Los cazadores de mamuts (38 page)

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Authors: Jean M. Auel

–¿Todavía hay alguien que se opone a que Ayla se convierta en Mamutoi y en miembro del Campamento del León? –preguntó.

–¿Nos enseñará a hacer este acto de magia? –replicó Frebec.

–No sólo nos lo enseñará, sino que ha prometido dar una de sus piedras de fuego a cada hogar de este Campamento –fue la respuesta.

–En ese caso, no tengo nada que objetar –dijo Frebec.

Ayla y Jondalar revolvieron sus zurrones hasta juntar todos los nódulos de pirita de hierro que tenían; luego seleccionaron seis de los mejores. La noche anterior había vuelto a encender todos los hogares, mostrándoles el procedimiento, pero estaba cansada y era demasiado tarde para buscar las piedras antes de acostarse.

Las seis piedras de color amarillo grisáceo, con un brillo metálico, componían un montoncito insignificante sobre la plataforma-cama. Sin embargo, representaban la diferencia entre la aceptación y el rechazo de Ayla. Nadie hubiera dicho que en el corazón de aquellos pedruscos se ocultaba tanta magia.

Ayla los recogió y los sostuvo entre las manos, mirando a Jondalar.

–Si todos me querían, ¿por qué dejaban que una sola persona se opusiera a mi adopción? –preguntó.

–No lo sé con certeza –respondió él–. Pero en un grupo como éste, cada uno debe vivir con todos los demás. Si una persona no agrada a otra, pueden provocarse sentimientos muy perjudiciales, sobre todo cuando el mal tiempo mantiene a todo el mundo dentro durante muchos días. La gente termina tomando partido, las discusiones llevan a peleas y alguien puede resultar herido... o peor que eso. De ahí nace la furia y el deseo de venganza. A veces, el único modo de evitar una tragedia mayor es deshacer el grupo... o pagar un alto precio y expulsar a quien provoca el conflicto.

Su frente se arrugó de dolor. Cerró los ojos por un momento, mientras Ayla se preguntaba a qué podía deberse aquel sufrimiento.

–Pero Frebec y Crozie discuten sin cesar y eso no gusta a nadie –observó ella.

–Los demás miembros del Campamento sabían a qué atenerse o al menos tenían alguna idea de esas discusiones antes de aceptarlos. Todo el mundo tuvo la oportunidad de negarse, de modo que a nadie se puede culpar. Una vez que se toma una decisón, se tiende a pensar que es responsabilidad de uno conseguir que aquello funcione, sobre todo si se tiene en cuenta que aquello sucede sólo durante el invierno. En verano es más fácil hacer cambios.

Ayla asintió. No estaba segura de que Jondalar se alegrara de verla convertida en Mamutoi, pero lo de mostrar las propiedades de las piedras de fuego había sido idea suya. Ambos se dirigieron al Hogar del León para entregar las piedras. Allí estaban Talut y Tulie, sumidos en una profunda conversación. Nezzie y Mamut participaban de vez en cuando, pero parecían más inclinados a escuchar.

–Aquí están las piedras del fuego que prometí –dijo Ayla, cuando levantaron la cabeza–. Podéis repartirlas hoy.

–Oh, no –dijo Tulie–, hoy no. Las reservamos para la ceremonia. De eso estábamos hablando. Formarán parte de los regalos. Tenemos que darles un valor, para poder calcular que más será necesario dar. Deben tener un valor muy alto, no sólo por sí mismas y para el trueque, sino por el rango que te darán.

–¿Qué regalos? –preguntó Ayla.

–Es la costumbre, al adoptar a alguien –explicó Mamut–, que se intercambien regalos. La persona adoptada recibe regalos de todos y, en nombre del hogar que la adopta, se distribuyen regalos a los otros hogares del Campamento. Pueden ser cosas pequeñas, sólo un recuerdo, u objetos muy valiosos. Depende de las circunstancias.

–Creo que las piedras de fuego son muy valiosas; serían regalo suficiente para cada hogar –dijo Talut.

–Estaría de acuerdo –manifestó su hermana– si Ayla ya fuera Mamutoi, con un valor establecido. Pero en este caso estamos tratando de fijar su Precio Nupcial. Todo el Campamento se beneficiará si podemos justificar un valor alto para ella. Como Jondalar ha declinado la adopción, al menos por ahora... –la sonrisa de Tulie, destinada a demostrar que no sentía animosidad alguna contra él, resultaba casi coqueta, pero sin dobles intenciones; simplemente expresaba su seguridad de ser atractiva y deseable–. Por mi parte, será un placer contribuir con algunos regalos.

–¿Qué clase de regalos? –preguntó Ayla.

–Oh..., pueden ser muchas cosas –explicó Tulie–. Las pieles son bonitas y también la ropa: túnicas, calzones, calzado. O el cuero para hacerlos. Deegie tiñe el cuero de una manera muy bella. También regalamos ámbar y conchas, o cuentas de marfil, para hacer collares y decorar ropas. Los dientes largos de lobo y de otros carnívoros son muy valiosos, así como las estatuillas de marfil. El pedernal, la sal... También se puede regalar comida, sobre todo para almacenar. Y cualquier cosa bien fabricada: cestos, esterillas, cinturones, cuchillos. Creo que es importante regalar lo más posible; de ese modo, cuando todos muestren tus regalos en la Reunión, parecerá que gozas de abundancia y eso dará idea de tu rango. No importa que la mayoría los hayan regalado Talut y Nezzie por ti.

–Tú, Talut y Nezzie no tenéis que regalar por mí. Tengo cosas para regalar –dijo Ayla.

–Sí, por supuesto, tienes las piedras del fuego, que son lo más valioso. Pero no parecen muy impresionantes. Más adelante la gente comprenderá su valor, pero la primera impresión es lo importante.

–Tulie tiene razón –dijo Nezzie–. Casi todas las jóvenes pasan años haciendo y acumulando regalos para repartir en su Unión o si las adoptan.

–¿Los Mamutoi adoptan a mucha gente? –preguntó Jondalar.

–A los extranjeros no –dijo Nezzie–, pero sí a otros Mamutoi. Todo Campamento necesita a dos hermanos, varón y mujer, para que sean el Hombre Que Manda y la Mujer Que Manda, pero no todos los hombres tienen la suerte de contar con una hermana como Tulie. Si le sucede algo al uno o al otro, o si un joven o una joven quieren iniciar un nuevo Campamento, es posible adoptar una hermana o un hermano. Pero no te preocupes. Tengo muchas cosas para que regales, Ayla, y hasta Latie ha ofrecido algunas cosas suyas.

–Pero yo tengo cosas para regalar, Nezzie. Tengo cosas en cueva del valle –dijo Ayla–. Pasé años haciendo muchas cosas.

–No es necesario que vuelvas allá. –Para sus adentros, Tulie pensaba que esos objetos, dada su crianza entre los cabezas chatas, serían muy primitivos. ¿Cómo decir a la joven, sin ofenderla, que sus regalos bien podían no ser los adecuados?

–Quiero volver –insistió Ayla–. Otras cosas necesito. Plantas para curar. Comida almacenada. Y comida para caballos –se volvió hacia Jondalar–. Quiero regresar.

–Supongo que podríamos, si nos apresuramos y no nos detenemos durante el trayecto..., siempre que el tiempo aclare.

–Por lo general, después de un primer frío como éste, tenemos buen tiempo –dijo Talut–. Pero es impredecible. Puede cambiar en cualquier momento.

–Bueno, si contamos con algunos días buenos podremos correr el riesgo y volver al valle –manifestó Jondalar, y fue recompensado con una bella sonrisa de Ayla.

También él quería buscar algunas cosas. Esas piedras de fuego habían causado una verdadera impresión, y la ribera rocosa del valle, en un recodo del río, estaba sembrada de ellas. Algún día esperaba retornar a los suyos, para compartir con ellos cuanto había aprendido y descubierto: las piedras de fuego, el lanzavenablos y, para Dalanar, la técnica de Wymez para calentar el pedernal. Algún día...

–Volved pronto –saludó Nezzie, levantando la mano con la palma hacia ella para despedirles.

Ayla y Jondalar respondieron al saludo. Montados sobre Whinney, con Corredor detrás, atado de una soga, dominaban a las gentes del Clan del León que se habían reunido para despedirles. Por mucho que la excitara la idea de volver al valle que la había albergado durante tres años, Ayla experimentó una punzada de pena al abandonar a aquellas personas que ya eran como su familia.

Rydag y Rugie, uno a cada lado de Nezzie, se apretaban contra ella mientras agitaban la mano. Ayla no pudo dejar de advertir el poco parecido que existía entre ambos. La una era una pequeña reproducción de Nezzie; el otro, mitad Clan. Sin embargo, se habían criado como hermanos. De repente, Ayla recordó que Oga había amamantado a Durc junto con Grev, su propio hijo. Grev era plenamente Clan; Durc lo era sólo a medias, pero la diferencia entre ambos era igualmente notable.

Hizo avanzar a Whinney mediante una presión de las piernas, con un imperceptible cambio de posición. Estas señales se habían convertido en ella en una segunda naturaleza; apenas se daba cuenta de que así dirigía al animal. Giraron y comenzaron a subir la pendiente.

El viaje de regreso no fue tan pausado como el de venida. Avanzaban a un buen ritmo constante, sin desviarse para explorar ni para cazar. Tampoco se detenían demasiado temprano para descansar o para disfrutar de los Placeres. Como cuando dejaron el valle tenían pensado regresar, habían tomado nota de ciertos detalles geográficos: salientes rocosos, elevaciones y valles o cursos de agua, pero el cambio de estación había alterado el paisaje.

La vegetación había cambiado en parte de aspecto. Los valles protegidos en donde se habían detenido a la ida habían experimentado un cambio estacional que producía una desagradable impresión de extrañeza. Los abedules y los sauces árticos habían perdido su follaje; sus ramas desnudas, agitadas por el viento, parecían miembros sin vida. En su lugar destacaban las coníferas –epiceas, alerces, abetos– corpulentas y desafiantes con toda la vitalidad de sus verdes agujas. Hasta los mismos arbustos resinosos de las estepas, aislados, maltratados por el viento, parecían comparativamente más consistentes. Pero más confusión provocaban los cambios ocasionados en la superficie terrestre por el permafrost.

Permafrost, tierra permanentemente congelada, es cualquier parte de la corteza terrestre que permanezca helada durante todo el año desde la superficie hasta los profundos lechos rocosos. Hace mucho tiempo, en aquellas regiones tan al sur del polo, este fenómeno fue provocado por láminas de hielo que abarcaban continentes enteros, de dos o tres kilómetros de espesor. Se requiere una compleja interacción del clima, de la superficie y de las condiciones subterráneas para provocar y mantener el congelamiento del suelo. El sol tiene su efecto, así como el agua, la vegetación, la densidad de la tierra, el viento y la nieve.

Las temperaturas, tan sólo algunos grados más bajas que las que, posteriormente, traerían un clima más templado, bastaban para que la masa de los glaciares invadiera las tierras y favoreciera la formación del permafrost en latitudes más hacia el sur. Los inviernos eran largos y fríos; las tormentas ocasionales provocaban fuertes nevadas y ventiscas, pero, durante toda la estación, la cantidad de nieve era relativamente poco abundante, con muchos días claros. Los veranos eran cortos, con algunos días tan calurosos que desmentían la proximidad de las enormes masas gélidas, pero generalmente eran frescos, nublados y con poca lluvia.

Aunque algunas partes del suelo estaban siempre congeladas, el permafrost no era un estado permanente y sin cambios, sino tan inconstante como las estaciones. En lo más intenso del invierno, cuando el suelo estaba helado en profundidad, la tierra parecía pasiva, dura e impenetrable, pero aquella apariencia resultaba engañosa. Al cambiar la estación, la superficie se ablandaba; esa capa blanda era de pocos centímetros allí donde una vegetación muy abundante, un suelo muy denso o sombra muy escasa resistían el suave calor del verano, pero de algunos metros en las pendientes soleadas, con un buen drenaje y poca vegetación.

Sin embargo, esa capa dúctil era una ilusión. Por debajo de la superficie seguía reinando la garra de acero del invierno. El hielo impenetrable se movía; con el deshielo y la fuerza de la gravedad, los suelos saturados y su carga de rocas y árboles se deslizaban sobre el estrato de tierra congelada, lubricada por el agua. Así se producían deslizamientos y socavones a medida que se calentaba la superficie. Donde el deshielo no hallaba salida se originaban pantanos y lagunas.

Cuando el ciclo volvía a iniciarse, la capa activa volvía a endurecerse, pero su semblante gélido ocultaba un corazón inquieto. Las contracciones y las extremadas presiones provocaban alzamientos, sacudidas y quebraduras. La tierra endurecida se resquebrajaba, se agrietaba, se empapaba de hielo, del que después se liberaba escupiéndolo en grandes bloques. Estas presiones llenaban de barro los agujeros, lo que provocaba que aflorara lodo formando ampollas y vejigas. Al expandirse el agua congelada se originaban en las tierras pantanosas montículos de hielo fangoso (pingos) que llegaban a alcanzar los sesenta metros de altura y diámetros mucho mayores.

Al desandar el trayecto, Ayla y Jondalar descubrieron que el relieve del paisaje había cambiado, tornando confusos sus puntos de referencia. Ciertos arroyuelos que ellos creían recordar habían desaparecido al congelarse la fuente. Había colinas de hielo donde antes no existían y grupos de árboles en las talik, isletas de capas no congeladas, rodeadas de permafrost, dando una impresión engañosa de un valle pequeño donde ellos no recordaban ninguno.

Jondalar no estaba familiarizado con el terreno; más de una vez tenía que fiarse de la buena memoria de Ayla. La muchacha, en caso de duda, seguía el instinto de Whinney. La yegua la había llevado de regreso más de una vez y parecía saber hacia dónde iba. A veces montados los dos, otras veces turnándose o descabalgando para dar descanso al animal, siguieron adelante hasta que se vieron obligados a detenerse para pasar la noche. Armaron un sencillo campamento, con una pequeña fogata, la tienda de cuero y las pieles de dormir. Prepararon una papilla caliente con cereales silvestres triturados y Ayla hizo una buena infusión caliente.

Por la mañana bebieron otra infusión para calentarse, mientras preparaban las cosas. En el camino se alimentaron de pequeñas tortas hechas de carne seca y molida, y pequeñas frutas disecadas, mezcladas con grasa. Con excepción de una liebre, que Ayla derribó con su honda, no cazaron, pero complementaron la comida de viaje que Nezzie les había dado con los aceitosos y nutritivos piñones recogidos en el trayecto, tras arrojarlos al fuego para que reventaran.

Según el terreno iba cambiando, tornándose más rocoso y escarpado, con barrancos y profundos cañones, Ayla experimentaba un entusiasmo creciente. El territorio tenía un aire familiar, como el paisaje abierto al sur y al oeste de su valle. Por fin vio una escarpada que mostraba un diseño especial de diferentes colores en sus estratos; el corazón le dio un brinco.

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