Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
Refinó sus caricias y advirtió cómo la respiración de Ayla estallaba en gritos, en gemidos, y cómo se arqueaba todo su cuerpo. «¡Oh! Cómo la deseo... pero todavía no...»
Sus labios dejaron en libertad el pezón turgente, buscaron la boca, la besaron firmemente, la exploraron. Se paró un instante para dominarse un poco y se quedó mirando su cara hasta que abrió los ojos.
A plena luz, los ojos de Ayla eran de un gris azulado, como el sílex de buena calidad pero ahora, eran oscuros, tan inundados de amor y de deseo que sintió cómo el corazón se le encogía dolorosamente. Puso el dorso de su dedo índice sobre la mejilla de ella y, siguiendo la línea de su mandíbula, llegó hasta los labios.
No se cansaba de mirarla, de tocarla, como si quisiera grabar en su memoria todos sus rasgos. También ella levantó los ojos hacia los de Jondalar, de un azul tan brillante que se volvían de color violeta a la luz de las llamas, como si quisiera anegarse en ellos. Aun cuando lo quisiera, no podría negarse a él... y no lo quería.
La besó antes de dejar que su lengua corriera a lo largo de su garganta y hasta el surco que se abría entre sus senos. Aprisionó sus redondeces con las dos manos. Ayla gemía dulcemente; sus hombros y sus brazos estaban petrificándose. Cuando los labios avanzaron audazmente hacia abajo, hacia lo más secreto de su ser, se tendió hacia él, gritó su deseo.
Las urgencias se acentuaban en él, pero, haciendo un esfuerzo supremo, se dominó una vez más y puso a contribución todo su arte de amar para besarla más íntimamente aún. Ella gritó su nombre y, finalmente, hecho todo él un temblor, la penetró. Se entregó a él con todo el ardor que él ponía en poseerla y ambos alcanzaron al mismo tiempo el paroxismo de su placer.
Estaban demasiado agotados para moverse. Jondalar seguía echado sobre Ayla; a ella siempre le gustaba, en momentos así, sentir el peso de su cuerpo sobre el suyo. Respiraba en él su propio olor, que siempre le recordaba el ardor con el que había sido poseída y la causa de su deliciosa languidez. Seguía dominada aún por el arrebato de los Placeres. Jamás había imaginado que su cuerpo pudiera experimentar semejantes deleites. No había conocido más que una posesión degradante nacida del odio y del desprecio. Hasta la llegada de Jondalar ignoraba que pudiera existir otra cosa.
Finalmente se retiró, la besó en un seno y después en el ombligo y se levantó. Ella hizo lo mismo y puso más piedras a calentar en el fuego.
–¿Quieres llenar este cesto de agua, Jondalar? Creo que el odre grande está lleno –dijo, mientras se acercaba al rincón más alejado de la cueva, el que utilizaba cuando hacía demasiado frío para hacer sus necesidades afuera.
Al regresar retiró las piedras del fuego, tal como había aprendido de los Mamutoi, y las dejó caer en el agua del cesto impermeable. La roca siseó, desprendiendo vapor al contacto con el agua. Retiró las piedras para volverlas a colocar en el fuego, reemplazándolas por otras calientes.
Cuando el agua estuvo hirviendo, puso cierta cantidad en una vasija de madera, a la que agregó varias flores secas de saponaria, parecidas a las lilas. Un perfume penetrante inundó el aire; al sumergir un trozo de cuero, la solución de la planta saponífera hizo una leve espuma, que desaparecía sin necesidad de enjuague, dejando un aroma agradable. Él la observó mientras se lavaba la cara y el cuerpo, bebiendo la belleza de sus movimientos, lo que despertó en él el deseo de volver a empezar.
Dio a Jondalar un trozo de piel de conejo y le acercó la vasija. Era una costumbre que ella había inaugurado después de la llegada de Jondalar y que éste había adoptado. Mientras Jondalar se lavaba, Ayla inspeccionó nuevamente sus hierbas, feliz de tener a su disposición toda su provisión. Para preparar la infusión eligió distintas combinaciones para cada uno. Para sí misma comenzó con las raíces habituales para evitar el embarazo, aunque se preguntó por un momento si no debía dejar de tomarlas, para ver si se iniciaba un bebé en su interior. A pesar de las explicaciones de Jondalar, seguía convencida de que era el hombre y no su espíritu el que iniciaba la vida. Cualquiera que fuera la causa, la magia de Iza parecía dar resultado; la maldición femenina (o su lunación, como decía Jondalar) seguía presentándose regularmente. Sería bueno tener un bebé fruto de los Placeres compartidos con Jondalar, pero tal vez era mejor esperar. Si él decidía convertirse también en Mamutoi, entonces, tal vez...
Iba a agregar a su poción una hierba para fortalecer el corazón y el aliento, buena también para la leche materna, pero se decidió por la salvia, que mantenía equilibrados los ciclos femeninos. Para la salud general y para dar más gusto, agregó trébol y brotes de rosal. En la infusión de Jondalar puso ginseng, para el equilibrio masculino, la energía y la resistencia, y añadió un tonificante y depurativo, y raíces de regaliz, pues le había visto fruncir el ceño, señal de preocupación y tensiones; para calmar los nervios agregó también una pizca de manzanilla.
Después de reacomodar las pieles, dio a Jondalar una taza de madera que ella había confeccionado y que a él le gustaba mucho. Algo ateridos, volvieron a la cama, terminaron la infusión y se acurrucaron juntos.
–Hueles bien, como las flores –dijo él, mordisqueándole el lóbulo de la oreja.
–Tú también.
Él la besó con suavidad; luego más prolongadamente.
–La infusión estaba sabrosa. ¿Qué tenía? –preguntó, besándole el cuello.
–Sólo manzanilla y algunas cosas para que te sientas bien, fuerte y resistente. No sé los nombres de todas esas plantas.
Jondalar la besó con más ansias y ella respondió del mismo modo. Él se incorporó sobre un hombro y se quedó mirándola.
–¿Tienes una idea, Ayla, de lo asombrosa que eres? –ella sonrió sacudiendo la cabeza–. Cada vez que te deseo estás dispuesta. Nunca me rechazaste, aunque cuanto más te poseo, más te deseo.
–¿Y eso te asombra? ¿Que te desee tanto como tú a mí? Conoces mi cuerpo mejor que yo misma, Jondalar. Me has hecho sentir Placeres cuya existencia ignoraba. ¿Cómo no iba a entregarme a ti siempre que lo desees?
–Pero casi todas las mujeres pasan por momentos en que no están de humor o no les resulta apetecible hacer el amor. Cuando está escarchando en las estepas o en la húmeda ribera de un río, si la cama está a pocos pasos. Pero tú nunca me dices «no». Nunca me dices «espera».
Ella cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, tenía el ceño levemente fruncido.
–Así me criaron, Jondalar. Una mujer del Clan jamás dice que no. Cuando un hombre le hace la señal, esté donde esté, deja cuanto tenga entre manos para satisfacer sus necesidades. No importa qué hombre sea, aunque le resulte odioso, como lo era Broud para mí. Tú sólo me das alegría, Jondalar, nada más que placer. Me encanta que me desees, en cualquier momento, en cualquier lugar. Si me quieres poseer, no habrá momento en que no esté disponible para ti. Te deseo siempre. Te amo.
Él la estrechó bruscamente, con tanta fuerza que apenas podía respirar.
–¡Ayla, Ayla! –exclamó, en un susurro ronco, con la cabeza escondida en el cuello femenino–. Pensé que jamás me enamoraría. A mi alrededor todo el mundo encontraba una mujer para aparearse, para formar un hogar, una familia. Yo no hacía sino envejecer. Hasta Thonalan encontró a una mujer durante el Viaje. Por eso nos quedamos con los Sharamudoi. Yo conocí a muchas mujeres, muchas me gustaron, pero siempre faltaba algo. Pensé que era culpa mía, que la Madre no me permitía enamorarme. Creí que ése era mi castigo.
–¿Tu castigo? ¿Por qué? –preguntó Ayla.
–Por..., por algo que pasó hace mucho tiempo.
Ella no insistió. Eso también formaba parte de su crianza. Entre las personas que hablaban con gestos y expresiones, no resultaba posible mentir. Todo se interpretaba con demasiada facilidad, pues el lenguaje del cuerpo lo denunciaba. Pero siempre era posible no mencionar aquello que uno deseaba ocultar. Aunque hasta eso se adivinaba, habitualmente estaba permitido, para bien de la intimidad y como muestra de cortesía.
Una voz le llamaba: la voz de su madre, desde la lejanía, titubeante a través de un viento caprichoso. Jondalar se hallaba en su hogar, pero su hogar le parecía extraño: familiar y desconocido a un tiempo. Alargó la mano hacia el lado. ¡El lugar estaba vacío! Lleno de pánico, se incorporó de un brinco, totalmente despierto.
Al mirar en derredor reconoció la cueva de Ayla. El rompevientos de la entrada estaba suelto por un extremo y se agitaba a impulsos de las ráfagas heladas, pero el sol penetraba a raudales por la entrada y el agujero superior. Se puso rápidamente los calzones y la túnica. Un momento después descubría que, junto al fuego, humeaba una taza de caldo; a un lado encontró una ramita recién cortada, desprovista de su corteza.
Sonrió. «¿Cómo se las arregla?», se preguntó. «¿Cómo hace Ayla para tener la infusión caliente esperándome al despertar?» Cuando menos allí, en su cueva, no fallaba nunca. En el Campamento del León, donde siempre sucedía algo, las comidas se compartían. Él tomaba una infusión matinal en el Hogar del León o bien en el primer hogar, en donde se cocinaba, al menos con tanta frecuencia como en el Hogar del Mamut, y generalmente le acompañaba alguien. En estas ocasiones no podría decir si Ayla tenía o no lista la infusión cuando él despertaba, pero, al pensarlo mejor, descubrió que sí. No era costumbre de la muchacha hacer de ello algo especial. La taza estaba allí, como tantas otras cosas que preparaba para él, sin que fuera necesario pedírselas.
Jondalar cogió la taza y tomó un sorbo. Tenía menta; ella sabía que le gustaba la menta por las mañanas; también un poco de manzanilla y algo más que no identificó. La bebida tenía un tinte rojizo; ¿brotes de rosa, tal vez?
«Qué fácil es volver a las viejas costumbres», pensó. Se había convertido en un juego eso de adivinar lo que Ayla ponía en la infusión de la mañana. Tomó la ramita y mascó el extremo antes de salir, para emplearlo como cepillo para limpiarse los dientes. Se enjuagó la boca con un sorbo de infusión y lo escupió desde el borde hacia el saliente, donde se detuvo para orinar, pensativo, observando el arco líquido humeante.
El viento no era fuerte; el sol de la mañana, reflejado en las rocas claras, daba una impresión de calor. Avanzó por el suelo desigual hasta el límite de la balconada y dirigió su mirada hacia el riachuelo que corría allá abajo. Los bordes se estaban congelando, pero la corriente era aún veloz en el meandro que la desviaba, a cierta distancia, de su curso normal hacia el sur para llevarla hacia el este antes de dejarla que recuperara su orientación primitiva. A la izquierda, el apacible valle se extendía a lo largo del río. Whinney y Corredor pastaban a poca distancia. Hacia la derecha, en cambio, el paisaje era muy diferente. Más allá del montón de huesos, al pie de la muralla y tras la playa rocosa, las altas paredes de piedra se estrechaban sobre el río, formando una profunda garganta. Recordó que una vez había nadado contra la corriente, hasta el pie de una tumultuosa cascada.
Ayla apareció de repente por la empinada cuesta.
–¿Adónde has ido? –preguntó él, sonriendo.
Dio algunos pasos más y su pregunta halló respuesta sin necesidad de palabras. Ayla llevaba dos perdices de las nieves, gordas y casi blancas, colgando de las patas emplumadas.
–Estaba ahí, donde estás tú, y las vi en la pradera –dijo, mostrándoselas–; se me ocurrió que sería agradable comer carne fresca, para variar. Tengo el fuego encendido en el hoyo de cocinar, allá en la playa. Voy a desplumarlas y en cuanto terminemos de desayunar, las cocinaré. Ah, he encontrado otra piedra de fuego. Aquí la tienes.
–¿Hay muchas en la playa? –preguntó él.
–No tantas como antes, quizá. A ésta tuve que buscarla.
–Más tarde bajaré a ver si encuentro algunas más.
Ayla entró para terminar de preparar el desayuno, que consistía en cereales cocinados con una variedad de arándanos que ella había encontrado en los arbustos ya sin follaje. Los pájaros no habían dejado muchos; tuvo que emplearse a fondo para reunir unos puñados, pero estaba complacida con su hallazgo.
–¡Era eso! –exclamó Jondalar, acabando otra taza de infusión–. ¡Pusiste arándanos en la infusión! Menta, manzanilla y arándanos.
Ella asintió con una sonrisa y el joven quedó muy satisfecho por haber resuelto el pequeño enigma.
Tras el desayuno, ambos bajaron a la playa. Mientras Ayla preparaba las aves para asarlas en el horno de piedra, Jondalar inició la búsqueda de los pequeños nódulos de pirita ferrosa. Aún estaba buscando cuando Ayla volvió a la cueva. También halló unos trozos de pedernal, de buen tamaño, que puso a un lado. Al promediar la mañana ya había acumulado un pequeño montón de piedras de fuego, pero ya estaba aburrido de rebuscar por aquel lecho rocoso. Entonces rodeó el saliente de la muralla. Al ver a la yegua con su potrillo a cierta distancia, echó a andar en aquella dirección.
Al acercarse notó que ambos miraban hacia la estepa. En la cima de la cuesta había varios caballos que les observaban. Corredor dio algunos pasos hacia la manada salvaje, con el cuello arqueado y el hocico tembloroso. Jondalar reaccionó sin pensar.
–¡Fuera! ¡Fuera de aquí! –gritó, corriendo hacia los caballos salvajes con los brazos en alto.
Los caballos, asustados, dieron un salto atrás y emprendieron la huida, entre relinchos y resoplidos. El último, un semental de color pajizo, se lanzó a la carga en dirección al hombre, pero después de alzarse de manos, como a manera de advertencia, partió al galope tras los otros.
Jondalar volvió hacia Whinney y Corredor. Ambos estaban nerviosos. También ellos se habían sobresaltado, percibiendo el pánico de la manada. El joven dio unas palmaditas a Whinney y rodeó con un brazo el cuello de Corredor.
–No es nada, pequeño –dijo–. No quería asustarte, pero tampoco quise que ellos te llevaran antes de que nos hiciéramos buenos amigos –rascó con afecto la cabeza del animal–. Imagínate lo que ha de ser montar un semental como ése, el amarillo. Seguramente sería rebelde, pero tampoco se dejaría rascar así, ¿verdad? ¿Qué debo hacer para que me dejes subir sobre tu lomo y vayas adonde yo quiera? ¿Por dónde comenzar? ¿Convendría intentarlo ahora o esperar algún tiempo más? Todavía no estás del todo desarrollado, pero no te falta mucho. Será mejor que se lo pregunte a Ayla. Ella ha de saberlo. Whinney parece entenderse siempre con ella. Me gustaría saber si tú y yo llegaremos a entendernos, Corredor.