Los cazadores de mamuts (88 page)

Read Los cazadores de mamuts Online

Authors: Jean M. Auel

En los últimos tiempos, Hartal había experimentado una fuerte atracción por el nervioso cachorro. En cuanto vio su pelaje gris, emitió un gorgorito de júbilo y corrió hacia él, pero sus pasos eran todavía inestables, y acabó cayéndose sobre el animal. Lobo lanzó una especie de ladrido, pero su única reacción fue lamer la cara del pequeño, que se echó a reír. Hartal le apartó la cálida y húmeda lengua, e introdujo sus manitas regordetas en aquellas grandes fauces, llenas de dientes agudos; luego agarró un puñado de pelo y trató de atraer al cachorro.

Ludeg, olvidando su nerviosismo, miraba las maniobras del pequeño con los ojos desorbitados por la sorpresa, pero sobre todo observaba la actitud paciente del feroz depredador. Por otra parte, tras aquel asalto, Lobo no podía persistir en su actitud defensiva y desconfiada. Todavía era un cahorro y no había adquirido la obstinación que caracterizaba a los adultos de su especie. Ayla miró a Rydag con una sonrisa; había adivinado de inmediato que se había traído a Hartal con el objetivo concreto que se había conseguido. Cuando Tronie se acercó para llevarse a su hijo, Ayla cogió en brazos a Lobo y decidió que era hora de presentárselo al desconocido.

–Creo que Lobo se acostumbrará a ti más rápidamente si le dejas que se familiarice con tu olor –dijo la joven.

Hablaba el mamutoi a la perfección, pero Ludeg detectó cierta diferencia en la forma de pronunciar algunas palabras. Por primera vez la observó con atención, preguntándose quién sería. Estaba seguro de no haberla visto en el Campamento del León el verano anterior. Más aún, no recordaba haberla visto nunca, y su belleza no era fácil de olvidar. ¿De dónde había venido? Al levantar la vista vio que un forastero, alto y rubio, le observaba.

–¿Qué debo hacer? –preguntó.

–Creo que bastará con que le dejes oler tu mano. También le gustan las caricias, pero yo en tu lugar no me apresuraría. Necesita un poco de tiempo para familiarizarse contigo –dijo Ayla.

Ludeg, con cierta desconfianza, alargó la mano. Ayla dejó a Lobo en el suelo para que olfateara, pero se mantuvo cerca por precaución. No creía que Lobo se decidiera a atacar, pero no estaba segura. Al cabo de un rato, el hombre estiró el brazo para tocar el pelaje espeso. Hasta entonces nunca había tocado a un lobo vivo, y eso le entusiasmó. Miró a Ayla con una sonrisa y, al verla sonreír a su vez, volvió a admirar su belleza.

–Será mejor que os dé mis noticias de inmediato, Talut –dijo Ludeg–. Creo que también el Campamento del León tiene mucho que contarme.

El corpulento jefe sonrió. Ésa era la clase de interés que le agradaba. Los mensajeros siempre traían algo que contar: eran escogidos no sólo por la celeridad de su carrera, sino también por su habilidad como narradores.

–Dinos, entonces. ¿Qué noticias traes?

–La más importante es que se ha cambiado el sitio para la Reunión de Verano. Actuará como anfitrión el Campamento del Lobo. El paraje que elegimos el verano pasado ha sido devastado por una inundación. También traigo noticias tristes. Pasé una noche en un Campamento de los Sungaea. Hay entre ellos una enfermedad mortal. Han muerto entre ellos varios; cuando les dejé, el hijo y la hija de la Mujer Que Manda estaban muy enfermos, se dudaba que pudieran sobrevivir.

–¡Oh, eso es terrible! –exclamó Nezzie.

–¿Qué clase de enfermedad es? –preguntó Ayla.

–Parece ser algo de pecho. Fiebre alta, mucha tos y dificultad para respirar.

–¿A qué distancia queda ese sitio? –preguntó Ayla.

–¿No lo sabes?

–Ayla vino a hacernos una visita, pero la hemos adoptado –aclaró Tulie. Y se volvió hacia la joven–. No queda muy lejos.

–¿Podemos ir, Tulie? ¿O hay alguien que me acompañe? Si esos niños están enfermos, tal vez pueda servir de ayuda.

–No sé. ¿Qué te parece, Talut?

–Si la Reunión de Verano va a celebrarse en el Campamento del Lobo, tendríamos que desviarnos. Y ni siquiera son parientes, Tulie.

–Creo que Darnev tenía parientes lejanos en ese Campamento –precisó Tulie–. Y es una pena que una pareja de hermanos tan jóvenes estén enfermos.

–Quizá debamos ir, pero tendríamos que partir lo antes posible –apostilló el jefe.

Ludeg estaba escuchando con gran interés.

–Bueno, ahora que os he dado mis noticias, me gustaría saber algo más de este miembro nuevo que tiene el Campamento, Talut. ¿Es de verdad una Mujer Que Cura? ¿Y de dónde ha salido este lobo? Nunca he oído hablar de nadie que tuviera un lobo en un albergue.

–Y eso no es todo –agregó Frebec–. Ayla tiene además dos caballos: una yegua y un potro joven.

El visitante le miró con incredulidad. Luego se acomodó para escuchar lo que el Campamento tenía que contarle a él.

A la mañana siguiente, tras una larga velada consumida en relatos apasionantes, Ludeg presenció una demostración de las habilidades de Jondalar y Ayla con los caballos. Quedó satisfactoriamente impresionado. Cuando partió hacia el Campamento más próximo, iba dispuesto a extender la noticia de que había una nueva mujer entre los Mamutoi, además del cambio de sede para la Reunión de Verano. Como el Campamento del León pensaba partir a la mañana siguiente, pasó el resto del día ocupado con los preparativos de último momento.

Ayla decidió llevar más medicinas de las que normalmente llevaba en su bolsa. Mientras conversaba con Mamut, que estaba preparando su equipaje, revisó su provisión de hierbas. Al observar que el anciano renqueaba a causa del dolor de sus articulaciones, recordó que los viejos del Clan, cuando no estaban en condiciones de efectuar el largo viaje, se quedaban en sus cavernas. ¿Cómo iba a poder Mamut viajar tanto? Esto la preocupó a tal punto que fue en busca de Talut para preguntárselo.

–Yo lo cargo a mi espalda la mayor parte del trayecto –explicó el jefe.

Ayla notó que Nezzie se disponía a añadir un bulto al montón de cosas que serían transportadas en las angarillas tiradas por los caballos. Rydag, sentado en el suelo a poca distancia, parecía desconsolado. De pronto Ayla fue en busca de Jondalar. Le encontró llenando la mochila que Tulie le había dado para el viaje.

–¡Jondalar, estabas aquí! –dijo.

Él levantó la vista, sobresaltado. Ayla era la última persona a la que esperaba ver en aquellos momentos. Había estado pensando en ella, preguntándose cómo se despediría de ella. Acababa de decidir que era la mejor ocasión para marcharse, mientras todos se preparaban para abandonar el albergue. En vez de irse con el Campamento del León a la Reunión de Verano, él tomaría otra dirección e iniciaría el largo retorno a su hogar.

–¿Sabes cómo viaja Mamut a las Reuniones de Verano? –preguntó la muchacha.

La pregunta le pilló por sorpresa. Era lo que menos le preocupaba en aquel momento. Ni siquiera estaba seguro de haber oído bien.

–No..., ni idea.

–Talut tiene que llevarle sobre su espalda. Y además está Rydag, con el que también hay que cargar. Estaba pensando, Jondalar... Tú has adiestrado a Corredor y ahora ya está acostumbrado a llevar a alguien sobre el lomo, ¿verdad?

–Sí.

–Y tú puedes guiarle. Va adonde tú quieres, ¿no?

–Sí, creo que sí.

–¡Bueno! Entonces no hay ninguna razón para que Mamut y Rydag no puedan ir a la Reunión montados a caballo. Aunque no sepan conducirlos, tú y yo los guiaremos. Será mucho más fácil para todos. Y tal vez eso reanime a Rydag, que tan deprimido se siente últimamente. ¿Te acuerdas de su alegría la primera vez que se encaramó a Whinney? No te molesta, ¿verdad, Jondalar? Tú y yo podemos caminar, como todo el mundo.

Parecía feliz, muy contenta de haber tenido aquella idea. Estaba claro que ni se le había pasado por la imaginación que él no les acompañara. ¿Cómo negarse?, pensó Jondalar. Era una idea estupenda y, después de todo lo que el Campamento del León había hecho por él, era lo menos que él podía hacer en contrapartida.

–No, no me molesta caminar –dijo.

Experimentó un extraño alivio al ver que Ayla iba a hablar con Talut; era como si le hubieran quitado un gran peso de encima. Se apresuró a terminar lo que estaba haciendo, cogió su equipaje y fue a reunirse con el resto del Campamento. Ayla estaba supervisando la carga de los travesaños. Ya estaban casi listos para partir.

Nezzie, al ver que se acercaba, le sonrió:

–Me alegra que hayas decidido acompañarnos y ayudar a Ayla con los caballos. Mamut viajará mucho más cómodo. ¡Y mira a Rydag! Nunca ha estado tan contento de partir hacia una Reunión de Verano.

Jondalar se quedó pensativo. ¿Era una suposición suya o Nezzie estaba enterada de lo que él había estado planeando hasta aquel momento?

–¡Y piensa en la impresión que causaremos al llegar, no sólo con caballos, sino con gente montada en ellos! –agregó Barzec.

–Te estábamos esperando, Jondalar. Ayla no estaba segura de quién debía montar en la yegua y quién en el potro –dijo Talut.

–Creo que da igual –respondió Jondalar–. Whinney es algo más cómoda. No hace saltar tanto a su jinete.

Observó que Ranec estaba ayudando a Ayla a equilibrar la carga. Se le encogió el corazón al ver que reían juntos y comprendió que sólo gozaba de una tregua momentánea. No había hecho sino retrasar lo inevitable, pero ahora tenía que llegar hasta el final.

Mamut hizo algunos gestos misteriosos y pronunció unas palabras esotéricas; luego clavó una muta en el suelo, frente a la entrada, para que custodiara el albergue. Después montó en Whinney con ayuda de Ayla y de Talut. Parecía nervioso, aunque tratara de no demostrarlo. Jondalar pensó que sabía disimularlo.

El que no estaba nervioso era Rydag: ya había montado a caballo. Sólo se sintió un tanto excitado cuando el joven alto le levantó del suelo para colocarle sobre Corredor. Nunca antes había montado en el potro. Dedicó una amplia sonrisa a Latie, que le estaba obsevando con una mezcla de preocupación por su seguridad, de alegría al verle experimentar una nueva sensación y de un poco de envidia. Había estado observando cómo adiestraba Jondalar al caballo, hasta donde podía hacerlo desde tan lejos: era difícil convencer a otra mujer para que la acompañara. El paso a la edad adulta tenía sus inconvenientes. El adiestramiento de un potro no era necesariamente algo mágico, pensaba ella. Bastaba con tener paciencia y, naturalmente, un caballo que domar.

Después de efectuar una última inspección al Campamento, iniciaron el ascenso de la cuesta. A medio camino, Ayla se detuvo. Lobo hizo lo mismo, observándola con atención. Ella se volvió para mirar hacia el albergue donde había hallado un hogar y había sido acogida por gentes de su propia raza. Echaba de menos la seguridad que representaba, pero allí estaría cuando regresaran, para acogerles de nuevo durante el frío invierno. El viento agitó la pesada cortina que cubría la arcada hecha con colmillos de mamut. Sobre ella destacaba el cráneo del León Cavernario. El Campamento del León parecía vacío sin sus habitantes. Ayla de los Mamutoi se estremeció por efecto de una súbita punzada de tristeza.

Capítulo 30

Las grandes praderas, abundante fuente de vida en aquellas regiones frías, desplegaron ante los ojos del Campamento del León otra faz del ciclo renovado. Las flores violáceas y amarillas de los últimos iris enanos ya se estaban marchitando, aunque todavía conservaban sus colores; las peonías aún estaban en plena floración. Un amplio lecho de pimpollos rojos, que llenaba toda la depresión entre las dos colinas, arrancó exclamaciones de asombro a los viajeros. Pero lo que predominaba eran los pastos tiernos, la cañuela y el espolín emplumado, que convertían las estepas en oleadas de suave plata ondulante, subrayada por la sombra de la salvia azul. Sólo más adelante, cuando la hierba tierna madurara y el espolín perdiera sus plumas, aquellas ricas planicies adquirirían un tono dorado.

El lobezno gozaba a sus anchas descubriendo la multitud de pequeños animales que vivían en la vasta pradera. Se lanzaba en persecución de los turones y de los armiños revestidos de sus oscuros mantos de verano, pero retrocedía ante los intrépidos carniceros que le hacían frente. Cuando las ratas, los ratones y las musarañas, acostumbrados a zafarse de la persecución de los zorros, se escabullían en sus agujeros cavados a ras del suelo, Lobo iba a la caza de jerbos, hamsters y erizos de largas orejas y cubiertos de púas. Ayla se divertía viendo cómo se sobresaltaba sorprendido cuando el jerbo de espesa cola, patas delanteras cortas y largas patas tridáctilas traseras se sumergía en la madriguera en donde había pasado el invierno. Las liebres, los hamsters gigantes constituían una sabrosa comida asados al atardecer directamente sobre el fuego. La honda de Ayla se cobró un buen número de ejemplares levantados por Lobo.

Los roedores que excavaban madrigueras prestaban un buen servicio a la estepa, volteando y aireando la capa de tierra superficial, pero algunos de ellos, los más activos, modificaban el aspecto del paisaje. A medida que avanzaba, el Campamento del León tropezaba continuamente con las madrigueras de los susliks moteados, numerosísimos, y en algunos sitios los viajeros tenían que sortear centenares de montículos cubiertos de hierba, que medían cerca de un metro de altura, en cada uno de los cuales vivía una comunidad de marmotas esteparias.

Los susliks eran presa preferida de los milanos negros, aun cuando estas rapaces de largas alas se alimentaban también de otros roedores, sin contar los insectos y la carroña. En general, las elegantes aves descubrían a sus víctimas durante sus vuelos ascendentes, pero también planeaban al estilo de los halcones o volaban bajo para abalanzarse contra su presa. También el águila leonada gustaba de estos prolíficos roedores. Un día, Ayla sorprendió a Lobo en una postura que la impulsó a mirar más de cerca. Al aproximarse vio a una de estas grandes rapaces de un castaño intenso aterrizar cerca de su nido, construido a ras del suelo: llevaba un suslik para sus polluelos. La joven observó la escena con interés, pero ni ella ni el lobo hostigaron a la nidada.

Otras muchas aves vivían de la generosidad de las grandes planicies. Sobre la estepa se veían por doquier alondras, calandrias, urogallos, perdices blancas, gangas, magníficas avutardas, hermosas grullas de un tono gris azulado, con la cabeza negra y una capa de plumas blancas entre los ojos. Llegaban al comienzo de la primavera para anidar, se alimentaban abundantemente con insectos, lagartos y serpientes y, en otoño, surcaban el cielo en grandes formaciones en V, en medio de un concierto de agudos chillidos.

Other books

Blackwood Farm by Anne Rice
Ice Kissed by Amanda Hocking
Chewing Rocks by Alan Black
Cara's Twelve by Chantel Seabrook
Promised Land by Robert B. Parker
Winter Warriors by David Gemmell
Time Will Tell by Donald Greig
Fright Night by John Skipp