Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
El heno, con el que Ayla había formado un fardo redondo, iba atado a la yegua. Examinó a ambos caballos con aire crítico, sus patas, su postura y sus movimientos, para asegurarse de que no estuvieran sobrecargados. Después de echar una última mirada al empinado sendero, iniciaron el descenso del largo valle. Whinney seguía a Ayla; Jondalar llevaba a Corredor de una soga. Cruzaron el pequeño río cerca de las piedras salientes. Ayla estuvo a punto de retirar parte de la carga que llevaba Whinney para facilitarle el ascenso de la cuesta pedregosa, pero la fuerte yegua lo efectuó sin mayores dificultades.
Una vez en las estepas del oeste, Ayla tomó un camino diferente del que habían seguido a la ida. Se equivocó en un giro y tuvieron que retroceder, hasta que descubrió el camino que estaba buscando. Por fin llegaron a un cañón sin salida, sembrado de enormes cantos rodados, que habían sido desgajados de las paredes graníticas por el corte afilado de la escarcha, el calor y el tiempo. Observando a Whinney por si diera señales de nerviosismo (el cañón había sido, en otros tiempos, morada de leones cavernarios), se adentraron hacia la pendiente cubierta de grava suelta que lo cerraba.
Cuando Ayla encontró a los dos hermanos, Thonolan ya había muerto y Jondalar estaba gravemente herido. Exceptuando una súplica al Espíritu de su León Cavernario, para que guiara al difunto al otro mundo, no había tenido tiempo de llevar a cabo los ritos de inhumación, pero no podía dejar el cadáver expuesto a los animales de presa. Después de arrastrarlo hasta un extremo, utilizó su pesada lanza para mover una roca que sostenía una acumulación de piedras sueltas. Mientras el pequeño alud sepultaba al modo del Clan el cuerpo ensangrentado y sin vida de aquel hombre al que no conocía y jamás podría conocer, sintió pena por él: era un hombre como ella, un hombre de los Otros...
Jondalar se detuvo al pie del montículo, buscando el modo de localizar la sepultura de su hermano. Tal vez Doni ya había encontrado a Thonolan, puesto que le había llamado a sí tan prematuramente. Pero él sabía que la Zelandoni trataría de hallar el sitio donde descansaba el espíritu de Thonolan para guiarlo, si era posible. ¿Cómo decirle dónde estaba este sitio si ni siquiera habría podido encontrarlo por sí mismo?
–Jondalar... –musitó Ayla. Jondalar notó que tenía un saquito de cuero en la mano–. Me has dicho que el espíritu de Thonolan debería retornar a Doni. No conozco el modo de actuar de la Gran Madre Tierra, sólo sé de los espíritus totémicos del Clan. Pedí a mi León Cavernario que le guiara hasta su mundo. Tal vez sea el mismo lugar, o tal vez tu Gran Madre conoce ese sitio, pero el León Cavernario es un tótem poderoso; tu hermano no carece de protección.
–Gracias, Ayla. Sé que hiciste lo que estaba en tu mano.
–Tal vez tú no comprendes, así como yo no comprendo a Doni, pero el León Cavernario también es tu tótem ahora. Él te eligió, así como me eligió a mí, y te marcó igual que a mí.
–No es la primera vez que me lo dices, pero no estoy seguro de comprender lo que eso significa.
–Tuvo que elegirte, puesto que te condujo hasta mí. Sólo un hombre con un tótem de León Cavernario es lo bastante fuerte para una mujer con un tótem de León Cavernario. Pero hay algo más que debes saber. Creb siempre me dijo que no era fácil vivir con un tótem poderoso. Su Espíritu te pone a prueba para saber si eres digno. Es muy duro, pero ganas más de lo que piensas –le tendió el saquito–. He hecho un amuleto para ti. No es necesario que lo lleves colgado al cuello, como yo, pero deberías llevarlo contigo. He puesto en él un trozo de ocre rojo, para que tenga un pedazo de tu espíritu y un pedazo de tu tótem, pero creo que tu amuleto debería contener algo más.
Jondalar frunció el ceño. No quería ofenderla, pero no estaba seguro de querer llevar aquel amuleto de un tótem del Clan.
–Creo que deberías coger un guijarro de la tumba de tu hermano. Un poco de su espíritu permanecerá en él y podrás llevarlo a tu pueblo.
Surcos de consternación se dibujaron sobre la frente del joven, pero se desvanecieron súbitamente. ¡Por supuesto! Eso podía ayudar a la Zelandoni en la búsqueda de este sitio, en estado de trance. Tal vez los tótems del Clan tenían más importancia de lo que él había pensado. Después de todo, ¿acaso Doni no había creado los espíritus totémicos de todos los animales?
–¿Cómo sabes exactamente lo que debes hacer, Ayla? ¿Cómo pudiste aprender tanto allí donde te criaste? Sí, guardaré tu amuleto y pondré en él un guijarro de esta tumba.
Contempló la grava, hecha de pequeñas piedras sueltas, y de aristas cortantes, que se acumulaba al pie de la muralla en su equilibrio inestable. Había sido formada por las mismas fuerzas que habían desprendido losas y bloques de la pared vertical del cañón. De pronto, una piedra cedió a la cósmica fuerza de la gravedad y rodó por aquel pedregal hasta los pies de Jondalar. Él la recogió.
A primera vista parecía ser igual que todos los demás inocuos fragmentos de granito quebrado y de rocas sedimentarias. Sin embargo, al darle la vuelta, se llevó la sorpresa de ver una opalescencia brillante allí donde se había quebrado la piedra. Desde el centro de la lechosa piedra blanca fulgían luces de un rojo vivo; vetas reverberantes de azules y verdes danzaron y centellearon al sol, según él la moviera hacia uno u otro lado.
–Mira esto, Ayla –dijo, mostrándole el fragmento de ópalo–. Viéndolo por el dorso, no la distinguirías de una piedra común, pero mira aquí, donde se rompió. Los colores parecen provenir de muy adentro, y son muy luminosos. Parece viva.
–Tal vez lo está. O tal vez sea un trozo del espíritu de tu hermano –fue la respuesta.
Un remolino de aire frío se enroscó bajo el borde de la tienda; un brazo desnudo desapareció rápidamente bajo las pieles. El viento silbaba por la solapa que cerraba la abertura. Una arruga de preocupación surcó una frente dormida. Otra ráfaga agitó la solapa, haciéndola restallar, y abrió paso al viento ululante. Ayla y Jondalar despertaron sobresaltados. El joven ató el extremo suelto, pero el viento, que había aumentado sin cesar durante la noche, les perturbó el sueño con sus jadeos y gruñidos, aullando en torno del pequeño refugio de cuero.
Por la mañana tuvieron que forcejear contra las ráfagas para plegar la tienda. Recogieron sus avíos a toda prisa, sin molestarse en encender fuego. Se limitaron a beber agua fría de un arroyo helado y comieron alimentos secos. El viento cesó al promediar la mañana, pero reinaba en la atmósfera cierta tensión, como si lo peor estuviera por venir.
Cuando se reinició el viento, alrededor del mediodía, Ayla detectó en el aire un olor nuevo, casi metálico, que era más ausencia de olores que sensación en sí. Olfateó el ambiente, girando la cabeza en todas direcciones para evaluar la situación.
–Este viento trae nieve –gritó, para hacerse oír en medio del rugido constante–. La estoy oliendo.
–¿Qué has dicho? –preguntó Jondalar.
Pero el viento se llevó las palabras. Ayla las comprendió más por los movimientos de los labios que por haberlas oído, y se detuvo hasta que su compañero la alcanzó.
–Estoy olfateando una nevada. Tenemos que hallar refugio antes de que llegue –dijo Ayla, escrutando la vasta llanura con ojos preocupados–. Pero ¿dónde podemos protegernos por aquí?
Jondalar, igualmente ansioso, estudió la estepa desnuda. Entonces recordó el arroyo casi congelado junto al cual habían acampado la noche anterior. No lo habían cruzado; por muchos meandros que tuviera, aún debía estar a la izquierda. Forzó la vista a través del polvo levantado por el viento, pero no se veía nada con claridad. Al azar, se volvió hacia la izquierda.
–Tratemos de hallar ese riachuelo –sugirió–. En la ribera habrá árboles o barrancos que ofrezcan alguna protección.
Ayla asintió y le siguió. Whinney tampoco pareció oponerse.
La sutil cualidad que la mujer había percibido en el aire e interpretado como olor a nieve no la había engañado. No pasó mucho tiempo cuando un polvo blancuzco se arremolinaba con diseños caprichosos, dando una forma más definida al viento. Pronto dio paso a copos más grandes, que dificultaron aún más la visión.
Pero cuando Jondalar creyó ver un contorno de formas vagas delante de ellos y se detuvo para tratar de identificarlas, Whinney apretó el paso; todos siguieron su ejemplo. Unos árboles bajos, inclinados, y algunos matorrales marcaban la orilla del arroyo. El hombre y la mujer podrían haberse agazapado bajo ellos, pero la yegua continuó marchando corriente abajo hasta llegar a un recodo, donde el agua había cavado un barranco de suelo endurecido. Whinney instó a su potrillo a tenderse junto al saliente, que rompía la fuerza del viento, y permaneció del lado exterior para protegerle.
Ayla y Jondalar se apresuraron a retirar las cargas de los animales y levantaron la pequeña tienda, casi entre las patas de la yegua. Después se arrastraron al interior para esperar el fin de la tormenta.
Aun al socaire del barranco, la tormenta amenazaba con arrebatar aquel precario refugio. El rugiente vendaval soplaba desde todos los lados al mismo tiempo, como decidido a penetrar de algún modo. Con frecuencia lo conseguía. Las ráfagas de viento se filtraban por debajo de los bordes, se colaban por los agujeros, en el punto donde el cortavientos se unía a la tienda y donde la solapa del orificio de los humos no ajustaba bien. A veces iban acompañadas de nieve. La pareja se metió bajo las pieles para conservar el calor. Conversaron. Incidentes de la niñez, relatos, leyendas, personas conocidas, costumbres, ideas, sueños, esperanzas: al parecer nunca se les acababan los temas de conversación. Al llegar la noche compartieron Placeres. Después se quedaron dormidos.
En algún momento, en medio de la oscuridad, el viento interrumpió sus ataques contra la tienda.
Ayla se despertó. Con los ojos abiertos, permaneció tendida, mirando la oscuridad y tratando de dominar su pánico creciente. No se sentía bien, le dolía la cabeza; aquel silencio sofocado parecía pesar en el aire viciado de la tienda. Algo andaba mal, sin que ella supiera qué. Percibió cierta familiaridad en la situación, una especie de recuerdo, como si la hubiera vivido anteriormente, pero no del todo. Era como un peligro que ella hubiera debido reconocer, pero ¿cuál? De pronto, sin poder soportarlo más, se incorporó y retiró las abrigadas pieles que cubrían al hombre tendido a su lado.
–¡Jondalar, Jondalar! –llamó, sacudiéndole.
No hacía falta. Él había despertado al incorporarse ella.
–¿Qué pasa, Ayla?
–No sé. ¡Algo anda mal!
–No veo que pase nada –observó él. Sin embargo, era obvio que algo tenía a Ayla muy preocupada. Por lo común, ella conservaba la calma y el dominio de sí, aun frente a un peligro inminente. No había animal de presa que provocara expresión tan aterrorizada en sus ojos–. ¿Por qué crees que pasa algo malo?
–He tenido un sueño. Estaba en un sitio oscuro, más oscuro que la noche, y me ahogaba, Jondalar. ¡No podía respirar!
El rostro del joven adquirió la expresión preocupada que le era familiar, en tanto estudiaba la tienda una vez más. No era habitual en Ayla manifestar tanto miedo; tal vez algo andaba mal. La tienda estaba oscura, pero no tanto; se filtraba una débil luz. Nada parecía estar fuera de lugar; el viento no había desgarrado nada ni soltado las cuerdas. Más aún, ni siquiera se le oía soplar. No había movimiento alguno. La quietud era total...
Echó las pieles a un lado y gateó hasta la entrada para desatar la solapa de la tienda, con lo que puso al descubierto una pared de nieve blanda, que se metió en el interior sólo para dejar a la vista otra pared igual detrás de la cavidad.
–¡Estamos sepultados, Jondalar! ¡Estamos sepultados en la nieve!
Los ojos de Ayla se agrandaron, llenos de terror; su voz se quebraba bajo la tensión por dominarse. Jondalar la estrechó contra sí.
–Está bien, Ayla. No pasa nada –murmuró, nada convencido de lo que estaba diciendo.
–¡Está muy oscuro! ¡No puedo respirar!
Su voz sonaba extraña, remota, como si viniera desde muy lejos. Había quedado paralizada entre sus brazos. Él la depositó sobre las pieles; notó que tenía los ojos cerrados, aunque seguía exclamando, con la misma voz misteriosa, distante, que estaba oscuro y que no podía respirar. El hombre, desconcertado, sintió un poco de miedo, por él y por ella. Estaba ocurriendo algo extraño, que nada tenía que ver con aquella manta de nieve; algo igualmente terrorífico.
Reparó en su mochila, que estaba cerca de la abertura, cubierta en parte por la nieve, y se quedó mirándola fijamente un segundo. De pronto se arrastró hasta ella. Después de retirar la nieve, buscó una lanza. Erguido sobre las rodillas, desató la cubierta que protegía el agujero para el humo, abierto cerca del centro, e introdujo por él el extremo romo de la lanza, empujando hacia arriba. Sobre las pieles de dormir cayó un bloque blanco, pero el pequeño reducto se inundó de sol y aire fresco.
El cambio de Ayla fue inmediato. Se relajó visiblemente y no tardó en abrir los ojos.
–¿Qué has hecho? –preguntó.
–He atravesado la nieve con una lanza, por el agujero para el humo. Tendremos que salir cavando, pero tal vez la capa no sea tan alta como parece –la miró con atención, preocupado–. ¿Qué te ha pasado, Ayla? Me tenías inquieto. Repetías que no podías respirar. Creía que te ibas a desmayar.
–No sé. Tal vez fue por falta de aire.
–Creo que no era para tanto. A mí no me costaba tanto respirar. Y parecías muy asustada. No recuerdo haberte visto nunca tan asustada.
Ayla se sentía incómoda por ese interrogatorio. Se sentía extraña y algo mareada; creyó haber tenido un sueño desagradable, pero no encontró explicación alguna.
–Cierta vez, cuando tuve que abandonar el clan de Brun, la nieve cubrió la abertura de la pequeña cueva en donde me había refugiado. Desperté en la oscuridad y el aire estaba viciado. Tal vez fue por eso.
–Quizá tuviste miedo de que volviera a ocurrir lo mismo –dijo Jondalar.
Pero, sin saber por qué, no llegaba a creerlo. Ayla tampoco.
El gigantesco pelirrojo aún estaba fuera, trabajando, aunque el crepúsculo se desvanecía rápidamente en oscuridad. Fue el primero en ver la extraña procesión que iniciaba el descenso de la cuesta. En primer término venía la mujer, avanzando pesadamente por la nieve profunda, seguida por una yegua, que traía la cabeza gacha por el agotamiento; llevaba una carga en el lomo y arrastraba otra carga sobre unos travesaños. El potrillo, que también transportaba sus bultos, iba guiado por una soga, tras el hombre que seguía a la yegua. Para él era más fácil la marcha, pues la nieve ya había sido apisonada por quienes iban delante, si bien Jondalar y Ayla se habían turnado, relevándose para darse mutuamente descanso.