Los cazadores de mamuts (51 page)

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Authors: Jean M. Auel

Ayla cogió el bello bolso decorado y lo observó. Después cerró la mano en torno al saquito familiar y sintió el consuelo que siempre le proporcionaba el amuleto del Clan. Pero ya no formaba parte del Clan. No había perdido su tótem. El Espíritu del León Cavernario seguía protegiéndola, las señales que había recibido conservaban toda su importancia, pero ahora era Mamutoi.

Cuando Ayla volvió al Hogar del Mamut era, de pies a cabeza, una verdadera Mamutoi, elegante y muy bella, una Mamutoi de elevado rango y evidente valía. Todas las miradas aprobaron el porte del miembro más reciente del Campamento del León. Pero dos pares de ojos la miraban con algo más que aprobación. El amor y el deseo relucían en los ojos oscuros y risueños llenos de esperanza, así como en las pupilas de un azul incomparable, brillante, veladas por una tristeza angustiada.

Manuv, con Nuvie en el regazo, sonrió afectuosamente a Ayla cuando ésta pasó por delante de ella para ir a guardar la ropa que antes llevaba. La joven correspondió con una sonrisa radiante. Se sentía tan llena de alegría, que a duras penas podía contenerse. Ahora era Ayla de los Mamutoi y haría todo lo necesario para serlo por completo. En ese momento vio a Jondalar, que conversaba con Danug; él estaba de espaldas, pero el regocijo de la muchacha se derrumbó. Tal vez fuera su postura, la inclinación de los hombros: algo, en un plano subliminal, la hizo detenerse. Jondalar no era feliz. Pero ¿qué podía hacer ella, precisamente entonces?

Corrió en busca de las piedras de fuego. Mamut le había indicado que esperara hasta más tarde para repartirlas. Una ceremonia apropiada daría a las piedras la importancia debida, realzando su valor. Recogió las pequeñas piedras metálicas y las llevó al hogar. En el trayecto pasó por detrás de Tulie, que conversaba con Nezzie y Wymez, y oyó lo que aquélla les decía.

–... Yo no tenía ni idea de que poseyera tanta riqueza. Basta mirar esas pieles. La piel de bisonte, las de zorros blancos y esa de leopardo de las nieves... No se ven muchos por aquí.

Ayla sonrió, recobrando la alegría. Sus regalos habían sido aceptables y apreciados.

El viejo de los misterios no había estado ocioso. Mientras ella se cambiaba, Mamut había hecho otro tanto. Tenía el rostro pintado con unas líneas blancas en zigzag, que acentuaban su tatuaje, y llevaba puesta, a modo de capa, la piel de un león cavernario, el mismo cuya cola lucía Talut. El collar de Mamut estaba hecho con breves secciones ahuecadas de un pequeño colmillo de mamut, intercaladas con colmillos de distintos animales, incluido uno de león cavernario, similar al de Ayla.

–Talut está planeando una cacería, de modo que voy a efectuar una Búsqueda –dijo el chamán–. Acompáñame, si puedes... y si lo deseas. En todo caso, convendría que estuvieras preparada.

Ayla asintió, pero el estómago le dio un vuelco.

Tulie se acercó al hogar y sonrió a Ayla.

–No sabía que Deegie iba a regalarte ese vestido –dijo–. No sé si hace unos días habría estado de acuerdo con su decisión, pues trabajó mucho para hacerlo. Pero debo admitir que te sienta muy bien, Ayla.

La joven sonrió, sin saber qué respuesta darle.

–Por eso se lo di –dijo Deegie, acercándose con su instrumento musical de cráneo–. Estaba tratando de encontrar el procedimiento para que el cuero curtido fuera tan claro. Puedo hacer otro conjunto.

–Estoy listo –anunció Tornec, que llegaba también con su instrumento de hueso de mamut.

–Bien. Podéis comenzar en cuanto Ayla inicie la distribución de las piedras –dijo Mamut–. ¿Dónde está Talut?

–Sirviendo su brebaje –respondió Tornec, sonriente–, y con mucha generosidad. Dice que ésta debe ser una celebración como corresponde.

–¡Y lo será! –afirmó el corpulento jefe–. Toma, Ayla. Aquí tienes una taza. Después de todo, esta fiesta es en tu honor.

Ayla probó la bebida; su paladar no acababa de aceptar aquel sabor fermentado, pero al resto de los Mamutoi parecía encantarles. Decidió, por tanto, tomarle el gusto. Quería ser una de ellos, hacer lo que ellos hicieran, acostumbrarse a lo que a ellos les gustase. Bebió todo el contenido de la taza; Talut se la volvió a llenar.

–Talut te dirá cuándo debes iniciar la distribución de las piedras, Ayla. Antes de entregarlas, haz que salte una chispa de cada una de ellas –indicó Mamut.

Ella asintió. Su vista se fijó en la taza que tenía en la mano y apuró su contenido, sacudiendo la cabeza por lo fuerte de la bebida. Luego dejó la taza para coger las piedras.

–Ahora Ayla es miembro del Campamento del León –dijo Talut, en cuanto todos estuvieron sentados–, pero tiene un presente más que ofrecer. Para cada hogar una piedra para hacer fuego. Nezzie es la guardiana del Hogar del León. Ayla le dará la piedra para que la custodie.

Ayla se acercó a Nezzie, golpeando la pirita ferrosa como pedernal para obtener una chispa brillante. Luego le dio la piedra.

–¿Quién es el guardián del Hogar del Zorro? –continuó diciendo Talut, mientras Deegie y Tornec comenzaban a golpear sus instrumentos de hueso.

–Yo. Ranec es el guardián del Hogar del Zorro.

Ayla le llevó una piedra y la golpeó. Pero en el momento de recibir la piedra, él susurró, con voz cálida:

–Las pieles de zorro son las más suaves y bellas que he visto en mi vida. Las pondré en mi cama y pensaré en ti todas las noches, cuando sienta esa suavidad contra mi piel desnuda.

Y le tocó la cara delicadamente con el dorso de la mano. Para ella fue como un impacto físico.

Retrocedió, confundida, mientras Talut preguntaba por el guardián del Hogar del Reno. Tuvo que golpear dos veces la piedra para obtener una chispa en beneficio de Tronie. Fralie recibió la piedra para el Hogar de la Cigüeña. Cuando entregó una a Tulie y otra a Mamut, para el Hogar del Mamut, Ayla se sentía mareada y más que dispuesta a sentarse cerca del fuego, donde Mamut le indicó.

Los tambores empezaban a hacer su efecto. El sonido era tranquilizador y apremiante a un tiempo. El albergue estaba a oscuras; la única luz provenía de una pequeña fogata, amortiguada por el biombo. A poca distancia se oía una respiración, y Ayla buscó su origen. Acurrucado cerca del fuego había un hombre... ¿o era un león? La respiración se convirtió en un gruñido grave, parecido al gruñido de advertencia de un león cavernario, aunque no igual, para el receptivo oído de la muchacha. El tamborileo vocalizado recogió el sonido, dándole resonancia y profundidad.

De pronto, con un gruñido salvaje, la figura-león dio un salto y una silueta leonina traspasó el biombo. Sin embargo, estuvo a punto de detenerse con una sacudida ante la involuntaria reacción de Ayla, quien desafió a la sombra con otro rugido, tan realista y amenazador, que arrancó una exclamación a casi todos los espectadores. La silueta recobró la postura del león y respondió con el gruñido tranquilizador del animal que retrocede. Ayla emitió un furioso bramido de victoria; luego, una serie de «jnc, jnc, jnc», cada vez más atenuados, como si el animal se alejara.

Mamut sonrió para sí. «Su imitación es tan perfecta que engañaría a un verdadero león», pensó, complacido de que ella se hubiera unido tan espontáneamente a su juego. Ayla no sabía por qué lo había hecho, pero, tras aquel primer desafío improvisado, resultó entretenido hablar con Mamut en el lenguaje de los leones. No había hecho nada semejante desde que Bebé la abandonara en el valle.

Los tambores habían dado énfasis a la escena, pero ahora seguían a la silueta que se movía sinuosamente tras el biombo. Ella estaba lo bastante cerca como para darse cuenta de que quien creaba el efecto era Mamut, pero, aun así, se dejó cautivar por aquel efecto; no obstante, se preguntaba cómo el anciano artrítico, normalmente entumecido, podía moverse con tanta facilidad. Entonces recordó que le había visto tomar algo, un poco antes, y sospechó que se trataba de un fuerte calmante. Probablemente pagaría las consecuencias al día siguiente.

De pronto, Mamut salió de un salto de detrás del biombo y se sentó en cuclillas junto a su cráneo de mamut. Marcó en él un ritmo veloz durante unos instantes y se detuvo súbitamente. Luego cogió una taza en la que Ayla no había reparado hasta entonces, bebió un poco, se acercó a la muchacha y se la ofreció. Ayla, sin pensarlo siquiera, tomó un sorbo seguido de otro, aunque el sabor era fuerte, almizclado y desagradable. Alentada por los tambores parlantes, pronto comenzó a sentir los efectos.

Las llamas que danzaban detrás del biombo daban a los animales pintados una sensación de movimiento. Para entonces Ayla ya estaba en trance; concentró en ellos toda su atención y apenas oía, muy lejanas, las voces del Campamento, que iniciaban un cántico. Lloraba un bebé, pero el llanto parecía provenir de algún otro mundo, en tanto ella se sentía arrastrada por el extraño parpadeo de los animales sobre el biombo. Casi parecían vivos, a medida que la música de los tambores poblaba la mente de la muchacha de cascos galopantes, terneros que mugían y bramidos de mamuts.

De pronto, dejó de existir la oscuridad. Un sol brumoso iluminaba la planicie nevada. Un pequeño hato de bueyes almizcleros se apretujaba para resistir a la ventisca. Al deslizarse Ayla hacia ellos, percibió que no se encontraba sola. Mamut estaba con ella. La escena cambió. La tormenta había cesado, pero por las estepas danzaban torbellinos de nieve arrastrados por el viento, como fantasmales apariciones. Ella y Mamut se alejaron de aquella soledad desoladora. Entonces reparó en unos cuantos bisontes que permanecían estoicamente de pie, a sotavento de un estrecho valle, tratando de mantenerse al abrigo del viento. Ella corría a toda prisa por el valle del río, que labraba profundos barrancos. Siguieron un afluente que se estrechaba para formar más adelante un empinado cañón, y divisó el conocido sendero que subía desde el lecho seco de un arroyo estacional.

Luego se encontró de repente en un sitio oscuro, mirando hacia abajo, donde había una fogata pequeña y varias personas reunidas alrededor de un biombo. Oyó un lento estribillo, una constante repetición de sonidos. Cuando parpadeó ante unas caras borrosas, distinguió a Nezzie y a Talut, junto a Jondalar. La miraban con expresión preocupada.

–¿Estás bien? –preguntó Jondalar, hablando en zelandonii.

–Sí, sí, estoy bien, Jondalar. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estaba?

–Tendrás que decírmelo tú.

–¿Cómo te sientes? –inquirió Nezzie–. Mamut siempre pide esta tisana cuando acaba.

–Me siento bien –respondió, incorporándose para coger la taza.

En realidad, estaba algo cansada y un poco mareada, pero no indispuesta.

–No creo que esta vez te hayas asustado, Ayla –dijo Mamut, acercándose.

Ayla sonrió.

–No, no estoy asustada. Pero ¿qué hacemos?

–Buscamos. Me parecía que eras una Buscadora. Por eso eres hija del Hogar del Mamut. Tienes otros dones naturales, Ayla, pero necesitas adiestramiento –vio cómo fruncía el ceño–. Ahora no te preocupes por eso. Habrá tiempo para pensar en ello.

Talut sirvió a Ayla otro poco de su bebida y llenó varias tazas más, mientras Mamut les hablaba de la Búsqueda; explicándoles adónde habían ido y lo que habían visto. Ella tragó el brebaje de un golpe (así no tenía un sabor tan desagradable) y trató de prestar atención, pero la bebida parecía subírsele muy pronto a la cabeza. Su mente vagaba. Notó que Deegie y Tornec aún seguían tocando sus instrumentos, pero con tonos tan rítmicos e incitantes que sentía deseos de moverse al compás. Recordó entonces la Danza de las Mujeres del Clan. Concentrarse en lo que decía Mamut le resultaba cada vez más difícil.

Se dio cuenta de que alguien la observaba y giró en redondo. Cerca del Hogar del Zorro estaba Ranec, mirándola fijamente. Él le sonrió y ella le devolvió la sonrisa. De pronto apareció Talut para llenarle la taza otra vez. Ranec se adelantó y presentó su propia taza. Talut se la llenó y volvió a enfrascarse en la conversación.

–Esto no te interesa, ¿verdad? –dijo Ranec en voz baja, acercándose al oído de Ayla–. Vamos allá, donde Deegie y Tornec están tocando sus instrumentos.

–Creo no. Hablan caza.

Ayla prestó oído de nuevo a la conversación, pero había perdido tanto de ella que no sabía ya por dónde iban, y a ellos parecía no importarles que Ayla les escuchara o no.

–No perderás nada. Más tarde nos hablarán a todos de eso. Escucha –dijo Ranec, haciendo una pausa para que se oyeran los palpitantes sonidos musicales procedentes del otro lado del hogar–, ¿no preferirías ver cómo toca Tornec? Es muy diestro, desde luego.

Ayla se volvió hacia el sonido, atraída por el rítmico golpeteo. Echó un vistazo al grupo que trazaba sus planes. Luego miró a Ranec y su rostro se iluminó con una sonrisa radiante.

–¡Sí! ¡Prefiero ver Tornec! –dijo, muy complacida consigo misma.

Se levantaron, pero Ranec, que estaba muy cerca, la detuvo.

–No sigas sonriendo, Ayla –dijo, muy serio y grave.

–¿Por qué? –su sonrisa se borró, preguntándose con honda preocupación si habría dicho o hecho algo incorrecto.

–Porque eres tan encantadora cuando sonríes que me dejas sin aliento. ¿Y cómo quieres que camine a tu lado si pierdo el aliento?

Ayla recobró la sonrisa ante aquel cumplido, pero la idea de que su sonrisa pudiera impedirle respirar la hizo reír abiertamente. Era una broma, por supuesto, aunque no estaba del todo segura. Se dirigieron hacia la nueva entrada al Hogar del Mamut.

Jondalar les observó mientras se aproximaban. Había estado esperándola, disfrutando entretanto de los ritmos y la música, pero no le gustaba nada verla dirigirse hacia los músicos con Ranec. Los celos le subieron a la garganta; sintió la urgente necesidad de golpear a aquel hombre, que se atrevía a cortejar a la mujer a la que amaba. Pero Ranec, a pesar de su aspecto diferente, era un Mamutoi y pertenecía al Campamento del León. Jondalar era sólo un huésped. Todos defenderían al miembro de su propio grupo, y él estaba solo. Trató de razonar y dominarse. Ranec y Ayla no hacían sino caminar juntos. ¿Qué tenía eso de malo?

Desde el principio había tenido sentimientos contradictorios acerca de la adopción de la joven. Le gustaba que ella perteneciera a algún pueblo, puesto que así lo deseaba y, en realidad, de ese modo sería más aceptable para los Zelandonii. La había visto muy feliz mientras intercambiaban los regalos, y se alegraba por ello. Pero se sentía, al mismo tiempo, lejos de todo; le preocupaba como nunca la posibilidad de que ella no quisiera abandonar el Campamento, y se preguntó si no habría hecho mal en rechazar su propia adopción.

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