Los cazadores de mamuts (47 page)

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Authors: Jean M. Auel

–Puedes sentarte entre Tulie y yo –dijo Nezzie, apartando su amplio cuerpo a un lado para hacerle sitio.

Tulie se apartó hacia el otro costado. Ella también era corpulenta, pero la mayor parte de su tamaño estaba compuesto de músculo puro, aunque sus formas plenas y femeninas no dejaban dudas con respecto a su sexo.

–Primero quiero quitarme un poco el barro –dijo Deegie–. Tal vez Ayla también. ¿La habéis visto resbalar por el techo?

–No. ¿Te hiciste daño, Ayla? –preguntó Fralie, algo preocupada. Se la veía incómoda a causa de su avanzado embarazo.

Deegie se echó a reír antes de que Ayla pudiera responder.

–Ranec la recibió en sus brazos. Y no parecía nada apenado por el suceso.

Hubo sonrisas y signos de complicidad. Deegie cogió un recipiente hecho con un cráneo de mamut para mezclar en él agua caliente y fría, a la que añadió una ramita de pino; de un montículo oscuro cogió un puñado de cierta sustancia blanda y entregó otro a Ayla.

–¿Qué es esto? –preguntó ésta, palpando la sedosa textura del material.

–Lana de mamut –dijo Deegie–. Es el pelo interior que les crece en invierno y que pierden a montones cada primavera, a través del pelo exterior, más largo. Queda atrapado en árboles y arbustos. Sumérgelo en agua y úsalo para quitarte el barro.

–Pelo barro también. Debo lavar.

–Nos bañaremos bien después de sudar un rato.

Entre nubes de vapor, Ayla tomó asiento entre Deegie y Nezzie. Deggie se reclinó hacia atrás, con los ojos cerrados, y soltó un suspiro de satisfacción. Ayla, en cambio, se preguntaba por qué se habían sentado todas a sudar y observaba a las demás. Latie, que estaba sentada al otro lado de Tulie, le sonrió. Ella respondió con otra sonrisa.

Hubo un movimiento a la entrada. Ayla, al sentir la brisa fresca, cobró conciencia de lo acalorada que estaba. Todas se volvieron para ver quién entraba. Bajaron Rugie y Tusie, seguidas por Tronie, que llevaba en brazos a Nuvie.

–Tuve que dar de mamar a Hartal –anunció Tronie–. Tornec se empeñó en llevarle al baño de sudor y yo no quería que metiera bulla.

¿No se permitía entrar allí a los hombres, se preguntaba Ayla, ni siquiera a los bebés?

–¿Todos los hombres están en el baño de sudor, Tronie? –preguntó Nezzie–. Tal vez debería llevar a Rydag.

–Ya lo hizo Danug. Creo que los hombres querían tener a todos los machos, esta vez, aun a los niños.

–Frebec llevó a Tasher y a Crisavec –precisó Tusie.

–Es hora de que empiece a tomarse más interés por esos niños –rezongó Crozie–. ¿No fue por eso por lo que te apareaste con él, Fralie?

–No, madre, no fue sólo por eso.

Ayla quedó sorprendida. Nunca había oído a Fralie declararse en desacuerdo con su madre, siquiera vagamente. Nadie pareció darse cuenta. Tal vez allí, entre mujeres, no le preocupaba tomar partido. Crozie estaba recostada hacia atrás, con los ojos cerrados; el parecido con su hija era sorprendente. En realidad, se le parecía demasiado. Exceptuando el vientre, hinchado por el embarazo, Fralie estaba tan delgada que parecía tener la edad de su madre. Tenía los tobillos hinchados, lo cual no era buena señal. Ayla lamentó no poder examinarla. Y de pronto comprendió que allí podría hacerlo.

–Fralie, ¿tobillos hinchan mucho? –preguntó con cierta vacilación.

Todas se incorporaron, esperando la respuesta de la muchacha como si comprendieran de pronto lo que Ayla acababa de pensar. Hasta Crozie miró a su hija sin decir una palabra.

Fralie, con la vista clavada en sus pies, parecía examinar sus tobillos, pensativa. Por fin, levantó la vista.

–Sí. Últimamente se me hinchan mucho.

Nezzie exhaló un suspiro de alivio y todas experimentaron el mismo sentimiento.

–¿Siempre mal la mañana? –insistió Ayla, inclinándose hacia delante.

–Con los dos primeros no me sentía tan mal a estas alturas.

–Fralie, ¿me dejas... mirar?

La mujer paseó su mirada entre sus compañeras. Nadie dijo palabra. Nezzie le sonrió con un gesto afirmativo, instándola en silencio a acceder.

–Bueno –dijo Fralie.

Ayla se levantó rápidamente. Le estudió los ojos, olfateó su aliento y le tocó la frente. Estaba demasiado oscuro como para ver gran cosa y el calor era demasiado como para apreciar la temperatura del cuerpo.

–¿Acuesta? –pidió.

Todas se apartaron para que Fralie pudiera tenderse. Ayla palpó, escuchó y examinó con minuciosidad y obvia destreza, mientras las otras la observaban curiosamente.

–Más mal que por la mañana, creo –comentó al terminar–. Preparo algo, ayuda comida no subir. Ayuda sentir mejor. Ayuda hinchazón. ¿Tomarás?

–No sé –dijo Fralie–. Frebec vigila todo lo que como. Creo que está preocupado por mí, pero no quiere reconocerlo. Preguntará de dónde lo saqué.

Crozie tenía los labios apretados, como si estuviera conteniéndose para no hablar; temía que si intervenía, Fralie tomara partido por Frebec y rechazara la ayuda de Ayla. Nezzie y Tulie intercambiaron una mirada. No era normal en Crozie dominarse tanto.

–Creo sé manera –dijo Ayla.

–No sé qué pensaréis vosotras –intervino Deegie–, pero yo tengo ganas de lavarme y salir. ¿Qué te parecería una zambullida en la nieve, Ayla?

–Parecería bien. Demasiado calor aquí.

Capítulo 17

Jondalar apartó la cortina que pendía delante de la plataforma de dormir que compartía con Ayla y sonrió. La joven estaba sentada en el centro, con las piernas cruzadas; su piel desnuda relucía, rosada, mientras se cepillaba la cabellera.

–Me siento tan bien –dijo, devolviéndole la sonrisa–. Deegie dijo que me encantaría. ¿Te ha gustado el baño de vapor?

Él se acomodó a su lado, dejando caer la cortina. También su piel estaba sonrosada y reluciente, pero había acabado de vestirse y de atarse el pelo en la nuca. El baño de vapor le había refrescado tanto que hasta había pensado en rasurarse; sin embargo, se limitó a recortarse la barba.

–Siempre me gusta –contestó.

No pudo resistir la tentación de cogerla en sus brazos para besarla y acariciar su cuerpo cálido. Ella respondió de buen grado, entregándose al abrazo; él la oyó emitir un suave gemido cuando se inclinó para mordisquearle un pezón.

–Gran Madre, qué tentadora eres, mujer –comentó, apartándose–. Pero ¿qué pensará la gente cuando llegue al Hogar del Mamut para tu adopción y nos encuentren compartiendo Placeres, en lugar de estar vestidos y preparados?

–Podemos decirles que vuelvan más tarde –respondió ella, sonriente.

Jondalar rió con ganas.

–Serías capaz, ¿no?

–Bueno, me hiciste tu señal, ¿verdad? –en el semblante femenino había una expresión traviesa.

–¿Qué señal?

–¿No recuerdas? La señal que un hombre hace a una mujer cuando la desea. Dijiste que ya me daría cuenta; después me besaste y me tocaste. Acabas de hacerme tu señal. Y cuando un hombre hace la señal a una mujer del Clan, ella nunca se niega.

–¿Es cierto que nunca se niega? –preguntó él, sin creerlo del todo.

–Eso es lo que la enseñan, Jondalar. Así debe comportarse una mujer del Clan –respondió ella, con perfecta y absoluta seriedad.

–Hum, ¿eso significa que la decisión corre de mi cuenta? Si yo digo que nos quedemos aquí compartiendo Placeres, ¿harás esperar a todos?

Estaba tratando de mostrarse serio, pero los ojos le chispeaban de júbilo por lo que consideraba una broma entre los dos.

–Sólo si me haces tu señal –respondió Ayla, de la misma forma.

Jondalar la cogió en sus brazos y volvió a besarla, sintiendo su cálida respuesta. Le asaltó la tentación de averiguar si aquello era una broma o si hablaba en serio, pero la soltó contra su voluntad.

–No se trata de lo que yo prefiera, sino de lo que me parece mejor. Tienes que vestirte. La gente no tardará mucho en llegar. ¿Qué piensas ponerte?

–En realidad, no tengo nada, salvo algunas prendas al estilo del Clan, el atuendo que he usado hasta ahora y otro par de polainas. Ojalá pudiera cambiar. Deegie me mostró lo que va a ponerse. Es tan bonito... Nunca he visto nada igual. Me dio uno de sus cepillos al ver que me peinaba con carda –Ayla mostró las duras cerdas de mamut, fuertemente atadas por un extremo con cuero duro a modo de mango, con la forma de un ancho pincel ahusado–. También me regaló algunas sartas de cuentas y conchas. Creo que voy a ponérmelas en el pelo, como ella.

–Será mejor que te deje para que te prepares –dijo Jondalar, abriendo la cortina para marcharse.

Se inclinó para besarla otra vez y se levantó. Al soltar la cortina permaneció inmóvil un momento contemplándola con la frente fruncida. En el valle de Ayla era posible hacer lo que ambos deseaban, cuando les apetecía. Y ella se estaba preparando para ingresar en un grupo que vivía a gran distancia de los Zelandonii. ¿Qué pasaría si deseaba quedarse allí? Jondalar tuvo la deprimente sensación de que, a partir de aquella noche, nada volvería a ser igual.

Cuando iba a marcharse, Mamut le hizo señas. El joven se acercó al viejo chamán.

–Si no estás ocupado, te agradecería que me ayudaras –dijo Mamut.

–Con mucho gusto. ¿Qué puedo hacer por ti?

Desde el fondo de una plataforma para almacenamiento Mamut le indicó cuatro largas pértigas. Al mirarlas más de cerca, Jondalar descubrió que no eran de madera, sino de marfil macizo: colmillos de mamut, enderezados y moldeados. El viejo le dio también una gran maza de piedra. Jondalar la examinó con detenimiento, pues nunca había visto nada similar. Estaba completamente cubierta de cuero crudo. El tacto le reveló que alrededor de la piedra se había practicado un surco circular por el cual pasaba una flexible rama de sauce, atada a un mango de hueso. La maza entera había sido envuelta con cuero mojado sin curtir, el cual se había encogido al secarse y sujetaba con firmeza el mango a la piedra.

El anciano le condujo hacia el hoyo para el fuego y levantó una esterilla de hierbas para mostrarle un agujero, de unos quince centímetros de diámetro, lleno de piedras pequeñas y pedazos de hueso. Entre los dos lo vaciaron. Jondalar cogió una de las pértigas de marfil e introdujo el extremo en el hoyo. Mientras Mamut lo sostenía, Jondalar aplicó piedras y huesos a manera de cuña, hundiéndolos con la maza. Cuando el poste quedó bien clavado, pusieron otros varios hasta formar una especie de arco alrededor del hogar, pero a cierta distancia de éste.

Después, el anciano trajo un paquete que desenvolvió cuidadosamente con reverencia, para sacar una lámina membranosa, bien enrollada, que parecía pergamino. Al desplegarla quedaron al descubierto diversas figuras de animales: un mamut, pájaros y un león cavernario, entre otros, además de extrañas figuras geométricas. Sujetaron esta lámina a los postes de marfil, creando un biombo translúcido, apartado del fuego. Jondalar retrocedió algunos pasos para apreciar el efecto global. Después miró con más atención, curioso. Los intestinos, una vez abiertos, vaciados y secos, solían ser translúcidos, pero aquel biombo estaba hecho de otro material. Creyó adivinar de qué se trataba, pero no estaba seguro.

–Esto no está hecho con intestinos, ¿verdad? Habría sido necesario coserlos y aquí veo una sola pieza –Mamut asintió–. Entonces debe tratarse de la capa membranosa que cubre por dentro el pellejo de un animal muy grande, extraído entero mediante algún sistema especial.

El viejo sonrió.

–Un mamut –dijo–. Una hembra de mamut blanca.

Jondalar dilató los ojos y volvió a mirar el biombo, con gran respeto.

–Cada Campamento recibió una parte de la mamut blanca, puesto que había entregado su espíritu durante la primera cacería de una Reunión de Verano. Casi todos los Campamentos querían algo blanco. Yo pedí esto; lo llamamos «piel de sombra». Tiene menos sustancia que cualquiera de las otras partes blancas y no se puede exhibir para que todos vean sus poderes, pero creo que lo sutil es más poderoso. Esto es más que un pequeño trozo, encerraba el espíritu interior del animal entero.

Brinan y Crisavec irrumpieron de golpe en el Hogar del Mamut, persiguiéndose por el pasillo que venía desde el Hogar del Uro y el Hogar de la Cigüeña. Al caer enredados, luchando, estuvieron a punto de rodar contra el delicado biombo, pero se detuvieron ante la flaca pantorrilla de una pierna larga, que les cerraba el paso. Levantaron la vista directamente hacia la figura del Mamut, y ambos ahogaron una exclamación. Luego miraron al anciano.

Jondalar no vio expresión alguna en la cara de Mamut, pero los dos niños, de siete y ocho años, se levantaron precipitadamente y, esquivando con cuidado el biombo, se alejaron caminando hacia el primer hogar, como si hubieran recibido una dura reprimenda.

–Parecían contritos, casi asustados, pero tú no has pronunciado una palabra. Y nunca he notado que te tuvieran miedo –observó Jondalar.

–Han visto el biombo. A veces, al mirar la esencia de un espíritu poderoso, ves tu propio corazón.

Jondalar sonrió, asintiendo, pero no creía haber comprendido lo que el viejo chamán quería decir. «Habla como un Zelandoni», pensó, «con sombras en la lengua, como lo hacen con frecuencia los que tienen esa vocación.» De todos modos, no tenía muchos deseos de ver su propio corazón.

Al pasar por el Hogar del Zorro, los niños saludaron con la cabeza al tallista, que les miró con una sonrisa. La sonrisa de Ranec se acentuó al volver a fijar su atención en el Hogar del Mamut, hacia donde observaba desde hacía rato. Ayla acababa de aparecer; de pie frente a la cortina, daba tirones a su túnica para acomodarla. Aunque su piel oscura no lo reflejó, el rostro de Ranec enrojeció al verla. Sintió que los latidos de su corazón se aceleraban y se estremeció de deseo.

Cuanto más la veía, más exquisita la encontraba. Los largos rayos del sol, que penetraban por el agujero del humo, parecían enfocar deliberadamente sobre ella su luz reverberante. El tallista quiso grabar en su memoria aquel momento, llenarse los ojos de ella, colmándola para sus adentros de ardientes elogios. La espesa cabellera caía en ondas suaves alrededor de su cara, como una nube dorada que jugara con los rayos del sol; sus movimientos, nada estudiados, representaban la quintaesencia de la gracia. Nadie sospechaba los tormentos que él había sufrido en su ausencia, ni la felicidad que experimentaba porque iba a ser uno de ellos. Frunció el ceño al ver que Jondalar se acercaba para abrazarla, posesivo, bloqueándole la vista.

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