Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
–Debes tratar de comer algo. Queda carne de mamut de tu festín. Y creo que Nezzie te guardó uno de esos panes cocidos al vapor.
Ayla asintió. Mientras caminaba hacia la entrada principal del albergue, preocupada e inquieta, buscó a los caballos con esa parte de su mente que siempre se ocupaba de ellos. Al ver que Jondalar estaba con los animales, se sintió un tanto aliviada. Con frecuencia encontraba consuelo en los animales cuando se sentía preocupada; con un pensamiento no del todo preciso, deseó que aquella compañía acabara por mejorar el humor de Jondalar.
Pasó por el vestíbulo y entró en el hogar que hacía de cocina. Nezzie estaba sentada allí, con Rydag y Rugie, comiendo. Sonrió al ver a Ayla y se levantó. A pesar de sus amplias proporciones, Nezzie era atractiva y de movimientos graciosos; la muchacha pensó que debía de ser bastante fuerte.
–Toma un poco de carne. Iré a buscar el pan que guardé para ti. Es el último. Y toma una taza de infusión caliente, si quieres. Tiene laurel y menta.
Ayla partió unos trozos de pan húmedo para Rydag y para Rugie, mientras se sentaba entre ellos y Nezzie, pero se limitó a picotear su propia comida.
–¿Pasa algo, Ayla? –preguntó la mujer. Sabía que así era y tenía una idea aproximada de la causa.
Ayla la miró con ojos preocupados.
–Conozco costumbre Clan, Nezzie, no Mamutoi. Quiero aprender ser buena Mamutoi, pero no sé qué mal. Creo anoche hago algo mal.
–¿Por qué lo crees?
–Cuando salgo, Jondalar enojado. Creo Talut no contento. Wymez, tampoco. Se van pronto. Dime qué hecho mal, Nezzie.
–No hiciste nada malo, Ayla, a menos que ser amada por dos hombres sea malo. Algunos se sienten posesivos cuando experimentan fuertes sentimientos hacia una mujer. No quieren que ella esté con otros hombres. Jondalar cree tener derecho sobre ti y está enojado porque compartiste el lecho con Ranec. Pero no es sólo Jondalar. Creo que Ranec siente lo mismo y sería igualmente posesivo, si pudiera. Le he criado desde niño y nunca le vi tan cautivado por una mujer. Creo que Jondalar trata de disimular sus sentimientos, pero no puede evitar dejarlos entrever. Si dejó traslucir su enojo, probablemente Talut y Wymez se sintieron incómodos. Tal vez por eso se retiraron tan pronto.
»A veces gritamos mucho o nos gastamos bromas. Nos enorgullecemos de nuestra hospitalidad y nos gusta hacer amigos, pero los Mamutoi no exteriorizan mucho sus sentimientos más profundos. Eso puede provocar dificultades, y tratamos de evitar disputas, de impedir peleas. El Consejo de las Hermanas llega a mirar con malos ojos las incursiones que a los jóvenes les gusta realizar contra otros pueblos, como los Sungea, y están tratando de prohibirlas. Las Hermanas dicen que eso es provocar otras incursiones como represalia, y ya han resultado muertas algunas personas. Dicen que es mejor traficar que incursionar. El Consejo de los Hermanos es más permisivo. Casi todos hicieron algunas incursiones en su juventud; consideran que es, simplemente, un modo de ejercitar los músculos jóvenes y de buscar aventuras.
Ayla ya no escuchaba. La explicación de Nezzie, en vez de aclararle las cosas, las confundía aún más. ¿Jondalar estaba enojado porque ella había respondido a la señal de otro hombre? ¿Era eso motivo para enojarse? Ningún hombre del Clan se habría permitido una reacción tan emocional. Sólo Broud había demostrado algún interés por ella, y únicamente porque sabía que esto disgustaba a la muchacha. Pero muchos se preguntaban por qué se liaba con una muchacha tan fea, y él mismo habría recibido de buen grado a cualquier otro hombre que se interesara por ella. Pensándolo bien, comprendió que el interés de Ranec había molestado a Jondalar desde un principio.
Mamut apareció por la entrada, caminando con visible dificultad.
–Nezzie, prometí llenar el cuenco de Mamut con remedio para artritis –recordó Ayla.
Se levantó para ayudarle, pero él la rechazó.
–Adelántate. Te sigo. Sólo tardaré un poco más que tú.
Ella corrió a través del Hogar del León y del Zorro, aliviada de verlos vacíos, y avivó el fuego del Hogar del Mamut. Mientras revisaba sus medicamentos, recordó las muchas veces que había aplicado compresas y emplastos a las doloridas articulaciones de Creb, después de darle sus bebidas calmantes. Era un aspecto de la medicina que conocía muy bien.
Esperó a que Mamut descansara cómodamente, sorbiendo una infusión caliente. Cuando hubo calmado en gran parte sus dolores se decidió a formularle sus preguntas. Resultaba relajante tanto para ella como para el viejo chamán aplicar sus conocimientos, su talento y su inteligencia a la práctica de su arte y aquellos momentos la habían calmado un tanto. Aun así, cuando tomó su taza para sentarse frente a Mamut, no supo cómo comenzar.
–Mamut, ¿tú mucho tiempo con Clan? –preguntó, por fin.
–Sí. Una mala fractura tarda mucho en curarse. Por entonces quería saber más, de modo que permanecí con ellos hasta que partieron para asistir a la Reunión del Clan.
–¿Aprendes costumbres Clan?
–Algunas.
–¿Sabes señal?
–Sí, Ayla. Conozco la señal que el hombre da a la mujer –hizo una pausa, como si reflexionara. Luego continuó–: Te diré algo que nunca he contado a nadie. Había allí una joven que ayudaba a cuidarme mientras mi brazo cicatrizaba. Después que me admitieron en una ceremonia de cazadores y me permitieron cazar con ellos, me entregaron a esa mujer. Sé cuál es la señal y lo que significa. La empleé con ella, aunque al principio no me sentía demasiado cómodo. Ella era una cabeza chata y no me resultaba muy atractiva, sobre todo porque me habían contado muchas cosas sobre esa gente, en mi niñez. Pero yo era joven y saludable; y suponía que debía comportarme como cualquier hombre del Clan.
»Cuanto más se prolongaba mi estancia allí, más atractiva me parecía. No sabes lo placentero que resulta tener a alguien dispuesto a atender tu menor necesidad, tu menor deseo. Sólo más tarde descubrí que ella tenía pareja. Era segunda mujer; su primer compañero había muerto y otro de los cazadores la tomó, con cierta reserva, pues provenía de otro clan y no tenía hijos. Al partir, me costó dejarla allí, pero consideré que sería más feliz con el Clan que conmigo y con mi pueblo. Además, no estaba seguro de que se me recibiera bien si volvía con una cabeza chata. Muchas veces me he preguntado qué habría sido de ella.
Ayla cerró los ojos, inundada de recuerdos. Parecía extraño descubrir cosas de su clan de boca de aquel hombre, al que conocía hacía tan poco tiempo. Ajustó el relato que escuchaba con lo que sabía del clan de Brun.
–Nunca tiene hijos, siempre segunda mujer, pero siempre alguien toma. Muere en terremoto, antes me encuentran a mí.
Él asintió. También a él le alegraba poder dar por cerrado un episodio importante de su pasado.
–Mamut, Nezzie dice Jondalar enojado porque yo voy cama de Ranec. ¿Cierto?
–Creo que es cierto.
–¡Pero Ranec me da señal! ¿Cómo Jondalar enojado si Ranec me da señal?
–¿Dónde aprendió Ranec la señal del Clan? –preguntó Mamut, sorprendido.
–Señal de Clan no, señal de Otros. Cuando Jondalar encuentra mi valle, me enseña Primeros Ritos y Don de Placer de Gran Madre Tierra Doni, pregunto su señal. Él pone boca en mía, hace beso. Pone mano en mí, hace... sentir Placer. Dice así sabré cuándo quiere a mí; dice ésa es señal. Ranec me da señal anoche. Después dice: «Te quiero. ¡Ven a mi cama!». Ranec me da la señal. Hace orden.
Mamut miró al techo y dijo:
–¡Oh, Madre! –después bajó la vista a Ayla–. No comprendes, muchacha. Ranec te dio, sin duda, una señal de que te deseaba, pero no era una orden.
Ayla le miró profundamente desconcertada.
–No comprendo.
–Nadie puede ordenar nada, Ayla. Tu cuerpo te pertenece; la elección corre por tu cuenta. Tú decides qué quieres hacer y con quién hacerlo. Puedes ir a la cama de quien te plazca, mientras el hombre esté bien dispuesto (y en cuanto a eso no veo problemas), pero no tienes por qué compartir Placeres con un hombre que no desees. Jamás.
Ella hizo una pausa para reflexionar sobre sus palabras.
–¿Y si Ranec ordena otra vez? Dice quiere a mí otra vez, muchas veces.
–No dudo que lo desee, pero no puede ordenártelo. Nadie puede darte órdenes Ayla. Contra tu voluntad, nunca.
–¿Ni siquiera hombre hago Unión? ¿Jamás?
–No creo que permanecieras apareada mucho tiempo en esas circunstancias. Pero no, ni siquiera el hombre con quien estás apareada puede darte órdenes. Tu compañero no es tu dueño. Sólo tú puedes decidir.
–Cuando Ranec da señal, Mamut, ¿no tengo ir?
–En efecto –el anciano observó su ceño fruncido–. ¿Lamentas haber compartido su cama?
–¿Lamenta? –ella sacudió la cabeza–. No, no lamenta. Ranec es... bueno. No es duro... como Broud. Ranec... cuida a mí..., hace buenos Placeres. No. No lamenta Ranec. Lamenta por Jondalar. Lamenta Jondalar enojado. Ranec hace buenos Placeres, pero Ranec es... no Jondalar.
Ayla volvió la cabeza a un lado, inclinada contra el viento aullante, tratando de protegerse la cara de la nieve impulsada por el vendaval. Cada paso hacia delante encontraba la violenta oposición de una fuerza que sólo resultaba visible por la masa blanca arremolinada contra ella. Ante el furor de la ventisca, haciendo frente al latigazo de los copos, entreabrió los ojos, se desvió y dio algunos pasos más. Sacudida por la feroz tormenta, volvió a mirar en dónde se encontraban. Hacia delante distinguió una forma lisa, redondeada. Fue un alivio tocar, por fin, el sólido arco de marfil.
–¡Ayla! ¡No debiste salir con tal ventisca! –dijo Deegie–. Pudiste extraviarte a pocos pasos de la entrada.
–Pero sopla así durante muchos, muchos días, y los caballos siempre salen. Quiero saber adónde van.
–¿Lo has averiguado?
–Sí. Gustan pacer en lugar cerca del recodo. Viento sopla menos, nieve no cubre tan alto hierba seca. Sopla de otro lado. Tengo un poco de grano, pero no queda hierba. Los caballos saben donde está hierba, hasta con ventisca. Daré agua aquí, cuando vuelven.
Ayla golpeó los pies contra el suelo y sacudió la nieve de la pelliza que acababa de quitarse. Fue hacia el Hogar del Mamut y la colgó en una de las perchas.
–No lo vais a creer. ¡Ha salido con este tiempo! –anunció Deegie a varias personas, congregadas en el cuarto hogar.
–Pero ¿por qué? –preguntó Tornec.
–Caballos necesitan comer, y yo... –comenzó Ayla.
–Me parecía que estabas ausente desde hacía un rato –observó Ranec–. Cuando pregunté a Mamut, dijo que te había visto ir al hogar de los caballos, pero te busqué y no estabas.
–Todo el mundo te estaba buscando, Ayla –dijo Tronie.
–Cuando Jondalar notó que no estaban tu pelliza ni los caballos, pensó que habrías salido con ellos –continuó Deegie–. Entonces decidimos buscarte fuera. Y cuando salí a ver cómo estaba el tiempo, te vi llegar.
Mamut la regañó suavemente:
–Debes avisar a alguien si sales con mal tiempo, Ayla.
–¿No sabes que la gente se preocupa si estás fuera con una ventisca como ésta? –protestó Jondalar, más enojado aún.
Ayla trató de contestarle, pero todos hablaban al mismo tiempo. Al ver tantas miradas fijas en ella, se ruborizó.
–Lo lamento. No quería preocupar. Vivo sola mucho tiempo. Nadie se preocupa. Voy y vengo cuando quiero. No estoy acostumbrada a la gente, a que alguien se preocupa –dijo, mirando a Jondalar y a los otros. Mamut vio que Ayla arrugaba la frente cuando el hombre rubio le volvió la espalda.
Jondalar sintió que sus mejillas enrojecían cuando se alejó de todas aquellas personas que se preocupaban por Ayla. Tenía razón: había vivido sola y se había defendido muy bien. ¿Qué derecho tenía él para criticar sus comportamientos, para reprenderla por no haber dicho a nadie que salía? Pero también él se había asustado cuando advirtió que no estaba allí, que probablemente se había aventurado en medio de la cellisca. Había conocido períodos de mal tiempo –los inviernos eran excepcionalmente fríos y duros en la región en donde había pasado su juventud–, pero nunca había visto condiciones tan rigurosas. Tenía la impresión de que aquella tempestad estaba causando estragos desde mediados del invierno.
Nadie había temido más por ella que Jondalar, pero no quería exteriorizar su intensa preocupación. Apenas había hablado con ella desde la noche de su adopción. Al principio, angustiado por el dolor de verla elegir a otro, se había encerrado en sí mismo, indeciso con respecto a sus propios sentimientos. Tenía unos celos locos, pero dudaba de su amor hacia ella. Había sentido vergüenza de haberla traído consigo y también de pensar así.
Ayla no había vuelto a compartir las pieles de Ranec, pero todas las noches Jondalar temía que lo hiciese. Eso le ponía tenso y nervioso. Acabó manteniéndose alejado del Hogar del Mamut hasta que ella se acostaba. Cuando, por fin, se reunía con ella en la plataforma, le volvía la espalda y se resistía al deseo de tocarla, temeroso de perder el dominio de sí mismo, de derrumbarse y suplicar amor.
Pero Ayla no comprendía el porqué de ese rechazo. Cuando trataba de conversar con él, Jondalar respondía con monosílabos o se fingía dormido; si le rodeaba con un brazo, le sentía rígido e indiferente. Era como si ya no la quisiera, y todavía se convenció más cuando puso sus propias pieles por separado para no sentir el ardoroso contacto de su cuerpo. Incluso durante el día se mantenía distanciado de ella. Wymez, Danug y él habían dispuesto un sitio en el hogar de cocinar para trabajar el pedernal. Allí pasaba Jondalar la mayor parte del día; no soportaba trabajar con Wymez en el Hogar del Zorro frente a la cama que ella había compartido con Ranec.
Al cabo de un tiempo, tras haber sufrido repetidos rechazos a sus insinuaciones, Ayla se sintió desconcertada, confundida, y se distanció de él. Sólo entonces comprendió Jondalar que el distanciamiento entre ambos era culpa suya, pero no sabía cómo resolver el dilema. Por mucha experiencia que tuviera en cuestión de mujeres, no era ducho en el amor. Se percató de que era reacio a decirle lo que sentía por ella. Se acordaba de las jóvenes que le perseguían declarándole sus fuertes sentimientos cuando él nada sentía por ellas. Eso le hacía sentirse incómodo, le daba deseos de huir. Y como no deseaba que Ayla experimentara lo mismo con respecto a él, se mantenía apartado.
Ranec sabía que la pareja no compartía Placeres. Tenía dolorosa conciencia de lo que hacía Ayla en todo momento, aunque tratara de disimular. Sabía cuándo se acostaba y cuándo despertaba, qué comía y con quién hablaba. Pasaba el mayor tiempo posible en el Hogar del Mamut. Entre quienes se reunían allí, las ingeniosidades de Ranec, a veces dirigidas a uno u otro miembro del Campamento del León, eran motivo frecuente de ruidosas carcajadas. Sin embargo, se mostraba escrupulosamente cauteloso para no denigrar a Jondalar, aunque Ayla no estuviera cerca.