Los cazadores de mamuts (86 page)

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Authors: Jean M. Auel

Los mamuts estaban eminentemente adaptados a su glacial medio. El pellejo era muy grueso, aislado por siete u ocho centímetros de grasa subcutánea; lo cubría un denso pelaje interior, con un espesor de más de dos centímetros. El áspero y largo pelaje externo, cuyas capas alcanzaban en ocasiones una longitud de hasta medio metro, era de color pardo-rojizo oscuro y pendía a modo de guedejas sobre la lana de abajo, protegiéndoles del viento y de la humedad. La eficacia de sus molares, que semejaban limas, les permitía consumir en invierno una dieta de hierba seca y dura, a la que se añadía un complemento de ramitas y cortezas de abedul, sauce y alerce, con tanta facilidad como, en verano, hierba verde, juncos y otras plantas.

Lo más impresionante eran sus inmensos colmillos, que nacían en la mandíbula inferior, poco separados entre sí; en el primer tramo apuntaban hacia abajo; después trazaban una marcada curva hacia afuera, luego hacia arriba y, por fin, hacia dentro. En los machos viejos, un colmillo podía superar los cuatro metros y medio de longitud, en cuyo caso se cruzaban en el centro. En los animales jóvenes, constituían armas muy eficaces y herramientas naturales para desarraigar árboles y despejar de nieve los pastos para poder alimentarse. No obstante, cuando las dos puntas se superponían y se cruzaban, resultaban molestas y estorbaban en vez de ayudar.

La aparición de los gigantescos animales provocó en Ayla un alud de recuerdos. Recordó la primera vez que pudo admirar a los mamuts y cuánto había deseado en aquel momento poder ir de caza acompañando a los hombres del Clan. Talut la había invitado a participar en la primera cacería del mamut con los Mamutoi. Era una apasionada de la caza; la idea de que ahora podía realmente participar en una junto a los hombres y las mujeres del Campamento del León provocó en su piel un escalofrío de gozosa impaciencia. Ya estaba gozando de antemano la perspectiva de la próxima Reunión de Verano.

La primera cacería de la temporada encerraba un importante significado simbólico. Por enormes y majestuosos que fueran aquellos mamíferos, el sentimiento que inspiraban en los Mamutoi iba mucho más allá de la mera admiración. Ellos dependían del animal, y no sólo en cuanto a su alimento. La necesidad y el deseo de asegurar la supervivencia de las grandes bestias les había hecho establecer con respecto a los mamuts una relación especial. Los reverenciaban, porque en ellos basaban su propia identidad.

Los mamuts no tenían realmente enemigos naturales; ningún carnívoro dependía regularmente de ellos para su sustento. Los enormes leones cavernarios, que duplicaban en tamaño a cualquier otro felino, se alimentaban de grandes herbívoros como uros, bisontes, ciervos gigantes, alces, uapitis o caballos y podían hacerse con ejemplares adultos en plenitud de fuerzas. En ocasiones podían matar a algún mamut muy joven o muy viejo, o también un individuo enfermo. Pero ningún depredador cuadrúpedo, solo o en grupo, era capaz de dar muerte a un ejemplar adulto en la flor de su edad. Sólo los Mamutoi, los hijos humanos de la Gran Madre Tierra, habían recibido la capacidad de cazar a la más grande de Sus criaturas. Eran los elegidos. Entre todas Sus creaciones, ellos eran los preeminentes. Eran los Cazadores de Mamuts.

Cuando el rebaño hubo pasado, la gente del Campamento lo siguió con ansiedad. No para cazarlos, pues eso vendría más tarde, sino para recoger la suave lana del pelaje invernal, que se desprendía en grandes mechones a través de los pelos exteriores, más ásperos y largos. Este material, cuyo color natural era el rojo oscuro, que se recogía del suelo y de las ramas espinosas en que quedaba prendido, era considerado un don especial del Espíritu del Mamut.

Llegado el caso, se recogía con el mismo entusiasmo la lana blanca del muflón, de la que este carnero salvaje se desprendía en primavera, la lana pardusca, increíblemente suave, del buey almizclero o el vellón más claro del rinoceronte lanudo. Los Mamutoi daban mentalmente gracias a la Gran Madre Tierra, que sacaba de Su abundancia cuanto necesitaban Sus hijos: los vegetales comestibles, los animales y materiales como el sílex y la arcilla. Bastaba con saber dónde y cuándo había que buscarlos.

Los Mamutoi agregaban con sumo gusto a su dieta habitual los vegetales frescos (hidratos de carbono), de la rica variedad disponible en primavera, y se cazaba poco a poco hasta mediados de verano, a menos que las reservas de carne estuvieran ya muy mermadas. Los animales estaban aún demasiado flacos. El duro invierno les privaba de su fuente de energía, concentrada en forma de grasa, y las migraciones obedecían precisamente a la necesidad de reponerla. Se escogían unos pocos bisontes machos, siempre que la piel todavía fuera negra en la base del cuello, señal de que aún existía cierta cantidad de grasa, y algunas hembras preñadas de diversas especies, para hacerse con la carne del tierno feto y, sobre todo, su piel, que servía para hacer ropa interior o suaves prendas para los bebés. La principal excepción era el reno.

Grandes rebaños de renos emigraban hacia el norte. Las hembras, con la cabeza coronada de cuernos, acompañadas de las crías del año anterior, abrían camino a lo largo de las pistas que conducían a los territorios en donde tradicionalmente iban a parir. Los machos seguían tras ellas. Como sucedía con todos los animales gregarios, sus filas eran diezmadas por los lobos, que acechaban sus flancos y se cobraban los ejemplares más débiles y más viejos, y por diversas especies de felinos: los grandes linces, los leopardos de cuerpo alargado y, de cuando en cuando, algún enorme león cavernario. Los grandes carnívoros regalaban los restos de sus festines a otros carnívoros de menor porte y a los carroñeros, cuadrúpedos o aves: zorros, hienas, osos pardos, gatos de algalia, pequeños felinos de las estepas, glotones, cuervos, milanos, halcones y otros muchos.

Los cazadores bípedos elegían sus presas entre todas esas especies. No hacían ascos ni a las pieles ni a las plumas de sus competidores, si bien el reno era la presa preferida por el Campamento del León. No tanto por su carne, aun cuando tampoco la despreciaban; especial atención les merecía la lengua, y también desecaban la carne en general para convertirla en alimento durante los viajes. Pero lo que principalmente les interesaba a los Mamutoi eran las pieles. Aunque generalmente era de un color leonado grisáceo, el pelaje de la mayoría de los renos del Norte podía virar del blanco cremoso hasta una coloración oscura, casi negra, pasando por un tono pardo rojizo en los ejemplares más jovenes, aislante por naturaleza. No había nada mejor para prendas de invierno y no tenía igual para ropa de cama. Todos los años el Campamento del León organizaba batidas o ponía trampas para cazar renos, con el fin de proveer a sus reservas o tener a mano regalos que llevaban consigo cuando partían para sus migraciones de verano.

El entusiasmo iba en aumento a medida que el Campamento del León se preparaba para la Reunión de Verano. Una vez al día, cuando menos, alguien explicaba a Ayla lo mucho que le gustaría conocer a algún pariente o amigo, y la alegría que experimentarían al conocerla a ella. Sólo una persona parecía carecer de entusiasmo respecto a aquella reunión de los Campamentos. Ayla nunca había visto a Rydag tan deprimido y estaba preocupada por su salud.

Durante varios días le observó atentamente. Una tarde insólitamente cálida, mientras el niño miraba a varias personas que curtían pieles de reno, se sentó a su lado.

–Te he preparado un remedio nuevo, Rydag, para que lleves a la Reunión de Verano –dijo–. Es más reciente y tal vez sea más eficaz. Tendrás que decirme si notas alguna diferencia, para mejor o para peor –dijo, utilizando a un tiempo la voz y las señas, como siempre–. ¿Cómo te sientes ahora? ¿Has notado algún cambio últimamente?

A Rydag le gustaba conversar con Ayla. Le estaba profundamente agradecido por la posibilidad de comunicarse con los suyos, pero los del Campamento poseían un dominio esencialmente simple y directo de las señales; aunque él comprendía su idioma oral desde hacía años, al hablar con él tendían a simplificarlo para ceñirse a los signos que empleaban. Los de Ayla, en cambio, se aproximaban más, en cuanto a sutileza y sentimiento, al lenguaje oral y realzaban el sentido de sus palabras.

–No, me siento igual –contestó el niño.

–¿Cansado?

–No..., sí. Siempre un poco cansado. No demasiado –añadió sonriendo.

Ayla asintió, al tiempo que le estudiaba con atención en busca de algún síntoma visible; trataba de asegurarse de que no había habido cambios en su estado, al menos hacia un empeoramiento. En realidad, no se apreciaban síntomas de deterioro físico, pero se le veía decaído.

–¿Hay algo que te preocupe, Rydag? ¿Te sientes desdichado?

Él se encogió de hombros, apartando la vista. Luego volvió a mirarla.

–No quiero ir –indicó por señas.

–¿Adónde no quieres ir? No comprendo.

–No quiero ir a la Reunión –aclaró él, desviando nuevamente la vista.

Ayla frunció el ceño, pero no insistió. Al parecer, Rydag no quería hablar del tema, y no tardó en volver al albergue. Ella le siguió, tratando de disimular, y desde el hogar de cocinar le vio tenderse en su cama. Eso le preocupó. Rara vez le veía acostarse voluntariamente durante el día.

Cuando vio que Nezzie entraba y se detenía a atar la cortina, corrió hacia ella para ayudarla.

–Nezzie, ¿sabes qué es lo que le pasa a Rydag? Parece tan... desdichado –comentó.

–Lo sé. Siempre se pone así en esta época del año. Es por la Reunión de Verano. No le gusta.

–Eso me ha dicho. Pero ¿por qué?

Nezzie se detuvo para mirarla de frente.

–No lo sabes, ¿verdad?

La joven sacudió la cabeza. Nezzie se encogió de hombros.

–No te preocupes, Ayla. No hay nada que puedas hacer.

La muchacha atravesó el albergue a lo largo del pasillo y echó un vistazo al niño. Tenía los ojos cerrados, pero ella adivinó que no dormía. Sacudió la cabeza, lamentando no poder ayudarle. Para ella el abatimiento de Rydag derivaba del hecho de que era distinto de los demás. Sin embargo, ya había asistido a otras Reuniones.

Cuando penetró en el Hogar del Mamut, tras cruzar el Hogar del Zorro, que estaba desierto, Lobo llegó dando brincos por la entrada delantera y cayó sobre sus talones, juguetón. Ella le ordenó por medio de una señal que se estuviera quieto. El lobezno obedeció, pero con un aire tan contrito que Ayla, cediendo, le arrojó un trozo de cuero blando, muy mascado; en otros tiempos había sido uno de sus zapatos de interior favoritos, pero se lo había dado a Lobo; parecía ser el único modo de que no royera el calzado ajeno. Se cansó enseguida de su viejo juguete, dobló las patas delanteras y comenzó a gemir meneando la cola. Ayla, sin poder contener una sonrisa, decidió que el día era demasiado bonito para quedarse bajo techado. Siguiendo un repentino impulso, cogió la honda y un saquito de guijarros e hizo señas a Lobo para que la siguiera. Al ver a Whinney en el anexo, decidió llevarse también a la yegua.

Salió por la arcada del anexo, seguida por la yegua y el lobezno gris, cuyo pelaje era, a diferencia del de su madre, el típico de su especie. Vio a Corredor que bajaba hacia el río en compañía de Jondalar. El sol era cálido y el joven se había quitado la camisa; conducía al potro con una soga atada al cuello. Tal como prometiera, había estado adiestrando a Corredor; pasaba con él casi todo el tiempo, cosa que parecía gustarles a ambos.

Cuando el joven divisó a Ayla, le indicó por señas que esperara y empezó a subir la cuesta en dirección a ella. Era extraño que se le acercara, que manifestase deseos de hablarle. Jondalar había cambiado desde el incidente de la estepa. Ya no la evitaba, pero rara vez se esforzaba en dirigirle la palabra, como no fuera de un modo distante, reservado y cortés. Si Ayla tuvo esperanzas de que el joven potro les acercara, Jondalar parecía, por el contrario, haberse distanciado aún más de ella.

Aguardó, con la mirada fija en la alta y musculosa silueta que se acercaba hacia ella. Sin que hiciera nada por activarlo, volvió a sentir de nuevo su ardiente respuesta al deseo de Jondalar. Se quedó inmediatamente sorprendida al darse cuenta de que también ella le deseaba. Era una reacción de su cuerpo que no podía controlar, pero en el momento en que Jondalar se acercaba vio cómo su rostro se coloreaba y sus bellos ojos azules adquirían aquella expresión que ella conocía tan bien. Aun cuando no había orientado deliberadamente su mirada en aquella dirección, advirtió el abultamiento que su virilidad provocaba en su pantalón-polaina. Sintió entonces que también ella se ruborizaba.

–Disculpa, Ayla; no quisiera molestarte, pero me pareció conveniente mostrarte esta brida que he ideado para Corredor. Tal vez te interese usar una así para Whinney –dijo Jondalar, con voz normal, pero lamentando no poder dominar de igual modo el resto de su persona.

–No me molestas –aclaró Ayla, aunque en realidad estaba azorada, y se dedicó a estudiar el artefacto, elaborado con estrechas correas trenzadas.

La yegua había entrado en celo a principios de temporada. Apenas Ayla descubrió su estado, oyó el relincho característico de un semental de las estepas. A pesar de que anteriormente Ayla había recobrado a la yegua, después de que ésta pasara algún tiempo con un semental y su manada, no quería que se marchara de nuevo. Tenía miedo de que su amiga no volviera nunca. Razón por la que usaba una especie de freno y una soga para sujetar a los caballos, manteniéndolos dentro del anexo cuando le era imposible acompañarles. Pasado el celo, continuó usando el freno de vez en cuando, aunque prefería dejar a Whinney en libertad para moverse a sus anchas.

–¿Cómo funciona? –preguntó Ayla.

Él le hizo una demostración con un segundo adminículo que había fabricado para la yegua. Ayla formuló varias preguntas, con aparente normalidad, pero apenas prestaba atención a las respuestas, mucho más atenta al ardor viril de Jondalar y al cautivador olor masculino que desprendía. Le era imposible dejar de mirar sus manos, el movimiento de los músculos en su pecho y el bulto de su virilidad. Ella confiaba en que sus preguntas alargarían la conversación, pero Jondalar se marchó bruscamente en cuanto acabó sus explicaciones. Ayla le vio recoger su camisa, montar a Corredor y subir la cuesta, conduciendo al animal con aquel nuevo aparejo. Durante un instante pensó en seguirle, montada sobre Whinney, pero desechó la idea. Si tanto deseaba alejarse de ella, debía de ser porque no quería tenerla cerca.

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