Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
Mamut esperó, por si hubiera terminado. Tenía una vaga idea de lo que ella había experimentado, pues se le había permitido presenciar una ceremonia del Clan. Utilizaban ciertas plantas de un modo peculiar y él había experimentado algo insondable. A pesar de todos sus intentos, jamás había podido repetir la experiencia, aun después de convertirse en Mamut. Iba a decir algo cuando Ayla volvió a hablar.
–A veces quiero tirar raíz, pero Iza dice es sagrada.
Él tardó un momento en comprender el significado de este comentario, pero el impacto estuvo a punto de hacer que se incorporara.
–¿Quieres decir que tienes esa raíz contigo? –preguntó, conteniendo su entusiasmo con dificultad.
–Cuando parto, llevo bolsa de medicinas. La raíz está en bolsa, en saquito rojo especial.
–Pero ¿todavía se la puede usar? Dices que han pasado más de tres años desde que te fuiste. ¿No habrá perdido su potencia en este tiempo?
–No, preparada de modo especial. Cuando raíz se seca, dura mucho tiempo, muchos años.
–Ayla –comenzó Mamut, tratando de formular su frase del modo debido–. Podría ser una verdadera suerte que todavía la tengas. Como sabes, el mejor modo de superar un miedo es enfrentarse a él. ¿Estarías dispuesta a preparar otra vez esa raíz, sólo para ti y para mí?
Ayla se estremeció de sólo pensarlo.
–No sé, Mamut. No quiero, tengo miedo.
–No te pido que lo hagas ahora mismo. Antes necesitas cierta iniciación y estar preparada. Y deberá ser para una ceremonia especial, de significación profunda. Tal vez en el Festival de Primavera, el comienzo de la vida nueva –vio que temblaba otra vez–. Todo depende de ti, pero no tienes por qué decidirlo ahora. Sólo te pido que me permitas comenzar tu iniciación y tu preparación. Cuando llegue la primavera, si no te sientes dispuesta, puedes decir que no.
–¿Qué es iniciación? –preguntó Ayla.
–Primero tendrás que aprender ciertas canciones y estribillos, y a usar el cráneo de Mamut. Además de aprender el significado de ciertos símbolos.
Rydag, que la observaba con atención, la vio fruncir el ceño. Deseó con todas sus fuerzas que accediera. Acababa de aprender sobre el pueblo de su madre cosas que nunca había sabido, pero deseaba saber más. Si Mamut y Ayla planeaban una ceremonia con ritos del Clan, sin duda tendría esa oportunidad.
Cuando Ayla abrió los ojos había en ellos una expresión preocupada. Pero tragó saliva con fuerza e hizo un gesto de asentimiento.
–Sí, Mamut. Trataré de enfrentarme a miedo a mundo de espíritus, si me ayudas.
Mamut volvió a recostarse. No advirtió que Ayla apretaba el saquito decorado que le colgaba del cuello.
–¡Ju, ju, ju! ¡Son tres! –gritó Crozie, con una pizca de risa maliciosa, contando los discos que habían caído en la escudilla de madera con la cara marcada hacia arriba.
–Te toca otra vez –dijo Nezzie. Estaban sentadas en el suelo, junto al círculo nivelado de seca tierra loéssica, donde Talut había trazado los planes para la cacería–. Todavía te faltan siete. Apuesto dos más.
Hizo otras líneas en la superficie alisada del foso de dibujo. Crozie levantó la escudilla y sacudió a un tiempo los siete discos de marfil. Eran pequeños y de forma levemente convexa, de modo tal que se balanceaban sobre cualquier superficie plana; una de las caras era lisa, la otra estaba marcada con líneas y colores. Crozie, sosteniendo la ancha escudilla de mimbre cerca del suelo, arrojó las piezas al aire. Luego movió hábilmente el recipiente por encima de la esterilla que delimitaba la zona de juego y atrapó los discos en él. En esta ocasión, cuatro de los discos presentaron la cara marcada hacia arriba y sólo tres su cara lisa.
–¡Mira esto! ¡Cuatro! Sólo faltan tres. Apostaré cinco más.
Ayla, sentada en otra esterilla a poca distancia, bebía a pequeños sorbos una infusión en una escudilla de madera, mientras observaba cómo la anciana agitaba de nuevo los discos. Crozie volvió a lanzar los discos y volvió a recogerlos en el aire. Esta vez fueron cinco los que presentaron la cara marcada.
–¡He ganado! ¿Quieres probar de nuevo, Nezzie?
–Bueno, una vez más –respondió la mujer, arrojando los discos al aire para atraparlos con el cestito plano.
–¡Ahí está el ojo negro! –exclamó Crozie, señalando un disco que había mostrado su cara negra–. ¡Has perdido! Con esto me debes doce. ¿Quieres jugar otra partida?
–No. Hoy tienes demasiada suerte –dijo Nezzie, levantándose.
–¿Y tú, Ayla? –preguntó la anciana–. ¿Quieres jugar una partida?
–No sirvo para ese juego –dijo Ayla–. A veces no atrapo todas las piezas.
Había observado muchas veces el juego durante la fría y prolongada estación, pero había jugado poco y sólo para practicar. Sabía que Crozie no lo hacía por distracción, sino muy en serio, demostrando poca paciencia con los jugadores ineptos o indecisos.
–Bueno, ¿y a los huesecitos? Para eso no hace falta habilidad.
–Jugaría, pero no sé qué apostar –dijo Ayla.
–Nezzie y yo jugamos con tanteo y arreglamos cuentas después.
–Ahora o después, no sé qué apostar.
–Has de tener algo que apostar sin duda –dijo Crozie, un tanto impaciente por seguir jugando–. Algo de valor.
–¿Y tú apuestas algo mismo valor?
La anciana asintió bruscamente con la cabeza.
–Por supuesto.
Ayla frunció el ceño, concentrándose.
–Tal vez... pieles, o cuero, o algo que hacer. ¡Espera! Se me ocurre una cosa. Jondalar juega con Mamut y apuesta habilidad. Cuando pierde hace cuchillo especial. ¿Se puede apostar habilidad, Crozie?
–¿Por qué no? Lo marcaré aquí –Crozie alisó el suelo con el canto de su cuchillo. Cogió dos objetos del suelo, a su lado, y los enseñó, uno en cada mano–. Contaremos tres marcas por juego. Si aciertas, tienes una marca. Si no, la marca es mía. La primera que llegue a tres gana la partida.
Ayla miró los dos metacarpos de buey almizclero, uno pintado con líneas rojas y negras, el otro de color natural.
–Debo elegir el blanco, ¿verdad? –preguntó.
–Así es –confirmó Crozie, con un destello calculador en los ojos–. ¿Estás lista? –frotó ambas manos, con los huesos en el medio, pero echó un vistazo a Jondalar, que estaba sentado con Danug en la zona de trabajo–. ¿Es cierto que es tan hábil? –preguntó, señalándole con la cabeza.
Ayla fijó la vista en la cabeza rubia, inclinada hacia el muchacho pelirrojo. Cuando volvió la atención al juego, Crozie tenía ambas manos a la espalda.
–Sí, Jondalar hábil.
¿Acaso Crozie había tratado deliberadamente de distraerla? Observó a la anciana con cuidado, reparando en la leve inclinación de los hombros, en el modo de erguir la cabeza, en la expresión de su rostro.
Crozie volvió a poner las manos delante y las alargó hacia ella, con un hueso escondido en cada puño. Ayla estudió la cara arrugada, que se había tornado inexpresiva, y las manos artríticas, de nudillos blancos. ¿Una de las manos no estaba algo más cerca del pecho? Ayla eligió la otra.
–¡Perdiste! –se jactó Crozie, abriendo la mano para mostrar el hueso rojo y negro. Trazó una rayita en el suelo–. ¿Estás lista para otra ronda?
–Sí –dijo la muchacha.
En esta oportunidad Crozie comenzó a tararear para sus adentros, mientras frotaba los huesos entre las palmas. Por un momento cerró los ojos, pero luego clavó la vista en el techo, como si viera algo interesante cerca del agujero para el humo. Ayla sintió la tentación de buscar con la vista aquello tan fascinante, pero recordó la treta anterior y volvió a bajarla, justo a tiempo de descubrir que la astuta anciana echaba una ojeada entre las manos antes de ponerlas rápidamente a la espalda. Por la vieja cara cruzó una fugaz aviesa sonrisa de complacencia. El movimiento de brazos y hombros daba la impresión de que las manos escondidas se estaban moviendo. ¿Acaso Crozie pensaba que Ayla había visto alguno de los huesos y estaba cambiándolos de sitio? ¿O sólo quería hacérselo creer así?
La joven comprendió que el juego no constituía una mera diversión; resultaba más interesante practicarlo que mirar. Crozie volvió a presentar sus puños apretados. Ayla la observó con atención, aunque sin que se notara. Para empezar, no era cortés mirar a otro con fijeza; en un plano más sutil, no le convenía dejar que Crozie advirtiera lo que estaba buscando. Resultaba difícil de adivinar, pues la vieja era experta en el juego, pero parecía que un hombro estaba algo más alto que el otro, ¿y la otra mano no estaba algo retirada? Ayla eligió la mano que Crozie parecía querer que eligiera, la que no correspondía.
–¡Ja, perdiste otra vez! –dijo la anciana, regocijada. Y se apresuró a agregar–: ¿Estás lista?
Antes de que Ayla pudiera asentir, ya tenía las manos tras la espalda y volvía a ofrecérselas para que escogiera; pero en esta ocasión se había inclinado hacia delante. Ayla se resistió, sonriendo. La vieja siempre estaba haciendo cambios, tratando de que no se pusiera de manifiesto. La muchacha eligió la mano que le pareció correcta y fue recompensada con otra marca en el suelo. En la ronda siguiente, Crozie volvió a cambiar de posición, con las manos bajas, y Ayla volvió a equivocarse.
–¡Son tres! He ganado. Pero no se puede tentar la suerte en una sola partida. ¿Quieres jugar otra?
–Sí, me gustaría jugar otra.
Crozie sonrió, pero como Ayla acertara dos veces seguidas, su expresión se hizo mucho menos complacida. Con el ceño fruncido, frotó los huesos por tercera vez.
–¡Mira aquello! ¿Qué es? –preguntó, señalando con la barbilla, en un flagrante intento de distraer a su adversaria.
Ayla apartó la vista; cuando volvió a mirar, la vieja sonreía otra vez. La muchacha se tomó tiempo para elegir la mano que tenía el hueso blanco aunque ya lo había decidido de antemano. No quería ensañarse con Crozie, pues ya había aprendido a interpretar las señales inconscientes de su cuerpo y sabía con tanta claridad como si la propia anciana se lo hubiera dicho, en qué mano estaba el hueso blanco.
A Crozie no le habría gustado saber que se estaba denunciando con tanta facilidad, pero Ayla contaba con una ventaja muy poco corriente: estaba muy habituada a observar e interpretar detalles sutiles de la postura del cuerpo y la expresión del rostro de un modo casi instintivo. Constituía una parte esencial del lenguaje del Clan: transmitían los más mínimos matices del significado. Había notado que los movimientos y las posturas del cuerpo también tenían un sentido incluso entre los que se comunicaban sobre todo mediante sonidos verbales, aun cuando se hicieran inconscientemente.
Demasiado ocupada en aprender el idioma oral de su nuevo pueblo, no había hecho un esfuerzo especial por interpretar aquel idioma inconsciente; ahora que hablaba con fluidez, si bien no con total corrección, podía incorporar su habilidad para la comunicación a ciertas matizaciones idiomáticas que, normalmente, no eran consideradas como parte integrante del habla. El juego que estaba disputando con Crozie le hacía caer en la cuenta de que se podía comprender mucho mejor a la gente como ella aplicando los conocimientos aprendidos en el Clan. Y si en el Clan no se podía mentir porque el lenguaje del cuerpo era imposible de ocultar, mucho menos podían los Otros ocultarle sus secretos. Ni siquiera sabían que estaban «hablando». Todavía no era capaz de interpretar por completo las señales corporales de los Otros, pero... todo se andaría.
Eligió la mano que encerraba el hueso blanco. Con un mohín de irritación, Crozie marcó una tercera línea para Ayla.
–Ahora la suerte está de tu parte –comentó–. Ya que yo he ganado una partida y tú otra, podríamos darnos por empatadas y olvidarnos de la apuesta.
–No –dijo Ayla–. Apostamos habilidad. Tú ganas mi habilidad, que es medicina. Te doy. Quiero tu habilidad.
–¿Cuál? –inquirió Crozie–. ¿Mi habilidad para el juego? Es lo que mejor se me da, en estos tiempos, y ya me has ganado. ¿Qué quieres de mí?
–No, para juego, no. Quiero hacer cuero blanco –dijo Ayla.
Crozie quedó boquiabierta.
–¿Cuero blanco?
–Cuero blanco, como la túnica tú pusiste para adopción.
–Hace años que no lo hago.
–Pero ¿puedes hacer?
–Sí –los ojos de Crozie se suavizaron con una expresión distante–. Aprendí de niña, gracias a mi madre. Antes era sagrado para el Hogar de la Cigüeña; al menos, eso dice la leyenda. Nadie más podía usarlo... –sus pupilas volvieron a endurecerse–. Pero eso fue antes de que el Hogar de la Cigüeña cayera tan bajo que hasta el Precio Nupcial es una limosna –miró fijamente a la joven–. ¿Qué representa el cuero blanco para ti?
–Es bello –los ojos de la anciana volvieron a dulcificarse involuntariamente–. Y blanco es sagrado para alguien –concluyó Ayla, mirándose las manos–. Quiero hacer túnica especial, como a alguien gusta. Túnica especial blanca.
Ayla no vio que Crozie desviaba la vista hacia Jondalar; por casualidad, en ese momento el joven las miraba fijamente; apartó los ojos de inmediato, como si estuviera avergonzado. La anciana miró de nuevo a la muchacha, que seguía con la cabeza baja.
–¿Y qué me das tú a cambio? –preguntó.
–¿Me enseñarás? –Ayla levantó la vista, sonriendo. Vio un destello de avaricia en aquellos viejos ojos, pero también algo más, algo distante, más dulce–. Haré medicina para el reumatismo –dijo–, como para Mamut.
–¿Y quién te ha dicho que lo necesito? –le espetó Crozie–. Yo no soy tan vieja como él.
–No, no tan vieja, Crozie, pero tienes dolor. No dices tienes dolor, te quejas otras cosas, pero yo sé porque soy Mujer Que Cura. La medicina no puede curar huesos doloridos, nada cura, pero hace sentir mejor. Fomentos calientes hacen fácil moverse y flexionar. Y haré medicina para dolor, una para mañana, otra para otras horas –enseguida, percibiendo que la anciana quería poner a salvo su orgullo, agregó–: Necesito hacerte medicina para pagar apuesta. Es mi habilidad.
–Bueno, supongo que necesitas pagar tu apuesta –dijo Crozie–, pero quisiera algo más.
–¿Qué? Haré, si puedo.
–Quiero más de ese sebo blanco que suaviza la piel seca, dejándola tersa... y joven –dijo, en voz baja. De inmediato irguió la espalda, agregando con voz cortante–: Siempre se me ha agrietado la piel en invierno.
Ayla sonrió.
–Haré. Ahora di cuál mejor cuero para hacer blanco. Preguntaré a Nezzie si hay en habitaciones frías.