un momento, aquella postura la hizo pensar no en Whinney y su ansioso semental, sino en Broud, en la sensación de verse arrojada al suelo y violada. Pero el amoroso contacto de Jondalar no era igual. Ella misma se bajó las polainas y se ofreció totalmente a él. La invitación era casi irresistible, pero él dominó la urgencia de su deseo. Entonces la aprisionó con su cuerpo para trasmitirla su calor y se puso a acariciarla hasta el centro mismo del placer. Cuando la sintió dispuesta, cuando la oyó gritar, no pudo resistir más. La poseyó largamente, sabiamente, hasta que le sobrevino una magnífica liberación.
Entonces, sin desprenderse, sin aflojar los brazos, la arrastró consigo y se quedaron tendidos de costado. Por fin, una vez recuperados, se apartaron y Jondalar se incorporó. Se estaba levantando viento. Miró con aprensión el cúmulo de nubes.
–Debería lavarme un poco –dijo Ayla, levantándose–. Estas polainas son nuevas, me las ha dejado Deegie.
–Cuando volvamos, puedes dejarlas fuera para que se congelen. Después las cepillarás.
–El arroyo todavía tiene agua.
–¡Pero está helada, Ayla!
–Lo sé. Me daré prisa.
Pisando el hielo con cuidado, se puso de cuclillas cerca del agua para lavarse con la mano. Jondalar la esperaba en la ribera para secarla con la piel de su pelliza.
–No quiero que eso se hiele –dijo, con una enorme sonrisa, acariciándola.
–Ya te encargarás tú de mantenerlo caliente –replicó ella, devolviéndole la sonrisa, mientras se acomodaba la ropa.
Éste era el Jondalar que ella amaba. El hombre capaz de hacerla vibrar, de inundarla de un dulce calor, con una simple mirada, con el simple contacto de sus manos, el hombre que conocía su cuerpo mejor que ella misma y que podía despertar en ella emociones hasta entonces no experimentadas, el hombre que había logrado que olvidara el tormento sufrido cuando Broud la forzaba, que la había enseñado lo que eran los Placeres, lo que debían ser. El Jondalar al que ella amaba era alegre, tierno, amante. Lo había sido en el valle y así seguía siéndolo cuando se encontraban solos. ¿Por qué era tan diferente en el Campamento de León?
–Te estás haciendo muy hábil con las palabras, mujer. Va a costarme no dejarme superar por ti en mi propio idioma –le rodeó la cintura con los brazos, mirándola con amor y orgullo–. Te desenvuelves bien con los idiomas, Ayla. Me cuesta aceptar que aprendas tan de prisa. ¿Cómo lo haces?
–Es preciso. Ahora éste es mi mundo. No tengo pueblo. Para el Clan estoy muerta. No puedo volver atrás.
–Podrías tener un pueblo. Podrías ser Ayla de los Mamutoi, si así lo quisieras. ¿Lo quieres?
–Quiero estar contigo.
–Una cosa no quita la otra. El hecho de que alguien te adopte no significa que no puedas irte... algún día. Podríamos quedarnos aquí... por un tiempo. Y si algo me ocurriera, que bien pudiera suceder, como tú sabes perfectamente, no te vendría nada mal contar con un pueblo que te quiera.
–Entonces, ¿no te molestaría?
–No, no me molestaría, si esto es lo que deseas.
Ayla creyó detectar en su voz una pequeña vacilación, pero él parecía sincero.
–Soy sólo Ayla, Jondalar. No tengo pueblo. Si me adoptan, tendré a alguien. Seré Ayla de los Mamutoi –se apartó un paso–. Necesito pensarlo.
Le volvió la espalda y se dirigió hacia el zurrón que había traído. «Si voy a partir pronto con Jondalar, no debo aceptar», pensó. «No sería justo. Pero él ha dicho que está dispuesto a quedarse. Por un tiempo. Tal vez, después de vivir con los Mamutoi, cambie de idea y quiera establecer aquí su hogar.» Pero Ayla se preguntó si no estaría buscando excusas.
Metió la mano dentro de su pelliza para tocar su amuleto y envió un pensamiento a su tótem:
–León Cavernario, ojalá hubiera un modo de saber qué es lo correcto. Aunque amo a Jondalar, también quiero tener un pueblo propio. Talut y Nezzie quieren adoptarme, quieren hacerme hija del Hogar... del León. ¡Y del Campamento del León! Oh, Gran León Cavernario, ¿acaso me has guiado hasta aquí sin que yo me diera cuenta?
Giró en redondo. Jondalar aún estaba de pie en donde ella le había dejado. La observaba en silencio.
–Estoy decidida. ¡Quiero hacerlo! Seré Ayla del Campamento del León de los Mamutoi.
Notó que una arruga fugaz cruzaba por la frente de Jondalar antes de que sonriera.
–Bueno, Ayla. Me alegro por ti.
–Oh, Jondalar, ¿será lo más conveniente? ¿Crees que todo saldrá bien?
–Eso nadie puede decirlo. Quién sabe... –replicó él, acercándose, con la mirada puesta en el cielo amenazante–. Espero que sí... por el bien de los dos –se abrazaron con fuerza por un instante–. Me parece que lo mejor será que regresemos.