Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
Al principio Talut había marcado el paso que estaba acostumbrado a llevar cuando viajaba con todo el Campamento, para no exigir demasiado a los miembros más lentos. Pronto descubrió que estaban avanzando mucho más de prisa que de ordinario. Los caballos establecían la diferencia. Al llevar en los travesaños los regalos, las mercancías destinadas al trueque y los cueros para las tiendas, y en el lomo a quienes requerían ayuda, habían aligerado la carga de todos. Al jefe le alegró aquella inesperada celeridad, sobre todo teniendo en cuenta que debían desviarse, pero eso también le planteaba al mismo tiempo un problema. Había planeado la ruta y las paradas para aprovechar ciertos abrevaderos conocidos; ahora debía cambiarlo todo sobre la marcha.
Se habían detenido en las inmediaciones de un riachuelo, aunque todavía era temprano. A intervalos, en las proximidades de las corrientes de agua, la estepa daba paso a algunos bosquecillos; montaron el campamento en una pradera parcialmente rodeada de árboles. Después de liberar a Whinney de sus angarillas, Ayla decidió llevar a Latie a cabalgar, pues a la muchachita le gustaba ayudarle en el cuidado de los animales, que, a su vez, le demostraban un gran afecto. Ayla detuvo su montura y susurró al oído de la joven, sentada a horcajadas delante de ella:
–No hagas el más mínimo gesto, Latie, pero mira hacia allá, cerca del agua.
Latie dirigió la vista en la dirección indicada y frunció el ceño, pues en un primer momento no vio nada extraño. Por fin sonrió: un antílope hembra, con dos crías, acababa de levantar la cabeza con cautela. Luego divisó varios más. Los cuernos retorcidos en espiral surgían rectos de la frente del animal para curvarse ligeramente hacia atrás en la punta. El pronunciado hocico, un poco caído, le confería un aspecto característico.
Mientras permanecían quietas y silenciosas, el canto de los pájaros se tornó más audible: el arrullo de las palomas, la alegre cadencia de la curruca, la llamada de un pájaro carpintero. Ayla oyó la bella nota aflautada de una oropéndola y la imitó con tanta exactitud que confundió al ave. Latie lamentó no poder silbar así.
Ayla dio a Whinney una leve señal, haciéndola acercarse poco a poco hasta el calvero. Latie se estremeció de entusiasmo al aproximarse a los antílopes y al descubrir a otra hembra con dos crías. De pronto cambió el viento; todos los animales levantaron la cabeza y, un instante después, se alejaban hacia la estepa abierta, brincando por entre los árboles. Un trazo gris seguía su marcha; Ayla comprendió entonces lo que les había ahuyentado.
Cuando Lobo regresó, jadeante, para dejarse caer al suelo de golpe, Whinney pastaba serenamente, mientras las dos jóvenes, sentadas en la hierba soleada, recogían fresas silvestres. En el suelo, junto a Ayla, había un ramo de flores de vivos colores: corolas de un rojo brillante, de largos y finos pétalos, y manojos de grandes flores amarillas, mezcladas con cabezuelas blancas y peludas.
–Ojalá hubiera muchas para llevar al campamento –comentó Ayla, mientras se llevaba a la boca otra fresa muy pequeña, pero excepcionalmente sabrosa.
–Harían falta muchísimas. Sólo lamento que no haya más para mí sola –dijo Latie, con una gran sonrisa–. Además, me gusta pensar que éste es un sitio especial, sólo para nosotras dos, Ayla–. Mientras saboreaba una fresa, con los ojos cerrados, su expresión se tornó pensativa–. Esas crías de antílope debían de ser muy pequeñas, ¿verdad? Nunca he estado tan cerca de un antílope tan pequeño.
–Ha sido Whinney la que nos ha permitido acercarnos tanto. Los antílopes no temen a los caballos. Pero este Lobo... –el animal levantó la vista al oírse nombrar–. El que los espantó fue él.
–¿Puedo preguntarte algo, Ayla?
–Por supuesto. Puedes preguntar siempre lo que quieras.
–¿Crees que podré encontrar un caballo algún día? Querría uno pequeño, para cuidarlo como tú cuidaste a Whinney. Así se familiarizaría conmigo.
–No sé. Yo no busqué a Whinney. La encontré por casualidad. Será difícil hacerse con un potrillo, pues todas las madres protegen a sus crías.
–Si quisieras otro caballo, uno pequeño, ¿qué harías?
–Nunca se me ha ocurrido... Si quisiera otro caballo, supongo... Deja que lo piense... Tendría que atrapar a la madre. ¿Recuerdas la cacería del bisonte el otoño pasado? Si estuvieras cazando caballos y cercaras así a una manada, no tendrías la necesidad de matarlos a todos. Podrías quedarte con una o dos crías. Hasta podrías separar un potrillo del resto y soltar a los demás, si no los necesitabas a todos –Ayla sonrió–. Ahora me cuesta más cazar caballos.
Cuando volvieron al campamento, casi todos estaban sentados alrededor de una gran fogata, comiendo. Las dos jóvenes llenaron sus platos y tomaron asiento.
–Hemos visto algunos antílopes –dijo Latie–. Incluso tenían crías.
–Creo que también habéis visto algunas fresas silvestres –comentó Nezzie irónicamente, viendo las manos manchadas de rojo de su hija.
La muchachita se ruborizó, recordando que había querido quedárselas todas.
–No había suficiente para traer al campamento –explicó Ayla.
–Eso no hubiera cambiado nada. Conozco a Latie y a las fresas. Es capaz de devorar toda una pradera llena de fresas, si la encuentra, y no guardar una sola para los demás.
Ayla advirtió el bochorno de la jovencita y cambió de tema.
–He recogido uña de caballo contra la tos, para el Campamento que tiene enfermos, y una planta de flores rojas, cuyo nombre desconozco: su raíz es muy buena para curar las toses roncas y para expulsar las flemas del pecho –dijo.
–No sabía que hubieras recogido flores con ese fin –comentó Latie–. ¿Cómo sabes que existe esa enfermedad en el Campamento?
–No lo sé, pero, al ver esas plantas, he pensado que haría bien en recogerlas. Nosotros mismos hemos padecido esa enfermedad. ¿Cuánto tardaremos en llegar hasta allí, Talut?
–Es difícil decirlo –respondió el jefe–. Estamos viajando con más rapidez que de costumbre. Deberíamos llegar al Campamento Sungaea dentro de uno o dos días. Ludeg me dio un mapa muy bueno. Espero que no sea demasiado tarde. Están más graves de lo que creía.
–¿Cómo lo sabes? –preguntó Ayla, frunciendo el ceño.
–He encontrado señales que alguien dejó.
–¿Qué señales? –se extrañó la muchacha.
–Acompáñame y te las mostraré.
Talut dejó su taza. La condujo hasta un montón de huesos, apilados cerca del agua. Había huesos, especialmente huesos grandes, como cráneos, por doquier en la planicie, pero, al acercarse, Ayla notó que no se trataba de algo casual: alguien había apilado los huesos con una finalidad concreta. Encima de todo se veía un cráneo de mamut, con los colmillos rotos, puesto boca abajo.
–Esto es señal de malas noticias –comentó el pelirrojo, señalando el cráneo–. Muy malas. ¿Ves esa mandíbula inferior, con esas dos vértebras apoyadas contra ella? La punta de la mandíbula indica la dirección, y el Campamento está a dos días de marcha.
–Deben de necesitar ayuda, Talut. ¿Por eso pusieron aquí esta señal?
El jefe señaló un trozo de corteza chamuscada, sostenida por el extremo roto del colmillo izquierdo.
–¿Ves esto?
–Sí, está negra, quemada, como si hubiera estado en un incendio.
–Esto quiere decir «enfermedad», «enfermedad mortal». Alguien ha fallecido. La gente siente miedo de estas enfermedades, y este sitio es un abrevadero muy frecuentado. Esta señal no fue puesta aquí para pedir ayuda, sino para advertir a la gente que no se acerque.
–¡Oh, Talut, tengo que ir! Vosotros no tenéis por qué acompañarme, pero yo debo ir. Puedo partir ahora mismo, con Whinney.
–¿Y qué les dirías al llegar? –preguntó Talut–. No, Ayla, no permitirán que les ayudes. Nadie te conoce. Ni siquiera son Mamutoi; son Sungaea. Ya hemos hablado de esto. Sabíamos que querrías ir. Nos desviamos en esta dirección y te acompañaremos. Creo que, gracias a los caballos, podremos llegar en un solo día, en lugar de en dos.
El sol rozaba el borde de la tierra cuando el grupo de viajeros del Campamento del León divisó un asentamiento grande, situado en una amplia terraza natural, a unos nueve metros por encima de un río torrencial. Se detuvieron al ver que habían llamado la atención de varias personas, que les miraron, atónitas, antes de correr al interior de un refugio. De él salieron un hombre y una mujer; tenían la cara cubierta con ungüento de ocre rojo y el pelo cubierto de cenizas.
«Es demasiado tarde», pensó Talut. En compañía de Tulie, se aproximó al Campamento Sungaea, seguidos ambos por Nezzie y Ayla, que conducía a Whinney, con Mamut a su lomo. Era evidente que habían interrumpido una ceremonia importante. Cuando los visitantes estuvieron a unos tres metros, un hombre con la cara teñida de rojo levantó el brazo, con la palma hacia delante. Era una evidente señal para que se detuvieran. Habló con Talut en un idioma desconocido para Ayla, pero detectó en él algo familiar. Tuvo la sensación de que habría debido entenderlo: tal vez tenía cierta similitud con el mamutoi. Talut respondió en su propio idioma. Luego el hombre volvió a hablar.
–¿Por qué ha venido el Campamento del León de los Mamutoi en un momento como éste? –dijo, empleando el idioma de los Mamutoi–. En este Campamento hay una enfermedad y gran tristeza. ¿No habéis visto las señales?
–Sí, las hemos visto –repuso Talut–. Traemos con nosotros a una hija del Hogar del Mamut, una Mujer Que Cura, con gran experiencia. Ludeg, el mensajero que pasó por aquí hace algunos días, nos habló de vuestros problemas. Estábamos preparándonos para ir a nuestra Reunión de Verano, pero Ayla, nuestra Mujer Que Cura, quiso venir primero a ofrecer sus habilidades. Uno de nosotros era pariente vuestro. Por eso hemos venido.
El hombre miró a la mujer que estaba a su lado. Su dolor era evidente, pero hizo un gran esfuerzo para dominarse un poco.
–Es demasiado tarde –dijo ella–. Han muerto –su voz se apagó en un gemido–. ¡Han muerto! –gritó, angustiada–. Mis hijos, mis pequeños, mi vida... ¡Han muerto!
Dos personas se aproximaron, una por cada lado, para llevársela.
–Mi hermana ha sufrido un gran dolor –dijo el hombre–. Ha perdido a dos hijos, varón y hembra. La niña era casi una mujer; el varón tenía unos años menos. Todos estamos sufriendo mucho.
Talut meneó la cabeza como muestra de solidaridad.
–Es una gran pena, en verdad. Compartimos vuestro dolor y os ofrecemos cualquier consuelo que esté a nuestro alcance. Si vuestras costumbres lo permiten, nos gustaría quedarnos aquí para agregar nuestras lágrimas a las vuestras, cuando ellos regresen al seno de la Madre.
–Apreciamos tu bondad y os recordaremos siempre, pero todavía hay entre nosotros algunos enfermos. Podría ser peligroso que permaneciéseis aquí. Tal vez haya sido peligroso que viniérais.
–Talut –dijo Ayla, en voz baja–, pregúntale si puedo ver a los enfermos. Quizá puedo ayudarles.
–Sí, Talut –agregó Mamut–. Pregúntale si Ayla puede ver a los enfermos. Ella nos dirá si podemos quedarnos sin peligro.
El hombre de la cara pintada de rojo miró con mucha atención al viejo montado a caballo. La aparición de los animales le había sorprendido, pero no quería demostrar demasiado asombro; por otra parte, estaba tan aturdido por el dolor que había dejado a un lado su curiosidad, mientras actuaba como portavoz de su hermana y su Campamento. Pero al oír hablar a Mamut, recuperó inmediatamente la plena conciencia de aquel extraño espectáculo: un hombre sentado a lomos de un caballo.
–¿Cómo es que ese hombre está sentado en ese animal? –explotó, por fin–. ¿Cómo es posible que el caballo lo tolere? ¿Y ese otro, el de allí atrás?
–Es una larga historia –dijo Talut–. El hombre es nuestro Mamut, y los caballos obedecen a nuestra Mujer Que Cura. Cuando haya tiempo será un placer explicaros todo, pero antes Ayla querría ver a tus enfermos. Tal vez pueda ayudarles. Ella nos dirá si los espíritus malignos aún están aquí, si puede dominarlos y quitarles poder. Ella nos dirá también si podemos quedarnos sin peligro.
–Dices que es hábil. Debo creerte. Si puede hacerse obedecer por el espíritu del caballo, ha de poseer una magia poderosa. Deja que hable con los demás.
–Hay otro animal al que deberías ver –indicó Talut. Y se volvió hacia la mujer–. Llámalo, Ayla.
Ella emitió un silbido. Antes de que Rydag pudiera soltar al lobezno, éste se liberó de sus brazos. El Sungaea y los otros presentes se quedaron asombrados al verlo correr en dirección a ellos, pero más aún cuando se detuvo a los pies de Ayla, mirándola con expresión alerta. A una señal de la muchacha, se dejó caer al suelo, pero su mirada alerta, fija en aquellos extraños, hacía que los del Campamento Sungaea se sintieran incómodos.
Tulie, que observaba con atención las reacciones de los Sungaea, comprendió de inmediato que los animales domesticados habían causado una gran impresión, aumentando el prestigio de quienes les acompañaban y de todo el Campamento. Mamut acababa de ganar prestigio por el simple hecho de ir montado en la yegua. Le miraban con cierta circunspección y en sus palabras había cierta carga de autoridad, pero la reacción ante Ayla resultaba aún más reveladora: parecía inspirarles respeto reverencial.
Tulie, además, cayó en la cuenta de que ella misma se había acostumbrado a la presencia de los caballos y todavía recordaba su aprensión cuando vio por primera vez a Ayla con ellos. Por eso no le resultaba difícil ponerse en el lugar de aquellas gentes. Ella estaba presente cuando Ayla se presentó en el Campamento del León con el diminuto lobezno y le había visto crecer, pero, mirándole con ojos extraños, comprendía que nadie, de entrada, podía considerarle como un animalito juguetón. Su apariencia era la de un lobo en plenitud de fuerzas y el caballo era un ejemplar adulto. Si Ayla era capaz de someter a su voluntad a unos caballos fogosos, de dominar el espíritu de unos lobos independientes, ¿qué otras fuerzas no sería capaz de dominar? Sobre todo cuando se la presentaba como la hija del Hogar del Mamut y como una Mujer Que Cura.
Tulie se preguntó qué acogida se les brindaría cuando llegaran a la Reunión de Verano, pero no le sorprendió en absoluto que Ayla fuera invitada a examinar a los miembros del Campamento que estaban enfermos. Los Mamutoi se acomodaron para esperar. Al salir, Ayla se dirigió a Mamut, Talut y Tulie.
–Creo que padecen lo que Nezzie llama «enfermedad de primavera»: fiebre y opresión en el pecho, con dificultad para respirar. Pero la han contraído ya avanzada la estación y con mayor virulencia –explicó–. Ya han muerto dos personas mayores, pero es más triste que mueran los niños. No sé qué ha podido pasar, pues los pequeños suelen recobrarse con más facilidad de estas enfermedades. De cualquier modo, los demás parecen haber superado el período más peligroso. Algunos tosen muchísimo y voy a tratar de aliviarles un poco, pero, aparentemente, nadie está grave. Me gustaría preparar algo para ayudar a la madre; está muy afectada, pero no lo puedo censurar. No estoy del todo segura; sin embargo, no creo que haya peligro en permanecer aquí para el entierro. Eso sí, aconsejaría que no nos quedáramos en sus albergues.